Escenario

El chico y la garza

Javier Mateo Hidalgo reseña la última película del mítico Studio Ghibli.

/ una reseña de Javier Mateo Hidalgo /

Han pasado diez años desde que Studio Ghibli estrenaba la que, se suponía, iba a ser la última realización del mítico Hayao Miyazaki. Kaze tachinu («El viento se levanta», 2013) narraba la vida del histórico diseñador aeuronáutico Jiro Horikoshi, responsable de la creación de distintos cazas japoneses durante la segunda guerra mundial. Una lírica aunque dura historia ambientada en un conflicto bélico ya familiar en la filmografía del estudio de animación japonés. El realizador experimentó a muy corta edad las consecuencias de este episodio histórico, pues el padre era diseñador de timones de aviones de combate, y este junto a su familia tuvieron que ser desplazados de Tokio a Utsonomiya al ser bombardeada la empresa que fabricaba dichos vehículos de guerra. Miyazaki nunca olvidó la impresión que produjeron en él los bombardeos nocturnos a la ciudad a la que emigraron, cuando solo tenia cuatro años y medio, así como la huida de la ciudad en llamas, con su cielo coloreado por el fuego.

Muchos de estos elementos tenían por fuerza que ocupar el imaginario de su producción, incluyendo el último filme que, contra todo pronóstico, ha sido estrenado diez años después de su supuesta última película. Nos estamos refiriendo a Kimitachi wa dô ikiru ka (2023), que ha sido traducida al español como El chico y la garza, aunque su título original es el de la novela clásica de Genzaburo Yoshino que adapta: ¿Cómo vives? (1937). Si bien por el año resulta previa a la segunda Gran Guerra, contiene elementos esenciales que definen la propia historia fílmica, así como otros introducidos por el propio Miyazaki y pertenecientes a su imaginario y obsesiones. De nuevo, se presenta su experiencia traumática con la guerra —a través también de un padre que, intuimos, fabrica aviones de guerra—, del mismo modo que se incluye el episodio de la ciudad en llamas y el impacto en el niño —en este caso, la pérdida de la madre a causa del incendio—. Como Mahito, Miyazaki provenía de una familia bien posicionada, y esto se advierte no solo en los lujos de los que dispone a su alrededor, sino en el privilegio de escapar de la ciudad y alojarse en una casa de campo, alejada de los núcleos urbanos más peligrosos durante la guerra. En este sentido, se advierte el recelo y hostilidad que recibe de otros niños de su edad con los que debe compartir aula en el nuevo colegio. Con una situación mucho más desfavorecida que la de Mahito, estos niños ven con malos ojos las ventajas de las que disfruta, derivadas de la situación económica desahogada —por ejemplo, su llegada al colegio en un coche último modelo.

Debido a todos estos factores que conforman la nueva y dura posición para el niño (la pérdida de la madre, el abandono de su hogar, la presentación de la nueva pareja embarazada de su padre como sustitución de la figura materna y el rechazo por parte de otros niños), la fantasía hace su aparición como medio para soportarlos. Será entonces cuando aflorará el universo siempre mágico de Miyazaki, conformando la transición que ayudará al protagonista en su camino hacia la edad adulta. Un aprendizaje simbólico con el que asumirá la nueva realidad, saliendo de su viaje iniciático fortalecido. Algunos de estos elementos aparecerán aún en el supuesto mundo cotidiano: las siete y caricaturescas criadas de la nueva casa como los siete enanitos del cuento, la apariencia sobrenatural de una garza que sigue al niño o la extraña torre cercana a la casa. Su presentación anuncia lo que está por venir y constituye la marca de la casa: el imaginario característico de Ghibli, el corazón de las generaciones que han crecido con este inconfundible imaginario, a caballo entre lo tierno, lo humorístico y lo inquietante. Del mismo modo que lo ha hecho Disney y Pixar por separado y finalmente unidos, así como otras manos directoras de múltiples manos como las de los estudios Fleischer, Aardman, Madhouse o —ya en pequeña pantalla, sin disminuir su mérito—, Hanna-Barbera.

Frente al carácter aséptico aportado por los avances tecnológicos y digitales en la era última de la animación, Miyazaki ha defendido como romántico insobornable la plástica siempre pictórica de sus dibujos; su paciente tarea en la elaboración de las imágenes. También ha parecido evadir, con este último filme, el mastodóntico aparataje de la publicidad promocional. Su austeridad ha sorprendido a público e industria, tal vez temiendo reproches ante la llegada de una nueva película que nadie esperaba —tras su firme convicción pregonada a los cuatro vientos de que no volvería a producir ningún título—. No obstante, no cabría reprochar nada al maestro japonés, sino al contrario: agradecer su resurrección o no despedida. Su caso nos recuerda a otro reciente, el del carismático actor británico Michael Caine, quien tras anunciar un falso retiro previo acaba de presentar su supuesta última película como intérprete. «Post-últimos» regalos para ese público que valora sus trabajos y arte.

En esta presunta última aventura, han acompañado a Miyazaki habituales figuras. La más destacada será Joe Ishaishi, magnífico compositor sinfónico de las bandas sonoras más conocidas de Ghibli (Mi vecino Totoro [1988], Porco Rosso [1992], La princesa Mononoke [1997], El viaje de Chihiro [2001] o El castillo ambulante [2004]), así como otras de diferentes cineastas (El verano de kikujiro [Takeshi Kitano, 1999] o Despedidas [Yōjirō Takita, 2008]) y extraordinarias piezas de música pura (Cinema nostalgia [1998] o Variation 57-Concerto for two pianos and orchestra [2022]). También han intervenido como voces de los personajes figuras bien populares de la escena nipona, como Masaki Suda —protagonista del filme dramático Cien flores (Genki Kawamura, 2022)—, Kaoru Kobayashi —intérprete de la popular serie La cantina de medianoche (Joji Matsuoka y Nobuhiro Yamashitao, 2016) o el célebre actor británico Robert Pattinson.

Todo ello contribuye en la composición de esta obra de arte con mayúsculas, que sigue demostrando la vitalidad de un creador ya octogenario capaz de demostrar la vitalidad de las bases clásicas en las historias —empezando por el «viaje del héroe» y siguiendo por el trayecto como aprendizaje y proceso de maduración—, siempre susceptibles de reinventarse. Esperemos que, dentro de otros diez años —cuando cumpla sus noventa—, tenga lugar un nuevo resurgir de su cine en forma de un título.


Javier Mateo Hidalgo (Madrid, 1988) es doctor en bellas artes por la Universidad Complutense de Madrid (2019), donde cursó sus estudios de licenciatura en la misma especialidad (2012); titulado asimismo en sucesivos másteres en formación del profesorado en la especialidad de artes plásticas y visuales, guion cinematográfico y lenguajes y manifestaciones artísticas y literarias. Ha publicado diferentes artículos en revistas académicas como Archivos de la Filmoteca, Femeris, Aniav, Re-visiones, Asri o Síneris, así como pronunciado conferencias en espacios como el Instituto Cervantes, las universidades de Salamanca, Huelva, Valencia o la Universidad Complutense y la Autónoma de Madrid, ejerciendo asimismo como profesor de educación plástica, visual y audiovisual y dibujo artístico en varios colegios de Madrid. Debido a su formación multidisciplinar, su trayectoria ha abarcado diversos ámbitos relacionados con la cultura, tales como el arte, el cine, la música, la escritura o el teatro.

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