La rebeldía de lo frágil
/por Inés Mendoza/
Bien se puede comparar la aparición de un libro con un rito de paso. En este ritual, que va del primer borrador a la publicación, los lectores somos los testigos y el texto es el iniciado que, después de superar una serie de pruebas, se enfrenta a la sociedad y a la historia. Argentina radicada en Madrid, Viviana Paletta ha publicado los poemarios El patrimonio del aire (2003) y Las naciones hechizadas (2010 y 2017), dos colecciones ancladas en la mejor tradición lírica en castellano. La poética de la autora bonaerense combina un amplio plexo de recursos técnicos con un discurso político exento de cualquier ambigüedad; pero pese a su fuerte raigambre ilustrada, sus textos no renuncian ni al asombro de la imagen ni a una honesta exploración subjetiva. Es lógico, pues, que Arquitecturas fugaces (2018), su tercer libro, haya culminado con éxito la etapa más ardua del ritual de la escritura. Entre otras cosas, este libro se pregunta por el ser de la palabra, por su facultad de renominar los objetos del mundo: una interrogante que no en vano ha preocupado a los poetas de todos los tiempos, o por lo menos a los que merecen ese título.
La primera cualidad que salta a la vista en Arquitecturas fugaces es la autenticidad de sus enunciados. ¿Y acaso lo auténtico no es la prueba de fuego que distingue a toda verdadera poesía? Porque estos poemas se exponen, se despojan como lo hicieran los de Vallejo o Pizarnik. Después de todo, el despojamiento no deja de ser un corolario de lo autenticidad. «Éste es mi cántaro, mi botijo de agua y huesos», dice un verso del volumen; y con esta conjetura dolorosa el yo poético asume sin paliativos su precariedad material, que también es la nuestra. Claro que la fragilidad del sujeto aislado también puede devenir un arma política de la tiranía. Es lo que sugiere Paletta en «Encarnizada para ser vencida». «Sobornada. Registrada. Archivada. Roto el segundo pie», reza un verso de este poema, que entre otras cosas denuncia la tortura que sufrieron tantos militantes rebeldes durante la dictadura de Videla.
No hemos mencionado a Vallejo y a Pizarnik por casualidad. En su poema «Árbol de Diana», Pizarnik da voz al terror del vacío identitario cuando confiesa «Alguien en mí dormido/me come y me bebe». La misma orfandad, el mismo temblor, recorre las páginas de Arquitecturas fugaces. «Paulatina de mí/me espero», se lee en un verso; «¿Quién añora tu fantasma?», pregunta otro. Como en las obras de Pizarnik, aquí «la desazón y el escándalo de no ser» desmantelan la fantasía de integridad del sujeto.
Pero si la herida existencial de Pizarnik se hace poema en ese acto de despojamiento que viene a ser toda indagación lírica, otro tanto se puede decir de la angustia por el lenguaje que recorre los poemas de Vallejo. Contemporánea de las vanguardias, la exasperación de la palabra le sirve al escritor peruano para llevar al límite las posibilidades de la lengua. Y no pensamos únicamente en el nonsense de Trilce, su libro más experimental. El germen de esta exploración, diríamos, es una causa perdida de antemano: comprenderse, comprender el mundo, quizá sobrellevar su carga. En esa estela, Arquitecturas fugaces hace suyo este combate con la palabra en expresiones como la «carne sublevada», el sabor «percutido» que «se desmemoria», «el día del hueso» o el «buhonero instante». Al igual que en la obra vallejiana, aquí la poesía es el medio para sacar de la nada lo que de otro modo no existiría, un conjuro para traerlo a la vida y materializarlo in situ, pues la carne sublevada existe en el poema o nunca existirá.
En efecto, en el lúcido prólogo que acompaña a Arquitecturas fugaces, el teórico y poeta surrealista Ángel Zapata llama la atención sobre «el frecuente recurso a bellísimas y desoladas construcciones contrafácticas». Ciertamente, abundan en esta colección de poemas casas sin fantasmas, ciudades sin alma, sucesos que no acontecen, escenarios despoblados, barcos sin velas, niños nonatos. Hasta los pianos sordos (sin música), o los múltiples silencios y voces apagadas que sirven de banda sonora al poemario apoyan este interesante descubrimiento de Zapata.
Hay que decir que ya en sus anteriores libros Paletta hacía algunos guiños a la poética del vacío, y en especial, a la materialización del vacío que Mallarmé plasmó en «Un coup de dés jamais n’abolira le hasard». Como es sabido, las frases en blanco, la ausencia de puntuación y los experimentos tipográficos mallarmeanos son el antecedente de fórmulas ulteriores como la parole in libertà futurista o los caligramas de Apollinaire. En «Las naciones hechizadas», Paletta ya recogía este legado prescindiendo de la puntuación, y mediante la operación de vaciamiento que consuma «Enciclopedia universal», un poema que se va deshaciendo en un tapiz de corchetes salpicado de palabras aisladas que finalmente arman, ante los ojos del lector, una especie de elegía contemporánea contra la guerra. Es con este espíritu que en Arquitecturas fugaces los conjuntos de la pieza «Continente Contenido» se contraponen en dos columnas cuyo aglutinante es el tiempo.
Y es que el tiempo, o más bien el dolor por su paso inexorable, es uno de los temas axiales del libro que nos ocupa. Paletta lo aborda desde varios ángulos. En primer lugar, como duelo, pues el tiempo es tratado en estas piezas como el símbolo de nuestra condición mortal. Duelo por la caducidad del cuerpo, pues la muerte es nuestra única certeza futura; y duelo por el presente que, cargado de caducidad, no es sino una «larga tormenta que se desmigaja». Inevitable que al yo poético le atormente el correr de los relojes: «Las horas se amontonan: ni un vaso/en qué beberlas/ni estanque/donde sumergirlas/quitarles espesor/vaporizarlas». Ni el propio spleen se salva del agotamiento, porque en el mundo en que habitamos nada vuelve, no hay retorno posible.

Con todo, Paletta va más allá de este pesar por la muerte futura, porque en este libro el tiempo también es el pasado que se nos escapa. No por nada un poema de «Las naciones hechizadas» se dolía por las bibliotecas destruidas a lo largo de la historia en virtud de las luchas de poder. En Arquitecturas fugaces, este dolor se extiende a lo personal: a lo que pudimos ser y no fuimos («Vine por millares/ y me quedé en ninguna»), al olvido de los seres queridos, a los viajes que no hicimos. Es la nostalgia de un mundo que, como el Macondo de García Márquez, nunca existió: un deseo de inocencia que en el poema «Lleva a una niña» encarna la añoranza de la infancia perdida.
Y por eso, porque el tiempo es pasado sin retorno o muerte futura, en Arquitecturas fugaces la realidad es esencialmente efímera. En la medida en que lo fugaz desmiente la duración poniendo en duda lo que creemos permanente, también corroe lo real, el orgullo macizo de la materia. Huelga decir que los instrumentos de esta fuerza corrosiva son frágiles, de ahí que se expresen en imágenes sutiles, que aludan a fenómenos tenues: aleteos, brochazos, perfiles, siluetas, confines, espumas, zumbidos, una voz que brota de una esquina, la «luz en equilibrio sobre las antenas», «el surco de un pájaro en el aire», el mundo que cualquier mirada «guillotina al pestañear». El propio poema es volátil, puede extraviarse en el proceso de la escritura. El escritor, sugiere la única pieza irónica del libro, trabaja con «la espesa selva» de la realidad múltiple, con lo inasible.
La paradoja es que la fugacidad propicia el cambio. Por eso en el poema «El objeto reposa en su margen lívido», la ciudad, trasunto de la historia, no permanece, sino que «se construye y se desarma y se/levanta y se desmonta y se/eleva y se transforma y se hunde sin fin». Nosotros también somos puro cambio; en el plano psíquico y en el físico: «El cuerpo inerte/inertes todos/los de antes, los que vendrán luego/los de ahora mismo». En «El patrimonio del aire» se leía «fui la hija/ahora soy el padre». El último poema de Arquitecturas fugaces afirma: «Solo el cambio no se inmuta».
Pero el cambio es, qué duda cabe, movimiento. Y en efecto, numerosos textos de Arquitecturas fugaces aluden al movimiento con imágenes explícitas, ya sea una flor que se mece o un tejado que se levanta. Las imágenes más notables en este sentido son las del poema narrativo «Sanatorio Bellevue», donde los gestos corporales del célebre bailarín Nijinsky sirven a la autora para escenificar una metáfora del cambio. Como cabía esperar, la reflexión sobre el movimiento (o el cambio), el vacío y el tiempo, se plasma en los poemas de Arquitecturas fugaces en una serie de imágenes que evocan líneas en fuga: estelas, aves y aviones que planean o huyen; y otras tantas que aluden a la disolución: a objetos que se caen o se desmigajan, a líquidos que se derraman.
Casas sin misterio, ciudades sin alma. Arquitecturas, entonces, de aquello que no es un hecho, sino el revés de un hecho: «Sin motivo de sonrojo/ Sin motivo de lágrimas / Sin motivos de vuelo». ¿Se trata de otra modalidad de la rebeldía? No podemos acumular lo que no es. El tiempo, lo fugaz, no tienen valor mercantil, no pueden guardarse en la caja fuerte de un banco, y por tanto se sustraen al beneficio pecuniario, a la sociedad de consumo. En ese sentido son pura rebeldía. También la utopía, precisamente por su falta de lugar, por su condición contrafáctica, es el solar desierto en el que se podrá erigir un nuevo mundo. El vacío abre la puerta a la transformación. Esta es la rebeldía que en Arquitecturas fugaces se hace verso, inteligencia, deseo. Este es el ritual que distingue a toda aventura poética, el rito de paso que, de tantas maneras, camina casi siempre hacia el tesoro de lo desconocido.
Arquitecturas fugaces
Viviana Paletta
Madrid: La Palma, 2018
76 páginas
12€
Inés Mendoza es arquitecta y escritora. Nació en Venezuela, pero vive en Madrid desde hace más de una década. Ha colaborado en medios nacionales e internacionales de prensa (Copenague, Chicago, Caracas, Madrid, Aragón, Burgos) y en publicaciones especializadas de arquitectura. Imparte talleres de relato y lectura, entre otros, en la Escuela de Escritores de Madrid, y eventualmente ha dado algunos cursos en instituciones como el Museo del Romanticismo de Madrid. Su trabajo como narradora ha sido galardonado en varios concursos nacionales e internacionales de cuento y recogido en antologías especializadas como Parábola de los talentos. Relatos para iniciar un siglo (Editorial Gens, 2007) o Mar de pirañas, nuevas voces del microrrelato español (Menoscuarto Ediciones, 2012). Su libro de relatos El Otro Fuego (Páginas de Espuma, 2010) fue elegido libro de la semana en julio de 2010 por el Fondo de Cultura Económica de Madrid y recomendado en El Cultural de El Mundo, Radio Nacional Exterior, Babelia, La Verdad de Murcia, El Nacional (Caracas) y el programa Onda Cero, entre otros.
0 comments on “La rebeldía de lo frágil”