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Extremadura: del espíritu del siete de septiembre al espasmo de los condenados

Escribe Jónatham F. Moriche sobre la historia reciente de las izquierdas políticas y sociales de Extremadura, desde las movilizaciones del 15-M y la aparición de Podemos hasta la actualidad.

/ por Jónatham F. Moriche /

[Nota bene: este artículo prosigue una serie de observaciones sobre los últimos años de historia política extremeña, que el lector o lectora pueden consultar en El Salto 06/12/2018, 24/06/2019 y 24/09/2020 y El Cuaderno 15/01/2021]

El espíritu del siete de septiembre fue una expresión que circuló durante algún tiempo entre un puñado de activistas de las izquierdas extremeñas, y que hoy viene al caso traer de vuelta y glosar brevemente.

Tal espíritu del siete de septiembre refería a la manifestación que el 7 de septiembre de 2012 discurrió entre el Puente de Lusitania y el Teatro Romano de Mérida con más de cuatro mil personas llegadas de la práctica totalidad de comarcas de Extremadura para protestar contra los recortes presupuestarios del ejecutivo autonómico del Partido Popular, que hacía entonces poco más de un año que ocupaba por primera vez el imponente Conventual Santiaguista emeritense gracias a la polémica abstención de los tres diputados de Izquierda Unida en la Asamblea de Extremadura en la sesión de investidura de junio de 2011.

Cuidadosamente entretejida durante más de medio año, aquella movilización cumplió con creces sus objetivos: reunir a la izquierda política y los movimientos sociales extremeños tradicionales y posquincemayistas con la pléyade de plataformas de sectores y territorios damnificados por las medidas de austeridad, de forma cómoda e inclusiva para ambos, componiendo un sujeto amplio capaz de disputar efectiva y duraderamente la hegemonía en la contestación a los recortes al bloque socioliberal compuesto por el PSOE, UGT y CCOO y sus satélites asociativos y mediáticos, a partir de una hipótesis, no ya de mero retorno a un neoliberalismo sin austericidio, sino de una Extremadura posneoliberal.

Con la inesperada contribución escenográfica de las cincuenta furgonetas de antidisturbios acarreadas para la ocasión desde Sevilla por la Delegación del Gobierno, la movilización ―coincidente con la tradicional celebración institucional de la víspera del Día de Extremadura― fue un éxito formidable que, al menos en potencia, hizo carne su hipótesis de origen: allí estaba el sujeto social capaz de promover un proyecto histórico posneoliberal para Extremadura. Un sujeto a la vez enraizado en el territorio y conectado con la contestación global al neoliberalismo, que marchaba a pie hasta Mérida, ondeando la bandera verde, blanca y negra, desde pequeños municipios de comarcas campesinas en defensa de sus servicios públicos más esenciales y cercanos, a la vez que elaboraba una potentísima estrategia de discurso y comunicación digital, con las grandes victorias históricas del pueblo extremeño sobre los proyectos de central nuclear de Valdecaballeros en la década de 1970 y de refinería petrolera de Tierra de Barros en la década de 2000 en la memoria, pero también muy atenta a cuanto entonces podía aprenderse del 15-M y Occupy Wall Street, de Wikileaks, de las Primaveras Árabes o de Syriza.

Ya muy cerca de cumplirse una década de aquel espíritu del siete de septiembre, cabe hacer, a la cruel pero reveladora luz de sus expectativas, una revisión crítica del trecho de historia política extremeña transcurrido desde entonces, y del presente al que ese trecho desemboca.

De aquel espíritu del siete de septiembre nació una constelación de sujetos y un ciclo de movilizaciones que se prolongaría durante el resto de la legislatura autonómica 2011-2015, nítidamente vertebrado por la reivindicación de la renta básica en Extremadura y por los Campamentos Dignidad nacidos de ella. En paralelo transcurre otra historia, la de la abstención de Izquierda Unida en la investidura del primer gobierno popular extremeño y la estrecha cohabitación parlamentaria de ambas formaciones, que se prolonga también durante el resto de la legislatura. Ambas historias, es fundamental recalcar, no nacieron enfrentadas, aunque luego su colisión resultase tan fatídica que sus consecuencias siguen hoy irradiando el presente, con la tóxica persistencia de un siniestro nuclear.

La contrafigura simbólica de aquel 7 de septiembre de 2012 tuvo lugar el 22 de marzo de 2014, cuando en Madrid, en las Marchas de la Dignidad, y en uno de los episodios política y moralmente más lamentables de la moderna historia de nuestras izquierdas, dos columnas extremeñas desfilan por separado en la capital: la una, animada por los Campamentos Dignidad, otros movimientos sociales y el sector de Izquierda Unida crítico con la cohabitación parlamentaria con el Partido Popular; la otra, por la dirección regional de Izquierda Unida y su militancia afín. Era el clímax grotesco de año y medio de creciente tensión entre ambos bloques, que se prolongará también hasta el final de la legislatura, en un chorreo vergonzante de crispación presencial y digital, campañas de difamación, asambleas tumultuosas, escraches callejeros e incluso un puñado de conatos de violencia física. Una catástrofe que no solo despilfarraría el potencial extraordinario de un momento político singular, en el que coincidían una potente izquierda social en las calles, una izquierda política breve pero decisiva en la Asamblea y vientos globales poderosamente favorables, sino que condicionaría después muy negativamente el proceso de formación de Podemos en Extremadura, proyectando su inercia trágica sobre las dos legislaturas siguientes, y hasta el presente.

Sostuve muchas veces a lo largo de esta década, y volveré a sostener hoy aquí, tres ideas sobre aquellos hechos, el pasado reciente y el futuro de la historia política extremeña.

La primera de estas ideas es que aquella colisión monstruosa hubiera sido perfectamente evitable. La defiendo hoy, como hipótesis histórica, como la defendí entonces en la práctica política. La abstención pormenorizadamente condicionada de Izquierda Unida en la investidura del Partido Popular fue apoyada no solo directamente por la mayoría de las bases de Izquierda Unida en una deliberación y consulta de altísima calidad política, sino por buena parte de la militancia de los movimientos sociales y, entre esta, por una parte significativa de quienes de uno u otro modo participamos en la organización de la marcha del 7 de septiembre de 2012, y de ello constan abundantes evidencias en forma de artículos individuales, manifiestos colectivos u otros.

Aunque aquel 7 de septiembre una parte de la izquierda extremeña formaba de hecho parte del bloque parlamentario de gobierno y la otra se manifestaba contra algunas de las decisiones de ese mismo gobierno, los puentes no estaban rotos, la renta básica estaba en ambas agendas (era uno de los por entonces popularmente conocidos como doce mandamientos que el Partido Popular asumió para ganarse la abstención de la izquierda) y todavía predominaba en el clima político extremeño la percepción de la potencia del momento ―materializada, por ejemplo, en la feliz derrota definitiva del proyecto de refinería de Tierra de Barros― sobre la pulsión autodestructiva. Quienes defendimos la primera perdimos, quienes abrazaron la segunda ganaron. No fue una desdicha escrita en los astros, sino un fracaso humano, un fracaso moral, intelectual y político, que la izquierda extremeña desperdiciase aquella oportunidad histórica.

La segunda de esas ideas es que aquella legislatura maldita de 2011-2015 dio forma, en un doble sentido, a un modo de existencia en la izquierda extremeña que perdura hasta hoy, aunque sean ya muy pocos, de entre quienes fueron entonces protagonistas o figurantes de aquel drama innecesario y costosísimo, los que permanecen en política activa: en primer término, supuso una masiva sangría de capital humano, social, intelectual y político de extraordinaria calidad, que jamás ha sido recuperado; a largo plazo, y hasta hoy mismo, dejó como legado un estilo de militancia gregario y embrutecido en las organizaciones políticas, y un clima enfangado, receloso y fatalista en el debate intelectual, que retorna como un cielo encapotado cada vez que viejos o nuevos conflictos intestinos vuelven a enseñorearse de la coyuntura. Si el estilo del despliegue territorial de Podemos fue en Extremadura, como en casi todas partes, levantar frágiles y tumultosos castillos de naipes, en Extremadura fueron frágiles y tumultuosos castillos de naipes levantados sobre un cementerio indio.

Es en los meses finales de la legislatura autonómica 2011-2015, que son a la vez los primeros del ciclo político que inaugura la aparición de Podemos, cuando termina de sellarse esta maldición que pervive hasta hoy. En la fallida moción de censura autonómica del 14 de mayo de 2014, la dirección regional de Izquierda Unida pierde su último tren para escapar de la cohabitación parlamentaria: su compromiso con ella es ya tal a esas alturas que incluso refrenda la escandalosa decisión del Gobierno de no retransmitir el debate de la moción a través de Canal Extremadura. Aunque en el sector crítico del partido y en los movimientos sociales se lleva meses hablando de una alternativa política inspirada en partidos-movimiento como las CUP catalanas o la Syriza griega, nada concreto se ha construido para cuando el vendaval Podemos sacude el sistema político. De entre aquella oposición a la cohabitación parlamentaria, una parte, la dispuesta a asumir sin refracciones las directrices de su corriente mayoritaria Claro Que Podemos, salta a bordo de la nave morada, mientras otra, que demanda para las elecciones autonómicas y municipales extremeñas de mayo de 2015 una fórmula política algo más ancha e inclusiva, al estilo de Ahora Madrid o Barcelona en Común, queda fuera y concurre junto a Equo y otros actores en la candidatura autonómica Adelante Extremadura y varias candidaturas municipalistas. Al final, en unas elecciones suicidas con tres papeletas a la izquierda del PSOE, el sector crítico de Izquierda Unida y sus aliados resultan prácticamente vaporizados, el oficialista se queda fuera de la Asamblea y ve reducido sustancialmente su poder municipal y Podemos, con seis diputados autonómicos, la mitad de los que las encuestas le auguraban solo unos meses antes, reina sobre los restos de una izquierda desmembrada. Como expresivamente titulaba una nota publicada aquellos días en el periódico Diagonal (31/05/2015), todos pierden en Extremadura.

La tercera idea, seguramente la más polémica ―si es que tal cosa como una idea polémica pudiera existir hoy en nuestra desertificada semioesfera―, es que solo abriendo la caja negra de aquella legislatura maldita 2011-2015 sería posible reiniciar la izquierda extremeña en una dirección distinta a la que, de nuevo, volvieron a certificar sus catastróficos resultados del ciclo electoral de 2019, cuando perdió su escaño en Madrid, vio su representación parlamentaria autonómica reducida en un tercio ―cuatro diputados nacidos de una coalición de cuatro partidos, Podemos, Izquierda Unida, Extremeños y Equo, frente a los seis obtenidos solo por Podemos en la legislatura anterior― y su representación municipal severamente mutilada, con la pérdida de alcaldías rurales emblemáticas como la de Extremeños en Carcaboso o la de Izquierda Unida en Cabeza la Vaca y de decenas de concejales en muchos otros municipios, con el desfondamiento o extinción de iniciativas municipalistas como Qué Hervás Quieres, Plasencia en Común, Reacciona Talaveruela, Torremayor Sí Puede o Calamonte Avanza.

La pedagogía de la crueldad convertida en forma consuetudinaria de existencia de la izquierda fundada en la experiencia de 2011-2015, aún avivada por la forma característicamente conflictiva de la interna de Podemos, fue la plantilla sobre la que discurrió la legislatura 2015-2019, la que en 2019 fue justísimamente castigada con esos resultados fatídicos y la que, aún a pesar de todo ello, sigue sin haber sido puesta en cuestión en la legislatura actual, ni siquiera ante la extraordinaria coyuntura política que desde 2020 componen la ofensiva del neofascismo voxista, la entrada de Unidas Podemos en el Gobierno del Estado y la pandemia del coronavirus. Así lo demuestran la temprana expulsión de Equo de la coalición Unidas por Extremadura, la tensa asamblea regional de Izquierda Unida librada entre dos facciones ahora enfrentadas del aparato ganador de la disputa por la cohabitación de 2011-2015 o la fractura que la dificilísima convivencia con Podemos e Izquierda Unida ha abierto al interior de la formación regionalista Extremeños ―haciendo estallar al equipo dirigente que condujo su reformulación en clave ecosocialista y la entrada en la coalición―, que dentro de unas semanas habrá de elegir en asamblea entre candidaturas con lecturas estratégicas muy distintas, si no diametralmente opuestas, de sus resultados.

Inevitablemente, esta pedagogía de la crueldad en la esfera partidaria se proyecta sobre la esfera de la movilización social. Baste recordar, como ejemplos no únicos pero sí más significativos, la incapacidad para ensamblar en 2016-2018, a partir de una izquierda troquelada a medida de la competitividad descarnada entre organizaciones y facciones, una contraoferta ancha y atractiva en favor del tren accesible, sostenible y de calidad frente a la movilización teledirigida por la Junta de Extremadura, orientada a la implantación del socialmente desigual y medioambientalmente insostenible tren de alta velocidad, o la implosión del movimiento estudiantil asambleario extremeño ―consolidado a partir de las movilizaciones contra la ley Wert de 2013 como uno de los más nutridos y talentosos del país, el más exitoso en su asalto a las instituciones representativas universitarias, una auténtica Syriza estudiantil extremeña― en las elecciones rectorales de la Universidad de Extremadura de otoño de 2018, sobre las que la configuración general del campo político, social e intelectual de la izquierda extremeña no solo no aportó un marco estratégico común y un empuje militante suplementario a la iniciativa estudiantil, sino que proyectó sobre ella sus tensiones y miserias características, contribuyendo a fracturarla fatalmente.

Abrir la caja negra de 2011-2015 no es solo, aunque por necesidad deba serlo también, hacer un balance ecuánime de lo ocurrido en aquel período, sus causas y sus responsabilidades, sino también el primer paso para destrabar esta cadena de sus secuelas y escapar al destino funesto de una Extremadura sin izquierda al que estas secuelas nos condenan. Incluso aunque desconozca por completo su desarrollo o incluso su misma existencia, la joven o el joven que hoy inician su andadura como militantes políticos o activistas sociales en Extremadura desembarcan a un mapa de lugares, relaciones, hábitos y relatos dramática y duraderamente moldeado por aquellos acontecimientos. Los espacios y procedimientos cuya ausencia hizo entonces imposible un debate racional y una resolución no fratricida del conflicto entre partidarios y detractores de la cohabitación parlamentaria son los mismos espacios y procedimientos cuya ausencia hace imposible hoy el debate racional y la resolución no fratricida de las encrucijadas actuales, y de las que están por venir.

El mundo ha cambiado mucho en esta década, y Extremadura, inevitablemente, con él. Seguimos siendo la misma tierra de siempre, castigada por los males atávicos de la sangría demográfica, la economía extractiva, la pobreza y precariedad de masas, los servicios públicos calamitosos o el clientelismo político, pero nuevas realidades y actores, algunos de signo aún incierto, otros ya certificadamente terribles, han saltado a la cancha de la historia. Aunque su accidentado primer despliegue territorial le impidió abrirse paso hacia la Asamblea regional y apenas le permitió cobrarse un puñado de bancas municipales ―una de ellas, la que hace posible a las derechas gobernar la ciudad de Badajoz, capital económica de la región y residencia de casi el 15% de sus electores―, Vox ya consiguió en el último ciclo electoral enviar a Madrid un diputado por la circunscripción pacense y otra por la cacereña, un quinto de la representación extremeña en el Congreso, obteniendo porcentajes de voto holgadamente superiores al 20% en algunas comarcas rurales y núcleos medios y grandes de población, entre ellos la misma ciudad de Badajoz.

Si en 2012, henchidas las almas y las velas por el espíritu del siete de septiembre, la izquierda extremeña buscaba mirarse y aportar su acento propio al horizonte revolucionario global de Sol, Tahrir o Syntagma, una década de zozobras después se asoma al abismo regresivo de Andalucía o de Murcia, que es el mismo de Hungría, de Polonia, de Brasil o de los estados trumpistas de Estados Unidos. Las mismas dinámicas que, aún oculta su matriz en la caja negra de 2011-2015, hicieron entonces imposible organizarse cabalmente para alcanzar aquel horizonte, hacen hoy igualmente imposible organizarse cabalmente para sortear este abismo. O si se prefiere, enunciado mucho más concretamente: la izquierda extremeña no está hoy en condiciones de garantizar, en caso de desfallecimiento del PSOE, un refuerzo suficiente por la izquierda para impedir la constitución de coaliciones reaccionarias de gobierno en muchos municipios de la región, incluyendo ambas capitales provinciales, y en el mismo ejecutivo autonómico. La murcianización de la política extremeña ―de la que la murcianización de la política local de Badajoz constituye un inquietante anticipo― no es un imposible metafísico, sino un peligro claro y presente.

Pero ¿piensa y habla sobre todo esto, ahora mismo, la izquierda extremeña? Se vuelve difícil saberlo, a poco que uno se haya despegado de sus espacios orgánicos, como en un momento u otro, al hilo de uno u otro ejercicio de pedagogía de la crueldad, ya hizo un holgadamente mayoritario porcentaje de las bases y cuadros que animaron su última década, de Refinería No al 15-M, del 15-M a Podemos, de Podemos a hoy. Aún con todos sus quebrantos y traumas, la legislatura maldita de 2011-2015 fue todavía mínimamente deliberativa y abierta a su propia base social y electoral y al conjunto de la sociedad, los puntos de vista confrontados de partidarios y críticos de la cohabitación fueron desglosados en tribunas de prensa y discutidos en redes sociales, permitiendo una cierta reflexión colectiva más allá de las pocas decenas de dirigentes y pocos cientos de militantes que componen el núcleo duro de las organizaciones políticas. E incluso en la legislatura 2015-2019, iniciativas como el extinto foro de debate ExtreComunes, los manifiestos y debates animados por el igualmente extinto sector crítico de Podemos Extremadura o la encuesta «Qué le pasa a la izquierda extremeña» publicada por la sección extremeña de El Salto hicieron posible una pizca de publicidad y participación social en tales debates estratégicos y organizativos. Hoy ya impera, en cambio, pertinaz, casi del todo impenetrable, el silencio.

Aún es posible leer, sí, en las páginas extremeñas de El Salto y algún otro medio digital valiosas reflexiones sobre la historia social y memoria democrática extremeña, la economía extractiva de proyectos turísticos, mineros, energéticos o agroindustriales, las carencias en nuestros servicios públicos o el feliz retorno del lobo a nuestras sierras. En cambio, no encontrará en ellas el lector o lectora reflexiones individuales o colectivas sobre qué hacer para que la izquierda extremeña no vuelva a dejarse la mitad de sus votos en el próximo ciclo electoral, sobre cómo desalojar a las derechas del gobierno de Badajoz y otros municipios e impedir que el Partido Popular y Vox ocupen el próximo ejecutivo autonómico, sobre cómo recuperar el escaño de la izquierda por Badajoz y volver a aspirar seriamente a uno por Cáceres para contribuir a una mayoría progresista en el Congreso español, sobre cómo recobrar las alcaldías perdidas y aspirar a conquistar otras nuevas, sobre cómo ensanchar la base de Unidas por Extremadura en lugar de seguir mutilándola, sobre cómo participar en las movilizaciones antiextractivistas o campesinas alimentando las fuerzas y posiciones políticas propias en lugar de las ajenas o sobre qué relación establecer con el nuevo sujeto político españavaciadista, cuya concurrencia en próximas llamadas a urnas en Extremadura parece ser ya un hecho consumado. Por increíble que parezca, aún bajo la ominosa posibilidad de la murcianización de nuestra sociedad, hoy es imposible saber qué piensan y proponen nuestras organizaciones políticas de referencia, sus líderes, militantes e intelectuales orgánicos sobre ni una sola de todas estas cuestiones cruciales para el futuro de Extremadura.

Ese horizonte estremecedor que no se encara en el debate público sí aparece en cambio con cierta frecuencia en la conversación privada entre militantes o exmilitantes de las izquierdas políticas y sociales. Se comentan las proliferantes mesas informativas voxistas en las plazas de grandes y pequeños municipios extremeños, los contactos entre sus dirigentes y determinados sectores sociales, económicos y culturales de la región, sus iniciativas de guerra cultural bajo su propia marca o al amparo de tales o cuales entidades de la derecha asociativa, empresarial o mediática, o los fichajes que desde esos sectores y entidades podrían estar ya preparando su salto a la política municipal y autonómica en las filas ultraderechistas. Extremadura es un rincón relativamente pequeño del mundo, no tanto como para que todos nos conozcamos, pero sí para que más o menos todos tengamos noticia de todo, y aquí todos vemos ya el fuego, pero nadie pulsa la alarma de incendios. La respuesta promedio se acerca más bien al encogimiento de hombros, al ya es demasiado tarde, al qué se le va a hacer, al Extremadura siempre ha sido así o incluso al por lo menos esperemos que el PSOE aguante.

«Una lucha que ha abandonado desde el inicio las posibilidades de salir victoriosa no es una lucha», escribe Ray Brassier, «sino el espasmo de los condenados». La crónica de la pasada década de historia política extremeña es la crónica del tránsito del espíritu del siete de septiembre al espasmo de los condenados. ¿Sería posible desandar ese trayecto al desconsuelo, desentrañar sus causas, restañar sus destrozos, recuperar, en fin, la posibilidad de la victoria en Extremadura? Definitivamente sí, pero resulta difícil imaginar que vayan a ser los mismos aparatos y prácticas políticas que lo han conducido hasta aquí, y la ya exigua fracción de la ciudadanía extremeña consciente y militante que más o menos a gusto o disgusto permanece a su sombra, quienes ―como el barón de Münchhausen escapando de la ciénaga tirando de su propios cabellos― lo hagan. Hace falta otra cosa, muy distinta, mucho mayor, mucho mejor. Así lo hemos defendido algunas, con toda la insistencia humanamente posible (y a veces un poco más), en la década que hace poco dejamos atrás, y así lo seguiremos defendiendo, en esta que ahora estamos empezando a transitar. Al menos, mientras el cuerpo, el amor por nuestra matria extremeña y la esperanza en su futuro aguanten.


Jónatham F. Moriche (Plasencia, 1976), activista y escritor extremeño, ha publicado textos de análisis político y crítica cultural en medios como El Salto, La Marea, Eldiario, Rebelión o Diario Hoy.

Acerca de El Cuaderno

Desde El Cuaderno se atiende al más amplio abanico de propuestas culturales (literatura, géneros de no ficción, artes plásticas, fotografía, música, cine, teatro, cómic), combinado la cobertura del ámbito asturiano con la del universal, tanto hispánico como de otras culturas: un planteamiento ecléctico atento a la calidad y por encima de las tendencias estéticas.

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