/ un relato de Rodolfo Elías /
Como reguero de pólvora corrió la noticia de que el Frufrú había salido de la cárcel y andaba caminando por las calles del barrio. Cinco años habían pasado desde que mató al Pelón, un rufián de los de una ganga contraria, y su cautiverio había llegado a su fin. Todos en el barrio coincidían en lo mismo: «este salió nomás a morir». Porque ese parece ser el destino único de un rufián de baja ralea en Ciudad Juárez. Ni la santidad del matrimonio y la familia los salva, en su flirteo con la muerte; ya sea por necesidad, por mantener el vicio o por pura inercia.
Pero no era el Frufrú el que me a mí me importaba, sino su primo, Saúl. Este tenía más de diez años desaparecido, desde que cayó en la cárcel por la violación de una niña de cinco años. Y cuando me encontré al Frufrú, tuve que contenerme para no preguntarle por Saúl a bocajarro aun antes de saludarlo.
Platicamos y me contó que no le había ido tan mal en el llamado Centro de Readaptación Social o Cereso. De hecho, se sentía un poco desubicado afuera. También me dijo que pensaba irse de Juárez, pero no sabía a dónde. Le pregunté si tenía algunos planes y me dijo que no, que lo que viniera era bueno, ya que a esas alturas él sólo podía vivir al día. También le pregunté, casualmente:
—¿Y qué razón me das de Saúl? ¿Lo viste ahí adentro?
Sin inmutarse contestó:
—A’i está todavía guardado. Pero como a tenido mala conducta, pos no tiene pa’ cuándo salir.
Eso fue todo lo que dijo y su talante denotaba que no tenía interés en lo absoluto de seguir hablando del tema. Yo moví la cabeza en gesto de conmiseración. Y no juzgaba a Saúl por lo que había hecho bajo la influencia de los enervantes, porque yo sabía que estos pueden ser malos consejeros y llevar a un hombre a hacer cosas que nunca se imaginaría hacer en sus cinco sentidos. El pastor de la iglesia a donde yo iba cuando estaba en San Francisco, decía que las drogas abren puertas para que los espíritus malignos entren en la gente, y los llevan a cometer actos en extremo malos. Algo así como lo que pasó con la gente de Charles Manson, allá en los sesentas. Tan así, que el pastor cree que el fruto prohibido del Edén era una droga.
Me acuerdo de un hecho muy concreto que me contó un amigo. En la colonia Anapra estaban dos hombres intoxicándose con pegamento para zapatos, el llamado pegarey, que era el estupefaciente más socorrido entre los viciosos locales allá por los años setentas y ochentas. Y estaba cada quien en su viaje cuando uno de ellos intentó violentar sexualmente al otro. Este, para defender su honra, agarró una piedra y lo golpeó en la cabeza hasta hacérsela papilla.
Pero lo que a mí no me cabía en la cabeza era la idea que Saúl todavía estuviera preso después de tanto tiempo, cuando ni siquiera había matado a nadie. Y no es que yo estuviera minimizando lo que Saúl hizo, ni mucho menos. Porque, viéndolo bien, la violación sexual de una pequeña, o de cualquier persona, es un acto criminal en extremo; y monstruoso en sí. Pero no creo que a las autoridades les importara tanto eso. Debía haber algo más, porque Saúl no era un maleante habitual como su primo.
Después de intercambiar generalidades y algunas impresiones, me despedí del Frufrú, deseándole suerte. Por el resto del día no dejaba de pensar en él y su destino predicho; y en Saúl y su condena prolongada misteriosamente.
Pasaron unos meses y un día iba yo en el camión, rumbo al trabajo. Cuando el camión pasó por la colonia Bellavista, alcancé a ver a mi amigo Tony que salía de su casa, seguramente para dirigirse también a su trabajo. Él, al igual que yo, también tenía el turno de la tarde. Tenía tiempo de no ver a Tony, y pensé en ir a visitarlo al día siguiente como a eso de las doce del mediodía, hora en que salía a trabajar. Quería hacer nuestro acostumbrado ritual de irnos caminando juntos al centro y de ahí cada uno a su respectivo lugar de empleo: él a la Coca Cola, y yo a la maquiladora.
Al otro día fui al centro, a pagar un recibo y a comprar unas cosas. El proceso fue tan dilatado que me tomó toda la mañana. Con el fastidio se me quitaron las ganas de ir a trabajar, así que decidí reportarme enfermo. Pero de todos modos quise ir a buscar a Tony.
Del centro me fui caminando por la Avenida Juárez y me metí en donde una vez fue la plaza del mariachi, para salir por la calle Mariscal, y de ahí rumbo a la colonia Bellavista. Al pasar por el pedazo desolado donde un día fue el salón de variedad Virginia’s, una voz melindrosa me dijo:
—Hola, m’ijo. ¿No quieres ir al cuarto?
La voz me hizo voltear automáticamente, inquieto. Al ver la figura femenina frente a mí, tuve aun otra inquietud. Era una figura que a primera vista era atractiva: falda entallada, imitación de seda azul, con una blusa de olanes también azul, pero más ligero. No parecía una suripanta cualquiera, por lo elaborado de su peinado y por la dedicación al aplicarse el maquillaje. Pero había algo que no encajaba del todo.
Al verme de frente, la expresión de su rostro también mostró algún desconcierto e indecisión. Pero tal vez pensó, como en la canción de la Valentina: «Si me han de matar mañana, que me maten de una vez».
Algo nos atrajo y nos repelió mutuamente, pero nos acercamos con pasos alternados hacia delante, como siguiendo un compás. Cuando estuvimos frente a frente, reconocí el lunar abajo del labio inferior y la cicatriz muy marcada arriba del ojo izquierdo, que ni el maquillaje podía cubrir.
Automáticamente bajé la mirada hacia sus piernas. Bajo la media pude distinguir la cicatriz en su rodilla derecha, producto del accidente automovilístico aquel que tuvimos juntos y que a mí me había dejado dos costillas rotas.
Antes que yo alcanzara a decir nada se adelantó a decirme, con esa voz familiar:
—Sí, soy yo. Ni modo de negártelo.
—Perdóname, pero es que estoy muy sorprendido de verte….
—¿De verme así?
—Así es. Ojalá no te ofendas.
—No te preocupes, de hecho tú no eres el primero que me ve. Hubo alguien más, no hace mucho. Pero pagué su silencio tan bien, que le gustó y hasta volvió —dijo esto último con una sonrisa pícara—. Y ha seguido buscándome.
—Pero si a ti te gustaban mucho las mujeres —dije aun perplejo, después de las saludos y urbanidades iniciales—. Yo siempre te veía con una diferente. Tú y yo casi crecimos juntos, o al menos jugábamos mucho desde niños, y en verdad siempre te me hiciste muy hombrecito. Sobre todo….
—Te puedo contar mi historia. Porque, después de todo, me da gusto verte. Quizás tenga que ver con el hecho de que ya no volví nunca al barrio.
—Toda la gente se pregunta qué fue de ti. Lo último que supieron fue que estabas en la cárcel y….
—Si tienes tiempo para tomarnos un trago por ahí, te platico mi historia.
—Iba a buscar un amigo que vive por aquí cerca —dije indeciso—. Pero, creo que por ahora eso puede esperar. Después lo busco. ¿A dónde quieres ir?”.
—Vamos a caminar a la Juárez. Sólo tengo que avisar, primero.
Caminó algunos pasos y se metió en un enrejado blanco, en cuyo interior había un zaguán que daba hacia unas escaleras donde estaban sentadas —o sentados— más comerciantes del amor.
Ni en mis sueños más calenturientos hubiera yo visto a Saúl sufrir una transformación así, ya que él nunca dio muestras de tener ese tipo de inclinaciones. Pero, de la misma forma, nunca pensé tampoco que iba a acabar en la cárcel por violación, y menos de una infante. Porque a Saúl nunca le faltaron las mujeres; la vida y sus ironías.
Caminamos sin decir nada por un rato. En la calle la gente nos miraba y algunos lo saludaban. Lo bueno es que yo no mostré mis prejuicios, aunque sí me incomodaba mucho la idea de que al caminar yo con Saúl las asunciones no se hicieran esperar.
Llegamos al bar Don Félix, lugar al que yo tenía años de no entrar, y nos sentamos en la barra. Marcos, uno de los cantineros, aun estaba ahí después de tanto tiempo. Saúl pidió una Tecate, la cerveza que siempre le gustó. «Al menos en eso no ha cambiado», pensé para mis adentros. Yo pedí un Clamato, el cual me sirvieron con hielo y limón.
—¿Ya no tomas? —me preguntó, incrédulo.
—No —contesté con desinterés—. Y menos en cantinas; está muy caro y peligroso. Saúl se sonrió con gusto, por mí.
Hablamos generalidades por un rato y él me preguntaba por alguna gente del barrio.
Luego le habló a Marcos para pedirle un vampiro, «bien cargado». Volteando hacia mí explicó:
—Pa’ darme valor. A propósito —añadió— yo picho. Así que si quieres pedir algo más, aprovecha. Porque de esto no hay todos los días.
—Gracias, así estoy bien —respondí. Yo quería oír la historia ya.
Empezó a preguntarme acerca de mí y qué había sido de mi vida. Pero al notar mi impaciencia, adoptando un tono más solemne, espetó:
—Ya sé, no venimos a hablar de ti, sino de mí.
Y se dispuso a comenzar su narración, en el preciso momento que alguien puso Wasted days and wasted nights, de Freddy Fender, en la rockola. Nunca resonaron tanto en mi las primeras notas de esa canción, con su piano dramático.
—Todo empezó cuando llegué al Cereso… y tú sabes la razón por la que fui a parar ahí, así que no voy a perder tiempo explicándote ni dándote justificaciones—. Y dijo esto último con un tono afligido, a modo de introducción.
Me contó que en la cárcel lo pusieron en la celda de los violadores. Y siendo ésta una cárcel mexicana, lo que siguió fue más que obvio. Hubo días de interminable tortura con vejación tras vejación. Pero, sorprendentemente, conforme pasó el tiempo Saúl se dio cuenta que después de todo ya no le molestaba tanto, y hasta empezó a encontrarle cierto gusto.
—Tal vez el instinto de conservación —agregó.
Por eso, cuando uno del los narcos poderosos de ahí adentro le preguntó si quería mudarse a su celda, para protegerlo de los demás a cambio de ser de su uso exclusivo, Saúl no la pensó dos veces.
—Y comencé así un proceso lento de encontrarme a mí misma —dijo, ruborizándose un poco—. Y adaptarme a una nueva vida.
Pero antes de eso su condena había sido extendida, porque entre él y otro reo hirieron de muerte a un hombre, «que se quiso pasar de listo»; no explicó de qué manera. Le añadieron cinco años más a su condena. Al momento de encontrarnos tenía ya tres años de haber salido, gracias a su narco protector, que le pagó muy buenos abogados. El narco se enamoró de Saúl, al punto que lo convenció que se hiciera la operación de cambio de sexo, que él mismo financió.
—Te ha de haber querido mucho para gastar toda esa lana en ti —comenté yo impresionado.
—Claro, hasta quería que me educara. Me compraba libros de etiqueta, y libros para que aprendiera gestos y maneras femeninas.
—Pero un cambio de sexo son palabras mayores. ¿Tan seguro así estabas de lo que querías?
—Aunque tú no lo creas, me gustó y me gustó. Y mi convicción siempre ha sido firme.
—Sí, pero, ¿cómo está eso que tú nunca diste señas de que te gustaban esas cosas? —pregunté yo todavía escéptico—. ¿O acaso lo de tener todas esas mujeres era puro paro, nada más para esconder tus verdaderos gustos? Yo nunca te vi feminoide.
—Porque no lo era. Y sí, las mujeres me gustaban mucho; demasiado. Es imposible de explicar, porque ni yo misma se que pasó.
Como noté que se incluía muy naturalmente en el género femenino, le pregunté:
—¿Y cómo te llamas ahora? Porque me imagino que si te operaste, también tuviste que cambiar de nombre.
—Me llamo Sasha. Y me cambié el nombre por el registro civil. Lo más curioso de esto es que yo una vez salí con una muchacha que se llamaba así… Lo que es la vida, ¿no crees?
—¿Y qué fue de tu pareja?
—Lo que tenía que ser. A él lo mataron en Monterrey, que era donde vivíamos después de salir de la cárcel. Y es que, por más que le rogué, ya no pudo dejar las andadas. Al morir él, salí huyendo sin mirar atrás y ni un centavo conservé de su riqueza.
—Lo siento —dije sinceramente conmovido—. Y perdóname también que me haya estado dirigiendo a ti como si fueras un hombre. Pero, es que para mi tú siempre serás Saúl. Y no puedo…
—No, no te preocupes. Alguien hasta me ha llamado «Saulito», en el momento crucial —y soltó una carcajada estruendosa—. Al menos tú no me has mostrado desprecio; porque incluso mi familia me ha echado al olvido. Cuando el Frufrú estuvo en el Cereso, hasta quiso matarme.
A pesar de que no esperaba oír eso, no me sorprendió mucho, porque yo sabía de lo que era capaz el Frufrú. A estas alturas mi agobio era patente. Y aunque tenía curiosidad por saber más acerca de Saúl —o Sasha—, quise pararle ahí. Quería procesar todo eso a solas.
Le dije que tenía que irme porque en alguna parte me esperaban, lo cual él no cuestionó y se lo agradecí infinitamente. Le aseguré que no le diría a nadie, para protegerlo del escarnio. Él, a su vez, también se mostró agradecido.
Nos despedimos con un fuerte abrazo, pero Saúl siempre guardó cierta distancia; por respeto, por conservación o acaso por pudor.
Como último gesto me dio su número de celular. Y yo le aseguré que después lo buscaba para platicar. Me alejé del lugar, mientras el otrora Saúl se quedaba ahí a saborear otro vampiro, que recién le habían servido.
Mientras caminaba, volví a pensar en lo que había dicho el predicador aquél de San Francisco. Y también pensaba en la forma en que la vida da sus giros impredecibles.
Wasted days and wasted nights
I have left for you behind
For you don’t belong to me
Your heart belongs to someone else
Freddie Fender

Rodolfo Elías, escritor en ciernes nacido en Ciudad Juárez y criado en ambos lados de la frontera, colaboraba con la revista bilingüe digital, hoy extinta, El Diablito, del área de Seattle. Sus textos han sido publicados en la revista SLAM (una de las revistas literarias universitarias más prominentes de Estados Unidos), La Linterna Mágica y Ombligo. En la actualidad trabaja en dos novelas, una en inglés y otra en español.
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