/ una reseña de Manuel Fernández Labrada /
Quizás no haya otro tema más propio de nuestro tiempo que el del cambio climático. Una de las mayores preocupaciones del hombre actual es el incierto destino de la Tierra, gravemente amenazada por el calentamiento global: una alteración que afectará más pronto que tarde a nuestra manera de vivir, o incluso a nuestra propia supervivencia. Tras unos años de relativa polémica, parece que ya son muy pocos los que dudan de su realidad, aunque las respuestas arbitradas por los depositarios del poder político continúan siendo tibias, tardías y tal vez ineficaces. En este contexto, hay libros que adquieren una indiscutible relevancia y actualidad. Es el caso de Tierra viviente, de Stephan Harding, un brillante ensayo, recién publicado por Atalanta, que nos resume los principales daños medioambientales que sufre la Tierra, analizados desde una rigurosa perspectiva científica, a la vez que nos ofrece algunas estrategias para minimizarlos. Muy alejado de cualquier resabio alarmista o apocalíptico, el texto de Harding encierra una propuesta en positivo, fundamentada en el conocimiento, respeto y empatía con Gaia: una entidad planetaria, sintiente y autorregulada, en la que todos los seres participan de manera colegiada, y cuya compleja realidad el autor nos va a desvelar con gran detalle y amenidad. Visto y apreciado desde esta perspectiva, nuestro planeta se nos manifiesta como un mecanismo de relojería viviente que la acción del hombre está erosionando de manera irresponsable, tal como si creyéramos en la existencia de una suerte de providencia que fuera cómplice de nuestra desidia, garante de que el mundo funcionará siempre, independientemente de lo que hagamos en su contra. Padecemos una ceguera cómoda y egoísta, disculpable quizás hasta cierto punto, pero que dejará ―si no conseguimos vencerla― una herencia envenenada a las generaciones futuras, que ya no podrán elegir su presente.
Tierra viviente (Animate Earth: Science, Intuition and Gaia) es un libro de gran densidad y muy riguroso en sus análisis, que se fundamenta en una amplia variedad de dominios (biología, geología, física, filosofía, ecología…), testimonio de los profundos conocimientos de su autor, Stephan Harding, que es doctor en Ecología por la Universidad de Oxford y profesor del Schumacher College. Pero además, Tierra viviente es un texto muy ameno, que no solo nos convence desde las primeras páginas, sino que también nos emociona gracias a su enfoque intuitivo y comprensivo: un requisito indispensable para lograr esa relación empática con el entorno natural que exige la salvaguardia de nuestro planeta. Partiendo de su propia experiencia en el estudio de los muntíacos (una especie de cérvidos), Stephan Harding enfatiza la necesidad de adoptar una visión del mundo que vuelva a reconciliar lo racional con lo intuitivo; es decir, una mirada animista, aunque actualizada y adaptada a las necesidades de nuestro tiempo. El hecho de que la ciencia moderna haya prescindido de esta faceta del conocimiento es responsable, en cierta medida, de la crisis que sufrimos. En su libro, Harding no solo esboza una breve historia del animismo, sino que también analiza su significado en el mundo actual, señalando lo que su pérdida ha significado. Un animismo que ha permanecido latente en nuestra cultura, pero que ahora renace impulsado por una nueva exigencia, la de conservar a Gaia, y que no pretende renunciar a ninguno de los logros y beneficios que la ciencia tradicional nos ha legado.
La hipótesis de Gaia, formulada por James Lovelock a mediados de los años sesenta, describe a nuestro planeta como «un conjunto de componentes vivos y no vivos que actúa como un único sistema autorregulado»: una visión de la Tierra que Stephan Harding hace suya y desarrolla a la luz de las más recientes investigaciones científicas. En Tierra viviente encontraremos, perfectamente expuestas y argumentadas, las principales pruebas que sustentan la realidad de Gaia (climáticas, evolutivas o paleontológicas), como también las críticas y objeciones que ha merecido en algunos medios científicos, sobre todo por las implicaciones teleológicas que su reconocimiento parecía presuponer. Un concepto esencial en la teoría de Gaia, minuciosamente analizado por Harding, es el de retroalimentación, tanto positiva como negativa: un complejo haz de relaciones que une a los seres vivos con su entorno físico, conducentes de manera prioritaria a compensar, mediante el enfriamiento terrestre, los efectos nocivos de un sol cada vez más ardiente. En dicho proceso autorregulador, tanto el albedo planetario como el carbono presente en la atmósfera desempeñan un papel protagonista. Aunque Gaia ha sabido gestionar este proceso hasta la fecha, el dióxido de carbono añadido de manera acelerada por el hombre durante las últimas décadas amenaza con superar su capacidad reguladora. Otro factor de gran influjo en el control de la temperatura es la nubosidad, que guarda una estrecha relación con la salud de los bosques, así como con ciertas algas marinas emisoras de gases que favorecen la condensación del vapor de agua en la atmósfera. Todos estos ciclos naturales de Gaia, en su mayoría amenazados, aparecen minuciosamente expuestos en el libro de Harding.
Tras analizar los mecanismos naturales que configuran el mundo físico de Gaia, el autor se sumerge en el estudio de los seres vivos, haciendo historia de cómo han interactuado con su entorno hasta determinar las condiciones actuales del planeta: agua, atmósfera y rocas. Con el apasionante estudio de los microorganismos primitivos, Harding despliega ante nuestros ojos un verdadero retablo de las maravillas, protagonizado por las bacterias que dieron origen a la vida sobre la Tierra, incidiendo en el asombroso espectáculo de su inteligencia social, que se manifiesta a través de complejos mensajes químicos y de la denominada percepción de cuórum. La intención del autor es mostrarnos la realidad de una naturaleza sintiente en todos y cada uno de sus estratos, que se prolonga desde los seres más elementales hasta nosotros, los humanos, compuestos de células que no son sino asociaciones de bacterias que en un primer momento fueron libres (la mitocondria de la célula actual provendría de una bacteria predadora que convirtió a su víctima en anfitrión). No menos fascinante me parece el capítulo dedicado al mundo de los hongos y los líquenes, cuya importancia en el desarrollo y mantenimiento de la vida son expuestos magistralmente por Harding, que se extiende en el crucial intercambio de nutrientes que establecen los hongos con las raíces de árboles y plantas. De la mano de Harding descubriremos una compleja y tupida red de vida interconectada que se esconde a nuestra mirada bajo el suelo: una tierra viviente en el sentido más literal del término. Tras la lectura de estas asombrosas páginas, nuestros paseos por el bosque se cargarán de un nuevo significado.
Además de trazar un ajustado retrato de Gaia, Tierra viviente hace también un diagnóstico de su estado de salud, muy afectado por el actual cambio climático. Stephan Harding juzga con bastante desconfianza los análisis emitidos por algunas entidades supranacionales, como es el caso de los Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC), cuyos informes, en exceso optimistas, no solo están mediatizados ―según asegura― por los poderes políticos que los fomentan, sino que, además, no incorporan en sus cálculos factores de gran relevancia, como el impacto producido por la pérdida de algunos seres vivos. El calentamiento global ya está produciendo efectos muy negativos en el reino del hielo: polos, glaciares y permafrost; así como en las masas arbóreas (como la del Amazonas, en rápido retroceso) y en el nivel del mar, que no cesa de subir. Como prueba de que estas alteraciones son muy significativas, Harding subraya su visible influencia en los seres vivos, ya sea en el adelanto de sus procesos vitales, en el desplazamiento de algunas especies o en la fragmentación de sus hábitats. Otro elemento de gran importancia en el análisis de Harding es la biodiversidad, un factor decisivo en la salud de Gaia que disminuirá drásticamente en las próximas décadas si no lo protegemos, y que el autor desarrolla en dos direcciones principales: de un lado, recordándonos la responsabilidad que tenemos en su pérdida (contaminación, superpoblación, etcétera); de otro, analizando su inapreciable valor para la salud de los ecosistemas. Según los más recientes estudios científicos, la mayor diversidad de especies en un medio dado produce una emergencia de cualidades inesperadas de resiliencia.
Pero ¿qué hacer? Los males que se ciernen sobre Gaia exigen una respuesta rápida y eficaz. La responsabilidad está en nuestras manos, y debemos rehuir tanto la actitud de quienes no se creen la amenaza (negacionistas del cambio climático) como la de aquellos que la dan por inevitable. A diferencia de las anteriores extinciones masivas que han determinado la historia de nuestro planeta, provocadas por agentes no racionales, la que se anuncia en nuestro horizonte inmediato la causamos nosotros, que gozamos de una cierta libertad de acción. Sin embargo, los procedimientos que la ciencia actual está desarrollando para retirar el dióxido de carbono de la atmósfera parecen insuficientes. El camino para Harding es otro: protagonizar un cambio radical en nuestra manera de relacionarnos con Gaia. El consumismo desbordado, una economía cada vez más globalizada o la desigualdad creciente entre las naciones son factores que no contribuyen a mejorar la situación. Según Harding, el origen de todos estos males está en nuestra obsesión por sustentar un crecimiento económico continuado (cifrado en ese venerado PIB en alza que los políticos exhiben como diploma de su gestión): una exigencia cuyo cumplimiento se revela muy dañino para el medio ambiente. Un falso ideal de progreso que ni tan siquiera conlleva un avance real en el bienestar de las personas (estancado desde 1970, según parece), pero que tiene como poderosos adalides al Banco Mundial, al Fondo Monetario Internacional y a la Organización Mundial del Comercio, instituciones todas sometidas a una severa crítica por parte del autor, que no lamentaría mucho verlas desaparecer. Para Harding, la solución pasa por una diferente manera de organizarnos socialmente; como pudiera ser la de acogernos a una economía de estado estacionario que se sustanciara en una red de economías ecológicas locales. Una propuesta que a muchos les parecerá tan solo una nueva utopía (los cambios deberán ser voluntarios, nunca impuestos). Pero de la misma manera que, gramo a gramo, el dióxido de carbono ha ido ganando terreno en la atmósfera, cabe también creer en la posibilidad de que la suma de acciones individuales, por muy modestas que parezcan en un principio, terminen por hacer emerger el cambio. En cualquier caso, no parece existir otro camino, y de ahí el énfasis que Harding pone en la acción individual. Urge que una mayoría creciente de personas suscriba los postulados de la ecología profunda: una diferente manera de estar en el mundo que tiene como primer principio el de que toda vida, aun la más insignificante, tiene un valor en sí misma, y no por el beneficio que le pueda reportar al ser humano. La gran incógnita es saber si todavía estamos a tiempo.
Extracto del libro
«Quizás la prueba más clara de que el cambio climático es una realidad sea lo que está ocurriendo con las comunidades bióticas, que en todo el planeta se ven afectadas gravemente de diversas formas. Hay cambios en la fenología, que estudia los ciclos de fenómenos fundamentales que atañen al mundo de los seres vivos, como las fechas exactas y las estaciones en las que se producen la floración o la puesta de huevos. Luego están los cambios en la distribución de las especies, su expansión o contracción. A continuación vienen los cambios en la composición de las comunidades bióticas y en las interacciones entre esas especies. Y por último está la preocupación por los cambios en el funcionamiento general de los ecosistemas completos y por el impacto en los servicios ecosistémicos que nos proporcionan».
«La tercera característica (relacionada con la equidad) es que debe haber un límite para la riqueza que puede alcanzar un negocio individual o un país, así como una distribución justa de la riqueza entre los países, de manera que no haya un contraste acusado entre los países muy ricos y los muy pobres. Existe aquí un principio de equidad que implica que los países materialmente pobres del Sur pueden incrementar su uso de recursos con el fin de eliminar la pobreza más absoluta mientras los países del Norte reducen su propio consumo. Pero en conjunto no se permite que el consumo de cualquier recurso dado exceda el límite fijado científicamente. La cuarta y última característica de una economía de estado estacionario es una población global estable».
(Traducción de Antonio Rivas)

Stephan Harding
Atalanta, 2021
416 páginas
29 €

Manuel Fernández Labrada es doctor en filología hispánica. Ha colaborado con la Universidad de Granada en el estudio y edición del Teatro completo de Mira de Amescua. Es autor de diversos trabajos de investigación sobre literatura española del Siglo de Oro. Entre sus últimos libros de narrativa publicados figuran: El refugio (2014), La mano de nieve (2015) y Ciervos en África (Trea, 2018). También escribe en su blog de literatura, Saltus Altus (http://saltusaltus.com).
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