Escenario

Fuente Ovejuna

La Joven Compañía de Teatro Clásico lleva a las tablas una versión de Alberto Conejero que pone en cuestión el mito de la solidaridad.

La voz rota o Fuente Ovejuna de Lope de Vega

/ por José María Castrillón /

Que Lope de Vega trabó una alianza con el público de su época es ya un tópico de la historia literaria occidental. Conocemos que en algunas casas de aquel Madrid embarrado, sucio y por poco tiempo ombligo del mundo se tenían retratillos suyos, y que la carroza funeraria de esta estrella primera y vertiginosa del orbe literario congregó tras de sí a una muchedumbre que asistió conmocionada, fue una obra más (la última del gran Lope), a como una de sus hijas abandonaba momentáneamente su clausura para rendir despedida a los restos de su padre. Lope les había dado mucho: además de una vida salteada de escándalos y arrepentimientos, una vida para las murmuraciones y el comadreo, el autor que había vuelto a la Corte tras su destierro valenciano (la esposa de otro al fondo de este episodio) les concedió un teatro dinámico, sabroso en juegos de palabras y razonamientos ingeniosos que ponía a las mismas clases populares en el centro de las tramas, ellas ahora, por la mano de Lope, engrandecidas, hermoseadas en sus costumbres, y más que altaneras y abellacadas, altivas y dignas. Cuando un dramaturgo entiende lo que el público espera, aunque este no sepa qué es, y domina el destello técnico y emocional del verso, como uno de los más grandes poetas líricos de su tiempo que fue, nada ni nadie impedirá que conquiste fervores (y odios: Cervantes) ni que el mito exista incluso antes de su muerte.

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Joven Compañía Nacional de Teatro Clásico

Fuente Ovejuna agrandó el pacto del autor con aquel público que debió de asistir en callado asombro, en aquellos corrales, sin embargo, tan bulliciosos, al estallido de rabia y violencia de un grupo humano escarnecido por los abusos de unas autoridades caprichosas y crueles. Claro está: Lope escribía sobre la fantasmagoría de una leyenda pues aquellos acontecimientos habían tenido lugar cien años antes y habían sido protagonizados por una institución (la de los comendadores) ya prácticamente extinguida en la península, aunque no en América. Naturalmente, Lope de Vega no puso nunca en jaque la autoridad real ni el sometimiento a un sistema que creyó inconmovible. Para ello, se tendría que haber obrado un doble milagro: que Lope fuese quien ni era ni podía ser y que Marx, Gramsci o Foucault hubieran nacido varios siglos antes (y en este caso probablemente no hubieran ido más allá de lo que el autor madrileño alcanzó a ir). No, la estructura profunda del sistema político no es puesta en cuestión ni por un momento en la obra. Pero, ¿no es ya bastante coraje poner la cabeza del comendador tiránico en una pica, y sin delaciones resistir uno a uno, los unos oyendo los gritos de los otros, la tortura a la que luego se les somete? Luxaciones, estiramientos brutales, quebranto de ligamentos y huesos, todo según el protocolo más cruel y metódico, no fueron suficientes para romper la decisión coral de un pueblo que decidió poner límites a su propio sufrimiento. Y esto es así, porque así en la obra está. Y ese acierto literario le corresponde a la audacia dramatúrgica de Félix Lope de Vega y Carpio.

Dicho ahora de otro modo, los conceptos ideológicamente modernos explican realidades pasadas. Para eso están. Pero ni condenan ni validan. Vamos a lo chusco: nadie podrá negar el profundo amor de Francisco de Asís por la naturaleza, pero ¿sería preciso ajustarle el concepto de ecologista?, ¿o pedir cuentas a su figura de profunda integración con la “creación divina” a partir de presupuestos ideológicamente contemporáneos? Tomemos distancia. Es lo justo. Sí, eso también es justicia.

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Y todo esto para afrontar una de las propuestas escénicas más interesantes de las que últimamente han pasado por la escena asturiana. La Joven Compañía Nacional de Teatro Clásico ofrece una versión singular que, por las declaraciones de su director y su adaptador, y aún más, por su realidad escénica, pretende desmontar lo que consideran un mito: el carácter revolucionario de Fuente Ovejuna. Han disparado contra una sombra, su propia sombra. Insistamos una vez más en que la explosividad de un texto depende, en su origen, de la situación en que la carga explota (ahora se dice explosiona). No tiene sentido alguno buscar contradicciones donde no las hay y valorar en términos estrictamente contemporáneos el resultado de una amalgama histórica anterior en 400 años. A ver si por mor de hallar una visión “más justa” cometemos una injusticia.

Otra cosa es que se pretenda evidenciar la realidad de una obra teatral que ofrece materiales inmejorables pero que no obedece a esquemas ideológicos contemporáneos. Y ahí sí. A ojos de cualquier espectador actual, la reacción del pueblo de Fuente Ovejuna adquiere tintes de venganza más que de justicia; y su lucha por la dignidad pasa más por la seguridad y la tranquilidad de sus días que por la reivindicación de un mundo libertario que resquebraje el orden esencial del statu quo. Claro, pero, si nos parece, les echamos en cara no haber acudido a un tribunal internacional. Por supuesto que Fuente Ovejuna es la historia de una venganza hacia un comendador brutal que ni siquiera tiene las aristas humanas del comendador del Peribáñez. Es un ser despreciable y el alzamiento popular terminó, por decirlo con palabras de Shakespeare, en un episodio de ruido y de furia. No obstante, adaptador y director proponen otra lectura, la de la brutal insolidaridad de una villa que se alza por el “ojo por ojo” y tan solo cuando violan a la hija del Alcalde. (Por lo visto –insistamos– nada cuenta la heroica resistencia a la tortura). Veamos la secuencia de esta revisión y comentemos al paso algunos de los elementos más llamativos del espectáculo.

Los reyes Isabel y Fernando esperan en escena al público. El propósito resulta evidente pero meritorio: nada habrá cambiado tras la revuelta, los que estaban siguen intocables. Su presencia será continua. Sombras vigilantes, se mueven lentos, a la manera de autómatas sin más propósito que el de extender su poder. Son seres de efigie, en efigie, sin la menor empatía por nadie. El acierto de estas presencias alcanza mayor fuerza si cabe al utilizar el vestido de la reina como capucha que ahogará a los vecinos durante las torturas.

Decíamos que los reyes recibían al público en escena. La determinación escénica del lugar vuelve a ser un acierto. Una estructura semicircular de maderas con un portón central recrea una plaza de toros de pueblo. Impresiona la elección. Es la arena del sacrificio. Los acontecimientos tendrán lugar donde los vecinos disfrutan matando un toro en una escena inicial brutalmente plástica. Allí sufrirán los abusos del Comendador, allí se asesinará al tirano y allí serán torturados. Por momentos, el espectador podrá imaginar el tendido como una sucesión de literas en un barracón para deportados o incluso un lugar de macabra espera en un campo de exterminio. De cualquier modo, retomemos el hilo de la argumentación. El poder será el mismo antes y después del alzamiento (presencia de los reyes) y la brutalidad del pueblo queda subrayada desde la primera escena (muerte del toro). La adaptación busca sin duda desmitificar los hechos y hasta ese momento lo hace en armonía con la obra.

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Procede del texto originario la discusión sobre el amor. Es un diálogo en el que Lope se adorna. Lleno de ingenio, de sutilezas, de juegos de palabras. Es por eso por lo que los actores deberían pronunciar sus diálogos más despacio. Porque, digámoslo ya, los actores están lanzados desde el principio a unas intervenciones velocísimas, con el soporte de una voz desgarrada, tal vez en exceso bronca y fuerte. Una voz rota que incluso se aplica a sutilizas de amor. Un desafío vocal, quizá mal utilizado por momentos y que pone incluso en algún aprieto a más de un actor. Pero volvamos a este diálogo. Es Mengo (el gracioso) quien defiende que solo existe un tipo de amor: el amor egoísta a uno mismo. Y se le dará protagonismo y hasta el triunfo a esta opinión. De nuevo, es claro, se pretende empoderar la idea de insolidaridad, la nueva visión que acabaría con el mito de Fuente Ovejuna. Pero ahora se da una vuelta de tuerca (¿forzada?) porque en la obra ni esta opinión queda como franca vencedora ni proviene de un personaje de corte trágico sino de un gracioso, bruto y vulgar, que en esta adaptación —lo veremos— adopta tintes dramáticos sin mayor causa que el pre-juicio de una nueva interpretación.

La terquedad, cuando no el capricho, con que se busca esta nueva lectura adquiere un grado mayor de invención con el monólogo de Jacinta. En efecto, Laurencia, la hija del Alcalde ha sido igualmente deshonrada, los hombres estallan de ira y es la propia Laurencia quien pide, exige, que las mujeres se sumen al acto de rebeldía. Por cierto, la versión podría haber subrayado que en la decisión toman parte todos y cada una de los estratos sociales del pueblo. (Claro que eso no casaría con la nueva lectura: “insolidaridad”). En cualquier caso, Jacinta se limita a preguntar a Laurencia: «Di, pues, ¿qué es lo que pretendes?». Y esta responde «Que, puestas todas en orden, / acometamos un hecho / que dé espanto a todo el orbe. / Jacinta, tu grande agravio / que sea cabo; responde / de una escuadra de mujeres.» Y Jacinta se solidariza de inmediato con ella: «No son los tuyos menores [los agravios]». Así, con esta sencillez, se construye la solidaridad en Fuente Ovejuna. Sin embargo, adaptador y director introducen una escena en la que Jacinta, en un tono trágico, casi enloquecido, se lamenta de que el pueblo no se hubiera rebelado cuando ella, y no la hija del Alcalde, sufrió la ofensa. Esta figura, una Ofelia destrozada por un pueblo dubitativo y egoísta, hamletiano, supone dinamitar la armonía con la que hasta entonces la adaptación iba subrayando la brutalidad del pueblo pero sin poner en solfa una solidaridad esencial.

Para apuntar que la revuelta no responde a conceptos del derecho actual, hubiera bastado con el tratamiento escénico que de la muerte del Comendador se desarrolla inmediatamente. Se trata de una escena magníficamente bien resuelta: una orgía de vino, desenfreno, sexo y humillación del cadáver ejecutada a cámara lenta, con una luz poderosísima, y que subraya, porque así aparece en la obra, la dureza extrema de la revuelta. Y es que en el original el Comendador es lanzado al vacío para que muera espetado en las picas y espadas que las mujeres sujetan, y su cadáver es profanado al arrancarle las barbas y cortarle las orejas. Que en esta versión Mengo orine sobre el cuerpo es una cuestión de grado pero que no cambia en esencia la crueldad del alzamiento popular.

No menos brillantemente se resuelve la escena del proceso inquisidor. Ya se ha dicho que el vestido de la reina, alzada en actitud hierática sobre la entrada de la plaza, sirve de capucha torturadora. ¿Se ha dado cuenta el director de que el rostro de los torturados se pierde en los pliegues? Es decir: que el primer objetivo de la tortura consiste en borrar la identidad del sujeto, quitándole cualquier responsabilidad sobre sí mismo, cualquier tipo de resistencia moral hasta convertirlo, olvidado de cualquier personalización, en una masa dolorida, en una cuajarón de dolor que dirá todo aquello que le exijan declarar. Sin embargo, el pueblo resiste la prueba. Es así, quiérase o no, es así. ¿Es este un pueblo insolidario?

¿Y de dónde la traición a Mengo? Porque en esta versión, Mengo, despojado por completo de cualquier matiz burlesco, muere (?) y su fantasma se alza, mártir y justiciero (?), para lamentarse en un “planto” que parece recordar el lamento de Pleberio tras la muerte de su hija Melibea en La Celestina. Su queja procede de que ha dado la vida para que continúe, al final, la corona compartida (Isabel y Fernando) como dueña absoluta de la villa.

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Demasiada tortura al texto, demasiado torcimiento de escenas y versos. Se le rompe la voz a Lope y se le aparta de su pueblo. No era necesario. Que la revuelta popular se desarrolla en términos de una venganza violenta es un hecho textual en sí mismo. Bastaría haberlo apuntado con la maestría de la escena inicial (la matanza del toro) y con la brutalidad con la que se da muerte al Comendador.

A pesar de esta objeción general, el espectáculo está resuelto de forma brillante. Su ejecución escénica consigue una fuerza plástica que no cae en el efectismo. Inolvidable cómo se representa la humillación sexual a las mujeres: destocándolas para que su pelo se muestre, hermoso pero íntimo, ante el resto de la población. Sirva este último hallazgo para felicitar a la Joven Compañía Nacional de Teatro Clásico; para felicitarnos todos porque una parte de nuestros impuestos se inviertan en empresas tan arriesgadas y tan solo un poco menos felices.


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Joven Compañía Nacional de Teatro Clásico (23 intérpretes).
• Versión: Alberto Conejero
• Dirección: Javier Hernández-Simón
• Escenografía: Bengoa Vázquez
• Iluminación: David Hortelano
Centro Niemeyer
, Avilés, Asturias, 8 de julio de 2017

 

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