Creación

Alicia y la doncella monstruosa

Un nuevo cuentín triste de Juana Mari San Millán.

Cuentinos tristes

Alicia y la doncella monstruosa

/por Juana Mari San Millán/

En El cuento del grial irrumpe ante la corte del rey Arturo —fuera de propósito a todas luces— una doncella monstruosa a lomos de una mula leonada. Chrétien de Troyes, el autor, traza, con crudeza despiadada, una prosopografía horrenda de la mujer. Dice que tenía por peinado dos trenzas retorcidas y negras. Que nunca se había visto hierro tan oscuro como ennegrecidos estaban su cuello y sus manos. Que sus ojos eran dos agujeros pequeños como ojos de rata. Su nariz, de mono o de gato. Sus labios, de asno o de buey. Añade que los dientes de la doncella parecían más bien de huevo, tan rojizo era su color. Y que tenía barbas como un buco. Continúa escribiendo que en medio del pecho tenía una giba y, por detrás, la espina dorsal semejaba un bastón ganchudo. La joroba de detrás y las piernas deformes, junto a caderas y hombros inadecuados, constituían —concluye— todo lo que se precisa para abrir un baile grotesco. No se menciona el nombre de la monstruosa doncella. Sólo se nos cuenta que llegó montada en una mula leonada y endiñó una buena repasata, un público rapapolvo al caballero andante galés Perceval, uno de los primeros protagonistas de la extensa saga de leyendas caballerescas. La innominada y monstruosa doncella reprochó a Perceval su desaprensiva ignorancia del significado de la punta de la lanza que goteaba sangre, del plato místico de las obleas y del mítico cáliz. Un desconocimiento desdeñoso y culpable el suyo, vociferó, capaz de originar calamidades y catástrofes a tutiplén.

Se llamaba Alicia. Y no por eso dejaba de pertenecer a la congregación mundial de la anonimia. No por eso, por la casualidad de responder al nombre de Alicia, era más visible que el anónimo adefesio de aquel libro de caballerías. Cuando se tiró por la ventana, se estrapalló contra la furgoneta y su cuerpo despanzurrado rebotó al suelo, nadie supo dar señales precisas de su existencia, sólo insignificantes retazos sin ninguna trabazón. El portero del inmueble confesó que era muy guapa y elegante. El dueño del bar más próximo murmuró por lo bajinis que, si bien no frecuentaba su establecimiento, su silueta y andares se igualaban a los de esos ángeles medio en cueros que desfilaban por las pasarelas de Victoria’s Secret. El cura quedó conmovido cuando le soplaron que donaba ropa y otros enseres a la parroquia. Las pocas contertulianas de la partida de parchís ignoraban por completo que atravesara graves apuros dinerarios, tan bien lo simulaba. Los agentes judiciales y el cerrajero rompieron el bombín de la cerradura de la puerta de su apartamento y, al asomar la nariz, se asombraron por la pulcritud que imperaba en aquellos treinta metros cuadrados. La última pareja de baile la calificó de educada, afable, comedida, y anotó un reciente alejamiento entre ambos por su imprevista afición al flamenco, que a él no le molaba. El hijo se despedía de ella con un beso en el portal cada quince días y le pagaba las facturas de teléfono e Internet cada mes.

Cuenta Chretién de Troyes que la doncella monstruosa, después de reprender con toda aspereza a Perceval y arengar con sumo desembarazo al mismísimo rey Arturo, espoleó la mula leonada y… fuese. Sin más.

Alicia se arrojó por la ventana de su piso de alquiler con los ejecutores del desahucio pisándole los talones. Las crónicas de urgencia se limitaron a espolvorear vestigios o improntas de su personalidad puramente delebles. Sin más.

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