Laberinto con vistas

Sebastián

En la imaginería religiosa, la tradición dictaba que no podían verse más que carnes mortificadas y macilentas, pero los artistas no tardaron en descubrir un filón que les permitiera acercarse sin tapujos al cuerpo masculino. Un artículo de Antonio Monterrubio.

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En los griegos, la alta consideración que otorgaban al cuerpo era una de las características que los distinguían de los demás. Sería interesante una exploración de la hipótesis etimológica que lee en el vocablo teoría un compuesto de θεά, que significa «vista», «mirada», y ωρα, «cuidado», «afán». Se trataría de ver con atención, de ir más allá de la epidermis, encaminarse hacia el núcleo profundo. La cultura europea ha heredado esa tensión en pos de la verdad, ese impulso que anima a desvelarla, a contemplarla tras retirar la hojarasca o las galas que la recubren. El desnudo griego trasciende la corporeidad, la materia; aspira a sacar a la luz la Idea, a ponernos delante una realidad más elevada.

La pintura renacentista había encontrado en la mitología grecorromana o en algunas escenas bíblicas ocasiones excelentes para mostrar al natural el cuerpo femenino. En lo que se refiere al varón, la cuestión se presentaba más peliaguda. Los torsos solían ser admitidos, aunque el lote completo no era fácil de colocar. El dios de la guerra apaciguado y sumido en el sopor, vaya usted a saber por qué, del cual se desprende cierto aroma erótico en el Marte y Venus de Botticelli, es excepcional. En la imaginería religiosa, insuflar corporeidad a Cristo era impensable. La materialidad era incompatible con la figura del Redentor. De eremitas y penitentes como San Antonio, no podían verse más que carnes mortificadas y macilentas. Pero los artistas no tardaron en descubrir un filón que les permitiera acercarse sin tapujos al cuerpo masculino.

El martirio de san Sebastián era harina de otro costal. Este militar romano era jefe de la primera cohorte de la guardia pretoriana en las postrimerías del siglo III. No solo era cristiano, sino que hacía cuanto estaba en su mano para convertir a sus subordinados y soldados. Aprisionado durante la gran persecución de Diocleciano, fue condenado a ser muerto a flechazos. Al igual que le sucediera a Gila en una cacería de otro signo dieciséis centurias después, lo fusilaron mal. Cuidado y curado por unas santas mujeres, sobrevivió. Apenas repuesto, se personó ante el emperador, que lo sentenció esta vez a ser lapidado. Aunque nada en su carrera parecía predestinarlo a ello, hoy es un icono gay de primer nivel, y ciertos pintores están implicados en esa metamorfosis.

A ojos de la Iglesia, la homosexualidad era un crimen y una aberración. Tal consideración tenía orígenes profundos. Recordemos el versículo de Levítico: «Si alguien se acuesta con varón, como se hace con mujer, ambos han cometido abominación: morirán sin remedio; su sangre caerá sobre ellos». Estas admoniciones proceden de una perícopa donde se mete en el mismo saco adulterio —femenino, por supuesto—, incesto o zoofilia, y en todos los casos la pena es idéntica. Los padres de la Iglesia, griegos y latinos, no tenían suficientes términos para denostarla. Pablo se despacha a gusto en Romanos 1, mientras san Agustín, proclive a aumentar la apuesta, advierte que «más grave es este pecado contra natura, que si uno con su propia madre tuviese parte y cometiese crimen de adulterio». Los actos homosexuales son ahora el pecado contra natura. Posteriormente se alcanzará mayor sofisticación con la frase «maculados del crimen nefando». Aunque esa expresión se refería en principio a la efusión de semen fuera del vaso debido, pasó a motejar a la sodomía, en especial entre hombres.

Espoleados por las autoridades eclesiásticas, los poderes civiles persiguieron con saña esas orientaciones. Así, «en la Francia del siglo XVI se castigaba con la muerte todo tipo de pasión por el intestino grueso» (Antonio-Prometeo Moya: Del buen y mal amor). En la España de los siglos de oro, tal pena seguía aplicándose sin ningún cargo de conciencia (Tomás y Valiente: Sexo barroco y otras transgresiones premodernas). Las altas lumbreras intelectuales del cristianismo no tuvieron inconveniente en estigmatizarlas. Alberto Magno afirma que «el pecado contra la gracia, la razón y la naturaleza es el mayor: es el caso de la sodomía». Y Tomás de Aquino, en la Summa theologica, nos deleita con un largo discurso sobre los goces no naturales y sus causas, que viene a resumir en enfermedad o temperamento desafortunado. «Puede también provenir del alma, como en el caso de quienes, por hábito, encuentran placer en comer a sus semejantes, en tener relaciones con los animales o relaciones homosexuales y otras cosas parecidas que no casan con la naturaleza humana». Hala, ahí van juntos los productos más diversos, cual en mochila de rider.

Pero en el Renacimiento comenzaban a soplar aires nuevos. Ya en el Decamerón, Boccaccio hace alusiones no solo al coito anal con una mujer, sino a las tendencias homoeróticas. Así, en aquel cuento donde un marido halla a su esposa retozando con un apuesto mozo y no duda en invitarse a la fiesta para disfrutar de sus encantos. El gran humanista Poggio Bracciolini, en su Facetia 191, relata la aventura del preceptor privado de una noble casa que comienza acostándose con la criada, luego con el aya, más tarde con la señora y por último con sus alumnos. Enterado de ello, el cabeza de familia, modelo de patricio, lo llama a su presencia y le dice: «Puesto que te has aprovechado ya aquí de todo el mundo, no quiero que hagas conmigo ninguna excepción». Reparemos en el vínculo de esta historia con la que se narra en Teorema de Pasolini.

En ese periodo los sansebastianes proliferaron de lo lindo de norte a sur en la península itálica. La reina de esta iconografía es el Guido Reni que se conserva en el Palazzo Rosso de Génova. Sobre un fondo donde compiten cielo oscuro y bosque sombrío, vemos un hermoso efebo atado a un árbol. Mantiene las manos ligadas cruzadas por encima de su cabeza. Su desnudez apenas resulta paliada por el lienzo que cubre su sexo y del que casi asoma el vello púbico. Es palpable el paganismo de esta representación, que se ha comparado con las esculturas más sensuales de Antínoo, el joven bitinio amado por Adriano.

San Sebastián, de Guido Reni (c. 1615)

Lo que ese San Sebastián sugiere a un espectador con ciertas inclinaciones queda de manifiesto en los párrafos que le dedica alguien de origen y formación muy ajenos a la occidental cristiana. En Confesiones de una máscara, Yukio Mishima escribe: «En aquel cuerpo solo había juventud primaveral, luz, belleza y placer». El efecto es inmediato e irrevocable. «En el instante en que mi vista se posó en el cuadro, todo mi ser se estremeció de pagano goce. Se me levantó la sangre, y se me hincharon las ingles […] Aquella parte monstruosa de mi ser, que estaba a punto de estallar, esperó que la utilizara, con ardor sin precedentes, acusándome por mi ignorancia, jadeando indignada». No tardan en presentarse las consecuencias de este despertar de la primavera, de este torbellino de emociones. «Mis manos, de forma totalmente inconsciente, iniciaron unos movimientos que nadie les había enseñado. Sentí que algo secreto y radiante se elevaba […]. De repente estalló, y trajo consigo una cegadora embriaguez…». Si varios escritores, Wilde incluido, habían atestiguado ya la conmoción que les producía esta obra, las palabras del autor japonés son particularmente expresivas.

El término paganismo vuelve una y otra vez al evocar estas imágenes. No obstante, esto es matizable. Es revelador que el desnudo masculino por excelencia del santoral cristiano sea un cuerpo torturado. Ese cuerpo que atrae el deseo, tras el que viene el pecado, aparece como culpable. El corolario es el castigo. Pero el tamiz del arte deja perderse unas cosas mientras retiene otras. La carne supliciada se transmuta en hermosura efébica y sutilmente erótica. Aunque no existe la naturalidad del arte griego, vetada por la acumulación de siglos de dogma cristiano, una chispa de paganismo brilla en obras como esta de Reni. Otros artistas siguieron la estela marcada por los del Cinquecento. Entretanto, el prestigio de este santo no ha parado de crecer. Aún hoy, en un mundo aparentemente más laico, desligado de la tradición cultural religiosa y del arte asociado a ella, su predicamento sigue siendo alto. A modo de botón de muestra, la película Sebastián, dirigida por Derek Jarman, íntegramente hablada en latín y filme de culto para la comunidad gay.

Al llegar aquí, sería oportuno preguntarse por la ausencia de una visión heterosexual del cuerpo masculino en el arte. La carne varonil suele ser considerada o eróticamente neutra, o cargada de connotaciones homoeróticas. En el Renacimiento, las más grandes artistas femeninas, como Artemisia Gentileschi o Sofonisba Anguissola, que lograron contra viento y marea labrarse una obra propia, no pudieron ni planteárselo. Sobre ellas y la sociedad circundante pesaba la losa de una ideología que vedaba a la mujer no solo expresar sus sentimientos, sino experimentarlos. Y después la cosa no mejoró mucho hasta la actualidad.


Antonio Monterrubio Prada nació en una aldea de las montañas de Sanabria y ha residido casi siempre en Zamora. Formado en la Universidad de Salamanca, ha dedicado varias décadas a la enseñanza. Recientemente se ha publicado en un volumen la trilogía de La verdad del cuentista (La verdad del cuentista, Almacén de ambigüedades y Laberinto con vistas) en la editorial Semuret.

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