Laberinto con vistas

Las nuevas catedrales

Antonio Monterrubio escribe sobre los centros comerciales, templos de la fe moderna. «Todo el mundo se horroriza, y con razón, ante la imagen de un camello a la puerta de la escuela. Sin embargo, está convencido de que llevar a sus hijos al centro comercial cada sábado los prepara para la vida», escribe.

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En El oficio de vivir, Pavese anota: «La religión consiste en creer que todo lo que nos sucede es extraordinariamente importante. Nunca podrá desaparecer del mundo, por esa misma razón». El Espectáculo propiciado por la sociedad de consumo del capitalismo tardío ha usurpado esa función y la ha hecho suya. Simultáneamente, ha cortado por lo sano las tentaciones de comunidad y solidaridad que aún latían, muy al fondo, en el cristianismo. Al convencer a cada individuo en particular y a todos en general de que su propio capricho hace ley y debe prevalecer contra viento y marea, los lanza unos contra otros en una lucha sin cuartel y sin fin. Desde sus elegantes y sombreadas tribunas, los patricios contemplan satisfechos cómo combaten entre polvo, sudor, hierro y redes bajo el duro y cegador sol de mediodía. Ellos y ellas gozan sobremanera del sangriento evento, sobre todo cuando los contendientes se destripan hasta quedar inertes sobre la arena persiguiendo un falso sueño de gloria. «No es frecuente, dice el procónsul volviéndose hacia Irene, que dos gladiadores de ese mérito se maten mutuamente. Podemos felicitarnos de haber visto un raro espectáculo» (Cortázar: Todos los fuegos el fuego). Luego pasarán los esclavos a retirar los cadáveres. El público abandonará el anfiteatro comentando los lances más interesantes. A no tardar, se programarán nuevas funciones para solaz de grandes y chicos. Los de siempre, arrellanados en poltronas provistas de suaves cojines, decidirán sobre la vida y la muerte. Y la mayoría seguirá sumida en el estupor, disfrutando de su pan y su circo.

Punto neurálgico del culto al Consumo, el centro comercial opera en calidad de gran templo del sueño contemporáneo. Su topografía da una idea de su carácter onírico con sus desmesuradas proporciones en el corazón de la más absoluta nada. Es el parque temático del Dinero en nuestro tiempo. Cierta sociología bon enfant, habituada a masajear lo establecido con áloe vera y aceites esenciales, lo define como «una nueva manera de estar juntos». Dudo que nadie en su sano juicio crea que esos flujos anárquicos e indiferenciados de mónadas sin ventanas que se desparraman por tiendas y pasillos consten de individuos que están juntos. Todo allí es hiperbólico. La avalancha de estímulos sensoriales, la enormidad de la oferta, los pisos superpuestos sobrecogen dando la impresión de otra dimensión, sumergiéndonos en una especie de estado segundo. Luces abrumadoras que en lugar de iluminar ciegan, laberintos sin fin jalonados de innumerables tentaciones, olores a artificio químico industrial que exterminan cualquier aroma natural. Dentro de los establecimientos nos asaltan orgías sonoras que dejan temblando pabellones auditivos y lóbulos temporales. Todo es neuromarketing. Sus DJ se ocupan de regalarnos con música estruendosa —y sumamente mala— cuando el local está a rebosar y hay que acelerar la circulación, o con melodías dulces y relajantes si conviene hipnotizar a los pocos posibles compradores. El viciado aire acondicionado suele estar saturado de partículas de los llamados, quién sabe por qué, ambientadores. Hasta en la gran superficie alimentaria que anida en todo centro comercial que se precie, el revoltijo olfativo es tal que echamos de menos el olor a pescado de los tradicionales mercados de abastos.

Ya al llegar a estos palacios del confort nos sorprende el gigantismo que los preside. Dado que solo son accesibles en coche, nos topamos con aparcamientos inmensos y atestados en los que apenas sobra espacio para que las personas tomen mansamente la senda de las puertas del cielo. Antes de nuestra entrada triunfal, hileras de carros se extienden más allá de donde la vista alcanza. El budismo tiene su pequeño vehículo —hinayana— y su gran vehículo —mahayana— destinados a conducir a sus fieles fuera del mundo del sufrimiento y encaminarlos al nirvana. Aquí se ofrecen diversos tamaños a elegir y llenar de objetos que harán nuestra felicidad. Incluso los críos disponen de los suyos y van acostumbrándose a habitar el mismo sueño narcótico que sus padres. El capital no ignora que su continuidad depende de que los niños se acerquen a él para que nunca puedan alejarse. La adicción a drogas, alcohol o juego viene de una repetición crónica que termina por convertirse en un hábito del cual se hace inviable salir. El consumo compulsivo, incesante y rutinario sigue idénticos mecanismos, captando a los más jóvenes a través de ingenios que les entran por los ojos susurrándoles que sin ellos, jamás se sentirán colmados. Todo el mundo se horroriza, y con razón, ante la imagen de un camello a la puerta de la escuela. Sin embargo, está convencido de que llevar a sus hijos al centro comercial cada sábado los prepara para la vida. Esas peregrinaciones donde es de rigor pasarse a ver lo que hay constituyen a ojos de muchos, y no precisamente de los más pudientes, el momento cumbre de la semana. Bueno, los sueños, sueños son. El carrusel de llamadas al derroche no deja respirar al cerebro. El instinto y el inconsciente toman el mando. En términos psicoanalíticos, estas catedrales del consumo son el paraíso del Ello. Desde las vitrinas, tentadores productos susurran o directamente gritan «Yo te haré feliz. Me necesitas. Cómprame». Resistir la seducción de la mercancía es misión imposible para no pocos.

Dentro de esos cubículos repletos de artículos a la venta, no existe trato humano. Todo es frío y distante, superficial. Nadie conoce a nadie. Olvídate de peticiones de consejo o de depositar confianza en dependientes que funcionan como piezas de un engranaje diseñado para despachar cuanta mayor cantidad y más deprisa mejor. El cuidado del cliente es una preocupación menor; se da por hecho que el acto de comprar le proporciona la satisfacción que busca. Se nos repite que centros comerciales, hipermercados o grandes almacenes democratizan el consumo poniendo todo a disposición de todos. Esto es sumamente discutible. Es vox populi que la comida adquirida en estas modernas cuevas del tesoro tiene poco que ver con los olores, colores y sabores naturales. Las viejas tiendas de barrio, hundidas por estos transatlánticos de la nutrición, ofrecían mercancías de calidad superior. Antes, vestirse a medida estaba al alcance del vulgo. Sastres y modistas se encargaban de hacer que cada uno y cada una se sintieran en su casa dentro de la ropa. Se podía seguir paso a paso su creación. Las sucesivas pruebas y los correspondientes comentarios y glosas constituían un ritual que formaba parte del placer de estrenar. Hoy esto es patrimonio de ricos. La mayoría se viste con ropa cosida con el sudor de su frente por mujeres explotadas doce o catorce horas diarias por salarios de hambre en algún hediondo taller de, pongamos, Bangladesh.

Bares, cafeterías y restaurantes presentan el aspecto aséptico e impersonal de un quirófano. Su divisa es: «Toma tu café, tus albóndigas o tu escalope y corre». La cifra de negocio exige consumir y desalojar rápido. Ni hablar de conversaciones de sobremesa o arrobadas miradas de enamorados. Buenos días y hasta la próxima. Circulen, aquí no hay nada que ver. Y tendamos piadosamente un tupido velo sobre la excelencia de los productos deglutidos a toda prisa. Estos altos lugares del consumo se pregonan como burbujas de bienestar, proveedores de lujos asequibles, templos de la elegancia de catálogo y suministradores de placeres en serie. En la realidad real, provocan insatisfacción y desilusión, incluso cuando se vuelve a casa con el maletero lleno. Por más que se haya comprado, suele ser menos de lo que se habría querido. Pero la raíz del malestar está en que lo que se necesitaría no se encuentra en ningún centro comercial del mundo. La novela de Zola Au bonheur des dames, publicada en 1883 en pleno boom de los recientísimos grandes almacenes, tiene mucho que enseñarnos acerca del efecto perverso de estos gigantes. Muestra cómo el moderno establecimiento arruina y destruye el pequeño comercio de las calles circundantes, que no puede competir en variedad, distinción y precios. Una de las secuelas nefastas de esta concentración monopolista es la desestructuración del espacio urbano. Los barrios pierden personalidad y alma, se uniformizan y se ven reducidos a aparcamientos para individuos que trabajan y compran en sitios lejanos y con los que no tienen lazo sentimental alguno. El padre del naturalismo retrata ese estado de cosas con unas pocas palabras al mostrarnos ese edificio y lo que significaba: «Dominaba el barrio, extendía sobre él su sombra». Justamente, y la sombra de estos monstruos es alargada —y ominosa—. Un ingrediente interesante del relato es la descripción del proceso que conduce a la clientela, a la sazón mujeres de la burguesía, a ser seducida, conquistada y atrapada por la voluptuosidad del consumo. Esta oferta continuada de placer que nunca termina de llegar y de llenar, y en busca del cual se retorna una y otra vez, es su cebo infalible. Dejarse llevar, permanecer en coma anímico, aletargado en un sueño tranquilizador, puede ser relajante, si bien en ningún caso permite colmar el vacío interior.


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Antonio Monterrubio Prada nació en una aldea de las montañas de Sanabria y ha residido casi siempre en Zamora. Formado en la Universidad de Salamanca, ha dedicado varias décadas a la enseñanza. Recientemente se ha publicado en un volumen la trilogía de La verdad del cuentista (La verdad del cuentista, Almacén de ambigüedades y Laberinto con vistas) en la editorial Semuret.

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