Almacén de ambigüedades

Era una mariposa

Antonio Monterrubio escribe sobre la inefable poesía del haiku, delicada manera de «comparecer ante la realidad sin necesidad de comprenderla, es decir, sin hacerla a nuestra imagen y semejanza».

/ Almacén de ambigüedades / Antonio Monterrubio /

El haiku suele ser visto en Occidente como un jeu d’esprit, una agudeza destinada a brillar en sociedad. Pero si alguna vez fue un divertimento, un adorno, su forma clásica dista de serlo. Sus mismos orígenes desmontan esta versión. De hecho, surge como corolario de una rebelión poética frente a las formas clásicas, de raigambre aristocrática. Algunos autores comenzaron a usar un lenguaje cada vez más alejado de la elegancia ortodoxa. Lo hacían en largos poemas, escritos a varias manos, a modo de creación colectiva: los renga. En ese crisol se fundían las más diversas influencias: jergas, argot, palabras chinas, la lengua religiosa o la popular. Las estrofas sucesivas derivaban en ocasiones hacia una comicidad desenfrenada, grotesca, incluso obscena. Esos temas bajos, impropios de las cortes refinadas, eran denominados haikai. El haiku se consolidó en cuanto forma poética independiente a partir del siglo XVI. Los cultivadores de este género reciben el nombre de haijin. Eximios poetas como Matsuo Bashō, Yosa Buson, Kobayashi Issa o Masaoka Shiki lo convirtieron en un arte elevado y depurado, pero supieron conservar intacta su frescura y libre su corazón inquieto.

El haiku es el ejemplo máximo de condensación en la lírica nipona, mayor aún que el tradicional waka o tanka, de 31 sílabas y 5 versos. En manos de los grandes, su laconismo es un fogonazo de emoción, una realidad más real que la vida misma. Deja al margen toda metáfora, alegoría o simbolismo, elude el sentimentalismo barato.

Admirable
aquel que ante el relámpago
no dice: la vida huye…

Octavio Paz señala en Las peras del olmo que hay aquí una doble crítica. Se ponen en cuarentena las imágenes banales, los tópicos poéticos mil veces repetidos, las asociaciones ñoñas del tipo relámpago–fugacidad–existencia. Y se niega el carácter trágico de una travesía llamada a tener un final. «La verdad original de la vida es su vivacidad y esa vivacidad es consecuencia de ser mortal, finita […] El haikú de Bashō nos abre las puertas del satori: sentido y falta de sentido, vida y muerte coexisten». En los grandes haikus se vislumbra la iluminación súbita que el budismo zen considera alcanzable por cualquiera.

Los requerimientos métricos y rítmicos de estos poemas son muy precisos (17 sílabas divididas en tres versos de 5, 7 y 5), si bien lo que les da fuerza y genialidad es su estructura. A pesar de su brevedad, constan en general de dos partes, una que establece las circunstancias temporales o espaciales y otra como una fulguración, un impromptu que, aun presentando un apunte real, va mucho más allá.

Es primavera:
la colina sin nombre
entre la niebla

(Bashō)

Enciendo una vela
con otra vela
una tarde de otoño

(Buson).

Este camino
nadie ya lo recorre
salvo el crepúsculo

(Bashō)

Un haiku logrado nos hace levantar los ojos del libro. Su chispa desencadena la detonación mental, siempre y cuando la pólvora de nuestro cerebro no esté definitivamente mojada. Es un archivo comprimido que está pidiendo, con levedad y cortesía zen, ser descomprimido, abierto y leído. Los mejores sobreviven a la azarosa aventura de la traducción para abrirnos los ojos a la alegría, el dolor y la belleza del mundo. La (aparente) simplicidad, la polisémica capacidad de sugerir y la fascinación por lo efímero son sus señas de identidad.

Un a modo de poema de tres versos tal que

Comunidad de Madrid:
croan en la charca cenagosa
ranas gordas y gozosas

es una verdad como la copa de un pino, incluso como la selva amazónica anterior a su metódica destrucción, pero no es un haiku. No solo porque no está en japonés ni cumple las reglas del género, sino porque el haiku no admite imágenes ni tropos, ni menos una diana. No es un epigrama, un ramalazo irónico o sarcástico. Se trata de una revelación poética: es más gnómico que sapiencial. Su ligereza está cargada de poesía. Comparte con los koan u otras disciplinas artísticas esa característica zen de decir lo máximo posible a través de la mayor economía de medios. En filmes de Ozu como Viaje a Tokio, la sutileza de la puesta en escena es tal que puede parecer que a lo largo de la historia no ha ocurrido nada. Sin embargo, por la pantalla han desfilado amor y dolor, egoísmo y generosidad, el tiempo que pasa, el instante que perdura, la sensibilidad y el sentimiento, la vida y la muerte. Todo en la más pura sencillez, sin pomposos subrayados ni retórica flamígera.

El arte del haijin trasciende la producción de bonitas briznas poéticas. La íntima relación con las estaciones del año, las epifanías de la naturaleza y la apariencia de preciosa miniatura nada tienen que ver con lo pintoresco o decorativo. El grado de densidad e intensidad discursiva que un haiku alberga en su interior es muy elevado. El poeta despierta las emociones más profundas merced a su lucidez insobornable. Con un trazo de pincel, diagnostica certeramente dónde van a parar las ambiciones y glorias del mundo.

Hierba de verano.
Lo único que queda
de los sueños de los guerreros

(Bashō)

Las hondas meditaciones sobre el destino conviven felizmente con el gozo de las pequeñas maravillas, humildes, cotidianas y además gratuitas, que la vida nos regala a cada instante.

Un viejo estanque:
salta una rana ¡zas!
chapalateo

(Bashō)

Viento del atardecer.
Se ondula el agua
alrededor de la garza

(Buson)

Las inquietudes del corazón se amalgaman con los eventos meteorológicos para formar un todo único e indivisible.

De nuevo te espero esta noche.
El viento frío
se convierte en lluvia

(Shiki)

Pero la esperanza es inmortal; renace siempre, incluso cuando la tierra parece baldía y el futuro se adivina un páramo yermo.

A pesar del frío
las peonías, desnudas y sin hojas
florecen

(Sharai)

La nostalgia se hace relámpago, toda la saudade del mundo cabe en unas escasas palabras y en un guiño de la primavera precoz.

En mi pueblo natal,
del que salí hace tanto tiempo,
florecen los cerezos

(Issa)

Una inocente pregunta es capaz de cristalizar una sutil ironía que desenmascara el olor de la hipocresía, por más que se envuelva en los más delicados aromas.

¿Quién es esa pareja desconfiada
que descansa en la casa de té
con glicinas en flor?

(Buson)

El gesto más simple y automático puede originar una corriente de alto voltaje lírico, dependiendo de quién lo ejecute.

Tarde de otoño.
Ella limpia un espejo
con la manga

(Buson)

Tres versos bastan para darnos una poderosa idea de la vida sencilla y desprovista de artificios, esa que difícilmente se encontrará en las elegantes salas de los altos palacios.

La esposa del barquero canta
mientras rema corriente arriba
y pasa junto a las acacias en flor

(Senna)

La transitoriedad y la impermanencia, la caducidad de todo y de todos, están presentes a menudo en los versos y siempre en el espíritu. Al acercarse el final de su periplo vital, Bashō testimonia:

Agotado de este viaje.
Mis sueños deambulan dispersos
por los campos desolados.

Medio siglo más tarde, Buson recupera la misma temática en sus horas postreras:

Flores blancas de ciruelo.
Amanece.
Ha llegado el momento.

El telón va a caer. Aun así, un rayo de optimismo antropológico ilumina la entrada en la noche: la conciencia clara de que el alba seguirá estando ahí. Alguien la disfrutará.

Un sambenito pegado al haiku por el velcro de ciertos prejuicios es considerarlo producto de gentes dedicadas a la contemplación, casi monacales, encerradas en su torre de marfil. Pero Bashō, por ejemplo, es un peregrino incansable que saca sus anotaciones de aquí y de allá, una especie de poeta on the road, un beatnik avant la lettre. Sorprendido por un segundo de belleza, lo capta y lo hace eterno:

Un relámpago
y el grito de la garza
hondo en lo oscuro.

Inmortaliza los hechos más cotidianos y anodinos

Albergado en la taberna
junto con la cortesana
flores de lespedeza y la luna

aunque también

Bajo las abiertas campánulas
comemos nuestra comida
nosotros, que solo somos hombres.

Nos encontramos ante una poesía que lo mismo es capaz de apuntar hacia abismos metafísicos que de exaltar la dicha del momento, la alegría de estar vivos y poder manifestarlo.

Una manía más es la costumbre de entregarse a la exégesis de aquello que ya ha sido expresado con concisión. Una cosa es dejarte llevar por la corriente de los versos abriendo tu mente a los mil paisajes que sugieren, y muy otra pretender poner en prosa lo que el autor quiso mostrar —vana presunción— o lo que un lector consciente debe entender.

¿Una flor caída
volviendo a la rama?
Era una mariposa.

Por más vueltas que se le dé al poema de Moritake, no cabe decir nada que él no diga. Podemos divagar adivinando una ilustración de la inviabilidad de refutar el segundo principio de la termodinámica. Sin embargo eso ya está ahí, solo hace falta sentirlo. Asimismo para aquel deslumbrante haiku, anónimo en mi conocimiento, que reza:

Al sol se están secando los kimonos:
¡ay las pequeñas mangas
del niño muerto!

Lo que hay en estas líneas puede exponerse con mayor extensión y profusión, pero no mejor ni de manera más profunda. Esos poemas «nos permiten comparecer ante la realidad sin necesidad de comprenderla, es decir sin hacerla a nuestra imagen y semejanza» (Rubert de Ventós: De la modernidad).

Una de las más importantes figuras del teatro Nō, Zeami, que vivió entre los siglos XIV y XV, dejó en Sekidera Komachi un elogio de la poesía que conviene perfectamente a los grandes haikus:

La palabra poética no tiene fin.
Es duradera como el perenne pino,
constante como las hojas suspendidas del sauce;
porque la poesía, cuya fuente y semilla está
en el corazón humano, es infinita.
Aunque el tiempo pasa y todo desaparece
los poemas dejan su marca;
y la huella de la poesía no se borra nunca.


Antonio Monterrubio Prada nació en una aldea de las montañas de Sanabria y ha residido casi siempre en Zamora. Formado en la Universidad de Salamanca, ha dedicado varias décadas a la enseñanza. Recientemente se ha publicado en un volumen la trilogía de La verdad del cuentista (La verdad del cuentista, Almacén de ambigüedades y Laberinto con vistas) en la editorial Semuret.

1 comments on “Era una mariposa

  1. Agustín Villalba

    Por fin un excelente artículo del sr. Monterrubio, incluso para un buen aficionado al tema desde hace muchos años como yo. La mejor definición que conozco del haiku es una «viruta de taller» de Miguel d’Ors : «Haiku japonés: un poco más que una impresión y un poco menos que un pensamiento» (hay también la greguería de Ramón Gómez de la Serna: «Los haikus son telegramas poéticos»).

    Entre los muchos libros que existen sobre el tema, recomiendo «Haiku-do. El haiku como camino espiritual» de Vicente Haya y «L’Art du Haïku. Pour un art de l’instant», de Vincent Brochard y Pascale Senk.

    Y para acabar, cuatro bellos haikus:

    Larga es la noche.
    El ruido del agua
    dice lo que yo pienso.

    Gochiku

    *
    ¿Es un imperio
    esa luz que se apaga
    o una luciérnaga?

    Borges

    *

    Se posa el sol
    en la taza de té.
    Bebo la luz.

    Susana Benet

    *

    Feliz quien ve
    la ondulación del trigo
    y da las gracias.

    Antonio Moreno

    PS. «Una manía más [¿de nuestra época?] es la costumbre de entregarse a la exégesis…»

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