Miel y abejares

Un artículo de Francisco Abad sobre el dulce producto del afán de las abejas y su producción.

Miel y abejares

/por Francisco Abad/

Los padres de la Grecia clásica cuentan que Melisa era una sacerdotisa de Démeter. Linchada por sus vecinas al negarse a revelar los misterios de la diosa, esta se vengó enviando una asoladora plaga a la región y del cuerpo de la sacerdotisa surgieron abundantes abejas que en él se asentaron, expresando así la dulzura que mana del sacrificio virtuoso. También cuentan que su nombre deriva de una de las tres hijas del rey cretense Meliseo, que en el remoto origen de los mundos acogieron al niño Zeus, fugitivo de Cronos, alimentándolo hasta la pubertad con miel y leche. En todo caso, la miel se asocia a un manjar asociado a lo divino y con empleo humano de remota memoria, ligado a lo exquisito: regalo más que mero alimento.

La miel aquí y ahora

La abeja, en nuestras tierras Apis mellifera ibérica, proveía ya de dulzor a viejos antepasados, y según testimonios cercanos, pagaba el humano cuidado con generosidad. Pero en las últimas décadas una perversa combinación de manejos comerciales, quizá climáticos y biológicos de varia índole, se ha conjurado para alejar del humano común el codiciable producto. Dicen que el cambio climático, aún indemostrado científicamente de modo concluyente, ha modificado la fecundidad de las fuentes florales de que se surten las abejas para elaborar el dulce producto. Pero eso es una excusa comercial torpe y mendaz. La realidad es que la producción española de miel era de 30.000 toneladas el año 2003 y ha aumentado ligeramente en 2016; a pesar de ello se siguen vendiendo cantidades mucho mayores de miel etiquetada como española, lo que se solo se explica por importación legalmente dudosa de producto foráneo, casi en su mayoría de origen chino, donde el costo es exactamente la mitad que el de origen español, con el problema añadido de que se encuentran abundantes trazas de cloranfenicol (antibiótico contra parásitos de la abeja), trazas de pesticidas prohibidos para uso apícola en España y cantidades que llegan al 20% de azúcares añadidos en forma de melaza de caña o de maíz. Es decir, gato por liebre, y además inseguro para la salud. Es cierto que la varroasis ha hecho estragos en las poblaciones de abejas, pero eso es un proceso ya en vías de superación desde hace más de dos décadas. Y lo realmente importante es que el apicultor, generalmente vocacional o aficionado por herencia familiar, es activamente desincentivado en su trabajo no solo por las importaciones masivas de miel china, sino por una fiscalidad cada vez más opresora y topes de precio correspondientes a tiempos pasados. Consecuentemente, encuentra escaso aliciente para un trabajo minucioso, muy especializado y, no nos engañemos con esa majadería de que «el consumidor es cada vez más exigente», la mayoría de los potenciales compradores no distinguen una miel mezclada con melazas que solo dan dulzor, como ocurre, por ejemplo, con el azafrán, que se sustituye masivamente por tartracina, buscando únicamente un color amarillo artificial en arroces y salsas (Arribas Yagüe, 2004; Aznar, 2019).

Los colmenares que fueron y los que ya hace tiempo son

Los procedimientos de crianza y aprovechamiento no han variado mucho durante siglos, hasta el momento en que se implantaron los colmenares móviles, robustos cajones de madera de poco menos de un metro de alto por medio de lado, recubiertos de zinc para protegerlos del agua y la intemperie general y con bastidores de madera deslizantes, que facilitan la extracción de los panales que se forman alineadamente. Aunque he participado en una ocasión en el trabajo de obtención de miel obtenida en estas ingeniosas construcciones (manifiesto mi agradecimiento al viejo amigo y experto apicultor aficionado, don Saturnino González Solanas, por sus lecciones prácticas y su orientación en la exploración de los viejos abejares de la comarca), no me detendré en contarles algo que encontrarán en cualquier publicación divulgativa actual. La característica más importante de estas grandes colmenas es su movilidad, de modo que según la climatología, la época del año y las variedades de miel que se pretenden obtener, el apicultor puede trasladarlas de lugar, obteniendo cosechas que con los colmenares fijos tradicionales no serían posibles, por la naturaleza fija de la flora (tomillo, romero, ajedrea, etcétera) de que se surtirán las abejas y por las fluctuaciones climáticas naturales, que impiden la estabilidad de la producción. Intentaré recoger algo de lo que he aprendido sobre los viejos abejares, también denominados colmenares o arnales, según la región en que se encuentran.

Arnales antiguos

En el sotomonte del Moncayo he podido ver, en empinadas laderas de montículos, muchos pequeños arnales. También se ha recogido algo de ellos en pequeñas publicaciones, por ejemplo de la zona turolense de Alcaine (GACA, 2008) y bastante información del área del Bajo Gállego aragonés, donde vivo (Urzainqui Biel, 2012). La única diferenciasque he encontrado entre los referidos abejares es el tamaño, condicionado por el espacio disponible. La estructura es prácticamente la misma en todos, con pequeños detalles diferenciales y hay alguna noticia, que no merece la pena confirmar documentalmente, de que ya hace más treinta siglos los viejos egipcios construían abejares similares en sus tierras. La facilidad para obtener datos en la zona donde vivo me ha permitido observar restos cuyos detalles son, por tanto, perfectamente extrapolables a otras regiones españolas.

El río Gállego nace en Coll d’Aneu, cerca del Portalet (su nombre deriva del origen en territorio antiguamente galo, Gallicum) y recorre unos 190 km. de norte a sur, de los que 150 atraviesan territorio aragonés, cortando un extremo de la zona de La Violada (Violada procede de la expresión latina Vía Lata, «camino ancho», que une el prepirineo oscense y la antigua Osca con la actual Zaragoza, Caesaraugusta) haciendo un pequeño codo en la afluencia del río Sotón. Se denomina Bajo Gállego a la porción fluvial que va de Gurrea de Gállego (Huesca) a Zaragoza, donde desemboca al lado del viejo puente romano (llamado De Piedra), con una longitud de unos 40 km. En su discurrir pasa por las localidades citadas y entre medio Zuera, San Mateo de Gállego y Villanueva de Gállego. He encontrado restos de ocho arnales arruinados o parciales vestigios destruidos por el paso de vías de circulación o conductos de gas en varias localizaciones y dos abejares plenamente activos al noroeste de Zuera y otro entre esa localidad y Villanueva de Gállego.

El abejar tiene siempre la misma estructura (fig. 1): Un largo frontal con tres o cuatro filas de oquedades, reforzadas intermitentemente por pilares de ladrillo o piedra caliza, en las que alojar las colmenas recogidas en vasos de caña trenzada enfoscada con barro y estiércol seco, una protección o casetón a su espalda, donde se recogen los vasos procedentes de colmenas recién enjambradas y el utillaje de apicultura, y una amplia valla protectora contra intrusos, fundamentalmente animales salvajes golosos. Resulta aleccionador el escrito de Pedro Gil, originario de Magallón y hermano de un notable cisterciense profeso del monasterio de Veruela, entendido en biología y teología, fray Francisco (siglo XVII), que detalla las especies de animales enemigos de las colmenas, con mayor minuciosidad que los clásicos de la antigüedad (Gil de Magallón, 1621), sin limitarse a zorros, lagartos, lagartijas, hurones y otros, como el humano ladrón.

Fig. 1: Gran arnal semiarruinado cercano a Zuera. Obsérvese el muro de colmenas, el vallado circundante y el casetón de abrigo de enjambres jóvenes y utillaje.

Recomiendan los clásicos que se proteja el frente de las baterías de abejares con arbolillos de pequeño porte, como almendros adecuadamente recortados o incluso plantas de espino albar, de modo que el sol vivo del verano no recaliente excesivamente las habitaciones de los animalillos (fig. 2), de lo que aún quedan vestigios (Columela, 1988, p. 218), así como que se mantengan alejados de apriscos y cuadras de animales que generen excesivo estiércol.

Fig. 2: Recomiendan los clásicos que se planten pequeños árboles que mitiguen los ardores del sol estival directo sobre las colmenas; aún quedan vestigios de ello.

El muro de alojamiento de los vasos de abejas se construye con hiladas de huecos cilíndricos, asentados entre filas de trozos de teja o ladrillo en horizontal y un hormigón de tierra y cal con guijarros de refuerzo. Los cilindros huecos se hacen con alineamiento de moldes de madera entre tablones que encofran la anchura del muro, resultando tras el secado huecos de cerca de un metro de largo por palmo y medio de diámetro (fig. 3.). Esta estructura viene de antiguo y dicen los clásicos que ya se mencionaba en algunos escritos aristotélicos y virgilianos (Columela, o. cit., pp. 199-220; Herrera, 1988, pp. 327-328).

Fig. 3: Estructura del muro del abejar. Mediante moldes parejos de madera apilados horizontalmente, en general en filas de tres o cuatro líneas, se preparan huecos cilíndricos de cal y tierra reforzados con trozos de teja o ladrillo quebrado y guijarros (A), de dimensiones casi fijas en centímetros en los abejares explorados (B).

El amplio vallado protector del abejar, asentado sistemáticamente sobre una pendiente, lo que permite el vuelo rasante de las abejas sin obstáculos y al tiempo facilita el deslizamiento de eventuales lluvias, tiene la dimensión que permite el terreno y su inclinación (fig. 4), se construía con piedra plana reforzada en lugares como largas hiladas o esquinas, con ladrillos de tierra cocida, y tenía una puerta de madera encajada en pilares de ladrillo con el necesario dintel de refuerzo del conjunto. Todo el arnal siempre estaba orientado al levante o sudeste y protegido del norte por la ladera de la loma donde asentaba el conjunto a la espalda de la construcción (fig. 5). La imagen del pacífico valle del Bajo Gállego (fig. 6) visto desde el enclave de un gran arnal da clara idea del ingenio de construcción, que aprovechaba la inclinación del terreno, la orientación y la proximidad de plantas melíferas, cultivadas o no, y de agua corriente.

Fig. 4: El amplio cercado del abejar sirve para proteger el tesoro melífero de la incursión de ladrones pero sobre todo de alimañas como raposas, hurones y lagartos, pero no altera el vuelo rasante de las laboriosas abejas.
Fig. 5: La disposición del arnal o abejar, de tamaño variable (he medido sobre las ruinas, abejares de 16 a 22 metros lineales, sobre pendiente) según la inclinación del lugar donde se edifica, sigue un patrón fijo: Mira al sudeste (SE), con la espalda protegida del cierzo (noroeste), asienta sobre un terreno inclinado o en cuesta que permite el perfecto drenaje en caso de lluvia, tiene una amplia valla (v) protectora frontal que protege la batería de panales (p) tras la que se encuentra un pequeño casetón o techado (t) que resguarda las colmenas recién enjambradas y el utillaje necesario para su manipulación y cuidado.
Fig. 6: Una imagen, a veces, vale más que mil palabras. Contemplar el límite de la valla protectora del arnal mirando al levante, la vega del río y los estrechos campos de cultivo, explica perfectamente por qué el asiento de los colmenares del Bajo Gállego, ya arruinados, dieron sustento a abejas y sus humanos recolectores durante siglos.

El vaso de abejas

El enjambre productor se alojaba en vasos, construcciones de diverso material, con excepción del barro cocido, que en verano se calienta mucho y en invierno se enfría excesivamente, dos condiciones letales para las abejas, como explica con auténtico énfasis Herrera, por ejemplo (Herrera: o. cit.). Los clásicos, siguiendo a los antiguos maestros, detallan la construcción de vasos de abejas, de forma suavemente troncocónica, que encajarían en los huecos cilíndricos del muro del abejar, permitiendo su apilado con holgura (Columela: o. cit., pp. 205-208; Abu Zacharía, 1988, vol. 2, pp. 717-731; Herrera: o. cit.); el andalusí sevillano, Abú Zacharía (siglo XII), es especialmente detallista en la construcción de diferentes vasos de abejas, elaborados con corcho unido por puntadas de mimbre en el lateral, con travesaños interiores también de mimbre, pequeñas tablas ensambladas en forma de pirámide truncada y trenzados luego enfoscados de mimbre o tiras de cañizo. La forma más común de construirlos en los dos últimos siglos era el entrelazando de cestería de tiras de cañas de las riberas fluviales, cortadas y luego separadas mediante rajadores de madera dura, que hendían la caña hueca, golpeándola a partir de un cabo abierto (figs. 7 y 8). Después, las cañas se organizaban en una rudimentaria labor de cestería, ayudándose de una guía giratoria de madera en la que encajaban las tiras largas que daban forma al conjunto (fig. 9) y después se recubría el entramado así obtenido con una mezcla de barro arcilloso y boñiga de vacuno preferiblemente de vaca recién parida (Herrera: o. cit., p. 328), haciendo del mismo modo una tapadera para cada extremo del vaso troncocónico y, una vez seco el material, practicando un agujero para que pudieran entrar las abejas; este agujero, denominado piquera, se hacía en el límite del tercio más amplio del vaso cuando se trasladaba una colmena con su reina en la enjambrazón primaveral (fig. 10), para luego cerrarlo, abriendo uno nuevo en la parte estrecha del vaso, que se encastraba en el correspondiente hueco de la fila del arnal, mirando al exterior.

Fig. 7: Rústico cortador de cañas, que se utilizaba generalmente en el menguante de enero, cuando la infestación de barrenadores de la caña es mínima, construido en la herrería de Mondourrey de San Mateo de Gállego.
Fig. 8: Las cañas, apiladas, atadas en gruesos fajos para mantener su rectilinealidad, se dejaban secar al abrigo hasta primavera, momento en que se empleaban para tres menesteres principales: confeccionar planchas de cañizo (útiles para secar higos, tomates y melocotones), cañizos gruesos utilizados en la tramazón de solados y tejados (bajo teja y barro) desgajándolas mediante rajadores de madera de roble o encina, como los que se muestran (para tiras gruesas o más delgadas), golpeándolos suavemente a partir de un cabo de la caña, obteniendo las tiras que previamente humedecidas se entrelazaban para los citados cañizos y la confección vasos de colmena.
Fig. 9: Con la ayuda de un bastidor de madera de chopo, montado sobre un eje, se tramaban las tiras de caña para hacer el cesto troncocónico que encajaría en el hueco preparado en las baterías de arnales. Se solían intercalar transversalmente algunas varillas de la propia caña o de mimbre (Salix viminífera) para que el apoyo de los panales fuese firme al crecer el enjambre.
Fig. 10: Dos vasos de abejas o colmenas de caña entramada enfoscada con mezcla de tierra y boñiga de ternera, han recibido la migración de enjambrazón de colmena con nueva reina, y esperan el asentamiento de la nueva población protegidas en vertical, con una pequeña piquera lateral en el tercio inferior, hasta que se puedan ubicar en una vieja fila de colmenas superviviente. Entonces se practicará la piquera final en la parte más angosta del tronco de cono del vaso, ligeramente asomada al exterior de la batería del abejar, por donde entrarán y saldrán las abejas.

Cuando a finales del verano se tenía constancia de que las abejas habían producido la miel, que almacenaban en sus panales de cera, también de producción propia (cuyo apoyo se facilitaba poniendo pequeñas traviesas de caña o mimbre en el interior del vaso), tras el preceptivo ahumado para neutralizar la defensa de los animalitos, se abría el vaso por la parte interior, que no miraba al exterior del arnal, recortando con cuidado la tapadera y recogiendo los panales, que se depositaban en recipientes cerámicos grandes (terrizos) para trasladar miel y cera sin pérdidas hasta la elaboración final. Siempre había que dejar una porción suficiente de miel y su cera para que las abejas tuviesen alimento durante el invierno. La miel se exprimía manualmente, colándola por finos cedazos de paja sólida o malla metálica, reteniendo impurezas y animalitos muertos o trozos grandes de cera; luego se lavaba la cera exprimida con poca agua, con lo que se obtenía un agua melada muy concentrada, que se empleaba como golosina o para hacer el mostillo de miel, cual si de arrope de mosto de uva se tratase y la cera seca se fundía a calor suave para emplearla en abrillantado de suelos y muebles, encerado de cordeles de zapatería o confección de bujías de iluminación, sumergiendo repetidas veces tiras de cordón de algodón hasta lograr el calibre deseado (Herrera: o. cit. pp. 340-342; Gil: o. cit., p. 15v).

Bibliografía

Abu Zacharia Iahia: Libro de agricultura (2 vols., ed. bilingüe español-árabe facsímil de la de 1802, Imprenta Real, Madrid), Madrid: Ministerio de Agricultura, 1988, vol. 2, pp. 717-730.

Arribas Yagüe, E: Miel de Aragón: más dulce que un beso, Surcos de Aragón, 2004; 90: 41-42.

Aznar, C.; Más ¿agridulce? que la miel, Gastro Aragón, 2019; 70: 45-57.

Columela, L. J. M.: De los trabajos del campo, Madrid: Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación, 1988.

Gil de Magallón, P.: Perfecta y curiosa declaración de los provechos grandes que dan las colmenas bien administradas; y alabança de las Abejas. Zaragoza. 1621. Transcripción manuscrita del s. XVIII en Sección de Manuscritos de la Biblioteca Nacional de España, nº catálogo a5019193, p. 15v.

Grupo de Acción Cultural de Alcaine (GACA): Oficios en Alcaine. Arnales, apicultura tradicional. 26.3.2008. http://alcaine.blogia.com/2008/032601-oficios-de-alcaine-1-…-arnales-apicultura-tradicional.php (cons.7.3.2017)

Herrera, A.: Agricultura general (2ª ed.), Madrid: Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación, 1988. pp. 327-328.

Urzainqui Biel, C.: Abejares en el Bajo Gállego. El Retabillo, 5.3.2012. http://carlosurzainqui.blogspot.com/2012/03/abejares-en-el-bajo-gallego.html (cons. 8.6.2014).

 

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