Cuando visité por primera vez Burdeos, allá por marzo de 1997, me sobrecogió la espectacularidad del monumento a los Girondinos. Ahora que vuelvo a la ciudad, veinte años largos después de aquella estancia brevísima, lo busco con la ansiedad del animal que, sorprendido en un entorno hostil, olisquea por los alrededores algún rastro familiar que le permita emprender la vuelta a casa. Lo encuentro con relativa facilidad porque las líneas de tranvía que desde los albores de este siglo recorren la capital aquitana han instalado a sus pies su gran nudo gordiano. El primer desajuste viene dado por la propia envergadura del memorial: en mi recuerdo, resultaba mucho más alto e intimidante de lo que resulta ser en realidad, quizá porque sus dimensiones se observan menoscabadas desde la perspectiva que ofrece esta distancia de dos décadas. El segundo tiene que ver con las trampas que siempre tiende la memoria: cada vez que yo evocaba ese rincón bordelés, se me aparecía anclado a la orilla misma del río y no con una de las mayores explanadas de Francia, la llamada Place des Quinconces, ocupando el terreno que separa su ornamentado pedestal de las aguas torrenciales del Garona.
No hay forma, pues, de encontrar al que fui entonces en éste que regresa a Burdeos como si jugara a ser un Ulises de cuarta mano en pos de una Ítaca improvisada. No puedo rehacer los pasos exactos que nos llevaron en aquella ocasión lejana desde la colosal remembranza revolucionaria hasta los dominios catedralicios, ni vislumbro cómo alcanzamos a dar con el camino que desde allí nos condujo hasta la versallesca Place de la Bourse. En realidad, de aquella experiencia fugaz únicamente he guardado como prueba tres fotografías, cada una de ellas tomada en uno de esos tres enclaves, que miro hoy como si fueran instantáneas desprovistas del menor sentido del raccord, ajenas por completo a cualquier explicación que aporte un sentido y una continuidad a las estampas que acierta a reflejar su revelado. Paseo ahora por Burdeos como si nunca hubiese estado aquí y aquel periplo tardoadolescente formase parte del equipaje difuso de las ensoñaciones. Me diluyo entre las multitudes que atraviesan Sainte-Caherine o descienden por Saint-Rémy, admiro las bóvedas acristaladas de la Gare de Saint-Jean, deambulo entre los puestos del mercadillo árabe que puebla los marchitos esplendores góticos de Saint-Michel, me dejo apabullar por las ampulosidades neoclásicas del Grand Théâtre, persigo el rastro de las sucesivas puertas que una vez dieron entrada y salida a la vieja villa, me doy de bruces con una placa que recuerda que aquí vivió un tiempo el poeta Hölderlin y cruzo el río para contemplar desde el otro lado la perfección alucinada de ese Puerto de la Luna que se perfila ante mis ojos como un vestigio mudo de aquella época en la que toda la luz del mundo brilló en Francia. Las caminatas concluyen, inevitablemente, alrededor de ese Miroir en el que la ciudad busca constantemente su reflejo. Las luces de los mercadillos alteran la serenidad de una noche prematura. Se acercan las fechas navideñas y también el otoño es un viajero que huye.
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