Ciudad, organización política y estado del Común
/por Ana Isabel Sanz Yagüe/
A mi modo de ver, sólo hay una manera satisfactoria de avistar con cierta integridad las relaciones políticas vividas en el contexto de la Monarquía hispánica durante la época moderna; esto es, sin destejer de la trama a las personas comunes que, inmersas en el devenir del Estado, fueron generalmente algo más que meros súbditos en un régimen centralizador con respecto a la concepción del poder y su burocracia asociada. Se trata de enfocar la atención sobre los espacios públicos, allí donde se supone que la vida en común requirió de acciones políticas; y, en la medida en que las fuentes lo permitan, contemplar su cotidianidad, en conexión con todo el acervo cultural e institucional del que se nutrieron sus protagonistas.
No obstante, si hay un lugar privilegiado desde donde es posible observar de cerca la dimensión política de las sociedades en toda su complejidad, éste es, sin duda y en todo momento, el espacio urbano. Y en lo que respecta a la Monarquía hispánica, merece la pena conocer de cerca la vida política de las pequeñas ciudades del reino de Castilla, sobre todo allí donde se alcanzó una amplia autonomía tanto en la gestión de sus competencias y obligaciones estatales como en el gobierno de su propio ámbito jurisdiccional. En especial, por tres razones: primero, porque en su cotidianidad política suelen mostrarse inesperados aspectos reveladores de lo humano, así como de una vida social en la que la solidaridad y la confrontación de subjetividades se suceden con cadencia propia; segundo, porque el acercamiento a los hechos tan directamente protagonizados por la población garantiza una percepción mucho más real de esta época que la descrita por la teoría jurídico-política; y tercero, porque de todo ello se obtiene un alto provecho en la conceptualización de nociones básicas que hoy día vuelven a cobrar protagonismo —representación, participación, etcétera— y a las cuales las experiencias del pasado pueden proporcionarles una polisemia realmente insospechada.
La teoría política siempre ha tenido un gran influjo sobre la imagen que nos hemos creado de la realidad en la época moderna. Básicamente, se ha dicho que en este tiempo los individuos ya no eran ciudadanos en el sentido clásico y medieval (es decir, miembros activos de una comunidad política, vinculados a ella por una relación de pertenencia-participación que les proporcionaba plenitud como seres humanos). O, más bien, que ello continuaba apreciándose únicamente allí donde existía un régimen de gobierno republicano. Por el contrario, en los Estados regidos por monarquías proclives a la centralización del poder, era preeminente el vínculo entre súbdito y soberano (el primero obligado a obedecer; el segundo, a garantizar protección), aun cuando la condición de ciudadano siguiera existiendo dentro de un sistema de pertenencias múltiples.
Esta última caracterización de los Estados monárquicos de los siglos XVI al XVIII parte esencialmente del ideario de Jean Bodin (1529/30-1596). Pero la realidad castellana no se corresponde estrictamente con sus disertaciones: incluso durante el denominado absolutismo maduro de la última centuria, que lejos de contar con una completa burocracia y un Estado verdaderamente poderoso, requirió siempre de los concejos y de las instituciones locales en general (menos especializadas que las actuales) para subsanar sus deficiencias. De ahí que no sea erróneo concebir a aquéllas como el último eslabón (esencial, por tanto) entre los ciudadanos y el gobierno monárquico; máxime cuando (en un Estado con menores dimensiones que las de hoy día) las ciudades demostraron ser en la práctica verdaderas comunidades completas y autogobernadas (el historiador hispano-francés François-Xavier Guerra solía remarcarlo), así como el instrumento mediador del andamiaje estatal en el que los ciudadanos, además de ejercer en ellas como tales, cumplían con su calidad de súbdito.
Las pequeñas ciudades castellanas de la época moderna eran, en definitiva, centros demandantes de una participación cívica con cargas y prerrogativas, cuya vida política no solo exhibió las debilidades de la Monarquía, sino la razón práctica por la que uno puede dar justo crédito al consejo del historiador suizo Werner Naef de no hacerse una idea demasiado absoluta del absolutismo. Baste recordar además que, en este contexto (extensivo a otros ámbitos peninsulares), la relación de pertenencia a una comunidad política regida por un vínculo de obediencia entre súbditos y monarca es anterior a la existencia del Estado. Pero, en cualquier caso, ¿por qué simplificar tanto la conjugación entre formas de ciudadanía, relaciones políticas y regímenes de gobierno? Y, asimismo, ¿cómo explicar la crisis de la ciudadanía medieval o en qué sentido puede decirse que la hubo?

Las ciudades castellanas sufrieron una importante transformación social (no bien conocida por la falta de fuentes) previamente a la entronización de Alfonso XI (1312-1350), si bien fue durante su reinado cuando se institucionalizaron los cambios políticos que sancionaron una profunda reforma municipal. En el siglo XIV, además de surgir la figura del corregidor como autoridad monárquica (presente hasta el siglo XIX), se culminó un proceso de oligarquización en el gobierno de las poblaciones —en suma, en el ordenamiento del poder local y, asimismo, en el ejercicio de la justicia—, de forma que los concejos quedaron en manos de una minoría, un cuerpo de regidores (en muchos lugares conformado exclusivamente por nobles; en otros, también el cargo fue ejercido por pecheros), todo ello siguiendo un planteamiento de concejo cerrado en contraposición con el carácter asambleario o abierto del sistema anterior.
A este cierre le acompañó una renovación más amplia en la organización política de la sociedad de la que surgieron, de manera distinta y un tanto singular en cada jurisdicción, agrupaciones sociopolíticas nuevas que, además de acabar obteniendo cierta representación en los concejos, también lograron dotarse de una compleja estructura interna y una hacienda propia. Así, pues, se aprecian instituciones formadas por linajes nobles, agrupaciones de hombres buenos y pecheros (lo que vino a denominarse estado del Común), entidades representativas de la Tierra allí donde la repoblación cristalizó en forma de comunidades de villa y tierra… En definitiva, toda una constelación de colectivos que, durante largo tiempo (en algunos lugares no se alcanza un ordenamiento estable hasta el siglo xvi) van conformando de manera más o menos disputada, mediante sucesivas sentencias y concordias, su posición en el escenario político.
Así, pues, a inicios de la época moderna, esta metamorfosis señalada trazaba la vida política de las ciudades conforme a un esquema organizativo plural y heterogéneo (relativamente distinto de unos lugares a otros, más allá de los dos elementos que fueron comunes a toda estructura concejil castellana: el regimiento o cuerpo de regidores y el corregimiento), al que, en todo caso, unificó una cultura organicista, reconocedora de la existencia de una polifonía de estados y colectivos, cada cual con su función sociopolítica, sus prerrogativas y sus obligaciones, pero conscientes de su pertenencia a un todo armónico, ritmado por el inherente principio del bien común, a modo de mantra en la consecución de la unidad sociopolítica.

El caso de la ciudad de Soria, por ejemplo, es bien paradigmático. Las autoridades monárquicas decían de ella en 1589:
Esta ciudad es diferente de las otras en el ayuntamiento porque aquí entran demás de los regidores, tres por el estado de los hijosdalgo y por la tierra un fiel y un procurador general y por los buenos hombres pecheros un procurador del común y para resolverse es menester juntar todos los estados.
En realidad, hoy se sabe que no era la única que tenía un Ayuntamiento al que acudían representantes de los diversos colectivos sociopolíticos. Pero, previamente, en un texto atribuible por su data (12 de enero de 1574) al jurista Jerónimo Castillo de Bobadilla, también se había subrayado esta peculiaridad:
Siempre que el ayuntamiento se propone una cosa que toque a alguno de los dichos miembros, la gente que está en el ayuntamiento junta al suyo y asiste allí la justicia y, tomada la resolución, se trae al ayuntamiento y de allí sale el acuerdo.
Pero ¿a qué tipo de ayuntamientos se hace referencia? O ¿en qué consistía esta realidad local que nunca llegó a quedar plasmada en la literatura jurídico-política de la época moderna? En efecto, el Ayuntamiento propiamente dicho, como centro neurálgico de la vida política, tenía una conformación plural, si bien los regidores constituían el grupo mayoritario. Los colectivos políticos al margen del regimiento eran aquí básicamente tres: el colectivo de los Doce Linajes (conformado por linajes de caballeros), el estado del Común (institución pechera de la ciudad) y la Universidad de la Tierra (al que pertenecía el ámbito rural de la jurisdicción soriana). Si bien es notorio que también el clero tuvo un papel activo en el espacio político a través de sus dos cabildos con sede en la ciudad: el cabildo colegial y el cabildo general de curas.
En los tres colectivos citados (todos ellos regidos por idénticos parámetros internos), sin duda, lo más destacable es la manera en que se materializó y cobró verdadero sentido práctico el ideario organicista. En efecto, cada colectivo disponía en su base de una asamblea abierta a la participación directa de todos sus miembros (por tanto, un lugar donde lo social [vecindario, familia, etcétera] y lo político confluían); y, a partir de ahí, se iniciaba un sistema de representación escalonado que mantenía siempre en contacto a representados y representantes (estos últimos, según las épocas y las materias a gestionar, no siempre autorizados por aquellos a un pleno poder de representación, lo cual les convertía, en ocasiones, en meros agentes; si bien se tendió a la representación plena, no sin instrumentos de control).
Veamos por su insólita presencia en el panorama político español cómo funcionaba el estado del Común —es decir, la población no privilegiada (o pechera)—, también llamado en el siglo XVIII estado general. Este colectivo se distribuía en Soria en dieciséis distritos urbanos, aquí denominados cuadrillas. Éstas venían a ser como una institución de barrio, dotada de ciertas competencias y obligaciones (tanto de naturaleza urbana como estatal), gestionadas internamente desde una asamblea muy similar en su dinámica a un concejo abierto (sin presencia de autoridades regias), tan solo presidido por la figura del jurado (también llamado en sus inicios bajomedievales cuadrillero), máxima autoridad de la cuadrilla al que acompañaban en su gestión cuatro individuos, denominados cuatros; todos ellos cargos temporales breves, ocupados bien por un sistema de elección, sometidos a la voluntad mayoritaria de sus vecinos (caso del jurado), bien por procesos rotatorios, como sucedió mayoritariamente con los cuatros.
En un sentido extenso, la cuadrilla, además de ser un espacio político abierto a la participación directa del vecindario (con la salvedad de que las mujeres no tenían acceso a sus juntas), fue asimismo un ámbito de vida comunal, de verdadera consecución de la vecindad y, justo es decirlo, de participación cívica obligada. En sus principales rasgos, las cuadrillas sorianas con equivalentes a las vecindades de Vitoria, incluso en aspectos formales como es el lenguaje estereotipado de sus actas. No obstante, y a pesar de que el nombre con que aparecen estos «órganos administrativos inframunicipales» (así definidos por Joaquín Jiménez y otros historiadores de esta materia) difiere de unos lugares a otros, el nombre de cuadrilla no es único de Soria, ya que se aprecia también, al menos, en poblaciones vascas como Alegría (Álava).

No obstante, ¿cómo ha de entenderse aquí la figura del jurado? Existe un acta de 1725 (de la Cuadrilla de San Juan) que define bien el sentido organicista con que todavía se revestía a esta figura en el siglo xviii:
[…] por los referidos cuatros como por todos los demás vecinos le nombraron por tal Jurado para que lo use y ejercite por el dicho tiempo cuidando, celando y vigilando el bien público de la Cuadrilla y quietud de los vecinos […]
Además de ser cabeza de la institución y presidirla con sus diversos cometidos políticos y económicos, en ocasiones, más que un verdadero representante, no dejaba de ser un mero agente de la cuadrilla, ya que esta última solía reservarse para sí la autoridad y la decisión última en los diversos asuntos manejados. Por el contrario, el jurado ejerció siempre con poder de representación en la junta de jurados, constitutiva en sentido estricto del estado del Común; una institución compuesta por todos los dieciséis jurados de la ciudad y presidida por el procurador general de dicho estado (cargo al que estos elegían), más la autoridad regia (esta última, en concreto, desde finales del siglo XVI). A veces, también existieron juntas ampliadas en las que cada jurado asistía con algún acompañante de su cuadrilla.
En su dinámica, esta Junta del Común funcionó con pautas semejantes a un concejo; desde luego, mucho más modesto que el Ayuntamiento de la ciudad, en cuanto a competencias y estructura hacendística se refiere, pero con prerrogativas muy importantes, entre las que destaca, por ejemplo, su derecho a autogestionarse, determinado un cupo, el pago y la recaudación de los impuestos de naturaleza estrictamente pechera (servicio real, de milicias, chapín de la reina). Es importante señalar aquí que la verdadera autoridad y el poder de decisión no radicó en la doble presidencia (carente de voto en la asamblea, aunque tuviera derecho a sugerir, proponer y opinar), sino en el cuerpo de jurados. A estos, cada año, durante el ritual de admisión a la junta (al asumir el cargo) se les recordaba también su particular papel en la consecución de la armonía y la paz social:
[…] dichos Jurados presentados, y de cada uno de ellos su merced el señor corregidor recibió juramento a Dios nuestro señor y a una señal de la cruz y a los cuatro evangelios, conforme a la costumbre del estado, de que bien y fielmente cumplirán con la obligación de tales Jurados, así en lo que en las Juntas de este estado se ofreciere, en que guardarán todo secreto, como también en lo que ofreciere en sus cuadrillas y vecindad, dando cuenta de los pecados públicos y secretos que llegaren a su noticia, obrando en todo como buenos cristianos. Y todos los dichos Jurados dijeron que así lo juraban, [h]arían y cumplirían. (Actas del estado del Común, 1701).
A un nivel superior, el procurador general del estado del Común desempeñaba el mismo papel mediador que los jurados. Ejercía la representación del estado tanto en el Ayuntamiento (con voz y voto) como en otros ámbitos que precisaban de ello; en general, en todas aquellas gestiones que requerían la acción mancomunada de los diferentes estados e instituciones (ciudad y Común desempeñaban numerosos cometidos, tanto urbanos como estatales, de forma paritaria).
Por otra parte, dada la existencia de un claro reparto de las responsabilidades y obligaciones políticas entre los estados (en especial, el Común) y el regimiento (al que a veces se le denomina ciudad, en un uso restringido del término) es comprensible que desde el Ayuntamiento llegara a demandarse su presencia en una ocasión excepcional en que el citado procurador estuvo ausente durante unos meses (también era un cargo electivo y hay que decir que los que ejercieron el oficio, salvo en esta ocasión, se caracterizaron por su elevada asistencia al concejo, mucho más que otros cargos).
No obstante, la excepción mencionada nos da pie a conocer cómo se valoraba la labor del procurador en el Ayuntamiento soriano:
Mediante la larga ausencia de D. Carlos Pérez Guilarte, Procurador Síndico General del estado del Común de esta Ciudad, y la notable falta que hace para la concurrencia a todos los negocios y dependencias anexas a su empleo, recibir todas las cuentas de Propios y demás Abastos públicos, que por este motivo están sin tomar por ser precisa su asistencia personal, siguiéndose de su dilación graves perjuicios al bien común y para precaverlos […] halle representación el estado del común de ella al Ilmo. Sr. Presidente del [Consejo de] Castilla, a fin de que le precise a dicho D. Carlos Pérez Guilarte venga a vivir a esta Ciudad y ejercer su empleo por el tiempo por que fue nombrado (Actas del Ayuntamiento, 30.3.1753).
Meses después, una misma protesta desvela nuevos cometidos:
[…] habiendo estado mucho tiempo desde que fue nombrado fuera, en notable perjuicio del común y que hallándose [h]oy en ella y esta Ciudad con tantas ocurrencias y así para el reintegro del Regimiento de milicias como la nueva Instrucción que hoy se ha leído para la manutención y reintegros de Pósitos y otras varias órdenes y providencias del Real Servicio, siendo notorio que así para todas estas órdenes como para el manejo y economía de todo el Pueblo es Persona tan esencial, como para el paso, alojamientos de tropas, que sin ella se atrasa todo y se perjudica al Común… (Actas del Ayuntamiento, 16.7.1753).
En este contexto de ordenamiento policéntrico de la política o, lo que es lo mismo, de reparto descentralizado del poder local, basado en la perseverancia de la costumbre y las concordias desarrolladas desde la Baja Edad Media, es lógico que la reforma municipal de 1766 (sancionada por Carlos III y por la que se incorporaba a los concejos a sujetos políticos «representantes del Común», ausentes ya en muchos otros ayuntamientos) diera lugar en Soria a una confusión inicial en torno al propio concepto Común.
Lo que para los legisladores no era más que la acepción dada por el Diccionario de autoridades («pueblo todo de cualquier Provincia, Ciudad, Villa o Lugar»), aquí tenía una connotación distinta y concreta, al designar a un estado de origen bajomedieval con una sólida y jerarquizada estructura; el cual siguió existiendo después de dicha reforma, dándose también la circunstancia de que los nuevos cargos introducidos con ella (Diputados del Común, aquí llamados Diputados de Abastos, y Procurador Síndico Personero), acabaron conformados a imagen y semejanza del Procurador General (aunque con menos competencias), debido a que el desarrollo de la ley corrió a cargo de los ayuntamientos y éstos lo hicieron conforme les dictaba su cultura política, prueba también de las limitaciones legislativas del absolutismo maduro y su necesidad de delegar no pocas cuestiones políticas en manos de las jurisdicciones locales, cuyo derecho consuetudinario respetó, máxime cuando el orden social estaba asegurado.
Por tanto, la cultura política soriana (y la de otras ciudades de la Corona de Castilla con rasgos semejantes), lejos de haber sufrido durante la época moderna una crisis (o pérdida) del modelo de ciudadanía (o de vida en común) medieval, denota, sin embargo, la plena vigencia y vitalidad de este legado hasta el cambio de régimen decimonónico. Ello no quiere decir que no hubiera ciudades donde sucedió lo contrario; una cuestión compleja, que, allí donde se produjo, quizá no deba explicarse únicamente por el exceso con que la Monarquía revistió de venalidad los cargos y empleos públicos, eliminando así la pluralidad y la participación que el organicismo medieval exigía.
Pero, en contra de lo que cabe suponer a partir de la teoría política, ejemplos como el expuesto revelan situaciones híbridas cuya praxis y cultura de fondo, por supuesto, rompían la lógica y el discurso absolutista del poder, de ahí que quedasen del todo soslayadas por la literatura hegemónica. En definitiva, revelan la existencia de ciudades nutridas, hasta el final del Antiguo Régimen, de un acervo organicista indiscutible que en algunos aspectos no está lejos del ideario manifestado por el alemán Johannes Althusius (1557-1638), vinculado con el modelo de gobierno republicano, y su entendimiento de la política en un sentido consociativo, omnicomprensivo de toda la sociedad y, en suma, basado en actos de consenso y una estructura piramidal de agrupaciones.

Visto a largo plazo, en sus más de cuatro siglos de vigencia, esta ordenación política de naturaleza policéntrica observada en Soria parece que alcanzó su máxima armonía en plena madurez absolutista, habida cuenta de que, durante el siglo XVI, los colectivos siguen dando muestras de estar aún disputando su posición política, lo cual ya no se aprecia en el contexto mucho más estable del Setecientos. Por otra parte, también es cierto que hay una evolución interna en los colectivos hacia la centralización del poder (la Junta del Común, por ejemplo, acabó acaparando competencias inicialmente asumidas por las Cuadrillas); y, en el siglo XVIII, hay una menor tendencia en el Ayuntamiento a elevar consultas a los colectivos o asambleas de su periferia, salvo en aquellas ocasiones más sensibles en las que la afectación al bien común lo aconsejaba (cuestiones fiscales, de salud pública, etcétera).
En su dialéctica con el absolutismo monárquico, las fuentes sorianas atestiguan una relación bastante armónica entre este y la gestión policéntrica descrita (sin duda, porque nunca se puso en entredicho la lealtad al rey; y el fruto de ello, así como la eficacia comunicativa que propiciaba, eran provechosos para sus intereses). Pero estas fuentes también ponen de manifiesto la propia fortaleza de las entidades locales (digamos, de los súbditos) frente a la Monarquía. Y ello por una razón muy clara: la autoridad que, desde siglos atrás, habían adquirido el derecho, la costumbre y el derecho consuetudinario (en todo caso, un derecho desigual, no hemos de olvidarlo) en el ordenamiento de la vida en común. Una autoridad que permitió al reino, en numerosas ocasiones, vencer con sus argumentos jurídicos al monarca, igualmente sometido a la ley. Pues, como afirmó Bartolomé Clavero en lo referente al periodo comprendido entre los siglos XV y XVIII, «el monarca no tenía entonces poder legislativo, un poder de decidir e imponer su ley a costa de los fueros o por encima tampoco de la jurisprudencia y menos de la teología».
Representación política y participación directa: el «policentrismo» político de Soria y la supervivencia del Común en el siglo XVIII
Ana Isabel Sanz Yagüe
Madrid: Polifemo, 2018
304 páginas
19€
Ana Isabel Sanz Yagüe (Soria, 1974) es licenciada en geografía e historia y doctora en historia moderna por la UNED. Su línea de investigación se ha centrado en la historia política y la sociabilidad de los espacios políticos, proyectada asimismo en los últimos años hacia la historia reciente de Europa y, en concreto, a su complejo proceso de unificación. Es autora de Representación política y participación directa: el «policentrismo» político de Soria y la supervivencia del Común en el siglo XVIII (Polifemo, 2018), «La europeización de Grecia y los antecedentes de su temprano acceso a la Europa comunitaria» (Hispania Nova, 2017); y, junto a Salvador Rus Rufino, del libro Europa: entre la incertidumbre y la esperanza (Tecnos, 2016), de cuyos discursos políticos es traductora. En la actualidad compagina su labor como historiadora con la corrección editorial.
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