Narrativa

Apuntes para leer ‘Personas decentes’, de Leonardo Padura

Un artículo de Adelia García Lobo, exploración del mundo del literato cubano, Premio Princesa de Asturias de las Letras 2015.

/ por Adelia García Lobo /

¿Te suenan estos nombres: Sherlock Holmes, Hércules Poirot, Miss Marple, Mr. Dupin, Philipe Marlowe, Jules Maigret, Pepe Carvalho, Montalbano? ¿O quizás alguno de estos: Inspector Wallander, Lisbeth Salander, comisario Camille Verboeren, comisario Adamsberg, forense Quirke, Petra Delicado, Kostas Jaritos, comisario Brunetti, la inspectora Elena Blanco? Entonces quizá te suene Mario Conde. Sea como sea, ya te habrás dado cuenta de que vamos a hablar de novela policiaca, novela negra, esa novela en la que el crimen en sí no es lo más importante, sino el ambiente, la sociedad; esa novela en la que las circunstancias cobran especial relevancia, aunque el crimen, efectivamente, sea lo que nos atrape.

Leonardo Caridad Padura Fuentes (La Habana, 1955), en adelante Leonardo Padura, es autor del icónico inspector de policía Mario Conde, devenido en expolicía dedicado a la compraventa de libros de segunda mano y ya en su última novela, en la que aquí profundizaremos, a la compraventa de todo lo que caiga en sus manos.

Si sus libros fueran títulos de canciones podríamos hablar de varios vinilos. Uno de esos vinilos sería la prosa de ficción de este cubano afincado en Mantilla (La Habana). En la cara A (recurso éste que utiliza en La neblina del ayer para referirse a las partes del libro) estarían aquellas composiciones protagonizadas por ese inspector de policía que dejó de serlo en 1989, año en cuyo 9 de octubre cumple treinta y seis años. Diez títulos. Los cuatro primeros constituyen una tetralogía titulada «Cuatro estaciones de La Habana»: Pasado perfecto (invierno); Vientos de cuaresma (primavera), Máscaras (verano) y Paisaje de otoño (evidentemente, otoño), las cuatro estaciones del año. A estas le siguen Adiós, Hemingway; La neblina del ayer; La cola de la serpiente (escrita y reescrita); Herejes; La transparencia del tiempo y la publicada en 2022: Personas decentes.

En la cara B de ficción estarían su primera novela: Fiebre de caballos, La novela de mi vida, El hombre que amaba a los perros y Como polvo en el viento; además de aquellas colecciones en las que se recogen sus cuentos, como por ejemplo el volumen Aquello estaba deseando ocurrir, el más conocido, pero no el único.

Estas novelas de la cara B encierran títulos que ha dado muchas satisfacciones a su autor. La novela de mi vida está basada en la historia del poeta cubano José María Heredia. Con ella empieza el escritor a romper ciertos parámetros para dar una nueva vida a su producción literaria. En una sola novela veremos tres generaciones, tres historias: la del propio poeta; la del hijo de José María Heredia y la de un exiliado profesor estudioso de la vida del bate. El hombre que amaba a los perros, muy bien recibida por la crítica y los lectores, logra por fin poner en palabras una historia que llevaba años rondando la cabeza del autor, desde que visitara en México la casa de León Trotski y recalase en la idea de que su asesino Ramón Mercader había vivido sus últimos años en La Habana. Como polvo en el viento es la novela del exilio; el exilio visto desde varios puntos de vista: otra novela estructuralmente compleja.

Otro de esos vinilos lo dejaríamos para la prosa de no ficción, entre la que caben destacar dos temas fundamentales: la pelota, el juego de pelota y la música. Ambas han dado para que el periodista que es Leonardo Padura realice artículos, reportajes, entrevistas que podemos leer en libros como Los rostros de la salsa (reeditado recientemente son conversaciones con legendarios músicos del Caribe) y El viaje más largo (reportajes para un dominical Juventud Rebelde adonde había sido enviado por un problema ideológico).

Dentro de la no ficción podríamos hablar también de su labor como ensayista con dos títulos referentes: Yo quisiera ser Paul Auster y Agua por todas partes. Ensayos estos que nos permiten conocer al escritor y sus circunstancias. Además, podemos hablar del guionista en Regreso a Ítaca, texto este que finalmente novelizó; y del coguionista junto a su mujer (a quien dedica todas y cada una de sus obras) Lucía López Coll de la miniserie Vientos de La Habana, basada en su tetralogía del inspector Mario Conde.

Mario Conde, su álter ego, es el protagonista de nuevo de su última novela: Personas decentes. Novela que, parafraseando al francés Premio Nobel de Literatura, André Gide debe el perfil de su belleza a todas las obras que la precedieron. Tiene, sin embargo, la peculiaridad de que puede leerse y entenderse perfectamente sin haber leído antes ninguna de las que la antecedieron.

Es una novela independiente a pesar de compartir el macrotexto común que todo lector de Mario Conde reconocerá en ella: narrador en tercera persona, policía expolicía devenido en investigador, La Habana, la amistad, la comida, el paso del tiempo, los huracanes, los ciclones, las personas decentes y las no tanto, la música, las idas y las vueltas a Cuba, la polifonía de voces que nos cuentan algo más que una historia de asesinato; y también, cómo no, la intertextualidad, a veces claramente manifiesta y otras latente; quizá en algunas ocasiones fruto de los fantasmas de críticos literarios, periodistas, profesores que en ocasiones vemos literatura.

En Personas decentes, decíamos, están todos esos elementos multiplicados; hasta los antropónimos del personaje José José Pérez Pérez están duplicados. Padura siempre nos reserva alguna sorpresa en cada nueva entrega. En Personas decentes podemos analizar todos esos elementos desde la duplicación o multiplicación. Por ejemplo, podemos comenzar por la duplicación del narrador, lo que nos llevará consecuentemente a hablar en un siguiente paso de dos tramas.

En capítulos alternos (los numerados vs. los titulados), dos narradores contarán dos historias separadas por casi cien años de diferencia (los albores del siglo XX, estamos hablando de 1909-1910; y, 2014, un año en que el autor —licencia poética— hará coincidir la visita de Obama a Cuba, el concierto de los Rolling Stone, el desfile de Chanel, la grabación de un capítulo de una conocidísima serie…).


Los narradores. Por un lado, tenemos al narrador omnisciente protagónico en tercera persona, sabe todo acerca del personaje protagonista Mario Conde. Un sentimental «aquejado» de presentimientos que se irán manifestando bajo su tetilla izquierda y que le permitirán «desfacer entuertos»; un Sancho Panza quijotizado, un Quijote sanchificado («cosas veredes, Sancho», p. 146) que nos permite ver la realidad cubana; un hombre de otra época, de otro tiempo, al que a veces su narrador deberá corregir: «Desde su rincón preferido mató el tedio benéfico observando al grupo de norteamericano, la mayoría jóvenes, varios de ellos negros (afroamericanos, Conde)» (p. 233).

En este caso se trata, como es evidente, de la corrección de lo políticamente incorrecto que pasa por la mente de su personaje; no lo hace sin cierta retranca o ironía, pues con anterioridad en la novela, en la otra trama, se nos había contado:

«A cierta distancia de la mesa que coparon Yarini y sus correligionarios, […] dos hombres, ataviados con elegancia y que se comunicaban en inglés, sostenían un diálogo y, con cierta petulancia y molestia, no dejaban de observar la mesa ocupada por el joven y sus amigos. La razón de sus comentarios […] el motivo de su incomodidad era el color de la piel del general Salcedo, negra como el carbón» (p. 67)

En 2014 el presidente de Estados Unidoses un afroamericano; en 1909 dos norteamericanos se sienten incómodos cuando en un Club de La Habana entra un general de color. No será esta la única conexión entre ambas tramas, ni tampoco la única paradoja.

No solo corrige lo políticamente incorrecto, sino también su pesimismo lacerante: «Pero, qué cojones, Mario Conde, no sigas jodiendo y no le des más vueltas: lo importante es que tu tarde de domingo ha sido una estancia amable y merecida en el territorio esquivo de la felicidad» (p. 152).

Lo cierto es que este deslenguado, sensato y real narrador nos gusta, porque lo sentimos muy humano. Uno de los nuestros.

Ese narrador omnisciente protagónico es la voz narrativa elegida para toda la serie Mario Conde. Mario Conde y Leonardo Padura nacen el mismo día, un 9 de octubre, ambos habaneros de un mismo tiempo, época; por tanto, sus circunstancias vitales son muy parecidas. Mario Conde está construido como un antipolicía que en sus orígenes pertenece a un cuerpo policial cubano ficticio y a una entidad de investigaciones criminales creada especialmente para él: la Central. Así lo describe Padura en «El soplo divino: crear un personaje» (p. 121 y siguiente en Agua por todas partes):

«[…] además de aficionado al alcohol, sería un hombre amante de la literatura (escritor pospuesto, más que frustrado), con gustos estéticos bastante precisos; aunque con rasgos de ermitaño, formaría parte de una tribu de amigos […], sería además nostálgico, inteligente, irónico, tierno, enamoradizo, sin asidero ni ambiciones materiales. Incluso, había sido cornudo. Y, en última instancia, era un policía de investigación, no de represión, y, por encima de todo, un hombre honrado, una persona “decente”, como suele decirse en Cuba, con una ética flexible pero inamovible en los conceptos esenciales».

De una forma similar lo veía su superior el Mayor Rangel cuando trabajaba en La Central (Personas decentes, p. 240):

«sabía que aquel tipo desaliñado y protestón, heterodoxo y con unas exóticas aspiraciones de escribir historias escuálidas y conmovedoras como las de su adorado Salinger, era el investigador criminal más sagaz e inspirado con el que había trabajado y trabajaría. Y porque antes que policía, aquel desastre andante era, sobre todo, un hombre, en el estricto sentido ético, suprágenérico y cubano de la expresión. Una persona decente, en otro buen (mejor) sentido de la palabra».

¿Qué queda de ese Mario Conde en Personas decentes? Con sus más de sesenta años, prácticamente queda todo, salvo dos cosas: hace ya mucho tiempo que dejó de ser policía; ahora ayuda a su amigo Manolo Palacios inspector de policía (antes su subordinado) a resolver casos; y, además, ya no es ningún enamoradizo. Vive enamorado de su amor de juventud, del preuniversitario, la jimagua Tamara (estomatóloga, queda viuda en la primera novela donde se reencuentran: madre de un hijo afincado en Italia; y ahora, ya, abuela de un italiano). También hemos visto en el proceso cómo esa tribu originaria se ha ido alejando en el espacio (Andrés y el Conejo han emigrado, el primero para no volver; el segundo con la duda en el aire) y la aparición de otros amigos como el ya mencionado Manolo Palacios (que no se destiñe, así le dice Mario Conde cuando se refiere a él como amigo); Yoyi el Palomo (un joven ingeniero que sabe buscarse la vida); y el Mayor Rangel, con quien se establece una relación de amistad paternofilial.

En Personas decentes, como ya anunciamos, hay un nuevo narrador: Arturo Saborit Amargó. Un narrador en primera persona, un narrador basado en un personaje real Arturo Nespería. Padura elige para esta trama un narrador-protagonista, autobiográfico, y salva el error que a juicio de Raymond Chandler comenten otros novelistas policiacos con narradores autobiográficos, pues Padura hace que Saborit nos cuente en las primeras páginas que el propio Arturo Saborit ha asesinado y, por tanto, ha cometido un crimen. Por esta razón, y porque es un hombre educado en la decencia, necesita en el fin de sus días contarnos su caso, cual Lázaro de Tormes, muy por extenso, nada escuálido, pero sí muy conmovedor, pues un hombre de buena familia (de una familia de principios, una familia decente) que alcanza gracias a su tío un puesto en la policía de La Habana y por méritos propios ir ascendiendo comete la tropelía de asesinar.

«Provengo de la hermosa ciudad de Cienfuegos, en la provincia de Las Villas, donde nací en el año de 1886. Crecí en el seno de una familia modesta, católica y patriótica. Mi padre era maestro, y uno de mis tíos, bibliotecario del Liceo de la ciudad, y con ellos me instruí y aficioné a la lectura. En 1907, a mis veinte años, ya vencido el bachillerato y gracias a los enchufes de mi otro tío, el coronel del Ejército Libertador Ambrosio Amargó, ingresé en el cuerpo de policía local. […] en 1908 me trasladé a La Habana […] la malhadada noche del 21 de noviembre de 1910, hicieron que yo estuviera en el sitio donde no debía estar, donde no tendría que haber estado y asesiné a un hombre» (pp. 37-39).

Este nuevo narrador tendrá al lector confuso a lo largo de la historia. Conde, cual Cervantes, dice encontrarse los papeles de un expolicía que lo persigue y que anda escribiendo su historia. En La transparencia del tiempo, la novela anterior de la serie, de 2018, cuando aparece el que pasa a ser el compañero subordinado de Manolo Palacios, Miguel Duque, un joven brillante por el que Conde siente tal vez celos, Padura nos dice que Mario Conde había sido en la Central «Arturo, la estrella más brillante». Tampoco deja de comentar Padura en sus entrevistas que Saborit podría ser otro Conde de principios de siglo. Tenemos el juego de Padura-Conde-Saborit.

«¿Y quién es ese prodigio canino? —preguntó Conde, de alguna forma picado por la envidia. En tiempos remotos él había sido «««Arturo, la estrella más brillante” de aquel sitio. Y ahora, ¿qué mierda era?

—Se llama Miguel Duque y… ¡coño, le dicen “el Duque”! —exclamó Manolo».

(La transparencia del tiempo, p. 158)

Quienes conocen a Mario Conde saben que éste siempre quiso escribir una novela escuálida y conmovedora al estilo del americano Salinger —ya lo decíamos arriba en palabras de Rangel-; sin embargo, sólo hemos leído un cuento escrito por Mario Conde en Máscaras, su tercera novela de la serie; y también en La transparencia del tiempo, durante una convalecencia, vemos que Mario Conde está escribiendo

«Y abrió los ojos arropado por las páginas mecanografiadas a lo largo de varios días […] Escribir se le convirtió en un reto, nacido de un reclamo insondable, de una urgencia insobornable […] Conde había comenzado a escribir un relato […] El regreso a la escritura había sido un ejercicio reconfortante […] allí, en su casa, estaban las cuartillas concebidas durante los días de controlada convalecencia […]» (pp. 374 y siguientes).

Queda al lector de Personasdecentes, y tal vez al crítico literario, la decisión/opinión de si tras Arturo Saborit se esconde la voz narrativa elegida por Mario Conde para su primera novela.

«[Mario Conde …] se había acercado a la máquina de escribir arrinconada desde hacía varios días en el cuarto de los libros para leer las últimas líneas mecanografiadas: hablaban de la decencia, de un hombre llamado Arturo Saborit que se consideró una persona decente… Con cuidado calzó la hoja con la máquina y leyó el pequeño cartel pegado en la pared, frente a la mesa de trabajo, donde clamaba una advertencia ESCRIBIR NUNCA FUE FÁCIL» (p. 102)

***

«Nada podía ser casual. Los caminos de la literatura y la vida tienen la caprichosa tentación de cruzarse y, con sus fricciones desnudar esencias inquietantes, a veces, reveladoras» (p. 140).

***

Prestemos atención a este diálogo entre Mario Conde y su compañero del preuniversitario Miki Cara Jeva, un escritor triunfalista:

—Yo sí estoy escribiendo… O tratando.

—¿De qué?

—No sé bien. Es sobre Yarini, el chulo […] y sobre un policía que mata a un hombre…

—Suena bien. ¿Y de dónde sacaste esa historia, compadre?

—Nada, se me ocurrió escribir eso porque hace un tiempo compré unos libros viejos a los hijos de tu colega X y dentro venían unos papeles escritos por ese policía que dice que fue amigo de Yarini… No sé qué cosa es verdad o qué es mentira, pero suena a verdad. Ese policía parece que fue una persona decente. Y me anda persiguiendo.

—¿Cómo que te persigue?

—A veces hasta se me aparece en algunos lugares. Sueño con él…

—Sí, dicen que eso les pasa a algunos escritores… A mí nunca me pasó, la verdad.

—¿Y es importante que el tipo sea decente?

—Creo que sí… La decencia importa, ¿no?

—Pues qué bien… ¿Y cuántas páginas tienes escritas?

—Como cincuenta o sesenta… El lío es que estoy medio trabado con la historia, no sé… (pp. 128 y principio de la 129).

***

«… y Conde pensó un instante en otro teniente, Arturo Saborit y sus recorridos, cien años atrás, por las calles que en esos momentos transitaba el presidente del norte…» (p. 249).

***

«¿Y la escritura? ¿Cuándo volvería a sentarse…?» (p. 364).

***

Y para sembrar más la duda de si la narración pertenece al propio Saborit, quien la firma en La Habana el 21 de noviembre de 1965, esto es, cuando tendría setenta y cinco años, José José Pérez Pérez, personaje de la novela, le deja escrito a Mario Conde una nota en la que dice entre otras cosas:

«yo conocí a Saborit […] Cuando hablé con él tenía casi noventa años y me confirmó que fue el primero en llegar al lugar de los hechos, pero negó haber sido él quien le disparara […] Sin embargo, me dijo que él sabía bien de qué manera una persona decente puede degradarse y hasta convertirse en un criminal. Y que él había sido una persona decente» (p 438).

¿Por qué después de haber escrito ya sus memorias declarando su asesinato iba a negarlo a las puertas de la muerte? La duda está servida.

«¿por qué amontonar entonces tantas palabras? Pues porque las palabras, aunque nadie las escuche, sí tienen valor […] he intentado explicarme cómo se hizo mi vida, cómo se torció o se definió la existencia de alguien que pretendió ser una persona decente […] debo legarlos porque a este país, que tanto se alimenta de la desmemoria, de vez en cuando le viene bien un registro de memorias. Y esta es la mía, la memoria de unos años que viví en el vórtice de un huracán tropical que llegó, arrasó y se alejó, pero dejó tras de sí muchas devastaciones, como la de mi conciencia y mi alma inmortal, con las que he intentado ponerme en paz escribiendo palabras, dándoles sentido y valor a las palabras que quizás, quizás, alguna vez alguien escuche. […]» (p. 400).

Arturo Saborit en persona tuvo la oportunidad de contarle a José José Pérez Pérez su caso, caso que ya había escrito y escondido, supuestamente, en un libro. Sin embargo, no lo hizo. ¿Por qué no se desahogó?

Arturo Saborit, un hombre anodino, el que pudo haber sido un excelente inspector de policía ya que resolvió los crímenes del llamado por la prensa «Carnicero de San Isidro», nació en 1886 y escribió cincuenta y cinco años después de que recibiera los balazos su amigo Yarini sus memorias. Tras este incidente, gracias de nuevo a su tío general, consigue una plaza fija de profesor de enseñanza media, profesor de cívica e historia patria, y se casa con Esmeralda la Zurda, prostituta atacada por Yarini (con eso y con todo, devota de ese santo que fue Yarini, ya que le deja flores en su tumba hasta su propia muerte).


Las tramas. Esta es una novela policíaca (o negra, para más precisión), y las dos tramas también lo son. De esto poco o nada vamos a desvelar: es el aliciente del lector ir descubriendo qué ocurre en cada una de ellas y cómo se enlazan para poder formar parte de una única novela. Una gira en torno a la prostitución, y otra en torno a los artistas parametrados.

La prostitución es un tema recurrido y recurrente en la literatura universal. No vamos a olvidarnos, por ejemplo, de La Celestina, ni de otras obras actuales donde las prostitutas juegan un papel importante. Me viene a la cabeza, entre otras, María Alejandrina Cervantes en Crónica de una muerte anunciada, si aludo a ella y no a otras muchas posibles es por el respeto y la consideración que García Márquez, a mi juicio, tiene sobre este personaje, el mismo que intenta transmitirnos Padura en esta obra.

La trama de Arturo Saborit, en cambio, como ya hemos anunciado, no gira tanto en torno a las prostitutas como sí lo hace en torno a la figura del proxeneta Alberto Yarini y Ponce de León, al que Padura convierte en un personaje épico, «El Gallo de San Isidro». Igual que ocurriera en otras obras padurianas, el autor necesita o parece necesitar sacar de su cabeza obsesiones que lo persiguen, como les ocurre a los buenos escritores.

Acerca de este personaje real que es Alberto Yarini, Padura ya había escrito un pequeño reportaje publicado en su obra El viaje más largo. El proxeneta, el Rey de la prostitución en La Habana. Es el único que puede pegar a sus putas y es el único que crea para ellas un asilo en el que refugiarse cuando ya no pueden ejercer su oficio.

Así es el excéntrico Alberto Yarini. Esmeralda la Zurda se lo dice a Saborit:

«—Pero nunca te olvides de que Yarini te habrá tratado como un amigo, de que es verdad que decía cosas bonitas a la gente y que daba limosnas a los más jodidos… Pero recuerda que Yarini era también un hijo de puta, tirano y abusador de mujeres. Y un gran calculador, Arturo. Yarini era el maestro de la manipulación… ¿O de verdad piensas todavía que él era tu amigo, que de verdad te estimaba mucho? ¿No crees que te utilizó y pensaba utilizarte mucho más? ¿De verdad piensas que podías haber subido con él, cambiado cosas con él?» (p. 399).

Y Miki Cara de Jeva le dice a Mario Conde: «Un hijo de puta que vivía de las mujeres» (p. 121).

A pesar de ello, tuvo uno de los entierros más fastuosos de Cuba. A pesar de ello, en el 2014 Padura nos muestra la tumba del famoso proxeneta llena de flores. A pesar de ello, fue un ser fascinante.

De los artistas parametrados ya nos había hablado el escritor cubano en otra novela por la que recibe el Premio Café Gijón: Máscaras. Aquí el dramaturgo Alberto Marqués, personaje ficticio creado con retazos de verdaderos escritores cubanos, principalmente Antón Arrufat (1935-2023), ya nos muestra esta circunstancia vivida por los artistas cubanos no devotos del régimen político vigente.

De nuevo aquí el Premio Princesa de Asturias no se centrará solo en mostrar esa situación sino que se va a fijar en el desaprensivo —en el repugnante, tendríamos que decir— Reynaldo Quevedo, el opresor, un villano en toda regla.

—Ochenta y seis… Había superado un cáncer y se recuperó de un ictus.

—Carajo, a los bichos malos hay que matarlos -sentenció Conde […] (pp. 47-48)

***

¿Ustedes saben lo que hizo Quevedo con muchos de esos pintores? –[…]

—Sabemos que jodió a mucha gente y que fue implacable. (pp. 88-89)

***

«Quevedo me dijo que mi actitud nunca había sido la mejor. Mi actitud. […] Para limpiar de malas influencias al mundo intelectual cubano, había que eliminar a los impuros. Los maricones, las tortilleras y los creyentes, los dudosos y los inconformes, los existencialistas tropicales, los trotskistas disimulados, los que no entendían las dimensiones del proceso histórico…» (p. 94).

***

En algún momento de la obra, Padura nos hace creer que este personaje llegó a generar simpatías y cariño en quienes lo rodeaban, por ejemplo, su asistenta:

«—¿Usted lo quería mucho? -se atrevió a preguntar.

—Sí… Rey era un pan.

Conde asintió. Ya se sabía: las verdades absolutas no existen. El Nefando podía tener su lado tierno».

Sin embargo, el narrador no deja de sorprendernos con su ironía:

—¿Y se ha sabido algo? —intervino Osmar, que había sonreído por la afirmación panadera de la criada, quizá desatinada en un país donde todo el mundo hablaba horrores de la calidad del pan (p. 135).


Dos lugares. La Habana es el espacio de Padura por antonomasia: en raras ocasiones se escapan sus novelas de La Habana; y cuando lo hacen, siempre vuelven. La Habana siempre está ahí. Una ciudad con alma, con olor, con vida. Padura se fija mucho en la arquitectura de sus edificios y, por supuesto, en su mar; la circunstancia del agua por todas partes está muy presente. La Habana, sin duda, tiene nombre de mujer, en la novela paduriana es un tótem que daría para una tesis en sí misma.

En esta novela, Personas decentes, cabe destacar la presencia de dos lugares simbólicos. Dos clubes. En la trama de Arturo Saborit, policía, el club es El Cosmopolita. En la trama de Mario Conde, expolicía, el club es La Dulce Vida. Esos espacios, con cien años de diferencia, nos permiten ver que existe otra Habana. El Cosmopolita es el contrapunto entre el Barrio de San Isidro donde las mujeres se ganan la vida como verdaderas heroínas; frente a ese lugar donde otros, especialmente hombres, viven con mayúsculas, derrochan… Frente a esos «llega y pon» que aparecen en el siglo XXI en La Habana existe un local La Dulce Vida donde los manjares, el alcohol, la música, son el placer de unos pocos privilegiados.

Podríamos seguir por este camino de los pares, los dobles, las multiplicaciones desentrañando la novela que tan bien ha construido el Premio Carvalho 2023, de este autor multiplicadas veces reconocido; de este escritor traducido a múltiples idiomas, pero el artículo debe reservarse para otro capítulo uno de los recursos más utilizado por Padura, la intertextualidad. Los textos de otros autores y autoras son los hilos dorados con los que teje sus historias, pero de esa cuestión quizá hablemos en otra ocasión.


Adelia García Lobo (1971) es miembro del Cuerpo de Profesores de Enseñanza Secundaria de Asturias desde el curso 1996-1997. Dentro de su labor como profesora de lengua castellana y literatura, codirigió durante un curso el grupo de teatro del IES Carreño Miranda, fue nominada a mejor docente en la primera edición de los Premios Abanca y corresponsable de la EBAU en la materia LCLII, y participó en todas las convocatorias de «Toma la Palabra», proyecto didáctico de la FPA quien en 2015 le da la oportunidad de presentar el encuentro escolar con el escritor Leonardo Padura, galardonado aquelaño con el Premio Princesa de Asturias de las Letras. Sus artículos publicados hasta el momento giran en torno al álbum ilustrado en el aula de secundaria, tema éste que coordinó en Grupos de Trabajos.

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