/ un relato de José Manuel Ferrández Verdú /
Afuera, el frío del invierno. Dentro, un hombre y una mujer de edad mediana toman el calor del fuego y hablan:
—Has venido —dice él.
—¿En qué lo has notado?
—Soy muy observador.
Miran arder los troncos y el crepitar de la madera al quemarse es como una historia contada por el fuego
—¿Estás bien? —dice ella.
—No me quejo.
—¿De qué ibas a quejarte?
—Tendría que pensarlo primero. Hace mucho que no nos veíamos.
—Sí, mucho. ¿Por qué no me has escrito?
—No sabía tu dirección. Además ¿qué podía decirte?
—No sé, cualquier cosa.
—Lo he intentado, pero después de pensarlo no se me ocurría nada.
—¿Tan extraña te soy?
—Puede que sea eso.
Llamaron a la puerta. Era Federico, que venía de Madrid.
—Hola. Habéis ya llegado antes que yo.
—¡Qué bien lo has dicho!
—Os estoy viendo y no puedo creerlo. Hace apenas dos años, no nos conocíamos. Ahora estamos aquí los tres. ¿Cuándo llega Carmen?
—No lo sé —dijo Lola.
—Vive en Villarcayo, ¿no?
—Eso dijo. Ella recogerá a Mariam y llegarán juntas. Mariam vive en Calahorra.
Sonó el teléfono. Era Carmen. Venía con Mariam en su viejo vehículo y habían tenido una avería en medio del campo.
—Pero ¿sabéis donde estáis?
—No: hace mucho frío y el coche no anda. Menos mal que vamos bien abrigadas y tenemos dos mantas.
—¿No recordáis por qué pueblos habéis pasado?
—Íbamos hablando y no nos dimos cuenta, pero eran pueblos pequeños y mal iluminados.
—¿Hace mucho que habéis salido de Calahorra?
—Sí, un buen rato.
—¿Como cuánto?
—Pues no sé. Lo mismo tres cuartos de hora que una hora o una hora y media. Ya te digo que no me he fijado porque venimos hablando todo el camino sin parar y no nos hemos dado cuenta de nada. Cuando vas hablando no sabes si pasa más tiempo o menos.
—Eso es verdad, pero para ir a por vosotras necesitamos saber dónde estáis, aunque sea aproximadamente.
—Es una carretera estrecha por donde no pasa nadie, creo que nos hemos perdido
—Bueno, no te preocupes: vamos a por vosotras. Debéis de estar cerca de Soria. Ya os llamaremos.
Subieron al coche los tres y se dirigieron a toda prisa hacia el norte, rumbo a Soria. Pero el camino era largo, y la noche helada. El coche tardaba en calentarse y no podían correr demasiado porque Federico no era Fangio ni nada por el estilo. En varias ocasiones estuvieron a punto de salirse de la carretera en alguna curva. Además, tampoco sabían muy bien en qué dirección iban, ya que de momento no habían encontrado ningún pueblo y no conocían muy bien las carreteras comarcales. Al cabo de un rato llegaron a una aldea que se hallaba en dirección oeste de donde partieron.
—Creo que por aquí no vamos muy bien —dijo Paco.
—¿Por qué dices eso?
—Porque creo que vamos en dirección a Toledo.
—Tendremos que desviarnos por el primer cruce a la derecha, al norte.
—Sí, eso sería justo.
Al llegar a un cruce, tomaron en dirección norte y continuaron a una velocidad moderada, pero, aun así, Federico iba dando cabezadas y al final se salió de la carretera y el coche dio varias vueltas de campana hasta que se detuvo de nuevo en posición normal.
—¡Menuda suerte hemos tenido! —dijo Lola, medio aturdida por los golpes y el ajetreo.
—¿Tú a esto lo llamas «suerte»?
—Podría haber sido peor. Suponte que el coche se detiene al revés.
—No se puede decir que no seas optimista.
Todo esto lo dijeron mientras intentaban adoptar de nuevo una posición normal, ya que habían quedado un poco descoyuntados por las volteretas.
El coche no arrancaba, y estaban en medio de un prado que a la luz de la luna era muy bonito.
—¡Fijaos qué vista —dijo ella—! Hay niebla sobre la yerba, y aquellos árboles…
—Deberíamos llamar a Carmen y decirle lo que nos ha pasado.
—Eso las preocuparía aun más, y podrían asustarse.
—¿Entonces qué hacemos?
—No lo sé.
—Es mejor dormir; y cuando amanezca, ya veremos. Hace mucho frío para ir andando.
Abrigados por la ropa y alguna manta vieja se juntaron detrás los tres, calentándose mutuamente hasta quedar dormidos, no sin que antes Federico intentara algo raro pero normal con ella.
Al amanecer, los volvió a llamar Carmen.
—¿Por dónde vais?
—Estamos cerca de Toledo —dijo Federico.
—Pues no parece que hayáis adelantado mucho en toda la noche. Nosotras vamos a ir andando, a ver si encontramos algo.
—Nosotros también —dijo Federico, y acto seguido se dio cuenta del error.
—¿Cómo que vosotros también? ¿Es que os ha pasado algo?
—No, en realidad lo que quería decir es que nosotros también vamos hacia allí. No os preocupéis, que no tardaremos en llegar ahora que es de día.
—Si encontramos algún pueblo, os llamo y os lo digo.
—De acuerdo.
Carmen y Mariam salieron del viejo Seat y comenzaron a andar por una carretera estrecha que serpenteaba entre colinas suaves y por donde no se veía ninguna casa, ni nada que mostrara signos de estar habitado por seres humanos.
Pero en una curva encontraron a un hombre tendido en medio de la carretera y se quedaron de piedra, mirando el cuerpo en silencio las dos.
Luego se aproximaron hasta ver que se trataba de alguien de unos cuarenta y cinco o cincuenta años y que iba vestido con ropas muy viejas y abundantes, es decir, cubierto de harapos, pero muchos, para el frío. Hacía una mañana luminosa y helada y aquel individuo con pinta de pordiosero no daba señales de vida.
—¿Qué crees que le ha pasado? —dijo Miriam.
—¿Cómo quieres que lo sepa?
—Seguro que se ha muerto de frío. ¿Crees que deberíamos hacer algo?
—Pues no sé. Nunca me he tropezado con nadie tumbado en la carretera.
Carmen se inclinó y le tocó la frente. Estaba fría como un helado de vainilla.
—Está hecho todo un cadáver —dijo Carmen.
—No digas esas cosas, que me pones nerviosa.
—Hay que llamar a la Guardia Civil.
—¿Y dónde les decimos que estamos?
—Deberíamos apartarlo a un lado, no vaya a pasar alguien y encima lo aplaste o tenga un accidente.
—¿Quiénes somos nosotras para moverlo? Eso es cosa del juez.
—Bueno, pues larguémonos ya.
Continuaron andando y dejaron el cuerpo allí intacto. Aún no habían avanzado ni cien metros cuando escucharon detrás de ellas el patinazo de un coche, y luego una serie de ruidos y golpes. Vieron el coche caer por un terraplén y estrellarse contra el fondo, diez metros más abajo de la carretera.
Acudieron corriendo. El cadáver estaba en su sitio. Bajaron y se acercaron al coche que humeaba por el motor. Dentro había un hombre de unos treinta y cinco años, colgando boca abajo y quejándose levemente. Tras un montón de maniobras y estirones, lograron sacar de allí al chico y tumbarlo en el suelo. Luego comprobaron si se había roto algo, lo que afortunadamente no había sucedido en apariencia. Pero el hombre se quejaba sin cesar hasta que poco a poco fue recobrando el ánimo. Estaba contusionado y dolorido, pero nada más.
—¿Qué pasa, quienes sois? —preguntó cuando fue consciente de la presencia de las mujeres.
—No creo que nos conozcas. Pero te has caído con el coche desde la carretera y te hemos sacado. ¿Cómo te encuentras?
—¡Ay, ay! —decía como toda respuesta—. Me duele todo.
—No parece que te hayas roto nada.
—Pero ¿de dónde habéis salido, qué hago yo aquí, de quién es ese coche?
Ellas se miraron.
—El coche es tuyo, ¿es que no te has dado cuenta del hombre tirado en la calzada?
—¿De qué hombre?
—El de la carretera.
—Yo no sé nada de carreteras ni de hombres y no os conozco de nada. ¿Qué mierda estoy haciendo aquí?
—Se ve que se te ha ido la olla con el golpe. Tú venías con este coche y te has caído por la ladera.
—¿Ah, sí?
—Como lo oyes.
—Pues no tengo ni idea de nada. ¿Adónde iba?
—Si tú no lo sabes, nosotras tampoco.
—Yo solo sé que no sé nada.
—Menudo Sócrates tenemos ahora.
Después de largas explicaciones que no condujeron a nada, el chico vio el cadáver del pordiosero. Decidieron que sería mejor apartarlo a un lado no fuera a pasarle lo mismo a otro que anduviera por allí, por donde nunca pasaba nadie.
Luego se marcharon los tres. Él iba dando tumbos, bajando la cuesta hacia un extenso valle donde no se veía otra cosa que grupos de árboles, matorrales y algunas colinas. Anduvieron durante un largo trecho y al cabo vieron no muy lejos un edificio blanco muy deteriorado. Parecía una casa de labranza y estaba rodeado por tres o cuatro pinos grandes. En la puerta había un automóvil, de manera que debía de haber gente.
—Será mejor que vayamos a esa casa a ver si nos pueden socorrer.
—Primero voy a llamar a los demás para explicarles lo que pasa —dijo Carmen. Llamó a Paco.
Por la mañana el coche seguía sin arrancar. Paco y los otros dos se pusieron en camino por la carretera hacia alguna parte en busca de ayuda. Cuando Carmen llamó a Paco, este no sabía qué decirle. Le parecía un poco ridículo contarles la verdad, es decir, que ellos, sus salvadores, estaban empantanados en alguna parte de la geografía patria. Optó por la dignidad.
—Hola, Paco, ¿por dónde vais ya?
—No te lo puedes ni imaginar. Menudo jaleo tenemos aquí. Por lo visto, varios camiones han tropezado entre ellos y han cortado la carretera. Debemos de estar cerca de Toledo
—Pero anoche me dijisteis que estabais cerca de Toledo.
—Ya, pero es que esto ha debido pasar esta noche, y desde entonces estamos atascados.
—¿Y no podéis coger otra ruta?
—Imposible, tenemos coches delante detrás y a los lados. Esto es el infierno.
—Válgame la inmaculada concepción de María. Bueno, ya os contaremos. Vamos camino de una casa que hay en medio del campo. Intentaremos llegar a alguna parte en cuanto podamos. Ya nos llamamos.
—Perfecto. No os preocupéis: pronto daremos con vosotras. Tenemos muchas ganas de veros y tomarnos tres o cuatro botellas de vino juntos.
—¿Y los otros qué tal?
—Pues ya te lo puedes imaginar: medio histéricos.
—Vaya por Dios. Bueno, que os vaya bien.
Tras esta cordial conversación, tanto unos como otros continuaron andando.
Carmen y Mariam, junto con el joven llamado José María, se dirigieron hacia la casa, para lo cual dejaron la estrecha carretera y tomaron un camino de tierra a medio kilómetro de la hacienda. Al llegar, una joven con aspecto rarísimo y cara de muy pocos (pero muy buenos) amigos les abrió la puerta de madera, bastante deteriorada.
—¿Qué se os ha perdido aquí? —dijo a modo de saludo.
—Hola, buenos días —dijo Carmen—. A nosotras se nos ha roto el coche no muy lejos. Este chico ha tenido un accidente con el suyo y hemos encontrado un cadáver a unos dos kilómetros de aquí.
—¿Nada más? —dijo la chica con una risita.
—¿Qué cojones está pasando ahí fuera? —dijo una voz desagradable de hombre desde el interior.
—Nada —dijo la chica volviendo la cabeza—. Que tenemos aquí el rosario de la aurora, que ha venido a verte.
—¿Qué?
—Lo que oyes. Será mejor que salgas.
Al momento apareció en la puerta una figura esbelta vestida de negro. Tenía una cara llena de arrugas y cicatrices, unos cincuenta y tantos años, pelo liso y lacio que le caía recogido en una cola y una mirada de ira contenida y mala idea.
—¿Qué coño pasa, quienes sois, qué hacéis aquí?
—Ya se lo he dicho a su secretaria —dijo Carmen—. Se nos ha estropeado el coche. Este joven se ha caído con el suyo por un barranco y hay un muerto en la carretera un poco más al norte.
—Bueno, ¿y qué?
—Necesitamos saber dónde estamos.
—Tienen pinta de gentuza —dijo la chica.
—Tú cállate hasta que yo te lo diga —le dijo el de negro—. Veamos, señoritas: no os puedo decir dónde estamos porque no lo sé, de manera que ya os estáis largando por el mismo camino que habéis venido.
—¿Es usted un maltratador de mujeres? —dijo Mariam.
—Sí, y de hombres, ¿por qué lo preguntas?
—Por simple curiosidad. Sepa que me estoy quedando con su cara.
—¿Y para qué quieres mi cara, chata? Ya tienes una que no está mal.
—¿Es que piensa maltratarme a mí también?
—Si insistes… Haced el favor de pasar —dijo, sacando un revólver de alguna parte.
—Eh, oiga, que yo no las conozco de nada —dijo José María.
—Entra, capullo —le dijo la joven.
Ante eso, no tuvieron más remedio que entrar a la casa, donde había una mesa grande y un sofá. Sobre la mesa había de todo, y en el sofá una mujer gorda, rubia y muy pintada con una botella de coñac en la mano. A su lado un tipo grueso y bajo, de ojos saltones y mejillas sonrosadas, fumaba un puro habano del tamaño de la cruz de los caídos
—¿Qué pasa ahora? —dijo el gordo.
—Tenemos compañía —dijo la chica greñuda y flaca que llevaba unos pantalones ajustados y un jersey raído debajo de una cazadora.
El de negro los hizo sentar en tres sillas plegables.
—¿Por qué están aquí dentro? —dijo el gordo.
—Porque quiero hablar un poco con ellos —dijo el alto.
—¿Hablar de qué? No hemos venido aquí para hablar con el primero que pase.
—Déjame a mí, que yo sé lo que hay que hacer con esta gente.
—¿Y qué piensa hacer? —dijo Carmen.
—Eso lo verás enseguida, nena.
Tras decir esto, los ató y amordazó. A continuación extrajo un libro de una estantería donde había seis o siete, algunos deteriorados, y empezó a leerles En busca del tiempo perdido. A los recién llegados se les abrieron los ojos de asombro, pero como tenían cerrada la boca con cinta, no pudieron ejercer su libertad de expresión.
Conforme le fueron tomando el gusto a la novela, se fueron sosegando al entender que aquel maldito hijo de puta era un hombre de bien, al menos literariamente. Al cabo de un rato, no pudieron aguantar más el deseo de dormir, entrando en un profundísimo sueño. La joven los miraba con media sonrisa y los del sofá sonreían también, como si apreciaran con conocimiento de causa las cualidades del texto.
Pero el tipo de negro, con una desconsideración y mala educación gigantescas, continuó leyéndoles, de manera que si lograba despertar, alguno volvía a dormirse de inmediato sin tratar de enterarse de los avatares y tejemanejes de todas aquellas marquesas y marquesinas.
Cuando le pareció bien, el de las cicatrices los soltó y se derrumbaron sobre el frío suelo. Así estuvieron un rato. Luego les arrojó un cubo de agua y cuando se hubieron despertado del todo los echó con cajas destempladas de la casa y se marcharon de nuevo hasta la carretera por la vereda, para continuar después caminando por el asfalto en busca de auxilio físico y moral. Pero aliviados de la lectura de la novela incomparable.
Después de caminar un rato, escucharon por detrás el rumor de un vehículo. Era un furgón viejo que hacía un ruido de mil demonios cuando llegó hasta ellos. Le hicieron la señal de parar y el furgón se detuvo. Dentro iba un hombre con una pelambrera oscura y una barba más oscura aún, con gafas de sol.
—¿Qué pasa? —dijo el conductor.
—¿Sería usted tan amable de llevarnos? Hemos tenido una avería y un accidente y buscamos algún pueblo por aquí cerca. ¿Sabe usted dónde estamos?
—Claro, estáis aquí conmigo. Está bien: podéis subir detrás.
El hombre bajó y abrió la puerta trasera por donde subieron. Allí iban cuatro individuos de dudosa apariencia. Iban sentados en un rincón y los miraron como si los hubieran interrumpido en algún asunto importante.
—No os preocupéis por ellos; vosotros, a lo vuestro.
Continuaron el viaje. Ellos se habían sentado juntos en otro rincón. Los otros no dejaban de mirarlos, pero no decían nada. Al cabo de un buen rato, el furgón se detuvo bruscamente y el conductor abrió la puerta de atrás. Estaban en el interior de un enorme patio rodeado por una pared de piedra, con un caserón en uno de los laterales.
—Ya podéis bajar, amigos —dijo el conductor.
—¿Qué sitio es este? —dijo Carmen.
—Un sitio de lo más normal. Aquí estaréis bien.
—Pero creíamos que nos dejaría en algún pueblo cerca de aquí.
—Ya, eso creía yo, pero a veces las cosas no son lo que uno quiere. De momento estáis aquí, y aquí os vais a quedar hasta que venga el jefe.
—¿Qué jefe?
—El jefe de todo esto. Es un tipo estupendo, ya lo veréis, y en cuanto le cojáis confianza no vais a querer a ningún otro jefe, ni ir a ninguna parte.
—No necesitamos ningún jefe. Si no quiere llevarnos a algún pueblo cercano, nos vamos andando —dijo Carmen, y los otros dos asintieron. Mientras tanto, los cuatro individuos habían bajado y se habían repartido por el lugar como si aquello les resultara familiar. En el interior de alguna parte se escuchaban mugidos y otros ruidos de animales. Una puerta se abrió y apareció un hombre grueso y grande, con gorra y vestido con un abrigo que le llegaba hasta las pantorrillas.
—Hola, jefe —dijo el conductor.
—¿Qué me traes hoy? —dijo.
—Lo que está viendo. A estos tres los he recogido por la carretera. Parece que han tenido un accidente o no sé qué.
—Una avería nosotras y un accidente este chico —dijo Mariam.
—Bueno, eso ya no tiene importancia. Ahora estáis aquí y eso sí que es importante.
—¿Por qué es importante? —dijo Carmen.
—Porque estáis conmigo y podréis disfrutar de mi hospitalidad. No sé si ya os ha hablado Benito de eso.
—Benito solo nos ha dicho que aquí hay un jefe, pero nosotros sólo queremos irnos.
—Pero bueno, ¿tan mal os caigo? ¿Es que no tenéis un poco de consideración con quien os ha acogido?
—Usted no nos cae ni bien ni mal, pero nosotros tenemos una cita con unos amigos que deben de andar cerca de aquí buscándonos. Necesitamos recoger nuestro coche, que se ha quedado averiado, y además este joven ha sufrido un accidente y necesita atención médica. Por cierto —dijo Carmen dirigiéndose a Benito—, ¿no ha visto usted un cadáver en una curva de la carretera?
Mientras hablaban, los otros cuatro se habían reunido cerca de ellos y asistían a la conversación con cierto interés.
—Eso no es asunto mío ni vuestro.
—Vale, pero creo que se debería avisar a alguien.
—Eso lo decidiré yo cuando lo considere oportuno. Mientras tanto, es mejor que os acomodéis en alguna de las habitaciones de la casa —dijo el jefe.
—¿Es que no le he explicado bien nuestra situación?
—Me la has explicado de maravilla, pero vuestra situación ahora es que vais a entrar en la casa y os vais a quedar tranquilos hasta que piense más en vosotros —dijo el jefe— y no tenéis que preocuparos de nada. Luego os daremos de comer y podréis lavaros y descansar en las camas, que, aunque son antiguas, ya quisieran muchas de ahora tener la lana que tienen estas.
—¿Acaso nos va a obligar a quedarnos aquí? Tiene usted armas de fuego.
—No, mujer, no te pongas así. Yo solo quiero ayudaros.
—¿Nos vais a llevar luego en la furgoneta a algún pueblo cercano?
—No te digo que no.
—¿No tendrá usted libros ocultos por ahí, verdad?
El hombre se sorprendió y la miró como si no supiera a qué atenerse.
—¿Os gusta leer?
—Lo que no nos gusta es que nos lean
—Será mejor que dejemos las preguntas tontas para el final.
Entraron en la casa ellos y los cuatro sujetos. Luego Benito los repartió en dos amplias habitaciones que había contiguas, ellos en una con dos camas y los otros cuatro en la de al lado, con dos literas. El jefe y Benito montaron en el furgón y se largaron, cerrando la puerta grande de madera que daba acceso al patio de tierra. La pared era alta y no parecía fácil superarla. Las ventanas de las habitaciones daban al patio y seguían escuchándose mugidos y sonidos de animales.
—Esto no me gusta —dijo Mariam, ya en la habitación después de que se hubieran lavado un poco.
—A mí tampoco —dijo José María.
—Tenemos que pensar algo para salir de aquí. Se han ido y no sé si tendrán intención de llevarnos a ninguna parte.
—¿A qué se dedicará esta gente?
—Cualquiera sabe.
—¿No recuerdas nada todavía?
—No, no sé ni quien soy ni qué hago aquí. En mi carné dice que me llamo José María, y eso sí lo recuerdo, y que vivo en Plasencia, lo cual me suena a chino. Al menos con vosotras me siento tranquilo, pero el jefe ese y su empleado no parecen gente limpia.
—El coche donde ibas no llevaba documentación.
—Pues qué bien.
Se empezaron a escuchar gritos y golpes en la habitación de al lado. No debían de llevarse muy bien.
—¿Qué estará pasando?
—Cualquiera sabe, esos tíos me dan mala espina. Parecen inmigrantes de dios sabe dónde y seguro que los tienen ahí para llevarlos a alguna parte.
—En alguna parte ya están…
Se abrió de golpe la puerta y los cuatro estaban allí mirando a las mujeres y quietos como estatuas.
—¿Qué pasa? —dijo Carmen—. ¿Queréis algo?
—Niosotros quirimos estar junto con ustides.
—¿Juntos para qué?
—Porqui somos más.
—¿Y para qué queremos ser más? aquí no tienen nada que hacer, quédense en su habitación y, si es posible, no hagan mucho ruido, que queremos dormir.
Cerraron la puerta despacio y se oyó como entraban de nuevo en su cuarto. Al momento volvieron a escucharse discusiones y golpes. Debían de estar locos.
Al cabo de un buen rato, se oyó depositar algo en el suelo y llamaron a la puerta. Cuando abrieron no había nadie; solo una bandeja con tres platos de cocido y pan y una botella de vino. En la puerta de al lado también habían dejado comida. Saciaron el hambre. Eran casi las cinco de la tarde. Carmen llamó por teléfono a Paco.
—Hola, Paco, ¿cómo va todo por ahí?
—Perfectamente. ¿Sabéis ya donde estáis?
—Sí y no. Nos han recogido en la carretera y estamos en una hacienda. Pero no sabemos dónde se encuentra.
—¿No habéis preguntado en la hacienda?
—Sí, pero no saben nada.
—¿Cómo que no saben nada?
—Como lo oyes. ¿Por dónde vais?
—Estamos llegando a Toledo
—¿Aún? Pero bueno, qué manía con Toledo. ¿Es que vais a hacer alguna visita turística?
—No, pero hemos tenido que desviarnos
—Pues estamos arreglados. Bueno, ya me llamas cuando estéis más cerca.
—No te preocupes.
En realidad iban caminando por el arcén de una carretera e intentaban que alguien los recogiera, porque no se divisaba ningún pueblo. El terreno era suavemente ondulado. Un camión pequeño se detuvo.
—¿Podría llevarnos hasta el próximo pueblo?
—Por supuesto: suban detrás.
Subieron detrás y el camionero cerró la puerta. El camión continuó el viaje a toda velocidad y ellos iban dando tumbos en su interior vacío. Solo había una pequeña ventana inaccesible. Durante varias horas, el camión continuó a una marcha que parecía impropia de aquel vehículo. Varias veces cambió de carretera, porque notaron como frenaba y tomaba otra dirección. Intentaron ponerse en contacto con el conductor, pero les fue imposible. También intentaron mirar por la ventanita, y para ello uno debía apoyarse en los otros, pero con los vaivenes del febril vehículo, que parecía haber tomado por carreteras en mal estado, no consiguieron ver nada.
El viaje duró varias horas. En un momento dado, el camión comenzó a hacer zigzag hasta salirse de la calzada y volcar, dando vueltas sobre sí mismo hasta detenerse con un golpe tremendo. Ellos fueron revolcados también por todo el interior de la carrocería cerrada. Acabaron magullados y medio muertos. Solo al cabo de media hora o más lograron sobreponerse y comprobar su estado físico. Paco tenía una mano hinchada y varios moratones en la cabeza y la cara. A Federico le dolía una pierna como si se hubiera tirado desde una altura de varios metros y Lola estaba en un ¡ay!
Intentaron contactar con el conductor, pero fue imposible. No sabían si estaba vivo o muerto. Solo al cabo de un rato se abrió la puerta de atrás, dando un golpe contra el suelo, y vieron al hombre que parecía recién llegado de alguna batalla entre enemigos irreconciliables. Llevaba toda la cara llena de sangre y andaba cojeando y maldiciendo su suerte.
—¿Se puede saber que intenta hacer con nosotros? —dijo Federico.
—Salid de una puta vez y largaos donde no os vea. Estoy harto de vosotros.
—¿Por qué no nos dejó en el primer pueblo, como habíamos quedado?
Pero el tipo sacó una navaja y los amenazó si no se marchaban. Salieron de allí y vieron que estaban en el fondo de una hondonada no muy profunda, llena de arbustos y vegetación, que era lo que había amortiguado la caída del vehículo. Un arroyo de aguas cristalinas pasaba a pocos metros y, a ambos lados del mismo, una fila de álamos cuyas hojas se movían con la brisa suave de la tarde. Hacía frío, pero estaban en un lugar sin duda hermoso. Como vieron que el otro no les quitaba ojo de encima se pusieron en camino hasta perder de vista al camión y al camionero. Luego encontraron una carretera estrecha que tomaron en dirección norte. Caminaron hasta llegar a un valle donde había diseminadas a lo lejos pequeñas edificaciones campestres.
—Deberíamos llamar a las chicas.
—Sí.
Paco las llamó.
—¿Qué tal estáis?
—De momento bien. ¿Por dónde vais?
—Creo que al norte de Toledo. Es posible que no tardemos en llegar.
—Vaya con Toledo. Debe de ser la única ciudad que queda en España.
—¿Qué quieres? Hacemos lo que podemos, y el coche no da para más.
—Os esperaremos, aunque no sabemos aún donde estamos. Cuando lo averigüemos, seréis los primeros en enteraros.
—Me alegro de que estéis bien. Bueno: paciencia, que ya falta menos.
—Vale, hasta luego.
Salieron a una llanura y en poco tiempo vieron, no muy lejos de la carretera, un caserío grande y blanco, adonde se dirigieron por un camino de tierra. Llamaron a la puerta y una mujer de unos cuarenta años vestida con un delantal gris sobre un jersey y unos pantalones anchos les abrió.
—Hola. Nos hemos perdido, y nos gustaría que nos dijeran qué sitio es este.
—Pasen, por favor. No se queden ahí fuera, que hace frío.
Los hizo pasar hasta una sala grande donde había una cocina y una mesa de madera suficiente para diez o doce comensales.
—Tendrán hambre seguramente.
—Sí, muchas gracias señora.
Ella les sirvió tres grandes raciones de cocido y una jarra de vino y pan.
—¿Qué provincia es esta? —preguntó Paco mientras comían con apetito.
—Estamos en plena región de Bactriana —dijo ella.
—¿Qué?
—¿No conocen la Bactriana? Es una tierra dura, pero cuando vives aquí, le tomas cariño.
Ellos se miraban entre sí sin decir nada.
—Pero ¿no estamos en España?
—No creo, ya les digo. Además, les voy a enseñar algo que los va a sorprender. Síganme, por favor.
—La mujer los condujo por los pasillos oscuros del edificio hasta una puerta que abrió y apareció un patio rectangular donde había un camello bactriano y alguna vaca y oveja, así como cabras, gallinas, conejos y pavos sueltos a lo largo y ancho del corral.
—¿Ven ustedes como no les miento? He ahí un camello con dos jorobas.
El animal, en efecto, presentaba dos protuberancias enormes, y era de considerable tamaño. Se dedicaba a comer pasto seco de un pesebre adjunto a una pared muy alta y desconchada. Giró el enorme cuello y los miró mientras masticaba la paja. Luego continuó comiendo indiferente.
Ellos estaban asombrados y tomaban a aquella pobre mujer, que los había atendido con tanta amabilidad, por loca o algo parecido, de manera que le siguieron la corriente para no entrar en discusiones absurdas.
—Si desean acomodarse y descansar, en la casa hay muchas habitaciones libres donde podrían echarse un rato.
—Se lo agradecemos sinceramente, pero nos iremos pronto, porque buscamos a unos amigos que se han extraviado.
—Como deseen.
—¿Vive usted sola aquí?
—No, solo soy la sirvienta.
—¿Y los dueños no están?
—El dueño ha salido y no tardará en volver. Pero no se preocupen por eso. Es un buen hombre.
Los alojó en un cuarto con tres grandes camas donde se tumbaron ya que estaban agotados del largo viaje.
Pronto se hizo de noche, pero su sueño era tan profundo que pasaron allí hasta el día siguiente. Por la mañana despertaron y salieron. Después de dar vueltas por los pasillos, al final dieron con la cocina donde estaba la mujer y un hombre grande y corpulento que desayunaba un plato de alubias.
—Buenos días, no queremos molestar. Les agradecemos sus atenciones. ¿Es usted el dueño de la casa?
—Sí.
—Pues creo que le debemos un favor. Nos gustaría pagárselo de alguna manera.
—No se apuren por eso. Desayunen conmigo, los invito.
—Muchas gracias.
Se sentaron a la mesa y comieron rodajas de tocino, pan, higos, fruta, café con leche y vino.
—Según nos dijo ayer su empleada —dijo Federico, para ver qué decía el dueño de la casa—, estamos en una región llamada Bactriana. Ayer pudimos ver el camello que tienen en el patio.
—Ya, a Justa le gusta enseñarlo a la gente que pasa por aquí.
—Pero entonces, ¿es cierto que esta zona se llama así?
—No estoy seguro. Llevo aquí viviendo poco tiempo. Pero es una buena tierra y la gente de por aquí es de lo más acogedora. ¿Qué hacen ustedes andando por estos terrenos?
—Buscamos a unas amigas extraviadas.
—Ya, comprendo. Hace unos días llegaron dos mujeres con un joven. Están aún en la casa y tal vez sepan algo.
—¿Podríamos verlos?
—Pues claro.
El Jefe los condujo hasta la habitación donde estaban Carmen y Mariam con el joven. Estaban vestidos y hablaban entre ellos cuando se abrió la puerta y apareció el Jefe, acompañado por sus amigos.
—¡Ah, qué alegría veros! —dijo Mariam, y ambas mujeres se levantaron y se dirigieron a los tres recién llegados, con los que intercambiaron besos, abrazos y palabras de regocijo.
—Tengo que hacer unas cosas, quédense aquí mientras tanto. Ahora después pasaré a verlos.
Y cerrando la puerta, el jefe se fue. Ellos estaban emocionados y felicitándose por el encuentro inesperado.
—¿No me dijisteis que estabais al norte de Toledo ayer por la tarde?
—Hemos tenido mucha suerte —dijo Lola— y nos han traído hasta aquí.
—¿Cómo que os han traído?
—Después de hablar con vosotras, se nos paró el coche. Menos mal que nos han recogido y nos han traído en un furgón —dijo Federico.
—Pues qué casualidad que os hayan dejado aquí mismo, porque este sitio debe ser el más perdido de España
—Como que estamos en una región de la que nunca he oído hablar —dijo Federico.
La puerta se abrió y apareció el jefe acompañado de cuatro hombres enormes. Ellos los miraron sin saber a qué atenerse.
—Bueno, amigos, supongo que desearéis continuar vuestro viaje. Precisamente acaban de llegar estos conocidos míos que han traído un cargamento y se van de vacío. Si lo desean, pueden llevaros con ellos hasta algún pueblo cercano donde podréis buscar alojamiento, a no ser que queráis quedaros en la casa. Por mí no hay ningún inconveniente. Aquí tratamos bien a todo el que llega, como habéis tenido ocasión de comprobar.
—No sabe cómo se lo agradecemos —dijo Paco—, pero no podemos seguir abusando de su hospitalidad. Nos vamos con estos caballeros
Todos, incluido el chico del accidente que miraba y escuchaba sin comprender nada, subieron al interior de un nuevo camión cuyas puertas se cerraron.
Durante días el camión viajó y a ellos no se les permitió salir. Los cuatro conductores se iban alternando y debieron de viajar miles de kilómetros haciendo solo breves paradas. Les dieron bocadillos y agua y sus necesidades debieron hacerlas dentro del mismo camión. Al cabo de varios días, el camión se detuvo definitivamente. Era ya primavera y estaban en algún lugar de no se sabe dónde desde el cual solo se divisaba la infinita estepa en todas direcciones. La carretera era recta y larga y no se divisaba vehículo alguno. Allí fueron abandonados a su suerte por aquéllos cuatro conductores, quienes después de hacerlos bajar de su horrible cárcel que apestaba, se marcharon de nuevo con el tráiler hacia dios sabe dónde.

José Manuel Ferrández Verdú (Orihuela, 1953) es escritor y dibujante. Ha trabajado como escribiente durante treinta años y ha ganado un premio de cuentos cortísimos acerca de las costumbres secretas de los irlandeses, titulado O’Connor y publicado en esta misma revista. Así mismo, ha publicado relatos en las revistas La Lucerna y Empireuma, es colaborador habitual de la revista El Murmullo, que dirige Manuel Susarte, y ha escrito la novela La Torre de los Músicos, publicada en formato digital en Scribd, así como el libro Doce novelas imposibles, inédito, siguiendo el modelo de las novelas ejemplares de Cervantes, admirable poeta español de los siglos XVI-XVII.
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