Se acerca el final, y yo estoy en el supermercado
/por Hayes Brown/
Tengo la teoría de que, en la mayor parte de las sociedades, la vida implica ser muy conscientes de que se avecina el final. El final individual de cada uno, sí, pero también el final de esto; del conjunto entero de la vida tal como lo conocemos. Nuestro canon colectivo está trufado de historias sobre el fin del mundo en las que la muerte de la humanidad y la del Universo pueden verse como vinculadas o intercambiables. Parece como si, en cuanto los humanos evolucionaron lo suficiente para darse cuenta que todos hemos de morirnos algún día, aquella gente primigenia hubiera asumido inmediatamente que cuando nos vamos, nos vamos todos, el mundo entero; como si hubiera un pacto no escrito de asesinato-suicidio entre las especies y el planeta.
Existe una cierta similitud en la manera en que, a lo largo de los años, la gente se ha resignado a entregarse al fin, a menudo hasta el punto de darle la bienvenida con los brazos abiertos. Las creencias concretas del grupo new age que esperó que nuestro planeta colisionara con otro en 2012, de una secta consagrada a la numerología contenida en El libro de Eli o de cualquier otra agremiación dan igual en última instancia. Sin que importara en qué doctrina cifraran su verdad, todos y cada uno de ellos la sentían con cada fibra de su ser; estaban convencidos: «Esto es, éste es el momento, las señales se alinean ante nosotros, el Universo, todo el quilombo de lo real por así decir, se termina. Haga los preparativos que pueda, deseche sus bienes mundanos, ¡lo próximo nos espera! Y va a ser mucho más hermoso y pacífico de lo que nunca ha soñado y los males y sufrimientos de este plano mortal ya no le molestarán». La muerte en el fin del mundo es solamente un gran bache transitorio antes de que la próxima versión de aquel o de la humanidad o de ambos se materialicen.
Me descubro pensando acerca de las sectas escatológicas con bastante frecuencia mientras deambulo por los pasillos del supermercado Target que hay al lado del apartamento que comparto con mi novia y nuestro perro. La última vez, me sucedió durante la primera ola de calor en Nueva York, con el aire haciendo todo lo posible por convencernos de bordear los 110 grados Fahrenheit [43 grados Celsius], en un adelanto de lo que está por suceder. Era imposible saberlo desde dentro del supermercado, donde se alcanza un nivel casi patológico de autoengaño. Cada minuto dentro de ese oasis artificial nos acerca un paso más al momento en que nuestro contrato con la Tierra expire. La copiosa decoración «Vive, ríe, ama» se metamorfosea de una directriz para tu tía estrafalaria en una mofa.
Parece intensamente injusto que, después de todos los falsos comienzos y predicciones fallidas que se acumulan a lo largo de la historia de la humanidad, cada uno de ellos pregonado con la máxima confianza, finalmente haya pruebas convincentes de que nuestro final se aproxima a toda velocidad. Y quizás sea el caso que demasiadas decepciones nos hayan vuelto cínicos, pero mientras que el OVNI de The Seekers nunca llegó para transportarnos a otro planeta, que Cristo no advino en 1844 y que los apocalípticos del efecto 2000 entraron en el nuevo milenio con un excedente de productos enlatados, el creciente impacto del cambio climático en nuestras vidas se siente a diario y sólo puede ir a peor.
Cuantiosas evidencias existen sobre este punto y, sin embargo, la existencia misma del cambio climático antropogénico se considera aún objeto de debate. Entretanto, nosotros (ustedes, yo, los demás neoyorquinos que, a mi alrededor, arrastran los pies por el Target; sus vecinos allá donde esté usted leyendo esto) no estamos almacenando productos no perecederos ni abandonando las costas en busca de un terreno elevado antes del inminente final, como sería de esperar en un Fin de los Tiempos digno de tal nombre. En lugar de eso, tratamos simplemente de traspasar cada día y cada semana mientras experimentamos los primeros estertores de nuestra desaparición colectiva, con la esperanza de estar equivocados al respecto.

No tendremos que esperar mucho para que lo peor advenga. En 2050, la civilización tal como la conocemos comenzará a colapsar debido al cambio climático, si es que cierto informe de principios de este año está en lo cierto. Basándose en la investigación y los modelos existentes, los autores David Spratt e Ian Dunlop razonan que más de mil millones de personas se verán forzadas a desplazarse a medida que el derretimiento de los casquetes polares y los glaciares eleve el nivel del mar y el incremento del calor se torne letal para grandes sectores de la población durante varios días al año. No es concluyente, pero sí convincente.
Compárense los trabajos que informan a Spratt y Dunlop —incluyendo un informe del año pasado, respaldado por Naciones Unidas, que advirtió sobre cambios severos que van a producirse incluso antes, en 2040— con aquéllos que manejaban los hombres que hace unos dos mil años vaticinaban el advenimiento inminente del Segundo Reino. No disponían de modelos precisos acerca de cuándo aquellas formas vulgares se derretirían, pero su celo, su convicción de que el momento estaba a la vuelta de la esquina, los ayudó a ganar sus primeros prosélitos. Muchos otros desde entonces, la mayoría olvidados por la historia, consagraron sus vidas a tratar de predecir la llegada del Juicio Final, con incontables otras personas siguiéndolos y creyendo en su mensaje. Eran casi siempre tiempos difíciles incluso para las clases privilegiadas, que vivían en lo que los estándares modernos considerarían miseria; y no es difícil entender por qué la promesa de días mejores de arribada inminente, incluso si ello significaba la destrucción de todo lo existente, sonaba atractiva a las masas.
En el siglo XXI, hemos elevado el listón en materia de comodidad. Bajo las deslumbrantes luces fluorescentes del Target, artículos variopintos se alinean en los estantes relucientes, lleno a reventar cada uno de ellos, como si se burlara de la idea misma de la necesidad. Diez variedades y aromas de lo que es básicamente el mismo detergente que puede, o no, disolverse en el agua llenan mi campo de visión. En la sección de comestibles, los productos se escogen y se dejan estropear a la mínima aparición de una mancha. La vida para unos pocos —masivamente ricos a escala global, desamparados comparados con los auténticos ricos de este mundo; el ser humano medio en Estados Unidos— es más cómoda de lo que jamás lo ha sido en la historia humana. No es de extrañar que no estemos particularmente interesados en imaginar que todo va a desaparecer, ya sea por elección o por el capricho de un planeta que parece tan vengativo como un dios antiguo, y tiene motivos para serlo.
Claro está, a diferencia de de los valedores de las supuestas profecías del calendario maya o los escritos de Nostradamus, los augurios del movimiento climático vienen blindados de ciencia: es verificable y muy seguro que nos encontramos al borde del desastre. «Esta tesis ofrece una visión de un mundo de caos absoluto en el camino hacia el fin de la civilización humana y la sociedad moderna tal como la conocemos, en el cual los desafíos a la seguridad global son simplemente abrumadores y el pánico político se vuelve norma», escriben Spratt y Dunlop en términos extremadamente cristalinos. Uno de los autores del informe de la ONU manifestó al New York Times que la evidencia está «diciéndonos que precisamos revertir la tendencia de las emisiones y transformar por completo la economía mundial».
Los climatólogos disponen de un acervo de evidencias como ningún otro oráculo ha producido jamás y, sin embargo, sigue haciéndoseles oídos sordos, siendo además que en Estados Unidos, y cada vez más en otros países, gentes poderosas dedican una pequeña fracción de sus recursos a sofocar aún más ese mensaje: lanzan sus propios sermones en los que explican a las muchedumbres reunidas que los profetas mienten; que los astros están siendo leídos incorrectamente y que Casandra es una mujer y una idiota; que todo es una intriga, una trama, un complot destinado a arrebatarles sus derechos, impuestos y ganancias. La voluntad política de evitar el Ragnarök simplemente no existe.
Incluso sin los bríos de esos agentes, la debilidad de la Iglesia del Cambio Climático es evidente en sus seguidores. Una vez uno se convence de que la Tierra está calentándose velozmente y disponemos de muy poco tiempo para detener ese proceso, entra, cree, es Pablo en el camino de Damasco, listo para difundir la Palabra y desafiar a los pecadores que osan dudar del Nuevo Testamento. Pero ¿qué clase de devoto espera secretamente que los fundamentos de su fe estén equivocados? ¿Qué auténtico creyente desea en el fondo que, finalmente, todo vaya bien y vuelve en consecuencia a no preocuparse y a disfrutar de las cosas tal y como son? «Esperamos que lo que estamos prediciendo no se haga realidad finalmente» no es exactamente una religión llamada a retener a sus miembros, y mucho menos a captar apóstoles.
Después de que la recesión impusiera un nuevo límite a lo que podemos esperar conseguir (poseer una casa, formar una familia, planificar nuestra jubilación, todo eso que ahora parece imposible para muchos de nosotros), no tiene pinta de que las cosas vayan a mejorar en absoluto para los treintañeros de hoy. No a la vista de la trayectoria de todas las cosas, no si no se producen los cambios necesarios a una escala capaz de atribular tanto a los increíblemente ricos como a los meramente acomodados. Incluso los más inconmovibles en su devoción del dogma de que el cambio climático es nuestro destino seguro, los veganos y ambientalistas y ecologistas y políticos estadounidenses y europeos, mantienen la esperanza de que la cosa no sea para tanto. ¿Cuánto sacrificio será realmente necesario para mantenernos vivos a todos? ¿No es no vivir un calvario colectivo digno de la serie Mad Max digno del oprobio de haber estado equivocados?
Nos preguntamos qué podemos hacer en realidad mientras encendemos el aire acondicionado. Las empresas siguen evitando pagar impuestos adicionales para contribuir a revertir el daño que han causado mientras los individuos se entregan a la inquietud de si su pajita de plástico es culpable del colapso de los océanos y los milmillonarios compiten entre sí por enviar gente al espacio. Mientras tanto, el mes pasado Anchorage, en Alaska, alcanza los 32 grados por primera vez en su historia. Parte del Ártico está aparentemente en llamas, liberando y vertiendo aún más carbono en el aire: un ejemplo perturbador de cómo de autorreafirmante va a ser esto; una máquina del movimiento perpetuo pero consagrada al deterioro ambiental. El hielo de Groenlandia se derrite a un ritmo del que se pensaba que no se iba a dar todavía hasta dentro de unas pocas décadas, preparando las aguas para que se eleven más alto de lo que pensábamos. Y sin embargo, cuando la gente se ha apresurado de hecho a salir a la calle con carteles, rogando que se haga algo, lo que sea, para detener esto, lo que se les ha dicho es que se siente, pero sería bastante costoso hacerlo y en cualquier caso no funcionaría. Se lo han dicho los mismos fiables visionarios que lanzaron una Guerra Interminable y hundieron la economía global. Y eso por no mencionar la sexta gran extinción que se desencadena a nuestro alrededor o el rápido agotamiento de los recursos no renovables: sólo somos capaces de considerar una faceta de nuestra aniquilación cada vez.
La Generación Z, Dios la bendiga, parece decidida a no caer sin luchar, como viene demostando en las marchas climáticas que tienen lugar en todo el mundo. Incluso sus miembros más conservadores ejercen presión para que el cambio climático sea tomado en serio. Y ¿quién sabe? Quizás el Green New Deal o el Acuerdo del Clima de París o Extinction Rebellion o algún otro Nombre Propio Aún por Venir nos acabe salvando a todos. Yo quiero mantener la esperanza de que alguien o algo grande se precipite sobre nosotros en el último segundo; un mesías secular; algún deus ex machina que lo transforme todo a escala planetaria. Pero a medida que pasan los días, parece hacerse más difícil que eso suceda.
Tal vez sea el asunto del renacimiento lo que le falte a este Día del Juicio Final en particular. No hay un lugar mejor esperándonos en el Evangelio según el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre Cambio Climático. Sólo la lucha y el sufrimiento y la apertura de los siete sellos aparecen en su Revelación; y ése podría ser el motivo por el cual es tan difícil convertir en auténticos fanáticos a los creyentes informales del clima, tanto más a los no convencidos en absoluto. ¿Qué sentido tiene un apocalipsis sin Arrebatamiento? El GIECC debería considerar agregar uno; incorporar un nuevo foco que fije su atención en la nueva utopía que podría advenir si nos arrepintiéramos de nuestros pecados.
Sea como sea, nos hallamos a punto de ver surgir una nueva religión importante en términos históricos. Tal vez los científicos de hoy terminen convirtiéndose mañana en los oráculos del postapocalipsis, percibido como una advertencia sobre la ira de los nuevos dioses que hayan arraigado en lo que sea que venga después. Podrán algún día los neosacerdotes estudiar detenidamente los documentos supervivientes mientras intentan reconstruir cómo terminó la última era y los dioses del agua y el sol decidieron castigar nuestra arrogancia. Reflexiono sobre todo esto mientras agarro otra caja plástica de fruta importada de América Latina y cultivada utilizando una cantidad masiva de recursos, que podré, o no, encontrar tiempo para comer realmente.
La carga de conocer nuestro futuro —de verdaderamente conocer nuestro futuro en esta ocasión— nos pasa ya factura. No puede no hacerlo. La avalancha de malas noticias es insoslayable últimamente y el clima enloquecido se las arregla para ser solamente uno entre decenas de problemas que demandan nuestra atención en cualquier momento dado, incluso cuando descuella entre ellos en términos de impacto potencial a largo plazo. Claro está, no somos la primera generación segura de ser la última, pero definitivamente somos los primeros en sobrecargar el campo de la psicología con nuestro creciente pavor. Y aun así, resulta asombroso hasta qué punto puede compartimentarse la mente humana cuando se enfrenta a algo tan abracadabrante como la extinción. Los titulares y alertas periodísticos, las manifestaciones y los grupos de expertos, se archivan en la carpeta mental etiquetada como «Para más adelante», de la que tenemos la mejor intención de ocuparnos pero que ya nos proporciona la satisfacción de habernos interesado por tal o cual artículo en primer lugar. Entretanto, consagramos nuestros mejores esfuerzos a sobrellevar nuestros días llenándolos con un flujo constante de distracciones.
En ello estoy yo camino a casa desde la tienda, con los brazos cargados de comida y el sudor adhiriéndome la camiseta a la espalda, sopesando si mi antojo de un queso cortado de la bodega [pequeña tienda característica de los barrios hispanos] es más importante para mí en este momento que utilizar las verduras frescas que ya están en mi nevera antes de que se pudran. Pero luego mi teléfono vibra y recibo otra alerta que me implora que lea un nuevo reportaje de un compañero periodista sobre el hado que se abre camino hacia nosotros. Y dudo un momento antes de deslizarla hacia arriba y enviarla al olvido; de borrarla de mi memoria tal como he hecho antes con tantos otros presagios.
Artículo originalmente publicado en inglés en The Outline el 7 de agosto de 2019 y traducido al castellano por Pablo Batalla Cueto.
Hayes Brown es licenciado en relaciones internacionales por la Michigan State University y periodista en BuzzFeedNews. Actualmente reside en Nueva York.
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