Creación

El jugador de damas, 8: «Perdido»

Continuamos la publicación por entregas de una novela de Antonio Aledo Sarabia.

/ una novela por entregas de Antonio Aledo Sarabia /

El jugador de damas, 7

Cardos

Desde donde me encuentro aún se ve la casa de Chitina. Pasado el peligro de las chumberas son los cardos lo que me amenazan con sus púas en el cruce de caminos que conduce a la sierra. Aún estoy a tiempo de volver y pedirle que me lleve en coche. Pero sería penoso dejarme intimidar por un cardo. Temo a los perros y tengo una fobia patológica por los gusanos, pero soy capaz de plantarle cara a un cardo. Manteniéndome a prudente distancia (la prudencia no está reñida con el valor) bordeo los cardos y emprendo la subida. Las pendencieras plantas mueven las hojas tratando de arañarme, pero ya no estoy a su alcance. Tienen las flores moradas a consecuencia de sus riñas. Están tan llenas de cardenales como un cónclave donde se elige papa. Me vuelvo por si el cardo ha soltado sus raíces de la tierra y corre detrás de mí. No hay peligro. Respiro. Ahora que estoy solo puedo decirlo: me gusta la naturaleza pero me da miedo. En la naturaleza todo lucha contra todo: uñas, dientes, aguijones, espinas. Un paseo por el monte tiene la inseguridad de un sueño donde todo puede ocurrir.

Antes de meterme en el camino que transcurre entre los pinos tengo una última visión de la montaña. Parece un embudo invertido en la cabeza de un gigante loco. En la parte ancha crece vegetación, en la estrecha sólo roca. En la cima, una cruz de hierro.

Geología fúnebre

Esta sierra es una tumba. Algunos ven en ella un león sentado, una especie de esfinge, otros la cabeza de un gorila. Van desencaminados. Los animales muertos que la cruz bendice son mucho más pequeños.

Repaso en mi cabeza lo poco que sé de geología y lo magnifico para impresionar con mi sabiduría a la Emilia que habita en mi mente. Aunque me temo que a Emilia, a sus diecisiete años, le importe poco mi sabiduría y sólo piense en jovencitos de anchas espaldas, como Atlas, el semidiós griego que sostenía la tierra sobre ellas. Ya me gustaría ver a uno de ellos sosteniendo la tierra, seguro que no aguantaba ni diez minutos. Se necesita una buena base para que los continentes no se hundan en la mesosfera (un manto de roca tan caliente que tiene la textura de la miel).

—A ver, Emilia, ¿cómo puede llamarse la roca que sirve de base a los continentes?

—No sé —dice Emilia mosqueada—. Yo solo pienso en muchachos de anchas espaldas.

No lo sabe y la respuesta ofendida trata de encubrir su ignorancia.

—Vamos, ¿cómo puede llamarse la roca que constituye la base, la base repito, donde descansan las masas continentales? Basalt…

—A mí, de la geología, sólo me interesa el capítulo que se titula «pasar por la piedra».

Está bien. Le pido perdón a la Emilia que vive dentro de mi cabeza por el comentario del Atlas. Piensa el ladrón que todos son de su condición. Yo a los diecisiete años sólo pensaba en chicas. Tenía que haber comprendido ya que Emilia es diferente. Un ángel inocente y virgen, inmaculado, que sólo se permite fantasías eróticas con su profesor de matemáticas y eso debido a la extraordinaria espiritualidad de este.

—La geología, querida niña, es muy sencilla. Los continentes son como esos granos feísimos que les salen a los adolescentes (no a ti, mi cielo) en la cara. Por eso la roca que forma los continentes se llama granito. El granito se apoya sobre una base más dura que se llama basalto. Los granitos forman casi toda la corteza superficial del planeta. Ahora bien ¿qué puede hacer una chica joven como la tierra para disimular sus granitos?

—¿Maquillarse? —aventura Emilia.

—Maquillarse, efectivamente. Echarse polvos, cremas, todo lo que pille. Esta sierra que se levanta ante nosotros es un pegote de ese maquillaje.

—Y una tumba.

—También. Se supone que hace unos cuantos millones de años el mar cubría este valle. El mar estaba habitado por ingentes cantidades de animales pequeños que, cansados de ser comidos, idearon una forma de defensa muy eficaz. Extrayendo del agua carbonato cálcico formaron conchas. Una muralla de piedra entre ellos y sus enemigos. Ninguno de sus depredadores ideó torres de asalto, minas o cañones que pudieran derribar esos muros y los animales con concha proliferaron de tal manera que una vez muertos de puro viejo sus corazas se depositaban en el fondo unas encima de otras, generación tras generación, comprimiéndose hasta formar la piedra caliza que la Tierra, durante los abruptos movimientos del Triásico hace ciento ochenta y siete millones de años cinco meses y tres días aproximadamente, sacó del fondo del mar para colocarla junto a la Sierra de Callosa como dos islas en mitad del valle. La piedra no es estrictamente piedra caliza (carbonato de calcio) sino dolomita (carbonato de calcio y de magnesio) debido a que en el mar primitivo había disuelta gran cantidad de sales de magnesio. Estas sierras dolomíticas son ruiniformes, o sea en forma de ruinas. Así pues, ruinosa, dolorosa y formada por cadáveres la montaña es el transito ideal para el cementerio.

El mausoleo

Sin embargo, aunque mis pies tocan cadáveres primitivos, aunque mi objetivo es la tumba de mi mujer y de mi hijo, mi alma, en mi nariz y en mi piel, está exultante de felicidad.

Me introduzco por un sendero entre pinos. A mi derecha y a mi izquierda, piedras sueltas de apariencia marmórea.

—Voy a contarte, querida Emilia, una historia auténticamente cierta. Hace muchos siglos, en Asia, ¿dónde sino? existió un rey que había perdido a su mujer y a su hijo en un accidente de carro. Su dolor era tan grande que pretendía que todo el universo, empezando por las paredes de su casa, gritara su perdida. Hizo despellejar a unos cuantos de sus súbditos. Los poderosos pueden hacer estas cosas. Pero sus chillidos estridentes lo distraían. Así que concibió el plan de levantar un palacio únicamente con piedras formadas en el riñón humano y despedidas sangrientamente por la uretra. Quienes hayan tirado un cálculo saben lo que eso duele. Sus médicos idearon una dieta excelente para su propósito y obligaron a la población del reino (cabe decir que el reino era inmenso) a seguirla. Cada mes recaudaban las piedras como un impuesto. Analizaban muchas al azar y si alguna resultaba ser falsa el impostor era torturado públicamente y empalado. Al poco no hubo ningún fraude. Todas eran piedras auténticas. Como el ritmo de extracción en semejante cantera era lento, el rey se embarcó en nuevas conquistas. El palacio tardó veinte años en estar terminado. Allí se retiró para llorar a sus seres queridos. Pero una mañana de primeros de Junio como esta entró por la ventana una ráfaga de aire cargada con el aroma de la primavera y el rey, a su pesar, se sintió feliz.

—¿Eso es verdad? 

—Como te lo cuento —no debería engañarla, pero es tan fácil engañar a los jóvenes, saben tan poco—. Siempre se ha dicho que uno no puede huir del dolor, que el dolor lo encuentra allá donde vaya. Lo mismo se puede decir de la felicidad. Ese palacio, a la postre, era inútil.

El camino se empina levemente para luego descender.

Está bien, como es el caso de nuestra especie, no tener enemigos naturales que te hagan la Pascua. Es una maravilla. Estar en la cima de la pirámide trófica es, desde luego, la mejor posición. Esta noche me iré de pesca. Intentaré meterle un gancho por la boca a un pez y sacarlo de su elemento para que se ahogue. Luego veremos si me lo como o no, eso es lo de menos. Nadie pesca para comer, es mucho más barato comprar en la pescadería. Pescamos por el puro placer de depredar. Nosotros, al no tener depredadores, nos tenemos que matar unos a otros ¿qué le vamos a hacer? Es un pequeño inconveniente entre una montaña de ventajas.

Es verdad que no tenemos depredadores, pero algunos animales no lo saben y, de vez en cuando, se oye que en un safari un turista ha sido comido por un león o por un cocodrilo. El último caso que oí cayó cocodrilo. Devoró a una mujer imprudente que se acercó demasiado a pesar de que los carteles y la prudencia aconsejaban no hacerlo. Quería sacar una buena foto. Las autoridades del parque tardaron dos días en encontrar al cocodrilo y matarlo. Se lo entregaron al esposo diciéndole que su mujer estaba dentro. Hemos preferido no sacarla. Comprendo, contestó éste. A la hora del entierro la caja era inusualmente larga. Algunos de los asistentes, aunque por ir enlutados y con velos no se les pudo reconocer, se mantuvieron todo el rato con el vientre sospechosamente pegado al suelo.

Un pastel soñado

Poco después de que mi cuñado, ese que dice que no puede ser santo porque si fuera santo sería un perro (se llama Bernardo), me introdujera en el sutil arte de la pesca, tuve un sueño. Fue uno de esos raros sueños que parecen hechos de una materia más consistente que los otros y que por eso mismo perduran en la memoria como el recuerdo de un acontecimiento vivido.

 Me encontraba andando por la playa. El mar alzaba grandes olas que babeaban iracunda espuma blanca como perros rabiosos. Al llegar a la arena, toda su fuerza se les iba en un bravucón alarido y retrocedían. De todas formas yo, en esas baladronas olas, veía una amenaza y me alegraba encontrarme a este lado, lejos de ellas.

En el sueño, paseaba por la playa y era a la vez el mirado y el que mira. Veía el mar, la arena, y me veía a mí mismo viendo el mar y la arena. Y ese que era yo y que no era yo descubrió un bizcocho recubierto de chocolate y rematado con una guinda. Lo que hice entonces tenía que haber delatado la naturaleza de mi situación. Me eché el pastel a la boca. Nadie en su sano juicio se come un pastel que encuentra tirado en una playa a no ser que esté soñando.

Fue un segundo de dulzura maravilloso, el bizcocho estaba tierno, ni seco ni excesivamente calado de almíbar, el chocolate exquisito, seguido de una eternidad de dolor.

En un momento, como dos líneas paralelas que se juntan se confunden en una, yo volví a ser único, sin escapatoria. Arcano dentro del bizcocho, un hierro punzante me atravesó el paladar y me salió por el pómulo, bajo el ojo derecho. El dolor ayuntó los dos mundos. Las neuronas de mi cerebro, no el cerebro soñado sino el real, fueron excitadas desde el mundo onírico.

Sobre ese dolor, en cierto modo balsámico, (sí, como un alivio, pues todo mi ser pensaba que tener un gancho afilado dentro de la boca era una situación que no podía ser peor y el comprobar que lo que venía podía serlo lo minimizaba), se imprimió el miedo de ver alzarse desde la arena donde estaba oculto un cable de acero. Anudado al anzuelo que horadaba mi boca, perdía su otro extremo en el mar, desde donde una fuerza inhumana empezaba a arrastrarme. Realmente el miedo puede ser un analgésico eficaz, pues lo último que recuerdo del sueño, ya casi sin dolor, son inmensas olas grises abiertas como fauces.

Una tarde de pesca, mucho después, le pregunté a José Luís si nunca se había puesto en el lugar de los peces que sacaba.

—Yo no. ¿Y tú?

—Tampoco —mentí—. Como si volver a pescar después de ese sueño fuera una iniquidad inconfesable.

Perdido

La curruca levanta el vuelo y, a falta de nubes, su vientre blanco algodona el cielo sobre mi cabeza. Me detengo para contemplar al pájaro que era gris en el suelo y ahora me enseña su vientre claro como una muchacha que se levanta la falda. Una piedra con figura de paralelepípedo rectangular se me ofrece como silla. No estoy cansado, pero no quiero abandonar el monte, por eso vengo acortando los pasos hace rato. Son las once de la mañana, hasta las cuatro no me espera nadie en ninguna parte. Si a las cuatro no estoy en el Fenómeno José Luís retará uno por uno a todos los clientes del bar hasta que encuentre un rival para la partida de ajedrez, el ajedrez es un vicio. Luego, sobre las siete, saldrá sin mí para Torrevieja. Allí se encontrará con Enrique, que le hablará de mi conquista de la pasada noche justificando con eso mi ausencia. Mi cuñado San Bernardo ladrará un poco. Como pescador soy una ruina, pero las partidas de póker no son lo mismo sin mí. El cura condenará por enésima vez la lujuria y todo acabado. A fin de cuentas con cuatro se puede hacer una buena mesa. Dentro de unos años dirán: ¿Os acordáis de Jorge? ¿Qué habrá sido de él? ¿Estará aun enganchado con la enfermera? Seguro. Venga, da cartas. ¿Quién lo necesita? En el Instituto buscarán otro profesor, que se alegrará indeciblemente de su suerte. Emilia a lo mejor baja un poco su nota media en matemáticas, o quizá no, el nuevo profesor puede que también la admire y no le descuente el plus de enamoramiento que yo le añado en cada evaluación. La policía pensará por un momento formar una partida para peinar la sierra, pero enseguida descartarán la idea, ellos son pocos, el crimen mucho, y la desaparición de un profesor de matemáticas insignificante. Y la dejarán despeinada.

Adornar la verdad

Hace unos años me extravié en mi propio bloque de pisos. Había sido un día horrible. Llegué a casa cansado, aturdido por una mañana de trabajo demasiado continua, como una cinta de Moebius que sólo tiene superficie, como una botella de Klein sin un maldito envés donde esconderse, sin un solo rincón donde escapar de las otras consciencias. Era la hora de comer. Un vecino que se marchaba y a quien no miré porque mi mirada no tenía fuerzas para levantarse del suelo me ahorró el trabajo de sacar la llave. Algo en el ascensor era extraño. El no poder encajar la llave en la cerradura de la puerta lo atribuí a mi cansancio y toqué el timbre. Me abrió una mujer que no era la mía.

Me dio como vergüenza reconocer que me había equivocado de casa y estuve viviendo durante tres días con ella y con sus hijos. La mujer, como me confesó después, tampoco se atrevió a deshacer el malentendido. Era divorciada y trabajaba como auxiliar en la oficina de correos. A los niños los conocía de haberlos visto en el parque. Uno de ellos, el más pequeño, jugaba a veces con mi hijo. Enseguida me llamaron papá. Yo les leía historias y les daba las buenas noches con un beso. El amor con la mujer, sus movimientos, sus jadeos, era a la vez conocido y diferente.

Al tercer día, mientras comíamos, me armé de valor. Pensé que más vale ponerse una vez colorado que ciento amarillo y, sin preámbulos, espeté entre el sonido del sorber de la sopa:

—Creo que me he equivocado de casa. ¿Este es el bloque tercero?

—No —dijo ella como aliviada—. Es el cuarto.

Cuando llegué a casa Herminia estaba en un ay. Quique no había parado de preguntar por mí en los tres días.

—¿Qué te ha pasado? Hemos llamado a la policía. Te están buscando.

—No sé —mentí—. Debo haber entrado en un túnel espacio-temporal.

—Eso no ha ocurrido nunca —objetó ella.

—Te equivocas.

Epiménides

Fui a la biblioteca y le mostré este pasaje de La vida de los filósofos más ilustres de Diógenes Laercio: «A Epiménides enviólo una vez su padre a un campo suyo con una oveja, y desviándose del camino, a la hora del mediodía se entró en una cueva y durmió allí por espacio de 57 años. Despertando después de este tiempo, buscaba la oveja, creyendo haber dormido sólo un rato; pero no hallándola, se volvió al campo; y como lo viere todo de otro aspecto, y aún el campo en poder de otro, maravillado en extremo se fue a la ciudad. Quiso entrar en su casa; y preguntándole quién era halló a su hermano menor, entonces ya viejo, el cual supo de su boca toda la verdad. Conocido por esto en toda Grecia, lo tuvieron por muy amado de los dioses».

Herminia entonces se convenció y se alegró de que mi ausencia no hubiera durado más que tres días.

—¿Cómo eres tan mentiroso? —me dice Emilia.

—¿Mentiroso yo? Nunca he dicho una mentira. Quizás, si acaso, alguna vez he adornado la verdad para que no sea sosa.

—Claro. Seguro que lo que pasó en realidad fue que te confundiste de piso y cuando salió la vecina pediste disculpas y te fuiste corriendo a tu casa.

—¿Te das cuenta lo pobre que es esa versión?

Sideritis glauca

A los pies de la roca donde me siento crece una planta endémica de esta sierra. Solo vive aquí, como un sello de identidad. Si me raptaran en cualquier parte del mundo, me dieran con los ojos vendados varias vueltas y me dejaran en esta sierra, sabría dónde estoy por esta planta. Se llama vulgarmente rabo de gato, pero en este caso su nombre científico dice mucho más de ella. Se llama sideritis glauca. En primer lugar se llama sideritis porque las flores tienen forma de estrella. En segundo lugar se llama sideritis porque es de la especie de las sideritas y estas plantas eran consideradas por los antiguos como remedio para cicatrizar las heridas hechas con instrumentos de hierro. La palabra griega síderos (hierro) ha dado lugar a dos familias de palabras, unas con el significado de hierro como sideremia o siderurgia y otras con el significado de estrella como sideral. Esto se debe a que la humanidad conoce el hierro por primera vez a través de las rocas meteoríticas, o sea a través de piedras venidas de las estrellas. Por esta razón el hierro y el espacio exterior comparten campo semántico. Muy probablemente los antiguos creían que la siderita curaba las heridas producidas por hierro porque sus flores tienen forma de estrella. Esto se llama magia simpática. Una vez que estrella y hierro se identifican como una misma cosa se piensa que lo igual cura lo igual.

Se llama también glauca por su color verde mar. De ahí viene glaucoma, una enfermedad del ojo que torna verde la pupila y termina produciendo la ceguera. La matoja en cuestión, como aquejada de glaucoma, me mira pero no me ve. Es absolutamente indiferente a mi discurso sobre ella. No le importa lo más mínimo que me cubra con la máscara de la sabiduría. Le tiene sin cuidado que diga verdades o mentiras. No me juzga y yo a mi vez no me esfuerzo por agradarla. Es un descanso. Hacer siempre cosas para agradar a los otros termina agotando. Los escritores escribiendo poemas y novelas, los pintores pintando cuadros, los músicos componiendo, todos quieren agradar. Y no hace falta ser artista. Ducharse por la mañana, peinarse, hablar por millonésima vez sobre el tiempo en el ascensor, contar chistes, anécdotas divertidas, pensamientos profundos que nos reputen de intelectuales, pensamientos osados que nos tachen de ingeniosos, todo para que los demás nos consideren y nos estimen. Esa es nuestra vida: vivir en los ojos de los otros. Yo no me quejo. Al menos no tengo una mancha verrugosa en la cara, no soy el hombre elefante. No tengo problemas de adaptación social. En ciertos círculos se me considera simpático. En cuanto a mis múltiples defectos, he pactado con ellos una reducción  mensual de mi vanidad a cambio de soportarlos con filosofía. Aun así, aquí, sentado en esta piedra, en este trozo de monte poblado de pinos que sobreviven a la ciudad como indios en una reserva, me siento tranquilo, cómodo, como un actor que ha terminado la representación.

Una mancha verrugosa

Urbano Aparicio, un poeta murciano que publicó sólo un libro de sonetos en toda su vida y que al cabo de siglo y medio consiguió una admiradora, Aurora, eso sí, pesada como un pregón, escribió su particular visión del beatus ille, la famosa oda de Horacio de exaltación de la vida campestre que tradujo, o más bien recreó, Fray Luís de León y que empieza: “Feliz aquel que huye del mundanal ruido”, quizá ¿por qué no? sentado en esta misma piedra una mañana de sábado y contemplando a la bisabuela de esta sideritis glauca o rabo de gato que tengo a mis pies. Él tenía más motivos que yo para sentirse bien aquí, apartado el mundo. Además de no tenerle miedo a los perros (¿qué perro se hubiera atrevido a encararlo?) preferiría huir del trato con los humanos lo más que le fuera posible debido a esa mancha verrugosa en la cara que yo no tengo y él sí. Mancha asquerosa en el lado izquierdo que le llegaba hasta el labio superior abultándoselo como la nariz de un elefante marino. ¡Qué horrorosa cara aparece en la única foto que Aurora ha conseguido después de mucho tiempo de búsqueda! Quizá la única que se conserva y probablemente contra su voluntad. Una cara que produce una aprensión ineluctable.

¡Un monstruo! ¡Cuántas veces debió de repetirse eso a sí mismo! Por más que bajo esa carátula horrenda se escondiera un alma sensible que anhelaba la belleza y el amor como sólo lo pueden hacer aquellos que no esperan alcanzarlo. Ya que hay mal que por bien no venga, cuando Aurora termine su extensísimo estudio y publique los treinta y tres sonetos que escribió, estoy seguro que la deformidad de su rostro despertará el morbo del público y el libro recorrerá con rapidez el camino hasta las más altas cumbres de la fama. Él, seguro, hubiera cambiado la inmortalidad por poder besar una sola vez en los labios a una mujer. Pero uno no escoge. Juega con las cartas que le han sido dadas.

Me imagino a Urbano con un antifaz que le cubriera el rostro visitando prostíbulo tras prostíbulo.

—Es un hombre importante, no quiere ser reconocido —diría la madame.

Eso es lo que yo hubiese hecho. Tenía dinero. Era terrateniente y farmacéutico de profesión. Un cuerpo comprado no deja de ser un cuerpo. Aunque ¿quién sabe? Uno de sus sonetos sugiere un enamoramiento temprano correspondido aunque malogrado. A lo mejor una muchacha joven e idealista que lo amaba por su belleza interior y a la que Urbano no permitió lo que él consideraría el sacrificio de unírsele. Aurora debe haber rastreado esta posibilidad en estos dos tercetos:

Mi corazón como una rana salta
cuando busco su boca de cereza
y descubro que su boca me falta.
Cansado de sufrir fue con presteza
su corazón a tramitar y el alta 
se dio del hospital de mi tristeza.

Hay que considerar la hipótesis de que él le hiciera la vida imposible para que ella lo dejar y ella lo dejó. Son conjeturas. Probablemente, cuando escribió su beatus ille ya no había ninguna mujer en su vida si es que alguna vez la hubo. El hecho de que yo recuerde el poema es mérito de mi buena memoria tanto como de la insistencia de Aurora.   

Como moneda que los usureros 
desprecian, brilla el sol sobre la peña.
Con solo su caudal, que al suelo empreña, 
florecerán los melocotoneros.    
¡Cómo ansío pasear por los senderos! 
¡Cómo me gustará cortar la leña
para hacer en el fuego la pequeña
comida, sin mercados ni tenderos!     
Pasaré el año dedicado al arte.
Encarcelando el carro en el garaje 
aprenderé a montar sobre los potros.    
Miro esta estampa tan feliz y, aparte, 
estamos tan a gusto en el paisaje
porque no opina nada de nosotros.

Pero bajó de la peña y publicó sus poemas para que alguna vez alguien pensara que era guapo. Yo no haré tal. Por suerte no me llamo Urbano y mi nombre no me predestina.  Me quedaré aquí para siempre. No pienso bajar para ver a Emilia empreñada por algún gañán.

El jugador de damas, 9


Antonio Aledo Sarabia (Orihuela, 1956) estudió filosofia en la Facultad de Filosofía y Letras de Murcia y es funcionario del Servicio Valenciano de Salud. Ha publicado relatos en revistas nacionales como Ánfora Nova, Calandrajas, Empireuma o La Lucerna. En 1991 fue primer premio del Concurso Internacional de Poesía Miguel Hernández con el poemario Recuerdos del jardín de las Hespérides (1992). Tiene varios poemarios inéditos (El infiernillo, Sobre fantasmas y Sobre los altos hombros), participa activamente en la obra coral El murmullo, editada en formato digital por M. Susarte y es autor de la novela El jugador de damas.

Acerca de El Cuaderno

Desde El Cuaderno se atiende al más amplio abanico de propuestas culturales (literatura, géneros de no ficción, artes plásticas, fotografía, música, cine, teatro, cómic), combinado la cobertura del ámbito asturiano con la del universal, tanto hispánico como de otras culturas: un planteamiento ecléctico atento a la calidad y por encima de las tendencias estéticas.

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