Crónica

Da Vincis del amanecer y el subsuelo

La cueva de Tito Bustillo, en Ribadesella (Asturias) alberga pinturas parietales de hasta veinte mil años de antigüedad.

La cueva de Tito Bustillo, en Ribadesella (Asturias), es una de las capillas sixtinas del arte paleolítico francocantábrico y alberga pinturas parietales de hasta veinte mil años de antigüedad


Corría el año 1486 cuando Giovanni Pico della Mirandola, uno de los más excelsos humanistas italianos, escribió su Oratio de hominis dignitate. Tenía veintitrés años que le habían sido suficientes para aprender griego, árabe, hebreo y caldeo a fin estudiar la Cábala, el Corán, los oráculos caldeos y los diálogos platónicos en sus textos originales. Era un joven tan culto como impetuoso: acababa de raptar a la esposa de Giuliano Moriotto dei Medici, un pariente pobre de los Medici florentinos, razón por la cual había sido perseguido, atacado y herido. Su convalecencia de tales heridas decidió dedicarla a escribir novecientas tesis que, conformando unas voluminosas Conclusiones philosophicae, cabalisticae et theologicae, demostraran fehacientemente que el cristianismo era el punto de convergencia de todas las grandes tradiciones culturales de la Antigüedad. Dicho y hecho: las Conclusiones fueron publicadas en Roma a finales de año. E iban precedidas de una introducción, el Discurso sobre la dignidad del hombre, en el que se formulaban los tres grandes pilares del Renacimiento: el derecho inalienable a la discrepancia, el respeto por las diversidades culturales y religiosas y el derecho al crecimiento y enriquecimiento de la vida a partir de la diferencia.

El pasaje más conocido de la Oratio es una libérrima recreación del Génesis bíblico. Dios —cuenta Pico— se dirigió así al Adán recién creado: «No te he dado una forma, ni una función específica, a ti, Adán. La naturaleza encierra a otras especies dentro de unas leyes por mí establecidas. Pero tú, a quien nada limita, por tu propio arbitrio, te defines a ti mismo. No te he hecho ni celeste, ni terrestre, ni mortal, ni inmortal, a fin de que tú mismo, libremente, a la manera de un buen pintor o un hábil escultor, remates tu propia forma».

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Panel principal

Es moderadamente inevitable acordarse de Pico della Mirandola y de este pasaje concreto cuando se tiene delante el panel principal de la cueva de Tito Bustillo. «¡Desde lo alto de esas pirámides, cuarenta siglos os contemplan!», dijo Napoleón a sus soldados ante las antiquísimas pirámides de Guiza, pero aquí las centurias que contemplan al visitante con ojos de caballo y de reno no son cuarenta, sino doscientas, que son las transcurridas desde que una pequeña sociedad de homo sapiens habitantes de la desembocadura de un río que todavía no se llamaba Sella decidió hacer uso de su derecho divino de autodeterminación y determinó añadir el arte rupestre a su conjunto de quehaceres.

No se dirá nada nuevo ni original si se dice que da cierta clase de vértigo encaramarse mentalmente a semejante montaña temporal. Veinte mil años son el cuádruple de años de los que hace de la invención de la escritura en Súmer y diez veces más que los que median entre el presente y la crucifixión de Jesús de Nazaret. Cuando aquellos sapiens prendieron sus lámparas de tuétano y comenzaron a trazar con los dedos los contornos de su contribución capital a la historia del arte universal (Picasso dirá que el único arte verdadero es el paleolítico, y que desde entonces no se ha hecho sino decaer), faltaban todavía siete mil quinientos años para que Pericles se subiera a una tarima a alabar al pueblo de Atenas como adorador de la verdad, del bien común y de la belleza.

Cabeza de caballo-1
Cabeza de caballo

Los tres pilares de la civilización formulados por el Olímpico palpitan ya —lo hacen de una forma sutil y misteriosa— en el asombroso hálito de vida que sigue desprendiendo la emblemática cabeza de caballo de la cueva riosellana. Hay verdad en el trazo del maestro, hay sin duda belleza y hay también la sólida convicción de que una cierta búsqueda del bien común animaba a pintar a aquellas gentes que, tal como se ha ocupado de demostrar la antropóloga madrileña Almudena Hernando, a quien entrevistaremos en estas mismas páginas el próximo martes, no tenían identidad individual, sino sólo relacional: aquélla en la que el individuo no se concibe a sí mismo de otra manera que como una pequeña parte de una unidad mayor e indivisible, el grupo. Los moviera lo que los moviera a mojar las yemas de los dedos en óxido de hierro, carboncillo o bióxido de manganeso para poblar de manadas de mamíferos rojos, negros y violetas (también violetas) las paredes de sus cuevas; fuera religión o mero entretenimiento lo que los convirtiera en tempranos Miguel Ángel, los anónimos maestros de Tito Bustillo no pintaron, no podían pintar, por ni para sí, sino que lo hacían para todos.

Sobre esto de la motivación de los maestros paleolíticos, sobre si el arte era para ellos un espejo para reflejar la realidad o un martillo para darle forma, hay tantas teorías como prehistoriadores, y ya está razonablemente descartada la de que los hombres paleolíticos pintaban los animales que querían cazar y no así, en cambio, la de que pintaran por pintar, por puro divertimento. Pero parece evidente que, sea como fuere, hay un je ne sais quoi religioso, una primigenia conjugación del verbo creer, una confirmación de la máxima de Goethe de que el arte es el medio más seguro de aislarse del mundo, así como de penetrar en él, tras esos dibujos que sólo se realizaban en lugares muy concretos de las cuevas, hasta el punto de que cuando el pétreo lienzo se agotaba se enjalbegaba de rojo para borrar los animales anteriores y pintar encima los nuevos, dando lugar a una estratigrafía pictórica no muy diferente de la geológica que se descubre excavando el suelo que aquellas gentes pisaron durante milenios.

¿Por qué sólo en un lugar concreto de la cueva? He aquí una de tantas preguntas que quisiéramos hacer a nuestros ancestros y que nunca serán respondidas, aunque en Ribadesella el panel principal es la única concavidad de la extensa cueva en la que se oye murmurar el río subterráneo San Miguel. ¿Por ventura hablaba Dios a aquellos hombres con voz de río? Hay que insistir: nunca se sabrá, salvo que la ciencia invente una máquina del tiempo que seguramente sea más recomendable temer que desear.

Un fogonazo de carburo

La primera información que recibe el visitante que se acerca al Centro de Arte Rupestre Tito Bustillo es la historia del descubrimiento de las pinturas, realmente interesante por cuanto tiene mucho de novelesco. Sus protagonistas fueron diez jóvenes espeleólogos del Club Torreblanca de Oviedo: Adolfo Inda, Amparo Izquierdo, Celestino Tito Fernández Bustillo, Elías Ramos, Eloísa Fernández Bustillo, Fernando López Marcos, Jesús Manuel Fernández Malvárez, María Pía Posada, Pilar González Salas y Ruperto Álvarez Romero. Corría un espléndido 11 de abril de 1968 y aquellos chavales decidieron explorar el Pozu’l Ramu, una de las cavidades cársticas que horadan el macizo calizo de Ardines, a cuya vera se recuesta la mitad oeste de la villa riosellana. Elías Ramos fue el primero en descender, rapelando, por la estrecha chimenea pétrea que, conocida como La Cerezal, daba acceso a la cueva: la entrada horizontal actual es artificial y fue abierta posteriormente para posibilitar la visita a las pinturas y la original había sido colmatada por un derrumbe hace milenios, lo cual explica la conservación de las pinturas. Sólo aquel agujero vertical que remedaba el espiráculo de una ballena permitía en 1968 el acceso al interior de aquella caverna en la que ningún ser humano había puesto el pie desde el Paleolítico Superior. Lo primero que Ramos y Pilar González Salas, la segunda en entrar, conocieron de su inexplorado interior no fue precisamente una invitación a continuar adentrándose en las entrañas de Ardines: al descolgarse, fueron a caer en una vasta montonera, acumulada durante milenios, de excrementos de murciélago.

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Grupo de espeleólogos. De izquierda a derecha, Ruperto Álvarez Romero, Eloísa Fernández Bustillo, Celestino Fernández Bustillo, María Pía Posada, Pilar González Salas, Adolfo Inda, Fernando López Marcos, Jesús Manuel Fernández Malvárez y Elías Ramos.

Los chicos de Torreblanca no se desanimaron y prosiguieron su particular emulación de la gesta de Axel Lidenbrock, el protagonista del Viaje al centro de la tierra verniano, novela de la que también es imposible no acordarse (aunque sea en la versión animada protagonizada por Willy Fog) cuando uno penetra en el Pozu’l Ramu. Aun si no contuviera pinturas, Tito Bustillo seguiría mereciendo sin duda una visita, pues su belleza geológica es sobrecogedora: una sucesión interminable de catedrales telúricas y de selvas de estalactitas y estalagmitas pintadas con todos los colores mineralógicos de la Creación. A nadie se le escapa por qué la religión nació bajo el cobijo de estos techos berroqueños: hasta a un ateo contumaz como el que escribe le cuesta no flaquear en su ausencia de fe a la vista de semejante espectáculo natural, del que resulta verdaderamente difícil no creer que tenga detrás el diseño inteligente de un Gran Arquitecto del Universo.

Pero no nos desviemos del relato de lo sucedido aquella mañana de abril de 1968. El descubridor de las pinturas no fue Elías y el honor tampoco correspondió a Pilar, sino a uno de los dos únicos riosellanos que conformaban el grupo: Adolfo Inda. La historia adquiere aquí un divertido prosaísmo. Inda no escuchó, como Juana de Arco, la llamada de Dios, sino la de la naturaleza: fue un apretón intestinal lo que lo conminó a separarse del grupo para hacer de vientre en un rincón socorrido de la cueva. Encontró uno que le parecía adecuado, levantó su lámpara de carburo para iluminar la estancia a fin de localizar el rincón más oportuno para aliviar sus urgencias y… ante sí vio alumbrarse una verdadera capilla sixtina del arte paleolítico que nuestros remotos ancestros habían llenado de dibujos del sexo femenino: el hoy conocido como Camarín de las Vulvas.

Camarín de las Vulvas-1
Camarín de las Vulvas

Desde allí, Inda, habiéndose olvidado de qué lo había llevado allí, llamó a voces a sus compañeros, aunque le costó trabajo que acudieran: todos creyeron que se trataba de una de las típicas bromas de este miembro especialmente guasón del grupo, y siguieron creyéndolo cuando, finalmente convencidos de acercarse, contemplaron aquella obsesiva profusión de vaginas de color rojo. Se daba la circunstancia de que tanto Inda como el primer convencido de allegarse al Camarín, Tito Bustillo, eran buenos dibujantes, así que —aunque las vulvas no gozan del realismo de los caballos del panel principal, sino que están presentadas de un modo tan esquemático que uno no sabe en realidad si se trata de vaginas o de glandes masculinos—, la sospecha era razonable. Desventajas de no ser niños de proverbial sinceridad a prueba de bomba: a María Sanz de Sautuola y Escalante, que tenía ocho años, su padre sí la creyó cuando la oyó gritar «¡Mira, papá, bueyes!» en la cueva cántabra que habían entrado a explorar en 1879 (y que había descubierto, once años antes, un tejero asturiano de nombre Modesto Cubillas al intentar liberar a su perro, que había quedado atrapado al perseguir una presa).

Finalmente, Adolfo y Tito consiguieron convencer a todo el mundo de que aquello no era ninguna broma, y entonces la exploración colectiva cambió de propósito: todos se pusieron como locos a buscar más pinturas. Tardaron pocos minutos en encontrarlas y lo hicieron de un modo que también podría ser calificado de cinematográfico. A Tito Bustillo, en un momento dado, se le agotó el carburo. Cuando volvió a prender la lámpara, el fogonazo impactó de lleno en la pintura más célebre de la cueva que acabaría llevando su nombre: la cabeza de caballo del panel principal.

Todos acudieron entonces, esta vez sin reticencias, al lugra donde estaba Tito, y entonces sus lámparas, fusionados sus torrentes de luz en uno sólo, les revelaron todo el esplendor del panel principal: un enorme retablo pictórico en el que futuros investigadores irían inventariando treinta cérvidos, trece caballos, nueve renos, cinco cabras, cuatro bisontes, un uro, dos animales indeterminados, diecisiete signos y diez líneas de difícil interpretación.

Algo menos de un año después, en enero de 1969, de la cueva del Pozu’l Ramu —ya rebautizada Tito Bustillo tras el desgraciado accidente de montaña que costó la vida de Tito pocos días después del descubrimiento de las pinturas, y ya visitada por televisiones y periodistas de todo el mundo—, dirá esto la revista Blanco y Negro en un extenso reportaje de tres páginas así de hermosamente escrito por el periodista Juan Vega, que había visitado la cueva en compañía del antropólogo, arquitecto y pintor Magín Berenguer:

«Unos pasos más y nos vemos detenidos por la sombra de una gran roca plana. Cuando se fijan las luces sobre ella, recibimos una impresión de calidad inclasificable. No podríamos definir esta impresión. Fue algo así como si todo el voltaje de la historia del hombre se hubiera reunido para sacudirnos. Durante unos minutos, con equivalencia de años-luz, nos sentimos inermes, desarmados y minúsculos. Unas formas, unos colores y unas líneas voceaban en silencio cósmico el mensaje más estremecedoramente revelador del ser humano: el del arte, que conecta nuestro linaje con la rama más noble, que es la de la sensibilidad para elaborar belleza. Cuando se pintaron estas paredes amanecía en la humanidad».

Maestros subterráneos

No eran los dibujos torpes de un niño ni es una boutade llamar maestros a sus autores. Así lo hizo en 1995 el pintor Joaquín Vaquero Turcios en un libro tan delicioso como el descatalogado Maestros subterráneos. En él, Vaquero examina el arte paleolítico francocantábrico (todo él, de Candamo a Lascaux y tanto el rupestre como el mobiliar) con los mismos instrumentos analíticos con que se desentrañan los secretos de una madonna renacentista o uno de los rectángulos confrontados de Rothko; desentraña técnicas y estilos y arroja luz sobre un procedimiento pictórico que no era demasiado diferente del que siguen los artistas contemporáneos. Quien se haya preguntado, vebrigracia, cómo conseguían estos maestros del subsuelo semejante realismo pintando de memoria, encontrará la respuesta en este libro: no pintaban de memoria en absoluto, sino que tomaban apuntes del natural sobre piedras planas, retazos de cuero u omóplatos de animal. «El oficio de pintar —explica Vaquero— ha sido siempre el mismo. Quien vea con escepticismo la posibilidad de que los viejos maestros practicasen frente a la naturaleza real, que intenten en una habitación trasera de su casa dibujar de memoria y con detalle algo muy conocido. Por ejemplo, una bicicleta».

El repertorio de técnicas que aquellos hombres practicaban no es menos llamativo. Las cuevas francocantábricas esconden, entre otras manifestaciones artísticas, pintura puntillista, grabados, protoesculturas del tipo de cabezas de bisonte esculpidas en estalagmitas que ya tuvieran una forma semejada y una técnica curiosa: la de aprovechar salientes, protuberancias, grietas y rayas naturales de las cuevas para componer los dibujos e incluso hacerlos tridimensionales. También hay manos silueteadas en negativo como si se hubiera pegado la palma a la pared y se hubiera esparcido spray rojo sobre ella. No hay que acudir, en este caso, a teorías magufas sobre viajes en el tiempo de Banksy o de SAM3 o recepciones extraterrestres: nuestros maestros subterráneos fabricaban rudimentarios aerógrafos y habían descubierto el efecto Venturi, el mismo que posibilita nuestros sprays, varias decenas de miles de años antes de que un reconocido físico italiano le diera el nombre. Basta un par de pajitas pequeñas —o un par de huesecillos huecos— y un cuenco que contenga algún pigmento desleído en agua. Se sumerge un extremo de los tubitos en el líquido, se coloca el otro perpendicular al anterior y, dejando los centros de los orificios separados por un milímetro o menos, se sopla enérgicamente por el otro extremo. La explicación científica del asunto combina el principio de Bernoulli y el de continuidad de masa: físicamente, al soplar con fuerza por el tubo horizontal, la velocidad del aire obra una disminución de la presión en el extremo superior del tubo vertical. La diferencia de presiones así lograda en ambos extremos de este tubo hace que la columna de tinte ascienda empujada por la presión atmosférica. En esa ascensión, la pintura se topa con el chorro de aire y es consecuentemente pulverizada hacia la pared, haciendo posibles esas manos aureoladas.

Las manos aureoladas son sin ninguna duda lo más estremecedor de todo el arte paleolítico, no sólo porque, tal como expresa Vaquero, sean de aquellos artistas «la aparición de su cuerpo, escalofriante y directa» y hagan parecer «que la roca conserva el calor de su presencia, que la huella se ha hecho hace sólo un instante». Alumbradas por la cimbreante llama de una antorcha y sometidas al vaivén de sombras así generado, las manos se mueven y parecen saludar a quien las contempla. Ha de tenerse en cuenta, además, que, generalmente, allí donde se han pintado estas manos (y se pintaron en muchos sitios: las hay en varias cuevas francesas, las hay en la cueva cacereña de Maltravieso y en la oscense de Fuente del Trucho y hay una en Tito Bustillo, aunque las más famosas son las del panel de las manos de El Castillo, en Cantabria), se pintaron decenas de ellas, por lo que el saludo intertemporal es un saludo colectivo, una especie de fantasmagórica congregación de saludadores. Toda una sociedad parece decir hola o adiós a la eternidad como las masas de familiares que, en los puertos, acudían en tiempos a despedir a los pasajeros de un transatlántico.

Panel de las manos de El Castillo (Cantabria)-2
Panel de las manos de El Castillo (Cantabria)
Mano aureolada de Tito Bustillo-2
Mano aureolada de Tito Bustillo

Como siempre, el sentido simbólico de estas representaciones de manos se nos escapa, aunque la reflexión de Vaquero es sugerente:

«¿Testimonios de presencia? ¿Exvotos? ¿Ofrendas? Desde el punto de vista pictórico, parece evidente que la belleza del resultado en sí mismo y el placer del juego serían ya suficiente motivo para repetirlo una y otra vez. Todos querrían tener sus manos y las de sus hijos reproducidas. Para ello, el pintor escogería los lugares idóneos y el modelo, impaciente, colocaría su mano sobre un techo bajo o una pared, con los dedos bien abiertos. […] Los niños serían izados en brazos hasta alcanzar con su manita una superficie lisa apropiada».

En Tito Bustillo hay una sola de estas manos. Está muy deteriorada y situada en una zona elevada a la derecha de la galería larga que no entra dentro de la visita turística por su difícil acceso. En realidad, sólo se visita el panel principal, no el Camarín de las Vulvas ni otro rincón singular de estas catacumbas paleolíticas, la galería de los antropomorfos, una pequeña sala descubierta en el año 2000 por Rodrigo de Balbín y a la que se accede por una brecha abierta en la pared de la galería larga. De su techo cuelga una suerte de estalactitas que no es tal, sino una especie de colmillos calcáreos semitransparentes que el argot científico conoce como banderas. Y en ambas caras de las mismas, nuestros maestros subterráneos —unos mucho más antiguos que los del panel principal: entre 35.500 y 29.600 años— pintaron en rojo sendas figuras antropomorfas: un hombre y una mujer esquemáticos pero inconfundiblemente dotados de atributos sexuales.

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Antropomorfos

Aquí sí que se respira un inefable aroma religioso, una suerte de muda liturgia antediluviana. A quien pintara este Adán y esta Eva prebíblicos —que, por cierto, recuerdan muchísimo, en su postura y en su ademán, a los de Durero— le tuvo que costar mucho hacerlo. La sala, ya se ha dicho, es espectacular pero de muy difícil acceso, y se sabe que lo era ya en el Paleolítico. Vaquero no lanza en este caso ninguna hipótesis, porque esta misteriosa capilla cavernaria se descubrió cinco años después de publicarse su libro, así que aquí debemos lanzarnos a teorizar sin cuerda ni red de protección. A quien esto escribe, la cosa le recuerda a la Virgen de las Nieves que preside la cima del Picu Urriellu desde los años cuarenta, una madonna de piedra de sesenta kilos colocada allá por escaladores devotos que la subieron a hombros. Los contornos bastos de nuestros Adán y Eva riosellanos, muy alejados del asombroso realismo de los caballos del panel central, ¿los pintó no un maestro artista, sino un troglodita corriente y moliente que hubiera hecho una suerte de promesa a sus dioses, tal vez una pareja creadora como Deucalión y Pirra, Shu y Tefnut o Tonacatecuhtli y Tonacacíhuatl, y hubiera pintado su exvoto con los trazos torpes de un lego? Una vez más, nunca lo sabremos.

Bisutería troglodítica

La sofisticación de las sociedades paleolíticas, que puede resultar sorprendente (tendemos a imaginarnos a nuestros ancestros algo así como unos simios aventajados, pero eran anatómica y cerebralmente idénticos a nosotros), ya debe haber quedado sobradamente demostrada a estas alturas de reportaje. No se sabe de ningún mono que conozca, aunque sea a un nivel instintivo, el efecto Venturi ni fabule mitos sobre su propia creación. Casos como el de Congo, un chimpancé pintor que dejó admirada a la comunidad artística a finales de los años cincuenta con cuadros expresionistas que recordaban a los primeros de Kandinsky y que se han llegado a subastar en 26.000 euros en la prestigiosa casa Bonhams de Londres, no dejan de ser nada más que una divertida excepción. Lo que habitó y decoró Tito Bustillo era ya una sociedad humana de pleno derecho y, sabiéndolo, los arqueólogos no tardaron en excavar la cueva en busca de otros hallazgos que dieran testimonio del paso por el mundo de aquellos hombres y mujeres. Lo que encontraron permite hacernos una idea de cómo era una vida que se revela sufrida (el arte rupestre coincide con la fase más fría de la última glaciación: de ahí que aparezca sobre todo en zonas costeras, más benignas), pero en absoluto privada de momentos de felicidad.

La primera y principal evidencia es que se trataba de una sociedad de cazadores-recolectores, es decir, depredadores que obtenían el grueso de su alimentación a través de la caza, la pesca, el marisqueo y la complementaban mediante la recolección. Nuestros tatarabuelos magdalenienses comían sobre todo ciervo, la especie totémica al sur de los Pirineos (al norte era el reno la preferida), pero también explotaban los rebaños salvajes de cabras, caballos, bisontes y uros que recorrían Europa en aquel tiempo, a los que abordaban armados con propulsores y arcos. De la fauna acuática, que arrebataban a ríos y estuarios sirviéndose de arpones, les interesaban sobre todo las truchas, los salmones y los reos. En cuanto al reino vegetal, lo que más tomaban de él para sus alacenas eran las bellotas, las avellanas, los frutos del bosque y las bayas. Además, también comían raíces y huevos.

De las cuevas se habitaba tan sólo las entradas, la parte más cálida y también la iluminada con luz natural, que a veces se cerraba con rudimentarios biombos de madera. Pero no se habitaba cualquier caverna, sino sólo aquéllas mejor orientadas para obtener tales beneficios. Al ténebre interior de la cueva, los hombres de la Edad de Piedra sólo se adentraban, provistos de sus lámparas de tuétano, para pintar. No así, como podría imaginarse, a enterrar a sus muertos, ya que las tumbas que se han encontrado, se han encontrado debajo de los propios lugares de habitación, algo que, tal como apunta el arqueólogo Alfonso Moure en La cueva de Tito Bustillo: el arte y los cazadores del Paleolítico, seguramente fuera una «forma de perpetuar la presencia de los difuntos dentro de la comunidad de los vivos».

No lo dijimos más arriba: hay algo en lo que los ojos del presente, acostumbrados a tendencias artísticas que duran un par de años, cuando no una estación, no suelen reparar. El vasto conjunto de pinturas parietales que alberga Tito Bustillo ha sido datado en un larguísimo intervalo que va desde los veintidós mil años antes del presente hasta los diez mil. Es decir, cuando el último maestro de Tito Bustillo pintó sus cosas habían transcurrido doce mil años desde que lo había hecho el primero, o sea, más de los que han pasado desde entonces hasta hoy. El primer maestro era tan prehistoria para el último como éste lo es para nosotros. Todos ellos hicieron sus dibujos rodeados, y seguramente inspirados, por los de los de cuatrocientas generaciones de predecesores, algo así como si Velázquez hubiera pintado La rendición de Breda en las paredes del megarón de la reina del palacio de Cnosos y, siglos después, llegara Dalí y pintara al lado sus relojes blandos. Freud decía que la función del arte en la sociedad es edificar, reconstruirnos cuando estamos en peligro de derrumbe. ¿Hallaba aquella gente en esa coexistencia con las obras de sus antepasados, igual que en comer, dormir y jugar sobre sus tumbas, un elemento de permanencia, de seguridad, de afirmación, de continuidad, de protección, de estabilidad?

Cada grupo debía de estar formado por unos veinte o treinta miembros, como mucho. En el caso concreto de Tito Bustillo, hay que imaginárselos habitando una desembocadura del río Sella algo diferente de la que conocemos, pues la línea de costa, debido a la menor cantidad de agua líquida existente durante la glaciación, se ubicaba cuatro o cinco kilómetros al norte de la actual.

El registro arqueológico de Tito Bustillo y otras cuevas ha permitido constatar también que sus habitantes cosían, de lo cual es prueba la aparición de agujas de hueso que fabricaban puliendo astillas con piedras. Sabemos también que aquellos tipos eran coquetos, porque su arte no era sólo inmueble, sino también mobiliar. Existió la bisutería prehistórica y en Tito Bustillo se encontró en los años noventa una de sus muestras más hermosas: una primorosa esculturilla con forma de cabeza de cabra tallada en asta de ciervo y que debió ser colgante, pues cuenta con un pequeño orificio justo en el punto en el que cualquiera de nosotros haría pasar un hilo. Por las mismas fechas, también se halló en Tito Bustillo una cabeza de caballo de muy similar factura, aunque más tosca, y varias esquirlas de hueso con sencillos grabados.

Colgante-cabeza de cabra-1
Colgante-cabeza de cabra

De todo ello se exhibe una muestra de réplicas —las piezas originales forman parte de la colección del Museo Arqueológico de Asturias, en Oviedo— en el Centro de Arte Rupestre Tito Bustillo, que fue inaugurado en marzo de 2011 a la vera de la entrada a la cueva y también incluye reproducciones ultrarrealistas de aquellas pinturas a las que la visita turística no accede, especialmente los dos misteriosos antropomorfos y las vaginas del Camarín de las Vulvas. Quienes se acercan a Tito Bustillo también suelen visitar la cercana Cuevona de Ardines, una gigantesca bóveda cárstica de unos ochenta metros de diámetro y cuarenta de altura cuyo techo está perforado por una pequeña abertura natural y en la que no se han encontrado restos paleolíticos, pero que es de gran belleza geológica y en la que cada mes de agosto se celebra una serie de recitales de música de cámara del que los expertos en la materia aseguran que pocos teatros consiguen la misma acústica. Este año se celebró la XI edición.

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La Cuevona de Ardines

Por cierto,  que otro de los conjuntos de objetos que suele encontrarse en los yacimientos prehistóricos es el de instrumentos musicales: para Nietzsche, la vida de aquellas sociedades no sería un error, porque conocían la música, que practicaban sobre todo soplando flautas de hueso, pero también haciendo sonar tambores, zumbadores, sonajas de corteza de árbol, trompetas de cuerno de vaca y castañuelas de concha. Sin duda tiene que ser curioso visitar la cueva coincidiendo con el festival de música, porque tiene que serlo escuchar a Bach, a Bártok o a Mozart en el mismo lugar que habitaron los hombres y mujeres que plantaron la semilla primigenia de la invención del violín, la flauta travesera y el clavicordio. Algo así como fusionar en un único happening el alfa y la omega de la historia humana, o aquello que decía Juan Vega en el año sesenta y nueve y ya hemos citado: que «todo el voltaje de la historia del hombre se hubiera reunido para sacudirnos».

Qué animal tan asombroso —«ni celeste, ni terrestre, ni mortal, ni inmortal»— es el ser humano.

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Centro de Arte Rupestre Tito Bustillo

 

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