[⇑Foto portada: © Daniel Mordzinski]
Actos fallidos

Cuando la novela tiene más de seiscientas páginas y se titula, escuetamente, Patria, uno debería tomarse unos minutos de calma antes de abrirla y empezar a leer. Son muchas páginas, pero sobre todo es demasiado título. Cabe la sospecha de que estemos ante una de esas novelas que, como Libertad de Jonathan Franzen o Expiación de Ian McEwan, exploran los contornos de una idea con fines tal vez ilustrativos o moralizantes. ¿Es esto lo que nos ofrece Fernando Aramburu?
Si lo es, su intención es necesariamente polémica: no hay ninguna patria en la novela de Aramburu, puesto que «patria» es la idea-fuerza del discurso nacionalista y este, en la novela, no se enarbola, de hecho apenas se nos muestra salvo para construir, bajo su sombra, un remedo de esa patria soñada por los patriotas. En el título está, pues, la clave en la que hay que interpretar Patria: desvelamiento, desocultación de una oquedad, de algo que no existe aunque se lo nombre.
¿Cómo construye Aramburu esa «patria» ficticia? Al igual que Franzen o McEwan, y al igual que Tolstoi, modelo de todos ellos, Aramburu se vale de las relaciones familiares para delinear un territorio que, como si fuese el reverso tenebroso del Edén soñado por el nacionalismo romántico, se yuxtapone al de un pequeño pueblo encajado entre frondosos bosques. Mientras que la ciudad, las pocas veces que se muestra, es el lugar de la exclusión social, el contenedor al que son arrojados todos los que, o bien no caben en la patria (Bittori, la viuda del empresario asesinado por ETA, pero también Gorka, el hermano pequeño del etarra Joxe Mari), o se mueven en sus fronteras para protegerla o destruirla (el propio Joxe Mari y sus compañeros de comando), el pueblo, en cambio, es el laboratorio donde se cultivan los rencores y donde las relaciones sociales se van descomponiendo a causa de una cierta infección del lenguaje que poco a poco va infectando también las conductas.
«Imaginación ética» es el término que emplea Edurne Portela en El eco de los disparos para referirse a un tipo de obra de ficción que pretende abordar la violencia política sin lenguaje exculpatorio, sin arrojar sombra de duda sobre el carácter inmoral del terrorismo, evitando la equidistancia entre verdugos y víctimas. Lo contrario de la imaginación ética vendría a ser una «imaginación contaminada» donde el autor asumiera, implícita o explícitamente, algunas de las razones del terrorismo o simplemente optase por la indiferencia. Pero es difícil sustraerse a la tentación de plantearse qué o quién contamina una obra de ficción, y qué o quién decide cuándo un planteamiento narrativo es ético o deja de serlo. Wayne C. Booth, en Las compañías que elegimos, al preguntarse por el proceso de construcción de una lectura ética, alejada tanto de la irresponsabilidad formalista como del dogmatismo censor de la crítica moralizante, concluye que una lectura ética se va haciendo, no finaliza, no firma recetas. Así, uno puede denunciar la inconsciencia (o la mala fe) con que un autor se aferra a sus propios prejuicios, elevados a la condición de «actitud natural», en lugar de profundizar en la complejidad de una situación (política, erótica, incluso poética), y de hecho cualquier novelista puede hacer suya esa misión, mostrando en su obra las debilidades o las ausencias de un discurso que se pretende natural, no problemático. Pero también esa crítica puede ser arrendataria de prejuicios y naturalizaciones de otro signo, que otras voces tendrán que desvelar y desmontar. Toda ambición programática, en literatura, se queda necesariamente a medio camino entre la virtud ética y la propaganda política o religiosa.
En Patria, Fernando Aramburu explora desde casi todos sus ángulos una situación compleja: dos familias que fueron amigas se van distanciando debido a que en una de ellas el hijo mayor (y su madre) devienen abertzales mientras que, en la otra, el padre pasa a ser hostigado y asesinado por ETA. Los ángulos no son pocos: está el Txato, empresario sometido a extorsión y posteriormente tiroteado; está Joxe Mari, activista abertzale, miembro de un comando de ETA, detenido finalmente y encarcelado; está Bittori, esposa, luego viuda del Txato, y está Miren, la madre de Joxe Mari, amiga íntima de Bittori, que abraza de manera entusiasta la causa de su hijo; está Joxian, el padre de Joxe Mari, un obrero simplón y dipsómano, y está Arantxa, la hermana paralítica, y Gorka, el hermano poeta, igual que están Xabier y Nerea, los hijos del empresario asesinado. La manera en que se tejen y se destejen las relaciones entre todos estos personajes, la manera en que se cruzan y se entrecruzan los distintos planos temporales, el tono coloquial con que las voces de unos se entrelazan con los pensamientos de los otros, constituyen las principales bazas de esta novela, aunque también son causa de sus principales defectos: una acumulación de hechos luctuosos que raya lo inverosímil, algunas transformaciones de carácter que rozan lo milagroso (es el caso de Miren, y en parte también el de Joxe Mari) y un final más bien apresurado y convencional, que le deja a uno la sensación de que son los propios personajes los que se han cansado de formar parte de la novela y quieren que esta se acabe de una vez.
Cierto que Aramburu ha procurado, y ha conseguido en parte, desnaturalizar el conflicto vasco, alejándose de los dos extremos más frustrantes en este tipo de obras, a saber, de un lado la hipótesis de la violencia atávica —que trata de enraizar la violencia política de las últimas décadas en no se sabe qué nebuloso pasado de tensiones que podría retrotraerse a la primera carlistada o incluso más atrás—, y de otro lado la hipótesis de la violencia accidental —como si el conflicto enfrentara a dos enemigos fabulosos de los cuales la sociedad civil fuese un simple rehén, en el mejor de los casos—. Sin embargo, no ha conseguido sustraerse a una naturalización de otra especie, la que surge de la mirada displicente con que se aborda la vida en los pueblos y muy especialmente la que priva a las clases populares de criterio propio y lucidez mental. Así, Joxian es prácticamente un orate, y su hijo, el etarra Joxe Mari, un imbécil en grado superlativo, mientras que el empresario asesinado es generoso y hasta la frívola de su hija hace gala de las luces necesarias para comprender que lo mejor es distanciarse, mental y físicamente, del conflicto.
Si no fuese por su carácter programático, Patria sería una novela que colmaría dignamente las expectativas de cualquier lector exigente. Pero aspira a sentar tesis, y se nota: pretensión que se inmiscuye en una narración inteligente imponiendo pequeños gestos cursis, cancelando conflictos de forma un tanto pueril y traicionando sus propios presupuestos al sustituir un maniqueísmo por otro —no se cae en el cliché de hacer del terrorista un monstruo sin dudas ni sentimientos, pero solo porque por encima de ese terrorista hay otro, u otros, que efectivamente carecen de dudas y sentimientos—. Desde luego que Aramburu consigue narrar el reverso de las utopías nacionalistas, pero solo a costa de utilizar de manera reiterada sus mismas trampas retóricas.
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