De rerum natura
De sexagenarios y demás ralea
/por Pedro Luis Menéndez/
Uno va contando los años que cumple, como es más o menos natural según gustos, pero lo cierto es que no me había dicho a mí mismo que soy sexagenario hasta que me hicieron pensar en el tema varios titulares cuando menos curiosos: «Un sexagenario atraca a mano armada una sucursal bancaria en la calle Dindurra» (en Gijón), «Un sexagenario atraca con un revólver un banco y huye a la carrera» (en Madrid), «Detienen un sexagenario que intentó atracar un banco con un hacha»(también en Madrid).
La lectura de estas noticias me produjo una auténtica desazón, porque, ¿en qué estaba pensando quien redactó el titular? ¿Tal vez que un sexagenario ya no tiene edad para estos menesteres y debía haber sentado la cabeza? ¿O quizás se sintió sorprendido (o sorprendida) por el hecho de que huyera a la carrera? Si es así, nuestro redactor frecuenta pocos maratones y carreras populares, poblados como sabe todo el mundo de sexagenarios. O mejor, le vino a la imaginación el ademán de un viejo empuñando una pistola, o peor, la sangre brotando de los hachazos propinados.
Con todo esto, mi cabeza sí estableció una relación rápida con dos asuntos que empiezan a no resultar tan anecdóticos. El primero de ellos es una entrevista reciente a Nacho Canut en la que éste afirmaba: «Si hay algo que ahora hay que disimular y que da vergüenza o que hay que intentar evitar es la vejez. Te perdonan ser todo lo que quieras ser, pero viejo no».
El segundo de ellos, sobre el que ya escribí hace unos años, es el tema (y se acabaron las bromas) de la discriminación por edad, idea para la que últimamente se empieza a utilizar el término (aunque no me gusta nada la palabra) de edadismo (del inglés ageism). En aquella ocasión reflexionaba sobre las formas de lenguaje con las que marginamos a los ancianos, a partir del denominado elderspeak, que «supone dirigirnos a los ancianos con un lenguaje infantil, que utiliza frases cortas, expresiones muy simples, un volumen más alto de lo habitual y una simplificación general de las estructuras lingüísticas y gestuales».
Este tipo de discriminación se utiliza con frecuencia por el personal sanitario y asistencial en su relación con los mayores y conduce a un grave deterioro de la autoestima y la autoconfianza de estos. Otras discriminaciones también comunes (y que nuestra sociedad tiene más o menos normalizadas) son las laborales (buscar o encontrar trabajo a partir de cierta edad se hace imposible), financieras (créditos, préstamos, hipotecas, etcétera), o aquellas que guardan relación con el mundo de los seguros, especialmente los seguros médicos, en los que el cálculo del riesgo como único factor a tener en cuenta deja fuera a un cada vez más amplio porcentaje de la población (no olvidemos el envejecimiento y las cifras previsibles de las sociedades occidentales).
Pero quería fijarme en esta ocasión sobre todo en lo que podríamos denominar microedadismos (obviamente estoy adaptando el término del de micromachismos para reflejar ese sentido cada vez más claro de que lo discutible no es que sean machismos sino micros). Escojo para ello ejemplos tomados del comportamiento en especial del mundo urbano, aunque puedan tener su traslación en algunos casos a poblaciones más rurales:
La presión que los ancianos sienten en los pasos de peatones, con temporizadores que en muchas ocasiones obligan a cruzar a una velocidad que no todas las personas pueden desarrollar con comodidad; hecho que recalca el dominio del automóvil en las ciudades y cómo estos conceden graciosamente el permiso para cruzar según sus ritmos, no según los del peatón.
A esta circunstancia frecuente podemos añadir el comportamiento de bastantes conductores que presionan acercando su vehículo poco a poco a un hipotético punto de salida en el momento en que cambie la luz (coloquialmente, metiendo el morro). Esta situación se da especialmente con motoristas.
En paseos y sendas deportivas urbanas en las que los ancianos deben compartir el espacio con caminantes más rápidos que ellos, corredores, patinadores o ciclistas, también con mucha frecuencia son las personas mayores las que se sienten obligadas a ceder el paso por miedo, por prudencia, por inseguridad.
Como último ejemplo, me gustaría que el lector pudiera observar (hoy o mañana mismo, porque lo tiene muy a su alcance) cuál suele ser la presión ejercida sobre las personas mayores en las colas de los supermercados o de los transportes públicos en los momentos en que estos caminan más despacio o tardan más en pagar o recoger y guardar el cambio. Las dos conductas principales ante este hecho suelen ser la evitación (cambiar de caja o esquivar en la cola del autobús o del metro), como si de pronto tuviéramos una prisa imposible de controlar, y una forma especial de empuje psicológico que consiste en acercarnos más de la cuenta a esa persona lenta, invadiendo su espacio y transmitiendo (queriendo o sin querer) un mensaje diáfano: procura acelerar, que estorbas.
Por razones desgraciadamente muy evidentes, no trato el asunto de ceder o no asientos en los transportes públicos, porque me temo que es una guerra perdida ante la victoria casi absoluta de la mala educación. Es posible que todos los ejemplos anteriores también sean debidos a la mala educación, pero prefiero emplear el término de microedadismos pues, dejando a un lado cuestiones meramente educativas, aparecen con fuerza otras cuestiones con mucho más trasfondo de desprecio social y de abuso hacia los débiles.
Por eso quiero terminar con un párrafo de un artículo en el diario El País de Leila Guerrero: «Quizás exagero, pero cuando escucho ese “abuelo” (usado con frecuencia como si fuera una forma de la dulzura y no una manera violentísima de establecer una relación de poderoso y sometido) siento que es la expresión —no la menos inocente, sí la menos cuestionada— del tenebroso desprecio y el histérico espanto que la sociedad siente por los viejos».
Pedro Luis Menéndez (Gijón [Asturias], 1958) es licenciado en filología hispánica y profesor. Ha publicado los poemarios Horas sobre el río (1978), Escritura del sacrificio (1983), «Pasión del laberinto» en Libro del bosque (1984), «Navegación indemne» en Poesía en Asturias 2 (1984), Canto de los sacerdotes de Noega (1985), «La conciencia del fuego» en TetrAgonía (1986), Cuatro Cantos (2016) y la novela Más allá hay dragones (2016). Recientemente acaba de publicar en una edición no venal Postales desde el balcón (2018).
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