Noticias de ningún lugar

Una idea de sí mismo: reflexiones sobre el traje y el espíritu

«Cada vez que te enfundas un traje nuevo, escribió Louis Huart, sientes una voz interior que te dice que vales infinitamente más que el instante anterior». Michel Suárez escribe sobre el traje como expresión de orgullo y verdadera individualidad.

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En materia indumentaria, Derrill Osborn fue un hombre singular. Además de una tupida barba blanca y unos sombreros arriesgados, el elemento más reconocible de su imagen era un sempiterno adorno floral, boutonnière, que llegó a convertirse en epítome de su personalidad:

«He llevado un boutonnière durante toda mi vida adulta. Mi madre solía decir que había nacido con una flor en la solapa. También he ignorado la multitud de miradas que se posan sobre mí cada vez que camino por una avenida concurrida, escucho la palabra dandi o veo a una pareja dándose codazos. Ahora parece que todo el mundo espera que me ponga una flor, y, de hecho, me siento desnudo si no llevo una. Francamente, me importa un bledo el efecto que tiene sobre los demás el hecho de llevar una flor. Es una actitud personal que solo un puñado de hombres están en disposición de apreciar».

Osborn supo calcular todas las consecuencias de la afectación y de una temeraria inclinación por el barroquismo porque, además de singular, poseía una rara virtud: sabía quien era. No era una copia de nadie ni prestaba oídos a las modas; sencillamente, fue capaz de plasmar en sus trajes un temperamento excéntrico sin salirse de los márgenes del clasicismo.

Derrill Osborn

Siempre he apreciado estas vigorosas manifestaciones de personalidad, esta capacidad para hacer del traje un espejo del alma. De hecho, me atrevería a afirmar que el traje encierra una idea: una idea de sí mismo. Vestirse es como aprender un idioma, el idioma del espíritu, en la edad adulta. Como ocurre en cualquier lengua, también aquí se requiere paciencia para absorber los entresijos de la gramática: si nos apuramos, farfullamos; si estudiamos y practicamos, nos hacemos entender.

«¡Buff…! ¡Ya empezamos! Tanto rollo para vestirse, con lo fácil que es ponerse unos vaqueros y una camiseta», me diréis. «¡Venga ya, déjese de enredar! ¿Qué historia es esa de estudiar, mirar hacia dentro y aprender no sé qué leyes generales cuando basta con coger lo primero que encontramos en el armario?». Entonces, amigos, ¿no me creéis? ¿Y si fuese un poeta como Rilke quien os lo sugiriera? Oigámosle: «La manera más probable de dificultar vuestra evolución es mirar al exterior y esperar del exterior respuestas a preguntas que tal vez solo pueda responder vuestro más íntimo sentimiento en su momento de mayor silencio».

«Bueno, vale, Rilke que diga lo que quiera y que cada uno se vista como le de la gana. Este es el verdadero arte de vestirse, ¡sabihondo!». Oh, ya veo; os mostráis incrédulos y no puedo reprochároslo. Debo confesaros que yo también compartí un día esa incredulidad; y en esa oscuridad vivía hasta que unos artesanos, los mejores intérpretes del idioma del espíritu, me pusieron tras las huellas de mi mismo. Ocurrió hace tiempo en el taller de Claudemir, un humilde maestro camisero de Río de Janeiro. Una mañana llamé a su puerta y le solicité una camisa:

—¿Sabe usted el tipo de camisa que quiere? —me preguntó el bueno de Claudemir.

—Pues no sé… Supongo que solo quiero una camisa que ajuste como es debido.

—Muy bien —respondió—. Veamos: tiene usted un cuello robusto, así que le aconsejo un cuello club, redondeado. Es un cuello desenfadado, con un aire deportivo, pero muy clásico.

Después, el muy truhan, que se las sabía todas, sacó de un cartapacio una foto de Robert Redford en El gran Gatsby con uno de esos cuellos y, claro, con un cebo tan seductor, a ver quién es el guapo que no pica.

—Mire, esto es lo que le propongo, me dijo, mientras sostenía la foto del gran Redford, como quien agita una zanahoria delante de un burro.

Me identifiqué inmediatamente con aquel cuello y le pregunté si los hacía con frecuencia.

—No, casi nunca —confesó. Lo tomé como un cumplido.

—Pero supongo que los habrá hecho alguna vez.

—Muy pocas —aseguró Claudemir, hombre de pocas palabras.

Más locuaces, las oficiales, unas simpáticas señoras que trabajaban en el taller, aparcaron por un momento su tarea y me ayudaron a escoger la tela. Al final decidí —mejor dicho, decidieron— confeccionarme una camisa de rayas verticales azules con cuellos y puños blancos con claro aroma años veinte. El cuello, eso sí, con un pie altísimo y ojales para pasador, porque un caballero, afirmaban, «tiene que ser fiel a sí mismo». «Pareces un hombre alegre, así que debes alegrar tus trajes; y para ello, nada mejor que este cuello. Te restará seriedad. Fíate, haznos caso». Conservo hasta hoy esa camisa, y cuando me la pongo y veo la rudimentaria etiqueta cosida a mano que pone «Claudermir. Río», evoco con cariño a mis amigas y el taller donde todo comenzó.

Aprendí el significado profundo del arte de vestirse escuchando a Rilke y a mis camiseras; fue así como entendí de una vez y para siempre que ataviarse no es una actividad ajena a la vida del espíritu, sino su concreción exterior. Sin embargo, y aquí la cosa se adensa, con frecuencia la idea que tenemos de nosotros mismos dista mucho de la impresión que causamos en otros. Esta es una verdad que compruebo a diario. La indoblegable voluntad de ponerme un traje cada mañana me expone cada dos por tres a la suspicacia o, peor aún, a la malicia. Y es que, en los días que corren, el traje te hace sospechoso de ser un ladrón de guante blanco (oh, guantes, ¡cuánto os amo!), especialmente en el vasto territorio de los prejuicios políticos.

¿Creéis que me he vuelto paranoico y veo prejuicios por todas partes? En absoluto. Quienes me conocen esperan verme con traje, corbata y la habitual panoplia de complementos; los más cansinos se creen en el derecho de repetir el mismo comentario supuestamente socarrón y sin gracia sobre mi dandismo, pero, ¡ay de mí si un día me relajo! Sobre esto puedo aportar pruebas irrefutables. Veréis, una tarde canicular me encontré en una estación de tren con una conocida que suele recriminarme una presencia, digamos, rococó: «Pero, ¿de qué vas? Menudo figurín… ¿Y esa corbata de rombos? ¿Y esos guantes amarillos? ¿Y ese écharpe? ¿Pero dónde crees que estás, en Hollywood?», como si el Hollywood actual fuese el de los años treinta y no el templo de la chancla y los hombres a medio vestir. La tarde en cuestión hacía un calor monstruoso, por lo que me había despojado de guantes, corbatas, echarpes y cualquier otro complemento que añadiese grados. En cuanto me vio, mi censora no se anduvo con rodeos:

—Pero, ¿qué haces de sport? ¿Dónde dejaste el traje?

 El tono de los comentarios se fue elevando hasta la indignación:

—¿Y la corbata? ¿Y esa dejadez? Quien te ha visto y quien te ve…

—Pero si…, trastabillé yo.

—¡Madre mía, qué bajo caíste…! —me interrumpió, dolida.

Vaya usted a saber por qué, la mujer se sentía traicionada… ¡y lo peor es que no sabía si lo decía en serio o en broma! Aturdido, opté por la pedantería, un recurso muy socorrido en este tipo de situaciones:

—El código clásico, mezcla de buen juicio y sensibilidad, integra muchos tipos de prendas en función del contexto, la estación del año….

—Nada, nada…, me cortó. Ya no eres ni tu sombra.

Y dicho esto, me dejó con la palabra en la boca y fue a sentarse a otro vagón.

Moraleja: si me pongo un traje de tres piezas mal, muy mal. «¿A quién querrá impresionar este pollo?», comentan en voz alta. Si no me lo pongo, peor, mucho peor: «Pero, ¿qué le habrá pasado a este muchacho?», cuchichean a mis espaldas. Sed sinceros, ante este panorama, ¿qué alternativa le queda a una persona cabal, sino hacer oídos sordos y encomendarse a sí mismo?

*

Con una indiferencia que no deja de tener algo de degradante, la sociedad digital es incapaz de distinguir al del ventrílocuo del hombre que se esfuerza por expresarse con una voz propia, y, como dice el gran Petronio, «la elocuencia tirita de frío entre harapos». En estos tiempos de «no importa cómo te vistas», los individuos se han vuelto simbólicamente mudos y el idioma del espíritu no aspira, como el esperanto, a ser universal. Lo más lamentable es que a fuerza de considerar discreto al desaliñado, hemos acabado por confundir el desliño con la corrección. ¿No resulta sospechoso que en la sociedad del progreso progresado, como se burlaba Agustín García Calvo, todos los hombres se parezcan como dos gotas de agua? ¿Qué dice esto del orden estético imperante? ¿Qué papel juega el arte de vestirse en la educación de nuestros jóvenes? Profesores de humanidades, de filosofía, de bellas artes, de literatura, de historia de la cultura, respondedme: ¿qué espacio ocupa el arte de vestirse en vuestras clases? ¿Qué importancia posee en vuestra vida? ¿Ninguna? ¿Cómo podéis, en buena lid, ignorar o dispensarle un trato vergonzoso al «cuerpo del cuerpo» (Erasmo) y llamaros enseñantes?

Afirmo que nada debería resultarnos estéticamente indiferente, ni los muebles ni la cubertería ni las papeleras ni las sábanas ni, naturalmente, el vestido, el más poderoso de los símbolos (Balzac). Esto no significa que debamos contraponer belleza y utilidad; lo útil puede, y debe, ser bello, gran verdad que nuestra civilización de la máquina ha sepultado bajo la autocracia del utilitarismo. «Si la utilidad es el único fundamento de la belleza —deploraba Diderot—, los bajorrelieves, los canales, los floreros y en general todos los ornamentos se vuelven ridículos y superfluos». ¡Oh, Denis, Denis, qué falta nos hace tu sensibilidad, tu talento, tu mordacidad, para denunciar que todo lo que producimos se ha vuelto ridículo y superfluo! ¿En qué fatídico momento nos convencimos de que la Belleza no puede ser fundamento de la civilización? ¿Por qué seguir negando el carácter pedagógico de bellas artes como el vestido?

Ahora pondréis cara de sarcasmo y os preguntaréis qué puede aportarnos el vestido en el terreno de la educación. Ya os lo he dicho: una voz propia. Pero para sacar a la superficie ese poso personal es necesario un sincero auto examen. En consecuencia, el «conócete a ti mismo» continúa siendo el único camino seguro a la hora de vestirse. Llegados a este punto os recuerdo una vez más lo que Rilke a su joven poeta: «Miráis hacia afuera y eso es lo último que debéis hacer ahora. Nadie puede aconsejaros o ayudaros, nadie. Solo hay un medio. Adentraros en vos mismo». Esto es, mis incrédulos amigos, todo lo que debéis saber.

Hombres indiferentes a la belleza de las formas, que seguís las modas, que celebráis las audacias chocantes, las parafernalias inexplicables, la grandilocuencia que lleva más lejos el último grito, si al enfrentaros al espejo cada mañana os preguntáis «¿este quién es?» y no halláis respuesta, desconfiad. Os falta introspección, curiosidad, experiencia, desarrollo. ¿Qué hacer, entonces? Primeramente, estudiad a fondo los principios generales; ellos os permitirán disponer los medios para que vuestro temperamento y vuestra apariencia vayan a juego sin menoscabo de la creatividad. Únicamente el traje que marida con el carácter brinda una inigualable sensación de plenitud y coherencia. En consecuencia, estad de acuerdo con vosotros mismos, no os llevéis la contraria ni permitáis que la publicidad deforme vuestra singularidad. Después, alejaos de la extravagancia, que solo fascina a los exhibicionistas que no saben ver la diferencia entre el efecto rebuscado y un gusto sin reproche. Recordad que una apariencia que declara a favor del buen gusto nunca chirría.

Sé que todo esto os suena a chino, pero si os detenéis un momento tal vez comprendáis que, en esta civilización de redes sociales y barbarie, de alienación radical y hundimiento moral, la única conexión decisiva es la interior, no la digital. Al desentendernos de la reflexión en el vestido nos deshacemos de un tesoro, de una forma de diálogo íntimo, de resonancia, tal como la entiende Hartmut Rosa en un libro crucial, cuyos beneficios fueron en otro tiempo celebrados por artistas y filósofos. «Cada vez que te enfundas un traje nuevo, escribió Louis Huart, sientes una voz interior que te dice que vales infinitamente más que el instante anterior». ¿Oís esa voz, elegantes lectores? Vestir el cuerpo es, ante todo, traducir el espíritu.


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Michel Suárez (Pola de Siero [Asturias], 1971) es licenciado en historia por la Universidad de Oviedo, con estancia en la Faculdade de Letras de Coímbra, y máster y posteriormente doctor en historia contemporánea por la Universidad Federal Fluminense de Río de Janeiro, con estancia en París I, Panthéon-Sorbonne. Además, edita y es redactor de la revista Maldita Máquina: cuadernos de crítica social. Lo fundamental de su pensamiento fue abordado en esta entrevista para EL CUADERNO y está condensado en sus ensayos El fondo de la virtud y De re vestiaria.

3 comments on “Una idea de sí mismo: reflexiones sobre el traje y el espíritu

  1. Agustín Villalba

    «He llevado un boutonnière…»

    «Boutonnière» es femenino en francés: «mettre une fleur à sa boutonnière».

  2. María

    Exquisito, y:

    «La manera más probable de dificultar vuestra evolución es mirar al exterior y esperar del exterior respuestas a preguntas que tal vez solo pueda responder vuestro más íntimo sentimiento en su momento de mayor silencio».

    Volvamos a encontrar el camino, por favor.

  3. Pingback: Una idea de sí mismo: reflexiones sobre el traje y el espíritu — El Cuaderno – Mario Alberto Rosas

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