Creación

El jugador de damas, 10: «Cementerio»

Nuevo capítulo de una novela por entregas de Antonio Aledo Sarabia.

/ una novela por entregas de Antonio Aledo Sarabia /

El jugador de damas, 9

Fenómenos paranormales

Recuerdo la asociación José Luis Gea para el estudio de fenómenos paranormales. La componen el mentado José Luis y tres amigos suyos. Una tarde se reunieron los cuatro, redactaron los estatutos y, acto seguido, inscribieron la asociación en el registro de asociaciones. Lo cual demuestra que el que no es presidente de una asociación es porque no quiere. Además tiene prestigio internacional. Tuvieron la desfachatez de escribirle a Stephen King (para José Luis el mejor escritor de todos los tiempos) ofreciéndole la presidencia honorífica de la asociación y éste tuvo la deferencia de contestar aceptándola. También le escribieron a la teniente Scaley, de Expediente X, pero esta pasó de ellos hasta el culo. A mí me han propuesto muchas veces ser el secretario general de la asociación, pero yo estoy más en la línea de la teniente Scaley.

Constituirse en asociación tiene muchas ventajas porque hay multitud de organismos estatales y entidades financieras privadas deseando financiar obras sociales de todo tipo. Una de estas actividades fomentadas por la asociación fue la charla que dio Silvestre en la sala de conferencias de la CAM sobre la piedra filosofal.

Entre otras cosas interesantes explicó los métodos antiguos para tratar de convertir el plomo en oro. Y sin embargo, como todos ustedes sabrán —terminó diciendo. Convertir plomo en oro no es técnicamente imposible. Bastaría con quitarle protones al plomo mediante un bombardeo atómico.

Aprovechando la coyuntura José Luis preguntó:

—¿Conoces algún fenómeno natural que se de en número de trece y que justifique esa fama del trece como número de mala suerte?

Silvestre comprendió que era una pregunta retórica y se limitó a encogerse se hombros esperando la respuesta. Efectivamente, José Luis se respondió a sí mismo.

 —Lo único que se da en la naturaleza en número de trece son los elementos radiactivos naturales (los creados por el hombre no cuentan), que son treces: tecnecio, promedio, polonio, astato, radón, francio, radio, actinio, torio, protactinio, uranio, neptunio y plutonio. Y bien es sabido que la radiación produce cáncer. ¿No sería una cultura más avanzada, desaparecida, o seres extraterrestres quienes comunicaron esa maldad intrínseca del número trece?

Silvestre reflexionó y contestó muy razonablemente.

 —El registro fósil es el notario de la historia. Todo lo que alguna vez ha ocurrido está escrito en las piedras. Lo que no está escrito en la piedra es que no ha ocurrido.

La asociación de José Luis, esa podría ser mi jugada oculta. En milésimas de segundo elaboro la excusa. Y la excusa es echarle toda la culpa de mi comportamiento excéntrico a la excéntrica asociación, amparándome en el secreto cabalístico para no entrar en detalles.

Es un completo acierto. Cuando Silvestre oye el nombre de José Luis lo oscuro se vuelve claro en su cabeza y veo en sus ojos que me cataloga de loco.

 —No puedo decirte más, pero si lo que llevamos entre manos sale bien puede ser el paso definitivo hacia la perfección espiritual y la inmortalidad que perseguían los alquimistas.

Es evidente que me siento envalentonado por el éxito de mi engaño. Estoy orgulloso de mí mismo. Como Ulises cuando engañó a los estúpidos troyanos con el caballo. Magnífica jugada de ajedrez por cierto, caballo toma torre. Si le hubiera dicho la verdad, mi cartero, cada vez que tocara a mi puerta para llevarme una carta certificada reclamando mi firma pensaría que soy un miedoso. Así pensará simplemente que estoy chalado.

La mitad de una amistad

Me lavo la cara con el agua de la cantimplora.

La herida del pecho no es profunda, pero aún sangra. La tapono con un pañuelo de papel como hace uno cuando se corta afeitándose. Ya me había puesto los pantalones (fue lo primero que hice) y ahora me pongo la camisa.

A la perrita —se llama Jaspe— se le ha pasado el susto y vuelve a corretear mientras nosotros permanecemos sin saber qué decir, buscando la mejor forma de separarnos. Cuando ya estamos a punto de hacerlo viene la perrita con un trozo de jaspe en la boca y trata de meterlo en la bolsa de plástico que Silvestre lleva en la mano.

Jaspe en la boca de Jaspe. Además de ser curioso es incomprensible. En esta sierra no hay jaspe. Es como ver un naranjo en el Polo Norte. ¿Y en la bolsa? ¿Qué hay más? Silvestre me trata de vender que está recogiendo piedras para su colección y me enseña el contenido de la bolsa. Peras, melocotones, fresas, plátanos, kiwis, ciruelas en el Polo. No ha calculado que yo algo entiendo de piedras (creo que fui el único que hice su colección y la estudié con provecho) y sé que es imposible que aquí haya recogido todo eso. Ahora, como en una partida de damas, paso de la defensa al ataque. Hay una historia que contar y no estoy dispuesto a marcharme sin oírla. Destruyo una por una sus falsas explicaciones hasta que al fin, vencido, me dice la verdad. Nos sentamos en un tronco y me cuenta su romance fallido con Gloria con sueño y todo. Conforme va hablando me da la impresión de que necesitaba hacerlo. Ahora, si yo quisiera huir, me ataría para seguir contándome. Cuando termina ha nacido la mitad de una amistad. Para que la amistad sea completa debo sincerarme con él.

La farándula

 —Amigo Silvestre, antes, cuando me has preguntado qué hacía semidesnudo atacando a la gente en esta parte del monte, te he mentido al echarle la culpa a la asociación de José Luis. Está bien mentir a un desconocido, es incluso meritorio, pero no a un amigo. Así es que yo también te contaré un sueño.

Mi mujer antes de morirse estaba viva. Bueno, eso es obvio. En vida le gustaba el teatro, actividad que yo detesto. Antes de conocerla actuó en muchas obras a las órdenes de un director aficionado de nombre bíblico, Isaías o Zacarías. Ella era su ojo derecho. Teniendo en cuenta que a ese sujeto sólo se le veían los dos ojos tras su enmarañada barba y su pelo como una coliflor negra que le invadía la frente, es fácil comprender que cuando Herminia se marchó él se quedó chullo. A partir de entonces buscaba muchachas cada vez más jóvenes a las que atraía con el encanto de la farándula, las hipnotizaba con el ojo que le quedaba, el izquierdo, se casaba con ellas y luego las mataba. Las mataba metafóricamente, esto aún no es el sueño, las ahogaba en la mediocridad de sus obras, las convertía en actrices de todo a cien, tan malas que ni él mismo las podía soportar y pronto se divorciaba de ellas. Hacía tiempo que habíamos perdido su pista cuando recibimos en nuestra casa una carta (tú debiste traerla) invitándonos a la representación de una de sus obras en Albacete.

Cogimos el coche y en menos de un segundo nos presentamos allí.

Esto ya es el sueño.

La tarde había empezado a caer cuando llegamos a los aledaños del teatro, situado en las afueras de la ciudad como un cementerio. Como preferiría que me sacaran una muela sin anestesia a ver una obra de teatro y mucho menos del peludo, dejé a Herminia en la puerta y me fui a visitar una central nuclear que había cerca. Allí experimentaban con gusanos. Cuando me los enseñaron di tales voces e hice tales aspavientos con las manos que me creyeron homosexual. Tuvieron que guardar enseguida los gusanos y darme una tila que rechacé. Nada en aquella central podía ser sano. Regresé al teatro bien entrada la noche. La gente se había ido ya y en el aparcamiento del fondo, bajo los negros árboles, sólo quedaba mi coche. Esperé impaciente a Herminia. Las agujas del reloj iban cosiendo el paño del pasado con el paño del futuro para que el tiempo no fuera vestido de jirones como un mendigo. Un punto, otro punto. Le estaba quedando bien. Apenas se notaban las juntas. Confeccionaron un buen trozo antes de que me decidiera a entrar en el teatro. Todo estaba oscuro y abandonado. Subí por unas anchas escaleras de piedra hasta el piso de arriba donde, a media luz, el director ensayaba con Herminia una escena. La escena era inocente. Si los hubiera pillado besándose hubiéramos interpretado Otelo, el moro de Venecia, la escena del degüello; pero la malla elástica que se pegaba a todo el cuerpo de Herminia como una segunda piel era ya de por sí una escena erótica. Al verla así vestida yo mismo me sentí turbado por los encantos de mi propia mujer. Me dijo que la había convencido para actuar en la próxima obra y que iban a ensayar toda la noche. Podía quedarme pero era tonto que perdiera una noche de sueño. Era mejor que me fuera a dormir, el director, por la mañana, la llevaría a casa. Como no soporto el teatro ni en su fase gestante decidí irme. Cuando bajaba las escaleras oscuras pensé en el cuerpo de Herminia con la malla y en la posibilidad de que un hombre, durante toda una noche, no la asaltara. La posibilidad era una entre un millón. ¿Le pararía Herminia los pies? No eran precisamente los pies del director lo que me preocupaba. ¿Se llamaba Zacarías o Meterías? No lo recuerdo. Pero un matrimonio debe basarse en la confianza mutua y no di la vuelta. Seguí hasta salir a la fría noche.

Los soldados

En el descampado que tenía que atravesar para llegar al coche los soldados de una compañía del ejército que había acampado allí habían encendido fuego en un bidón de hierro y se asaban las manos como si fueran castañas. Las ponían cerca de la llama y las frotaban para repartir bien el calor, como si el calor fuera una crema. Cerca de ellos, cuatro pastores alemanes de pelaje negro, aunque uno llevaba la barriga blanca como si se hubiera recostado sobre harina, probablemente especialistas en detectar minas o drogas por el olfato, jugaban al lobo y caperucita. Lo malo es que no se ponían de acuerdo y todos querían ser el lobo. En el caminante que se acercaba vieron la solución de su problema, decidieron que yo era la figura indicada para interpretar el papel de víctima y se tiraron todos a morderme. Tengo que decir en defensa de los perros que me mordían, sobre todo los antebrazos que yo trataba de sustraer alzándolos, lo cual les hacía dar impresionantes saltos, me mordían, digo, sin fuerza, sin llegar a rasgarme la piel, como jugando. Yo no paraba de gritar que los apartaran, que me los quitaran de encima. Pero los soldados estaban muy a gusto alrededor del fuego y ninguno se movía. Probablemente sin mala intención. Cada uno de ellos estaría de acuerdo en que era necesario poner orden en la jauría, pero todos esperaban que lo hiciera el vecino. El alboroto hizo salir al alférez de su tienda y dio las órdenes oportunas.

 —¿Quién es el oficial al mando? —pregunté muy enfadado cuando se fueron los perros.

 —Yo —contestó el alférez con altanería. No estaba dispuesto a disculparse por sus perros ni por sus hombres. Quizá una disculpa hubiera bastado, o tal vez no, pero desde luego su actitud me encendió la sangre.

 —Deme su nombre —le ordené como si yo fuera un mando superior—. Esto va a acabar en los tribunales.

En los tribunales

Debió dármelo porque acto seguido estábamos en una sala de juicios. Por la cara de preocupación de mi abogado comprendí enseguida que íbamos perdiendo. En el estrado, un testigo de la defensa (el Ministerio de Defensa), concretamente un médico de la central nuclear que experimenta con gusanos, refería mi comportamiento cuando me enseñó los gusanos. Todos en la sala empezaron a mirarme mal. Luego un biólogo, también licenciado en veterinaria y psicología animal, explicaba que los perros perciben por el olfato los cambios hormonales que se producen en el cuerpo de una persona cuando experimenta un temor exagerado y eso les induce al ataque. Todos, espectadores y jurado, asentían con la cabeza como diciendo: claro, ¿qué van a hacer los pobres? Las conclusiones del abogado de la parte demandada, el Ejercito, fueron sencillas. Yo era un cobarde. Un cobarde desde la punta del cabello hasta las uñas de los pies. Mi temor al cruzarme con unos valiosísimos perros del ejercito entrenados para secretas tareas los indujo, prácticamente los obligó, a atacarme, con el riesgo que ello suponía para ellos mismos. A uno de los perros, como se puede ver en el informe del veterinario, se le quedó entre dos dientes un trozo de fibra de mi chaqueta, lo que lo tuvo al menos dos días inapetente, hasta que el dentista veterinario se lo extrajo con hilo dental. Al jurado me miraba con odio. Así pues había pasado de acusador a acusado, de víctima a verdugo. El veredicto fue unánime. Los perros fueron absueltos. A mí se me condenó a pagarle una indemnización a cada uno. Además me retiraron la cartilla militar que guardo desde hace 25 años, desde que terminé la mili, donde pone: valor: se le supone; tacharon el se le supone y pusieron en su lugar: melindroso.

Yo, con la cartilla en la mano, no daba crédito a lo que estaba viendo.

 —¿Tiene algo que alegar? —me preguntó el juez antes de levantar la sesión.

El valor

 —Claro que sí. En primer lugar, el bruto que ha corregido la calificación del valor que merezco ha puesto melindroso cuando la palabra correcta, la que debería figurar dado el contexto, sería medroso. Medroso, efectivamente, es el pusilánime, el que tiene miedo de cualquier cosa. Melindroso, sin embargo, significa alguien de comportamiento afectado.

Eso en cuanto a la forma. En cuanto al fondo de la acusación, permítame su señoría contar una historieta que viene al pelo.

Un general ruso, un norteamericano y un español participan en unas maniobras conjuntas de la marina. Están al borde de un acantilado y discuten cuál de los soldados es más valiente.

Para probar el valor de los rusos, su general ordena a uno de sus soldados:

—Tírate al mar con una mano atada a la espalda, mata con la mano libre un tiburón y tráelo.

El soldado cumple la orden y al poco tiempo vuelve con el tiburón muerto.

—¡Eso es valor! —dice orgulloso el general ruso.

El norteamericano, picado, ordena a uno de sus hombres:

—Tírate al agua con las dos manos atadas a la espalda. Mata con los pies un tiburón y tráelo.

El soldado lo hace sin rechistar. Al cabo vuelve con el tiburón muerto.

 —¡Eso es valor! —proclama el norteamericano como si esa fuera la palabra definitiva, el fin de la discusión.

El español dista mucho de estar de acuerdo.

 —Soldado —ordena—. Tírate al agua con las manos y los pies atados, mata un tiburón con los dientes y tráelo.

 —¿Por qué no hace eso la puta de su madre, mi general? —replica el soldado.

 —Ven —dice el general español a los otros dos—. ¡Eso es valor! 

Esta historieta nos enseña, su señoría, que hace falta un tipo determinado de valor para enfrentarse con perros o tiburones y otro tipo, quizá superior, para enfrentarse a la autoridad. Nadie está libre de miedos. Unos temen quedarse encerrados en un ascensor, otros los grandes espacios abiertos, la mayoría que sus hijos se enganchen a la droga, que su mujer o su marido los abandone, que los despidan de su trabajo, que de la noche a la mañana les encuentren los médicos un tumor maligno. ¿Alguien está libre de temores? ¿Usted, señoría? ¿Alguno de los miembros del jurado? ¿Alguien en esta sala? ¿Alguno es Juan sin miedo? Que lo diga y me comeré mis palabras. Pero todos callan porque, como el protagonista de 1984, la novela de Orwell, que tenía miedo de las ratas, todos tienen su miedo oculto. Yo temo a los perros, es cierto, pero no temo a la autoridad, el ejército no me impresiona, otro, la noche de autos, al percatarse de que los dueños de los perros vestían uniforme, hubiera marchado cabizbajo al coche y se hubiera ido. Pero yo no. Debería poner en esta cartilla, con la que por otra parte me limpio el culo,

(—Orden, controle sus palabras o lo acuso de desacato.)

valor demostrado y no ese analfabético y analfaburro melindroso que ha escrito algún subnormal.

 —Orden, orden.

El veredicto

El ruido de la maza del juez me despertó. Supongo que ya no hace falta que te explique qué hacía vestido como Héctor con el fulgente escudo en una mano y la afilada espada en la otra esperando al Aquiles de los perros en las puertas de Troya. ¿Has leído la Ilíada? Cuando Héctor sale de Troya para enfrentarse con Aquiles, ante la visión de este se le encoje el corazón y echa a correr como un ratón asustado alrededor del muro. Si en lugar de vosotros llega a aparecer el perro asesino que yo esperaba no sé lo que hubiera pasado.

 —Bueno —dice Silvestre consolador—. Creo que nos hemos preocupado por secretos sin importancia. Es absolutamente lógico prevenirse del ataque de un perro en el monte. Yo siempre llevo este garrote. Una vez me asaltó un perrazo negro grande como un caballo. Debía ser una mutación espontánea de la naturaleza o un experimento genético porque juraría que tenía tres filas de dientes en cada maxilar. Al menos eso me pareció. Tengo mucha puntería con las piedras, pero darle a un blanco en movimiento a veinte metros de distancia fue pura potra. Le reventé un ojo. Aullando de dolor se alejó a toda prisa, como alma que lleva el diablo, porque infundir temor o padecerlo depende de lo certera que sea la piedra. Todos tememos lo que nos puede hacer daño. Nadie pone la mano en el fuego.

 —¿Eso es un veredicto de absolución? ¿Puedo tachar la palabra melindroso de mi cartilla?

 —¿Puedo tachar embaucador de la mía?

 —No.

 —Pues entonces.

Hormigas

Eso hace que la partida quede en tablas, ni vencedores ni vencidos. El sol cayendo perpendicular al suelo equilibra la sombra de las cosas. Silvestre y Jaspe se marchan en pos de su cosecha de piedras y yo continúo mi camino hacia el cementerio.

Pienso en el extraño suceso de dos desconocidos que se encuentran casualmente en un monte solitario y se intercambian sueños. Cuando era niño, en la galería de mi casa, yo estudiaba a las hormigas. Había entre nosotros una especie de acuerdo. Nunca vimos ninguna dentro de la casa. A cambio de este respeto fronterizo nosotros las dejábamos vivir libremente en la galería donde, las negras grandes, las rubias más pequeñas, pasaban el aspirador de sus dientes por las migajas de nuestra merienda. Muchas veces marchaban en fila india como si la terraza fuera una ciénaga peligrosa por donde hubieran descubierto angostos pasadizos seguros. O quizá lo hacían así porque, al ir todas al mismo sitio y tener todas el mismo cerebro, a todas individualmente se les ocurría el mismo camino y esa suma de voluntades idénticas las hacía parecer gregarias. A mí me gustaba cuando dos filas se cruzaban. Entonces todas sin excepción frotaban las antenas con cada una de la fila opuesta. Lo hacían sin apenas detenerse. Es posible que se contaran sus sueños. Los sueños de una hormiga se deben contar en un instante: soñé con una hoja, soñé con una libélula muerta, soñé con el ala de una mosca.

A pesar de lo que diga el poeta griego, llega un momento en que el viaje se hace pesado y a uno le gustaría coger el primer autobús que lo llevara a dónde va sin otros contratiempos, muellemente sentado en un asiento de ventanilla, adormilado por la fatiga y el traqueteo del vehículo. Llego al final de la ascensión y empiezo a descender con el pensamiento ya situado en el cementerio. Pronto lo veo físicamente, como las dos imágenes que percibimos a través de un binocular confluyen y se aúnan cuando enfocamos bien.

Una fortaleza lúgubre

El cementerio está fortificado con inútiles muros que protegen una plaza donde todos los defensores duermen. Ni la más estruendosa de las alarmas podría hacerlos despertar. Si asaltantes nocturnos quisieran tomar la fortaleza no encontrarían resistencia y una vez dentro sólo les frenaría en su saqueo su propio temor. A parte de que, realmente, poco hay que llevarse de allí: alguna golondrina de porcelana, algún libro de piedra con inscripciones referentes al descanso eterno y a la resurrección del cuerpo (sobre todo en las tumbas de los niños para la pérdida de los cuales el consuelo es más necesario), algunas flores de plástico en pequeños jarrones. Para la otra actividad clásica del saqueo, la violación, tampoco es el lugar idóneo, a no ser que la enfermedad haya corrompido el gusto. Sólo muy de vez en cuando se producen hechos tan increíbles (ocurrió el año pasado) que uno, a pesar de leerlos en el periódico, los toma a invención de alguna mente calenturienta. Una chica se suicidó en los lavabos del Centro de Salud cortándose la yugular con una navaja. La misma noche del entierro, alguien, sobre la doble frialdad de la falta de sangre y la falta de vida, la sacó del ataúd y allí mismo, en un banco de piedra, la violó (si se puede llamar a eso violación pues aunque no hubo consentimiento tampoco hubo ciertamente rechazo). Según el informe publicado, se encontraron en el cadáver restos de semen y de vaselina, dato este último que certifica en el agresor cierta capacidad de raciocinio.

Descontando esos asaltos auténticamente malvados vistos desde fuera (vaya usted a saber si conociendo todos los pormenores del caso no los justificaríamos e incluso los aprobaríamos) la mayoría de las incursiones que realizan los vivos por la noche en un cementerio se deben al juego del misterio o al juego de la trasgresión. Yo mismo puedo poner un ejemplo de cada uno de ellos.

El largo

El primer caso se remonta a la época en que yo estaba saliendo con una chica morena, de piel casi cetrina, unos ojos enormes y redondos que de tanto rímel parecían la costa manchada por los vertidos de un petrolero y nos dientes tan promiscuos y salidos que cuando me citaba con ella llegaban media hora antes. Así descrita: amarillo verdosa y con dientes y ojos saltones, puede dar la impresión de que era horrible. Elena, así se llamaba (digo se llamaba aunque aún debe estar viva porque la gente a la que hemos conocido y ya no tratamos ocupa un cementerio provisional a la espera del cementerio definitivo, ese de ahí delante u otro, como las almas que mueren tibias esperan su destino definitivo en el purgatorio) ilustraba perfectamente varias de las aseveraciones más atinadas de mi madre con respecto a las chicas.

«A los diecisiete años no hay mujer fea», decía mi madre. Y esta otra: «más vale un tipo que una cara». Elena era delgada, casi huesuda, pero su cuerpo había escatimado carne de aquí y de allí para dotar a los pechos y al trasero con largueza.

Un tercer mandamiento de mi madre, que un poco coronaba y resumía los otros dos, exhortaba a las chicas a «arreglarse, maquillarse y emperifollarse» como camino de perfección. A mí, dicho sea de paso, lo de emperifollar me parecía prometedor. De tener mi madre razón Elena hubiera inspirado una segunda Ilíada, pues su ropa y su cara la hacían vivir en un perpetuo carnaval. Trabajaba como dependienta en una tienda de ropa y si de algo entendía, por obligación y por devoción, era de moda. 

Tenía una amiga que se llamaba Cristina. Parecían hermanas siamesas. Andaban siempre cogidas del brazo, cargando su peso la una sobre la otra, acompasando el ritmo de sus zancadas de tal manera que si tenían que andar cuatro pasos solas no sabían y tanteaban el suelo como si este fuera pantanoso. También se necesitaban para ir al servicio y, para mí, que hubieran preferido mearse encima que ir por separado. Cristina era más voluminosa. Su carne, blanca y en puntos pecosa, también con diecisiete años, gozaba igualmente de los beneficios de la teoría de mi madre.

Al principio, no poder despegar a las dos amigas (hubiera hecho falta cirugía) me molestaba, pero luego hice de la necesidad virtud y empecé a imaginar como algo inevitable que cuando me llevara a Elena a la cama me llevaría también a la otra. Comencé a mirarla más de la cuenta.

El único problema era el novio de Cristina, Pepe el Largo. Quien le endilgó el epíteto no se calentó mucho la cabeza. Largo sí era, y tenía la cara rectangular, como una caja de zapatos. Por lo demás, mostraba con su sonrisa fácil y sincera, pronta a desplegarse al más mínimo comentario gracioso o situación indefinida, una candidez impropia de su altura, lo que no le impedía salir inesperadamente por un escotillón escondido en mis sueños eróticos y, desnudo, pedir pista para el aterrizaje de esa especie de Concorde que lucía. Después de hacer su numerito entre ellas, las mujeres nos pedían a nosotros lo mismo. Por ahí no pasaba y clausuraba el sueño.

Volvía a comenzar al rato haciendo un esfuerzo para dejar a Pepe el Largo fuera. Al principio lo conseguía, todo era carne femenina en el plato. Cuando más entusiasmado estaba, sentía una presencia extraña detrás de mí, volvía la cabeza y allí estaba Pepe. Entre su sonrisa y la de las chicas había entonces un hilo de complicidad, como si me hubieran tendido una trampa. Tenía in extremis que deshacer el sueño como se borra de la pizarra unas cuentas mal hechas. Salvaba el culo por los pelos.

Una propuesta

Lejos del sátiro que no me dejaba gozar en paz, Pepe era bonachón y me estimaba, más que eso, me reverenciaba. Él era un trabajador. Mecánico, carpintero, albañil, alguna vez me lo diría, pero en aquella fase de mi juventud la forma en que alguien se ganaba la vida era para mí irrelevante. Hablaba con la ese. Yo en cambio era un universitario que lo había leído todo y lo sabía todo. Nunca nos hubiéramos encontrado de no ser por Elena, que también por cierto hablaba con la ese, pero eso daba igual porque tenía argumentos extralingüísticos de sobra.

Pepe me preguntaba cosas y escuchaba mis respuestas como si yo fuera el papa y hablase ex cátedra.

 —¿Existe vida después de la muerte? —me preguntó una vez. A veces tiraba con bala—. ¿El espíritu es inmortal? ¿Dónde van los espíritus después de muerto el cuerpo?

Realmente era un chico con ganas de saber. Las muchachas también aguzaron el oído como si fueran a escuchar una revelación. ¿Qué podía responder? Me había puesto entre la espada y la pared así que, como una rata acorralada, salí del acoso mordiendo

 —La ciencia —les dije— no se mueve en el mundo de la opinión. No dice: yo creo que sí o yo creo que no. Para creencias está la fe. La ciencia ha hecho suyo el campo del experimento. Es cierto lo que se puede probar. No me digáis que los espíritus existen, traedme uno. ¿Habéis oído hablar de la psicofonía? Dicen que poniendo a grabar un magnetófono con una cinta virgen en un cementerio se recogen las voces de los muertos. Yo no lo creo. Pero lo que yo crea o deje de creer no afecta a la realidad. La realidad está por encima de la creencia. Y, desde luego, una cinta grabada con una voz humana reconocible salida del silencio sería una prueba de peso.

Yo pensé para mí que ni aun esa prueba cambiaría nada pues ¿no salen de un aparato de radio miles de voces? Basta sintonizar el aparato. Con una radio suficientemente buena puedes oír cosas que se están diciendo ahora mismo en Moscú o en Montreal. El aire está infectado de voces. ¿Por qué una de esas voces no habría de encallar en una cinta virgen como un barco en los arrecifes durante una tormenta?

No dije nada porque el susto en la cara de las chicas y la expresión pensativa del Largo auguraban la pronta realización del proyecto.

 —Hagámoslo.

 —Sí, hagámoslo.

 —No, no.

 —Sí.

 —¿En el cementerio? ¿De noche? ¡Ni loca!

 —Sí. ¡Que se quede quien quiera!

 —No me lo pierdo.

 —¡Ay, dios, que me muero!

 —Yo traigo el cassette y la cinta.

 —El sábado que viene.

 —No.

 —Sí, sí.

 —Pero si pasa algo os vais a acordar.

Psicofonía

La mañana del sábado la luna había estado en el cielo diurno invisible como un cristal en el agua. Por la noche, todos, menos esos asiduos a los almanaques que habían leído «luna nueva» en el día de la fecha, la buscábamos en el cielo nocturno sin ser conscientes que le habíamos dado la espalda y la teníamos atrás como una mochila. El cielo estaba despejado de nubes. Las estrellas, en ausencia del maestro, vestían sus más relumbrantes trajes y se lanzaban al ruedo de la noche para lidiar el toro de la oscuridad. Cuando aclimatamos los ojos a esa luz distinguimos bultos lo suficientemente claros para interpretarlos. Esa era Cristina, ese era Pepe el Largo, esa era Elena, a la que también se la podía distinguir por el perfume. Esa negrez más negra era el muro. Como suele pasar en estos casos a ninguno se nos ocurrió traer linternas. Casi lo prefería. Las linternas nos hubieran convertido en malhechores tanto como si fueran pistolas, ganzúas y antifaces. Yo llevaba el cassette con las pilas nuevas y la cinta recién comprada.

Era el único que había entrado de noche en el cementerio con anterioridad, conocía una abertura al fondo, entre los nichos viejos, un acceso relativamente fácil si a uno no le importaba mancharse un poco y pisar por una zona blanda, como de cartones mojados o de hojas muertas y podridas. No parecía lógico que fueran cuerpos allí tirados como una alfombra para recibirnos, pero con la ayuda de las adecuadas palabras conseguimos que las mujeres lo creyeran.

 —Creo que he metido el pie entre las costillas de un muerto. A veces los enterradores empiezan a vaciar estas tumbas viejas, sacan los cuerpos apergaminados para trasladarlos, pero si se hace de noche y no les da tiempo los dejan por ahí en medio para acabar la tarea por la mañana. Se supone que nadie va a pisar por aquí de noche. Esto está lleno de cadáveres.

Los pies se nos hundían y a mí mismo me daba aprensión de no saber qué pisaba. Las chicas, cogidas como siempre del brazo, estaban casi histéricas, querían volver, pero Pepe y yo las empujábamos hacia dentro. No les quedaba otra huida que hacia delante y corrían como si anduviesen sobre brasas. Por fin sentimos el suelo firme. Debemos de llevar aún alguna víscera pegada a los zapatos. Lo dije con tal convicción que yo mismo lo creí.

Durante el día había hecho calor, sólo yo había supuesto que la temperatura bajaría por la noche y había traído una rebeca. Ahora que los ojos se empezaban a habituar a la oscuridad, ordeñando las estrellas como si fueran vacas anémicas que sueltan por sus magras ubres una gotita de leche con la que ir tirando hasta mejores tiempos, las vacas gordas, el día, mi rebeca parecía la casa del cerdito trabajador y precavido cuando llega el lobo. ¿A quién ofrecérsela? Elena y Cristina estaban tan juntas que parecían un solo animal con dos cabezas. Supuse que esa fusión las mantendría calientes. Además, hubiera necesitado una rebeca supergrande para cubrirlas. Pepe nunca tenía frío, andaba de manga corta hasta en invierno. Y si tenía frío que se jodiera. Yo maquinaba la forma de separar a Elena de su amiga y entre miedo y frío, frío y miedo, ofrecerle mi rebeca y magrearla un poco. Pero Cristina era como eso que le sobra al plomo para ser oro y que por más que uno se empeña es imposible quitar.

Así pues me arrebujé ostentoso y vengativo bajo mi prenda y sugerí avanzar por las calles del laberinto que la noche formaba hacia otro lugar más nuevo, pues en el remotísimo caso de que los muertos hablasen, los de aquella zona antigua, después de tanto tiempo, ya no tendrían nada que decir.

Con las esquinas de los ojos se distinguían cipreses como llamas congeladas. ¿Se puede congelar el fuego si baja la temperatura muy bruscamente? Es una pregunta típica de Pepe el Largo. La respuesta es no, pero no puede uno dejar de pensar lo útil que sería congelar varias llamas y llevarlas a una excursión, luego se deja que se descongelen y ya está listo. Es curioso que ciertas cosas y en ciertos momentos se vean mejor de soslayo que de frente. A derecha e izquierda aparecían casi nítidos panteones grandes y blancos, vaporosos como fantasmas, que se desvanecían si volvíamos hacía ellos la cara. Así distinguimos una tumba de mármol banco en forma de libro. Propuse dejar allí el magnetófono. No nos dimos cuenta de que era la sepultura de un niño. Lo supimos después, demasiado tarde, cuando ya no tenía remedio. Habíamos llegado a ella sin más sobresaltos, acompañados por el silencio de la noche y la paz del lugar, sólo turbados por el ulular de Pepe imitando una lechuza que, tratando de inculcar miedo en las muchachas, las animaba y las hacía reír.

Sin nubes y sin viento era difícil pronosticar la tormenta que sobrevino cuando rasgué la envoltura de plástico que envolvía la cinta y la estrujé en mi mano. Todos chistaron inconscientemente como si fuera a despertar a los dormidos. Sin saber qué hacer con el celofán, lo metí en el bolsillo derecho de mi rebeca donde siguió haciendo ruido al destensarse. Se desperezaba como un pulpo soñoliento. Sugerí que, una vez puesto en marcha el aparato, nos alejáramos para evitar que se grabaran nuestros propios movimientos. Les pareció bien y, tras pulsar el REC del magnetófono nos marchamos con cuidado conteniendo la respiración hasta un lugar tranquilo donde esperar.

No nos alejamos mucho para no perdernos. El tiempo transcurría lentamente. Mirábamos las estrellas y nos preguntábamos si existiría vida allí arriba. Quizá por el lugar donde reflexionábamos sobre esto hice notar a mis amigos que siempre que se habla de vida extraterrestre nunca se menciona la muerte. No se dice: ¿Existirá la muerte en esos planetas ocultos que giran alrededor de esas estrellas? ¿Habrá allí ahora mismo alguien llorando por la ausencia de un ser querido? En el cementerio de uno de esos planetas unos seres, quizá con tres ojos en la frente, miran el puntito brillante que es nuestro sol y se preguntan si aquí existe vida. ¡Vida! La vida nos encadena a nuestro planeta. Puede que nuestros muertos y sus muertos se visiten asiduamente, cosa que nosotros, los vivos, nunca podremos hacer debido a la distancia. ¿Habrá fantasmas allí?

 —Primero vamos a ver si hay fantasmas aquí. Desde luego si yo fuera un fantasma saldría a pasear esta noche, perece que la noche se presta al misterio.

Estábamos sentados en un banco de piedra alargado que un lujoso panteón, eso al menos parecía por la silueta que se recortaba sobre el celaje, ofrecía a sus eventuales admiradores. Yo había pasado a contar todas las muertes en las que, de una u otra forma, estuve presente. Mis tías solteras, una prima que murió ahogada, un compañero del colegio que se escondió tras una tarima arrumbada en el zaguán y que murió de leucemia a los once años.

Mientras me escuchaba, Pepe, esgrimiendo una mano fuerte, mano de trabajador acostumbrado a cepillar puertas o apretar tornillos, con callos en todos sitios menos en el lado izquierdo del dedo corazón de la mano derecha, único lugar donde yo, por el roce del bolígrafo, lucía uno, partió rudamente, cual Alejandro, el nudo que yo había tratado infructuosamente de deshacer. Puso la manaza entre las dos chicas y cortó por lo sano, quedando Cristina y Elena separadas.

La oscuridad era más espesa que la de un cine y mis historias, como una película, mantenían la atención de la parte alta de nuestra consciencia dejando que manos y pechos mantuvieran en la parte baja otro diálogo. El pezón de Elena se ponía duro y tieso con la caricia mientras mi prima de seis años se ahogaba en la playa un día de oleaje extremo en el que era imprudente mirar el mar, cuanto más bajar a la playa y perder de vista a la niña durante unos segundos, suficientes para que una ola en forma de mano la cogiera por los pies y la arrastrara. En forma de fauces de perro de presa era la ola. La encontró por la tarde un equipo especializado. Yo no la vi, pero os podéis imaginar su aspecto si recordáis cómo se ponen los dedos cuando están en el baño más tiempo del debido, blancos, hinchados, arrugados, monstruosos. Mi mano seguía jugando con el pecho de Elena. No es que me dejara tocarla, es que habíamos establecido tácitamente el acuerdo de que aquello no estaba ocurriendo. Lo que ocurría era la película que proyectaba mi voz en la noche. Mi tía Petra en una habitación habilitada al fondo de la sastrería y nosotros, niños pequeños, colándonos por una puerta sin portero para echarle un vistazo a eso que los adultos llamaban la muerte y que nosotros, eternos como éramos, no entendíamos. Y descubrí entonces que la muerte tiene cara de pájaro, porque a mi tía le había crecido la nariz y se le había afilado. Le habían colocado un pañuelo blanco que había adquirido pronto por simpatía la palidez amarillenta del cadáver que unía sus dos extremos con un lazo en lo alto de la cabeza y le pasaba por la papada sujetándole la mandíbula. Así no se le abre la boca y no da miedo. Me impresionó la muerte como un espectáculo ajeno a mí porque yo no podría ser nunca tan viejo. Pero luego, con la muerte de mi prima y la de Juan, el cabezón, comprendí que tampoco los niños están libres del peligro. A pesar de que no estaba ocurriendo, cuando le cogí el pezón entre el dedo índice y el pulgar y apreté la sentí estremecerse y respirar con dificultad. Reclinó la cabeza sobre mi hombro como si quisiera dormir. Yo seguía dándole a la mano y a la lengua, aunque Elena estaba cada vez más interesada en la primera y perdía el hilo que tejía la segunda. Empezó a gemir y me dio tal vergüenza (al lado de Pepe el Largo y de Cristina) que paré inmediatamente y pregunté la hora.

Había pasado suficiente tiempo para que algún pececillo, si alguno, cosa que dudaba, merodeaba por aquel mar, hubiera caído en la red. Tanteando la oscuridad volvimos al lugar donde habíamos dejado el cassette. Nos sentamos a su alrededor y rebobinamos la cinta. Cuando comenzó a girar otra vez hacia delante nos devolvió el silencio que había grabado envolviéndolo con el rumor de fondo característico que, al no haber otro sonido, cobraba protagonismo, inesperado extra convertido en la estrella de la película por la falta de algo mejor que escuchar. Parecía que nos hubiéramos acercado al oído una caracola de hierro. Subí el volumen y el crepitar del aparato dominó nuestro círculo. Hubiera sido sencillo suponer voces en tal estruendo como el que imagina caras en manchas de humedad o animales en la forma de las nubes, incluso en un momento dijo Cristina: parece un niño que llora; pero allí no había nada más que un aparato eléctrico funcionando en el vacío. Esta es la única magia, pensé, que podamos meter la electricidad en una pila y usarla luego, como una llama congelada, que podamos grabar en un trozo de plástico nuestras voces y escucharlas. La ciencia es la magia. Un hombre primitivo echaría a correr si de pronto de este aparato saliera voz, la voz de John Lennon, por ejemplo, la voz de un muerto. Se oye como un llanto de niño, confirmó Elena. Siempre pasa igual, uno imagina ver formas con sentido en unos garabatos y todos empiezan a ver lo mismo. Incluso yo creí escuchar el llanto.

 —Yo no oigo nada —dijo Pepe.

 —Ni yo —confirmé.

 —Para —dijo Elena, que se había vuelto a abrazar a su amiga—. Tengo miedo.

 —Ya no se oye —intervino la otra.

Eso pareció resolver el problema. Durante cinco minutos no se oyó nada. Las aguas volvieron a su cauce. Hasta que de pronto, alto y claro, se oyeron estas palabras:

 —Mamá, mamá. Está oscuro. Tengo miedo. Tengo frío y miedo. No me dejes aquí. Si he hecho algo malo no volveré a hacerlo. Te juro que no volveré a hacerlo. Quiero volver a casa. Mamá, mamá. Por favor. Tengo mucho miedo.

Las palabras habían salido inequívocamente del aparato y era un niño el que, entre sollozos, hablaba. Parecía realmente asustado. También nosotros lo estábamos. Las chicas se habían puesto a llorar por sublimación, como un cuerpo que pasa de sólido a gaseoso sin la fase intermedia de líquido. Lloraban sin lágrimas. Las lágrimas eran vanas para expresar la ruptura de la realidad que experimentaban. En un segundo se les había acabado el tiempo y escuchaban las trompetas del Apocalipsis. Había llegado el día del juicio. Los muertos se levantaban de sus tumbas. Eso que parecía un cuento de niños ahora era verdad. Temí que se volvieran locas y que mi broma hubiera llegado demasiado lejos.

Siendo niña, sus hermanos le gastaron a mi madre una broma similar que puedo acabar en tragedia. Vivían en la calle Meca, lugar donde las casas y la calle están separadas por un tabique y una puerta como si fueran dos habitaciones de una misma vivienda. El mayor de sus hermanos, delgado y pálido de por sí, se enfoscó con una capa negra, se maquilló la cara con polvos de talco, se pintó de rojo los labios, de negro los ojos, y remató el disfraz con dos dientes de ajo pelados que le salían de la boca a manera de colmillos. Se arrellanó en la mecedora y esperó con cara circunspecta mientras el otro llamaba a mi madre. Mi madre entró y se encontró al vampiro. No se desmayó ni pidió las sales. Se asustó de muerte, eso sí, pero la muerte no tenía que ser necesariamente la suya. Ni corta ni perezosa cogió unas tijeras que había encima de una mesa y se las arrojó con fuerza a su disfrazado hermano. Ignoro si las tijeras al abrirse en el aire formaron un crucifijo, lo cierto es que ningún vampiro ha dejado de serlo tan rápido. Salvó la cara por unos centímetros. Luego, como dos boxeadores cada uno en su rincón, tomaron agua con vino para desprenderse del susto. El cazador cazado.

Yo estaba a punto de serlo pues, a pesar de la oscuridad veía los ojos de Elena que habían perdido las pupilas y se mostraban totalmente blancos como si dentro de las orbitan se hubieran dado la vuelta. Se había desmayado y parecía convulsionar. Me asusté y la zarandeé. Me pasó por la cabeza que podía tragarse la lengua y ahogarse. Empecé a pensar en eso, abrirle la boca y sacarle la lengua con los dedos. Afortunadamente despertó enseguida. Pepe era el único que mantenía la calma. Los fantasmas existen y hablan en los cementerios, bien, otra línea del crucigrama completa, pasemos a la siguiente.

Me apresuré a apagar el cassette, saqué la cinta y me la metí rápidamente en el bolsillo. Junto con mi sobrino, que se descubrió como un gran actor, por unas monedas, había preparado más cosas, algunas de ellas terroríficas; pero una censura implacable se imponía. No me atreví a decirles que todo era un montaje y cada segundo que pasaba hacía más difícil la confesión.

Las chicas se iban calmando. El suelo no se había abierto bajo sus pies. Salidas de una pesadilla iban recobrando la seguridad en el mundo cotidiano. Todo estaba en su lugar. Si los espíritus interactúan con la materia lo hacen tan suavemente que no se nota. Los espíritus existen y hablan en los cementerios ¿por qué no? Esa era la esencia de la religión que les habían enseñado y en la que decían creer. Existe el cielo, existe el infierno, existe el purgatorio, existe el limbo, todos esos lugares ¿por qué habrían de estar lejos? ¿Por qué no estar aquí mismo, uno pegado a otro, como las páginas de un libro? Vecinos que se escuchan unos a otros cuando se mueven. Ser cristiano es estar preparado para esas cosas y pronto empezaron a comprender que no era tan grave. El niño habría muerto sin bautizar y estaría en el limbo. O habría sido revoltosillo y purgaría sus berrinches en el purgatorio antes de ir al cielo. Todo arreglado. Podía quedarme mi mentira.

Físicamente Elena y yo no llegamos a mucho más que a los tocamientos de aquella noche. Emocionalmente tampoco. Después de la ruptura estuvimos saludándonos durante algún tiempo. Hasta que un día ella estaba distraída o fingió estarlo y no contestó a mi saludo. La siguiente vez me hice el distraído yo.

Las vocales

Esa fue la segunda vez que entré en el cementerio de noche. Más tarde lo visité, amparado en la oscuridad, otras dos veces. Casi un vicio. La primera, el bautismo de fuego, formó parte de las actividades transgresoras del grupo capitaneado por Rafael Montoso, poeta y actor dramático, crápula dónde los haya, irreverente y loco. Rafa sólo hallaba placer pisoteando algo que fuera sagrado para alguien. La Patria y Dios eran sus principales enemigos. También detestaba las normas de urbanidad. No se lavaba. Todo es una mierda —decía—. Y él estaba en sintonía con el todo. Eructaba y se tiraba cuescos sin complejos. Daba los buenos días cuando era de noche y las buenas noches cuando era de día. En la iglesia recogió una vez la hostia consagrada en su boca y luego se la dio de comer a un perro. Queridos hermanos —sermoneaba —, también los perros tienen derecho a la salvación. Se emborrachaba con coñac y con aguardiente hasta que el estómago se le perforó y sólo bebía leche. El volverse abstemio por cuestión de salud no varió su comportamiento, lo cual le privó del beneficio de embriaguez que suele atenuar los delitos. Con todo era buen poeta. Apareció en varias antologías y hasta le publicaron un libro en solitario. Sus versos eran tan irrespetuosos como lo demás. Daba miedo estar a su lado por si un rayo divino lanzado contra él erraba el tiro y te partía en dos.

Mi relación con Rafa también fue corta. Prácticamente sólo participé en la inocente fechoría del cementerio. Fue una de esas tardes de verano tan largas que sientes que la noche, como si estuvieras en Alaska durante los meses de sol, no caerá nunca. No recuerdo que llegara a estar oscuro. Nos colamos sin ninguna idea preconcebida. Excepto saquear una tumba no se me ocurría qué otra cosa podíamos hacer para demostrar nuestra maldad. Cinco muchachos malos dispuestos a reírse de la muerte.  Tenía miedo de que ese fuera el plan. Exprimiendo mi mollera imaginé otras formas de trasgresión tampoco demasiado tranquilizadoras. ¿Nos bajaríamos los pantalones y defecaríamos en las tumbas para ejemplificar el doble sentido de lo escatológico? ¿Cambiaríamos de lugar las fotografías poniendo la foto de un niño en la lápida de un viejo y la del viejo en la de una mujer para confundir y escandalizar a los visitantes? ¿Añadiríamos frases irreverentes a los epitafios? ¿Arrancaríamos las flores de los búcaros y las machacaríamos? Como en una partida de ajedrez, las múltiples combinaciones ofensivas del contrario me inquietaban y preparaba mi defensa. No estaba dispuesto a hacer ciertas cosas. Cambiar las fotografías pase; pero no abrir las sepulturas y cambiar las cabezas de los cadáveres. ¡Hasta ahí podíamos llegar! ¿Qué se había creído Rafa? ¿Que yo era uno de sus acólitos? Me prometí distanciarme de él cuando saliéramos del cementerio. Yo no tenía por qué estar haciendo cosas en las que no creía. Desde luego no iba a violar a ninguna muerta, al menos mientras no se pusiera en duda mi virilidad, en cuyo caso… Vigilaba a Rafa. Deseaba que pasara algo cuanto antes. Ya iba a proponer yo mismo quemarlo todo cuando habló. Habíamos llegado a una zona donde había varios nichos sin ocupar. El plan era meternos cada uno en un nicho y entonar desde dentro, a discreción, un canto gregoriano. Allí metidos como el aire en los tubos de un órgano, con la cabeza al fondo y los pies apuntando a la tarde noche, veíamos la claridad de una luna naciente y un sol que moría. En un momento el sol y la luna se habían puesto cara a cara y este le daba a aquella las instrucciones pertinentes para el relevo. Dentro de los nichos se estaba más fresco y esa sensación, unida al alivio de ver resuelta en términos tan escasos la gamberrada, me ponía contento. Empezó Rafa el canto con esa voz grave de actor borracho que tenía. Escogió quizá sin intención, la letra u para modularla en ritmos que imitaban a los coros gregorianos. O quizá escogió la u porque es la tradicional voz de los fantasmas. Uuuuuuuuu. José Luis se apuntó al coro con la letra e y al ser cinco nosotros y cinco las vocales cada uno se asignó una letra diferente. Yo fui el último en sumarme, me habían dejado la i. Me dediqué a ella con entusiasmo. Dadas las extraordinarias cualidades acústicas de ese espacio cerrado la voz sonaba amplificada y lúgubre. Me habría gustado estar fuera para oírla. Sólo nos faltaba entonces el pardillo que asalta el cementerio con un magnetófono para grabar psicofonías. Se hubiera llevado un susto de muerte. De todas formas nuestras voces, cada vez más potentes, nadaban en el aire buscando la playa de unos oídos. Buscaban en las casas que había al otro lado de la carretera, bajando la cuesta, en el bar que se había construido al lado de la fábrica de mármoles especializada en lápidas, en los chalet pioneros que, al otro lado del monte, en el Rincón de Bonanza, empezaban a constituir una zona residencial para recursos medios. Al día siguiente, sin que nadie les diera crédito, sus habitantes dirían que del cementerio venía como un canto.

Mientras cantaba pensaba en algo que nos había dicho el profesor de filosofía en clase. En hebreo no se escriben las vocales por eso el nombre de Dios, Yhv, a veces se interpreta como Yahvé y otras veces como Jehová, dependiendo de las vocales que uno suponga entremedio de las consonantes. De lo que se deduce que a Dios no le gustan las vocales. Era pues nuestro canto, intencionado o no, una trasgresión en regla. Eso decíamos a Dios porque el hecho de que no existiera era suficiente motivo como para odiarlo. No solamente Rafa, también yo. Eso no se hace. ¿Quién nos salvará ahora? Nos había dejado en la estacada. ¡Claro! No existir es más fácil. Vago, parásito. Pues toma i. A partir de esa noche dejé de frecuentar a Rafa como más tarde, después de la psicofonía, rompí con Elena. El secreto se interponía entre nosotros como las vocales en el nombre de Dios.


Antonio Aledo Sarabia (Orihuela, 1956) estudió filosofia en la Facultad de Filosofía y Letras de Murcia y es funcionario del Servicio Valenciano de Salud. Ha publicado relatos en revistas nacionales como Ánfora Nova, Calandrajas, Empireuma o La Lucerna. En 1991 fue primer premio del Concurso Internacional de Poesía Miguel Hernández con el poemario Recuerdos del jardín de las Hespérides (1992). Tiene varios poemarios inéditos (El infiernillo, Sobre fantasmas y Sobre los altos hombros), participa activamente en la obra coral El murmullo, editada en formato digital por M. Susarte y es autor de la novela El jugador de damas.

Acerca de El Cuaderno

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