Almacén de ambigüedades

Cultivar nuestro jardín

«Un experimento realizado en Stanford, utilizando Resonancia Magnética Funcional, puso de manifiesto un curioso comportamiento cerebral. Cuando a los sujetos se les hacía gustar un vino barato, su área orbitofrontal medial se iluminaba tenuemente. Si se les presentaba como un caldo de cien dólares la botella, la imagen en la pantalla se asemejaba a Las Vegas at night». Un artículo de Antonio Monterrubio.

/ Almacén de ambigüedades / Antonio Monterrubio /

Un experimento realizado en Stanford, utilizando Resonancia Magnética Funcional, puso de manifiesto un curioso comportamiento cerebral. Cuando a los sujetos se les hacía gustar un vino barato, su área orbitofrontal medial se iluminaba tenuemente. Si se les presentaba como un caldo de cien dólares la botella, la imagen en la pantalla se asemejaba a Las Vegas at night. Esa zona alberga circuitos neuronales fundamentales a la hora de establecer asociaciones del género estímulo-refuerzo. Nos abstendremos de concluir de estos resultados que el encéfalo tiende irresistiblemente al esnobismo. Lo que está en cuestión no es la naturaleza, sino la cultura en el sentido antropológico del término. Es la manipulación llevada a cabo por la educación, producto de circunstancias sociales específicas, lo que genera esa tendencia. Pese a que el cerebro está condicionado para eludir lo desagradable y buscar recompensas, buena parte de los estímulos que las desencadenan no están predeterminados. Salvando las funciones elementales relacionadas con la supervivencia del individuo y de la especie, la cultura y la educación son más decisivas en el modelado de sensaciones y gustos.

En neurociencia se llama plasticidad a la capacidad del sistema nervioso para alterar su configuración. Puede deberse a lesiones o procesos degenerativos, pero es sobre todo consecuencia de la experiencia y el aprendizaje. Se traduce histológica y bioquímicamente en transformaciones bien visibles. Las dendritas y los axones neuronales proliferan, las sinapsis se modifican, varía cuantitativa y cualitativamente el flujo a través de los canales iónicos. De estas constataciones empíricas se deriva que la independencia de criterio y de juicio es más ardua de conseguir de lo que parece. Adquirir el hábito de cierta libertad de pensamiento y una postura crítica necesita de larga práctica, está lejos de ser innato. No se nace siendo libre: se trabaja por llegar a serlo, y es una tarea constante, una obra siempre inconclusa.

Al ser cruciales las primeras décadas de la vida en la sedimentación de los componentes básicos de una personalidad, es el momento en el que los individuos son sometidos a una mayor presión para fraguar su carácter. Una vez moldeadas opiniones, concepciones y puntos de vista, tienden a la osificación, presentan una férrea propensión a la persistencia. El cambio es posible, si bien complicado, ya que requiere la desconexión entre ideas o conductas y las connotaciones emocionales ligadas a ellas. Cuando el sujeto cree que se está dando la razón, aunque en realidad actúe como marioneta de otros, le colma una sensación de bienestar. Esa es la base de la servidumbre voluntaria, la dictadura perfecta, aquella que cuenta con la adhesión de sus súbditos. La maestría que ha alcanzado el control social se refleja en una obediencia ciega asumida como libertad.

Ser libre significa tener facultad de elección entre opciones, pero solo podremos —teóricamente— escoger entre las que conozcamos. De ahí el interés de particulares, grupos o sociedades en que no transitemos determinadas vías mentales. Autonomía de pensamiento no es el mero poder de optar, sino el de hacerlo conscientemente. Topamos con un obstáculo: elegir supone aptitud para sopesar valores. Únicamente es factible si se es capaz de diferenciarlos y jerarquizarlos, resolver cuáles son válidos, cómo, cuándo, por qué y para quién. La libertad de conciencia implica la existencia de una inteligencia moral, esencial en la crítica de la razón pura, de la práctica y del juicio o discernimiento. La proliferación de sujetos aquejados de afasia ética revela un mecanismo fundamental de autoprotección del statu quo. Esto sucede en relaciones sociales de amplio espectro y en colectivos de menor entidad, incluso minúsculos. El ejercicio del poder pasa por hacerse delegar el razonamiento de los subyugados; quien piensa por ti decide por ti y sobre ti.

Nada más eficaz que el analfabetismo hiperinformado de la sociedad tecnológica para alimentar la credulidad más garrula. «Todo está en Internet», se nos dice, y en efecto, así es. «Houston, tenemos un problema». El que se encuentre todo y de todo dificulta que podamos reconocer lo importante, y más aún lo imprescindible. Entretenidos con juegos, rumores, ficciones, tonterías o divertimentos, no prestaremos atención al cultivo de nuestro jardín. El «pan y circo» se ha convertido en vacaciones pagadas y realidad virtual, aunque no para todos. El populacho ya no grita por las calles «vivan las caenas», la mayoría se limita a arrastrarlas con la sonrisa en la boca. Los dispositivos disciplinarios apenas hacen falta en una comunidad sometida no ya al control, sino al autocontrol.

Ha sido pervertido el proyecto ilustrado de autonomía, de liberación de reglas impuestas desde fuera y su sustitución por las elaboradas por nosotros mismos. Se ha pretendido que la mera separación de las normas dictadas por la religión y el orden social del Antiguo régimen era suficiente para asegurar la libertad del ciudadano. Ahora bien, en su lugar se han establecido otras que son igualmente heterónomas, tan ajenas a la iniciativa propia como aquellas. Por añadidura, al ser aplicadas mediante la persuasión inapelable y no por la coerción, son aún más sólidas. Si no hay peor ciego que quien no quiere ver, el esclavo más sumiso es aquel que se considera libre. Durante siglos, se convenció a los humanos de que el fin de sus vidas era la redención de su alma, y el medio para alcanzarla el servicio a Dios, cuya voluntad se encargaban de interpretar quienes ostentaban el poder. La modernidad ha cambiado esa meta por la consecución de la felicidad individual a través de la obediencia al Sentido Común, definido asimismo por las élites. Se ha trocado la persecución de la salvación en el otro mundo por su búsqueda en este.

El programa de elevación personal, laicismo y universalidad iba en bien distinta dirección. «De la finalidad lejana —Dios— se debe pasar a una más próxima. Esta, proclama el pensamiento de la Ilustración, es la humanidad misma. Es bueno lo que sirve para acrecentar el bienestar de los hombres» (Todorov: L’esprit des Lumières). No se precisa posmodernidad alguna cuando la modernidad está lejos de haber cumplido sus promesas. Estas no correspondían a ilusiones o esperanzas imposibles de soñadores alucinados; eran realizables, pero fueron traicionadas. Su virtualidad, su potencialidad siguen ahí, aguardando un despertar que quizás no llegue nunca. Desde luego, no será en un mundo donde la frase «es necesario que la educación esté orientada al mercado laboral desde el instituto» pasa por ser el epítome de la sensatez.

Una muestra de lo sencillo que resulta manipular a alguien para que elija una identidad moralmente detestable es el tenebroso proceso que, en Star Wars, acaba llevando a Anakin al lado oscuro de la fuerza. Obnubilado por la supuesta amenaza separatista, no vacila en apoyar medidas de excepción que derivarán en dictadura. Afirmando actuar en favor de la democracia, contribuye de forma decisiva a la transformación de la República en Imperio tiránico. Su actitud de cuñado rebosante de miliclonianos lo vuelve extremadamente peligroso, y su obtuso constitucionalismo, opaco a la luz de la razón, conduce a la catástrofe. El apego fanático a la letra de la ley positiva y la ceguera para el espíritu de la justicia le impiden diferenciar el bien del mal, haciendo inevitable su caída. Es el tipo ideal de compañero de viaje para demócratas de toda la vida que cómodamente vivieron y medraron bajo regímenes despóticos, y no dudarían en reincidir. Sobran ejemplos históricos de regímenes parlamentarios que evolucionaron a totalitarios sin tocar apenas el ordenamiento jurídico-político. Algunos deberían mirarse de tanto en tanto en el espejo, no vaya a ser que se estén convirtiendo en soldaditos imperiales vestidos de blanco. El camino hacia el infierno está empedrado de buenas intenciones.


Antonio Monterrubio Prada nació en una aldea de las montañas de Sanabria y ha residido casi siempre en Zamora. Formado en la Universidad de Salamanca, ha dedicado varias décadas a la enseñanza. Recientemente se ha publicado en un volumen la trilogía de La verdad del cuentista (La verdad del cuentista, Almacén de ambigüedades y Laberinto con vistas) en la editorial Semuret.

Acerca de El Cuaderno

Desde El Cuaderno se atiende al más amplio abanico de propuestas culturales (literatura, géneros de no ficción, artes plásticas, fotografía, música, cine, teatro, cómic), combinado la cobertura del ámbito asturiano con la del universal, tanto hispánico como de otras culturas: un planteamiento ecléctico atento a la calidad y por encima de las tendencias estéticas.

0 comments on “Cultivar nuestro jardín

Deja un comentario

Descubre más desde El Cuaderno

Suscríbete ahora para seguir leyendo y obtener acceso al archivo completo.

Seguir leyendo