Cuaderno de espiral

Los pájaros

Pablo Luque Pinilla escribe sobre su afición avícola, «desde canarios a otros fringílidos, tales como jilgueros, verdecillos, lúganos, verderones, pardillos y canarios de Mozambique».

/ Cuaderno de espiral / Pablo Luque Pinilla /

Para Miguel Ángel Herranz (Miki Naranja). In memoriam.

Cuando cae en mis manos algo de literatura sobre pájaros casi siempre aparto la vista y evito leer. Es una reacción mecánica, fruto de un temor incomprensible, con trazas de tic autolesivo, por cuanto amo ambas cosas, lectura y aves. Me recuerda al gesto de retirarme cuando aparecía esa chica en la adolescencia, ante cuya figura se le erizaban a uno las entrañas y se le alborotaban las entendederas, pensando que te iba a dar calabazas. No consigo mitigar la sensación de desasosiego, como sí logro hacer con otras contrariedades columpiándose al unísono de los acontecimientos de mi vida, por lo que, sencillamente, opto por bajarme del columpio. Entre otras cosas, porque, si cediera ante la tentación, la atracción que experimento por ambos asuntos se apoderaría de parte del espacio que dedico al trabajo, a escribir o a relacionarme en familia, y eso solo me traería caos y malestar. Ya que del mismo modo que la poesía acapara un buen pedazo del nicho de mis intereses, los pájaros fueron la novia secreta de mi infancia y pubertad, el verdadero amor de aquellos años de empezar a afeitarme, reventarme granos, y verme crecer el bello púbico mientras se desarrollaba en mí la materia viril. Luego empecé a vueltas con otras cosas, que deberían haber sido mucho menos importantes en esos años, ay, desde las inquietudes existenciales a la propia pasión poética. Hasta el punto de que ya en la plenitud de mi tardoadolescencia, cuando por circunstancias me fui a estudiar fuera, acabé abandonando la catedral aviar que había levantado con paciencia en casa de mis padres, desde los trece a los dieciséis años. Un criadero por donde habían desfilado en diferentes etapas todo tipo de especies. Desde canarios a otros fringílidos, tales como jilgueros, verdecillos, lúganos, verderones, pardillos y canarios de Mozambique. También cruces entre canarios y cualesquiera de las especies citadas, con logros sorprendentes ―uno ha tenido un pasado de genetista pirado, y durante un tiempo Mendel y sus leyes poblaron mis lecturas para ayudarme a conciliar el sueño―. Igualmente, periquitos, ninfas, palomas, tórtolas turcas, diamantes mandarines, isabelitas, mirlos metálicos y alguna especie que seguro olvido. Por no citar las variedades de los mencionados canarios: de canto timbrado español y roller (solo encontrables por aquel entonces en las calles ―hoy sin animales― del Rastro); de color, línea melánica verde y cobre, lipocromos rojos (vendidos por criadores experimentados en sus casas por todo Madrid, con lo que de esta forma iba descubriendo la ciudad), amarillos, blancos dominantes… Cuando volví del tiempo estudiando fuera, traté de seguir con aquello, pero ya nada fue igual. Así, por mucho que luego siguiera teniendo pájaros, estos terminaron siendo progresivamente menos numerosos, y el creciente diluirse de mi dedicación a ellos equivalió al progresivo despedirme de la infancia para siempre. La olla de mi afición avícola, por tanto, se quedaba vacía, y para cuando nacieron mis hijos, años más tarde, ya no quedaba guiso para calmar aquella hambre, porque, en realidad, ya no quedaba hambre.

Decía Bousoño que el poeta nace, se hace, siente con intensidad las encrucijadas esenciales de su propio momento histórico y cuenta en su biografía con sucesos imprevistos y no pocas veces abruptos que le incitan a su vocación. Una afirmación que despliega un verdadero sudoku poético cuando tratamos de analizar la figura de algunos de los autores que más hemos frecuentado, y cuya solución suele dar la razón al poeta y profesor asturiano, durante años meritorio candidato al Cervantes. De hecho, en mi adolescencia se dieron, efectivamente, acontecimientos inesperados que me impulsaron a escribir poesía algunos años más tarde. No obstante, siempre me he preguntado por qué antes de la poesía el lugar lo ocuparon aquellas criaturas frágiles, tiernas, huidizas, volanderas y enigmáticas como una i griega. Con una belleza resuelta en una metafórica profusión de colores vivaces, capaces de interpretar sinfonías silvestres con las que hipnotizar los sentidos más rudos. Y la explicación quizás se atisbe considerando mi pasado callejero, mencionado en alguna otra parte en este cuaderno. Así, metiendo pájaros en casa, enjaulaba la calle y la acercaba a mi lado también cuando no andaba por ahí. Prolongaba la libertad y compañía que se me brindaba en la acera o el descampado, junto a la pandilla, en las paredes de la reclusión doméstica. Porque, ya lo sabemos, nos pasamos la vida habitando lugares para ser habitados por ellos y sus inquilinos. Y yo elegí estar ahíto de pájaros, como el hombre en el que ahora vivo elige estar colmado de familia.

Comenzaba este artículo confesando mi reticencia a la literatura creativa alrededor del mundo de las aves, lo que se traduce en un exiguo balance de referencias al respecto en mi haber lector. De facto, estas no pasan de cosas encontradas casi de manera inevitable. La fiel golondrina de Wilde ―que tampoco quiere abandonarme a mí― las oscuras bandadas becquerianas ―algo tienen las golondrinas con los poetas― o el siniestro cuervo de Poe, por citar algunos ejemplos populares. A propósito de este último, a menudo calibro si su célebre «Nevermore» no fue pronunciado pensando en la defunción de mi dedicación pajarera, sumida esta en las regiones del vasto olvido ornitológico. Pero inmediatamente me sublevo ante semejante idea y concluyo, calmándome, que, si se me brinda la oportunidad, la Lenore particular en forma de rebaño alado de mis tiernos años posinfancia será recibida con el estremecimiento propio de los grandes reencuentros. Cuando los rigores de la edad adulta se rindan a las evidencias del paso de los años, los chicos abandonen el nido para ellos construido, y una nueva manera de contemplar la vida, volándome entre las manos, se haga necesaria.


Pablo Luque Pinilla (Madrid, 1971) es autor de los poemarios Cero (2014), SFO (2013) y Los ojos de tu nombre (2004), así como de la antología Avanti: poetas españoles de entresiglos XX-XXI (2009). Ha publicado poemas, críticas, estudios, artículos y entrevistas en diversos medios españoles y ediciones bilingües italianas y el poemario bilingüe inglés-español SFO: pictures and poetry about San Francisco en Tolsun Books (2019). Asimismo, fue el creador y director de la revista de poesía Ibi Oculus y junto a otros escritores fundó y dirigió la tertulia Esmirna. Participa de la poesía a través de encuentros y recitales, habiendo intervenido, entre otros, en el festival de poesía Amobologna, que organiza el Centro de Poesía Contemporánea de la Universidad de Bolonia; el festival poético hispano-irlandés The Well, que se celebra en Madrid; o el ciclo El Latido, que organizara el Instituto Cervantes de Roma.

0 comments on “Los pájaros

Deja un comentario

Descubre más desde El Cuaderno

Suscríbete ahora para seguir leyendo y obtener acceso al archivo completo.

Seguir leyendo