/ una entrevista de Eugenio Fuentes /
Napoleón Bonaparte murió el 5 de mayo de 1821, hace ahora doscientos años, en su destierro suratlántico de la isla de Santa Elena, a más de 1800 kilómetros de la costa angoleña. El hombre que durante dos décadas mantuvo a Europa en pie de guerra, el militar golpista que liquidó la Revolución francesa, codificó sus principios y se autocoronó emperador en presencia del Papa, ya generaba fascinación en vida. En buena parte la alimentó él mismo a conciencia y, desde entonces, no ha hecho sino multiplicarse. T. S. Norio, seudónimo del escritor asturiano Braulio García Noriega, fue víctima del embrujo durante un tiempo y ahora discurre sobre él en su última obra, El vicio de Napoleón (KRK). Una espléndida narración, hipnótica, trepidante, irónica y a ratos jocosa, que se estructura en 150 breves capítulos y no es ni biografía, ni estudio histórico, ni novela. En sus páginas está Napoleón en todas sus facetas, pero también muchas de las interpretaciones y dudas que suscita un personaje literalmente inabarcable, así como las modalidades e implicaciones de la adicción a su figura. Y, alimentando el conjunto, la presencia, a veces en sombras, a veces a plena luz, de un autor que, con El vicio de Napoleón, desafía las fronteras entre géneros y sale apabullantemente victorioso del empeño.

El vicio de Napoléon era el arsénico, ¿no?
El vicio de Napoleón, en realidad, era el poder. Entendiendo por vicio algo que te domina y te hace perder el norte y te conduce muchas veces a la desgracia. Lo del arsénico es una teoría, de las muchísimas que hay sobre Napoleón. Ya desde su muerte, una parte de Europa sostuvo que a Napoleón se lo habían cepillado los ingleses, responsables de su confinamiento en la isla de Santa Elena. En 1961, un químico sueco publicó un libro titulado ¿Quién mató a Napoleón? en el que, tras analizar numerosos restos de sus cabellos, concluía que contenían una cantidad de arsénico muy superior a la normal y que había sido asesinado.
¿De dónde salieron todos esos cabellos?
De Napoleón, ya en vida, se veneraba todo. En Santa Elena, cada vez que le cortaban el pelo se guardaban rizos para venderlos o conservarlos. Una de las explicaciones que se dio a esa elevada cantidad de arsénico en el cabello fue que, en la época, el tinte de los papeles pintados se fijaba con ese elemento y que era así cómo se habría envenenado. Sin embargo, habría sido el único muerto por esa causa en Santa Elena. Otra hipótesis era que el arsénico le había sido suministrado en el vino. Pero un friki napoleonólogo, de los muchos que hay, revisó la bibliografía y, haciendo nuevos análisis, elaboró la teoría de que Napoleón había estado ingiriendo arsénico durante muchos años.
¿Para qué?
La toxicología no estaba avanzada y se tomaban muchas sustancias sin saber si eran veneno. El arsénico, como la belladona, se usaba para hacer brillar más las pupilas o tener más resistencia sexual y, según este autor, Napoleón habría estado recurriendo a él unos veinte años. Se trata de una teoría más entre muchas. Lo normal es que Napoleón muriese de lo mismo que su padre: de un cáncer de estómago.
En todo caso, no es a este vicio al que hace alusión el título de su libro.
El título juega con la ambivalencia de la preposición de. El libro va mucho más, en efecto, del vicio, de la atracción que produce Napoleón en la gente que, como yo hice, se acerca a él.
¿Cómo lo contrajo?
A través de Stendhal. Cuando tenía veinticinco años leí a Stendhal, y me gustó muchísimo. Pero esas novelas se ambientan en la época napoleónica. El comienzo de La cartuja de Parma, por ejemplo, es la entrada de Napoleón en Italia. Y yo me preguntaba qué hacía Napoleón en Italia, porque solo sabía de él las cuatro cosas que se aprenden en el Bachillerato. Eso me llevó a comprarme la biografía de Emil Ludwig (Napoleón), y luego otra y otra más. Descubrí que lo que decía Ludwig en su libro, un análisis psicológico, no tenía nada que ver con lo que decía Dimitri Merezhkovsky en Vida de Napoleón, la segunda que leí. En tercer lugar leí una biografía marxista, donde se estudiaba a Napoleón como si hubiese dos: el libertador, continuador de la Revolución Francesa, y el tirano, ya malogrado, que no tenía nada que ver con el anterior. Sentí que el personaje se me escapaba. Y ahí fue quedando la cosa. Era solo un ramalazo.
Hasta que el vicio resucitó.
Treinta años después, y con una recidiva fuerte. Hay diferentes maneras de adquirir el vicio. Te puede interesar la reproducción de las batallas y, un día, te compras unos muñequitos para reproducir una. Pero Napoleón estuvo en sesenta batallas y, cuando te quieres dar cuenta, tienes la casa llena de muñequitos. Hay un francés que tiene una mesa como una casa de grande donde reproduce con meticulosidad científica la batalla de Waterloo.
El vicio ha generado un comercio de objetos muy lucrativo. En su libro cita la venta, en 2018, de un sombrero por 300.000 euros.
Es brutal. Hay tiendas de antigüedades especializadas solo en la época napoleónica. En una guía turística se reseñan cuatro mil sitios napoleónicos repartidos por el mundo. Si Napoleón pasó por un lugar, allí hay una placa, un pequeño museo, se puede visitar la pensión donde se alojó y en ella se conservan sus sábanas o los huesos del pollo que comió. Las rutas de las batallas son ya todas rutas turísticas. Y el coleccionismo puede ser muy lucrativo. El ex primer ministro francés Villepin, que escribió varios libros sobre Napoleón, fue comprando objetos napoleónicos durante años. Hacia 2008 se cansó del vicio y subastó su colección. Sacó 1,12 millones de euros. Un rizo de pelo imperial se vendió en 2010 por 10.700 euros. Uno de los mejores museos napoleónicos está en La Habana y se montó con la colección incautada al magnate azucarero Orestes Ferrara. Tenía una máscara mortuoria de Napoleón, la lámpara de lágrimas de Josefina, cuatro mil primeras ediciones de libros… El biógrafo Andrew Roberts, mientras escribía Napoleón, una vida (Palabra, 2016), tenía en su mesa un piojo con tifus de un soldado de Waterloo. Se lo había prestado una marquesa. En muchos casos, la cadena de custodia no se ha roto, así que la autenticidad está garantizada. Pero yo ahí no me he metido mucho. Ese es otro vicio.
A usted le dio por el literario.
Sí. El vicio, como explico en la introducción, tiene varias causas y una de ellas es la ingente bibliografía sobre Napoleón. Bob Dylan es abarcable; Napoleón, no. Una bibliografía napoleónica publicada en 2000 reseña diez mil libros traducidos al francés, sin incluir los de ficción ni las memorias de los contemporáneos. La bibliografía sobre las memorias fue establecida hace unos años por Jean Tulard, que es el number one ahora mismo, e incluye unos 1600 títulos. De modo que cuanto más parece que sabes, menos sabes. De repente descubres que son muy importantes las relaciones diplomáticas con Irán y tú ni siquiera habías oído hablar de ellas.
¿Y eso no sume en la desesperación?
Mi recaída fue voluntaria y ya sabía lo que había. Volví a meterme en el vicio cuando me encontré una caja con los libros que había acumulado durante el ramalazo de treinta años atrás. Pero esta vez me fijé un límite temporal. Y lo cumplí.
¿Empezó ya a escribir el libro durante la recaída?
No, ahí tomaba notas. La escritura fue posterior y representó una prolongación del vicio, porque me obligó a seguir pillando libros. Además, ahora, la bibliografía no solo es ingente sino que es mucho más accesible que antes. Oyes hablar de un libro sobre Napoleón y su gran interés en la producción de miel en la isla de Elba, lo buscas en Internet y rápidamente lo tienes.
La escritura completó, entonces, el proceso de desintoxicación.
Fue al mismo tiempo el vicio y la terapia. Me dije: escribo el libro y, el día que lo acabe, corto y a tomar por saco Napoleón.
El vicio es muy antiguo. Empieza en vida de Napoleón.
El tipo ya atraía en vida, porque trabajó muchísimo su imagen, empezando por su nombre, que sonaba muy mal en Francia. Sonaba extranjero y hasta un poco ridículo lo de Napoleón I. Así que lo dejó en Napoleón, a secas, sin títulos ni palitos. Fijó esa marca muy pronto y los ingleses, mercaderes como son, vieron desde el comienzo que ahí había un negocio editorial y empezaron a sacar libros de batallas, muchas veces falsos, al mes, a los dos meses de que se libraran. Y también falsas memorias. El propio Napoleón dictaba crónicas falseadas de batallas. En ese momento, ya había gente que se creía Napoleón. Una noticia del Times de 1815, justo después de la derrota definitiva en Waterloo, informa de un sargento francés detenido por anunciar que va a recomponer los ejércitos imperiales e invadir Inglaterra.
Esa marca Napoleón es un concepto muy contemporáneo.
Es una de las razones que hacen tan adictiva su figura. Él lo vio desde el principio. Ya en su primera campaña en Italia, en 1796, tres años antes de dar el golpe de Estado del 18 Brumario, se dedicó a sacar periódicos a mayor gloria suya. Pagaba a pintores como David para que le retratasen con caballos blancos aunque el suyo fuese marrón. Y como la Revolución francesa había liquidado la corte del Antiguo Régimen, creó una nueva y a todo dios le dio grandes puestos muy sonoros, y les diseñaba uniformes, más bien disfraces, superpajareros. Pero él siguió llevando siempre el capote de soldado y el sombrero negro. Le aproximaban al pueblo, que decía: «Este no es de la casta como los demás. Este sigue con su chaqueta de pana». En una reunión con emperadores y reyes, todos iban emperifollados y él llevaba la vestimenta de guerrear. Lo hacía de un modo consciente. Implantó una marca para implantar una dinastía. Y acabó queriendo ser el igual de Julio César o Carlomagno.
Metternich, el canciller austriaco, decía que Napoleón «conversa directamente con el pueblo», aunque lo hiciera con mentiras propagandísticas. Otro rasgo de gran modernidad.
Sí, él lo hacía sobre todo a través del Boletín. La sociedad burguesa empieza tras la Revolución francesa. El Código Civil de Napoleón fija la propiedad y la meritocracia, y al mismo tiempo es en esa época cuando se afianza la prensa. En el siglo XVIII lo que predomina en las luchas políticas es el libelo difamatorio. Napoleón se inventa el Boletín, donde es él en persona quien cuenta las batallas, llenas de invenciones. Es algo sin precedentes. Esos boletines se leían obligatoriamente en las iglesias, en el teatro, en las escuelas, en los pueblos mediante heraldos. Esto dejó descolocadas a las otras potencias, en las que el abismo entre gobernantes y pueblo era total.
Entre los napoleonólogos hay, al parecer, gente bastante perturbada.
Mucha, y también desde antiguo. En tiempos de Napoleón, un canónigo inglés sostuvo que el Emperador no existía, y lo hizo en un panfleto muy difundido y aceptado. Aseguraba que era un avatar inventado por los franceses juntando historias y batallas de distintos generales. El propio Stanley Kubrick preparó durante años una película sobre Napoleón que ningún productor se atrevió a financiar. Para el rodaje quería 30.000 soldados y 20.000 caballos, cuya cesión estaba negociando con el ejército rumano. Como la vestimenta iba a ser carísima había ideado uniformes de papel. Al final, para matar el vicio, hizo Barry Lyndon. Por no hablar del máximo especialista ruso, Oleg Sokolov, personaje muy conocido en su país. Tenía fama de arrogante, se hacía llamar sire, el tratamiento de Napoleón, y acudía a los actos sociales disfrazado de época. En 2019, a los 63 años, asesinó a su pareja, una estudiante de 24, y la fue descuartizando y tirando al río Moika, en San Petersburgo. Cuando iba a deshacerse de las manos fue él quien cayó al río, borracho, y la policía lo rescató con una fuerte hipotermia. Sigue en la cárcel.
Es habitual que algunos expertos acudan disfrazados a conferencias y congresos.
Se considera normal. En 2019 fui a un coloquio en el que uno de los ponentes apareció disfrazado de tamborilero del ejército francés. Se pasó toda la mañana, hasta la hora de su intervención, tocando la Marcha de los cojos. Si voy a una reunión de una asociación napoleónica disfrazado de guerrillero español, nadie pensará que estoy grillado. Eso es el vicio. El loco de manicomio es solo el extremo.
La locura napoleónica es tan antigua que el propio Napoleón enloqueció, escribe usted, «hasta llenar los cementerios y los manicomios por culpa del poder». Y, en un guiño literario, se pregunta: «¿En qué momento se jodió Napoleón?».
Nadie quiere soltar el poder. Lo vemos con cualquier político, con cualquier dictadorzuelo. El poder crea adicción. Hay quien insiste en que desde el principio quería mandar, tenía esa pulsión. Pero que se jodió está claro. Cometió errores contra los que él mismo había advertido a sus jefes cuando era oficial. Por ejemplo, de teniente recomendó en un informe no invadir España, por la débil red de carreteras, la extensión del territorio y la pobreza, que impedía conseguir suministros sobre el terreno. Y quince años después se metió en su guerra más larga, siete años, que no iba adelante ni atrás, le obligaba a inmovilizar una cantidad de soldados descomunal, que hubiera necesitado en Rusia, y le enfrentaba a guerrilleros, algo con lo que, acostumbrado al combate en campo abierto, no contaba.
Empezó odiando a los tiranos y acabo siendo un genocida incansable. Las napoleónicas son las guerras más cruentas después de las dos mundiales. Entre 3,5 y 6,5 millones de militares y civiles muertos.
Juzgar una época desde otra es complicado. Las guerras eran una extensión de la diplomacia, pero sin pretensión de exterminio. Aunque Napoleón llega a un momento en que sí pretende aniquilar a los ejércitos enemigos. Porque quiere ser el amo del mundo. Por eso escribo que tiene un punto ridículo, como de malo de película. Decía querer la paz, pero siendo el amo de todo. Algo así como: «Tengo aquí unos principios que vienen de la Revolución francesa y os voy a modernizar, pero mando yo en todo». Como un dictador. Como un jefe de clan.
Jefe de clan es una buena definición.
Era italiano, colocó a los hermanos, solo se fiaba de su familia…
Tal vez era un genocida sin conciencia de serlo, a diferencia de los nazis.
Pasa lo mismo con la Revolución francesa, cuyos protagonistas no son conscientes de estar haciendo una revolución. Lenin, en cambio, teoriza ya sobre la revolución. Napoleón no era un genocida consciente y no se regodeaba en la crueldad. Pero si cuando un tío entra en La Moncloa se olvida de la calle, un tío que es emperador llega a un momento en el que la cifra de muertos es eso, una mera cifra, máxime si es militar. Llora cuando ve la masacre, como le pasó en la batalla de Eylau (1807), una matanza absurda, pero al día siguiente ya está pensando en la próxima. No diría que fue un genocida, pero acaba guerreando por guerrear, por su mera subsistencia. En Rusia se ve claramente. Van 600.000 y vuelven 30.000.
Lo de incansable lo decía no solo por el número de muertos sino por su condición de individuo inagotable.
Realmente era incapaz de estar sin hacer nada. Pero con mirada de amo, con la parte patética de no delegar nunca, de meterse en todos los detalles porque no se fiaba ni de su madre. De ahí su extensa correspondencia, que supera las 30.000 cartas. A un hermano, rey, le reprende porque tiene noticia de que ha pintado su palacio de verde. Y lo hace el mismo día que está organizando un ejército de cien mil hombres. Esa incapacidad para delegar le causó, por ejemplo, problemas en España. Faltan botas para los soldados, pero por miedo a tomar decisiones que luego puedan ser castigadas por Napoleón se envía un mensajero a París a consultar. Y los soldados se pasan un mes sin botas. No es de extrañar que acabase como acabó. El imperio solo duró quince años y Francia tenía al final la misma extensión que al comienzo. No había ganado nada.
Alabe algunas de sus obras.
Todo el mundo dice que su gran legado es el Código Civil. Una legislación nacional, un sistema de impuestos y fronteras nacional, libertad religiosa, meritocracia, defensa de la propiedad privada. Eso influyó en muchos países, entre otros en las colonias latinoamericanas cuando se independizaron de España. Se dice que Simón Bolívar estuvo en la boda de Napoleón con María Teresa de Austria, pero no está comprobado. En todo caso, mi intención no es hacer juicios de valor. Aunque cueste aceptar la imagen elogiosa que dan de Napoleón los franceses defensores de la grandeur. En las primeras ediciones en francés de Rebelión en la granja, de Orwell, al cerdo Napoleón le cambiaron el nombre. Se puede llamar cerdo a Napoleón pero no Napoleón a un cerdo. Claro que, incluso en Francia, con la cultura de la cancelación, Napoleón empieza a ser una figura criticada: esclavista, machista, racista.
Ya había críticos hace décadas, ¿no?
En un libro de 1969, Napoleón tal cual, el historiador Henri Guillemin desmonta la grandeza y el mito de Napoléon y, dato tras dato, lo pinta como un arribista a quien le hubiese dado lo mismo ser emperador de Francia que de Turquía, porque solo quería mandar. Sostiene que estaba obsesionado con el dinero porque las había pasado putas y que lo primero que hizo a los dos días del golpe de Estado del 18 Brumario fue comprarse un palacio. Se puede ver a Guillemin en Internet, en unas charlas televisivas fascinantes, muy de la época del plano fijo. Confiesa que acabó harto de Napoleón en el bachillerato. Que esa sobredosis de grandeza del emperador le estomagó.
Escribe usted que, con el tiempo, a Napoleón se le coge antipatía.
Como a cualquier vicio. Pero, además, cuando lees que en 1806 mandó fusilar en Núremberg al librero Palm por publicar y vender un panfleto contra la invasión francesa… Es siempre lo mismo, 30.000 muertos en una batalla no consigues verlos, pero sí a un tipo que tiene un folleto y Napoleón manda que lo juzguen, lo condenen a muerte y lo fusilen. Él hace de juez, de jurado y si no dispara él mismo es porque está ocupado.
¿Cuál es el libro sobre Napoleón que más le ha gustado?
Montones. El de Ludwig, el Napoleón Bonaparte de Manfred (Akal), El mito del salvador, de Tulard. Otra cosa es lo que recomendaría como puerta de entrada. Hay un Napoleón de Vittorio Criscuolo (Alianza, 2000) que es perfecto para quien tenga curiosidad. Son 200 páginas, es barato y parte de cero. En el primer capítulo explica la Revolución francesa, sin la que no se entiende nada. Y luego, cada capítulo trata un aspecto de Napoleón de modo temático: el estadista, el jefe de clan, el hombre… En la edición española se incluye un capítulo especial sobre Napoleón en España. Es una herramienta magnífica, con una bibliografía comentada, que te permite saber si quieres seguir o no con el vicio. En el otro extremo, la obra de Roberts que he citado. Es un biógrafo profesional que estuvo en 53 de los 60 campos de batalla, viajó a Santa Elena y a Elba en barco… Un libro de casi mil páginas, lleno de detalles y que, actualmente, se considera el más veraz. Sin embargo, en la parte española, se han detectado errores de bulto. Por otra parte, es un tipo al que se le nota que le interesan las grandes figuras para ver qué se le pega. De modo que anula cualquier crítica respecto a un dictador que hizo guerras y guerras.
El vicio de Napoleón no es ni biografía ni novela.
No, no, para nada. Entre otras cosas porque sería ridículo que a estas alturas pretendiera abordar una biografía sistemática de Napoleón. Exigiría hacer lo que Frédéric Masson, que se pasó 24 años para escribir la de Josefina y en el camino se arruinó. No he querido hacer una biografía sino quitarme el vicio escribiendo, que es lo que me gusta, y escribiendo sobre el vicio. Pensaba en una pieza autoeditada, de 16 páginas, dentro de la colección Las cananas de Pancho Villa, pero fui hundiéndome en el vicio y me han salido cuatrocientas. En cuanto a las novelas, hay que tener en cuenta que una de las razones de que el personaje atraiga tanto es que en Napoleón, a lo largo de 200 años, la ficción y la no ficción se mezclan. El libro de Ludwig es magnífico, pero está escrito en 1925 y, aunque se vende como una biografía, ya no vale nada como biografía. Todo lo que se ha investigado desde entonces ha dejado obsoletos sus datos. Y ahora mismo hay novelas, basadas en bibliografía reciente, que tienen mucho más rigor que las biografías escritas por Dumas, Stendhal o Walter Scott.
¿De dónde surge esa mezcla de realidad y ficción?
Como Napoleón era un negocio, todos los que iban detrás de él se fueron a tomar por saco cuando murió. Quien no se pudo recolocar con los Borbones se quedó medio colgado. Y muchísima gente se dedicó a sacar memorias en las que se inventaban muchas cosas. Para lavar su imagen ante los Borbones o para forzar una proximidad a Napoleón que no habían tenido. Los propios editores lo alentaban. Por ejemplo, las memorias de Caulincourt, edecán de Napoleón, fueron la Biblia durante cien años. Pues resulta que eran un encargo de una editorial. Él general solo había dejado notas y fue un periodista el responsable de escribirlas. Acabó especializándose en el género de las memorias apócrifas.
¿Cómo enfocó El vicio de Napoleón?
Lo que me interesaba no era mostrar la biografía del personaje, que también, ni dibujar la época sino hablar precisamente, en plan caleidoscopio, tanto de Napoleón como de todos esos aspectos que lo rodean: la industria editorial, el coleccionismo, las diferentes formas de ver los mismos hechos desde España, donde es el tirano, o desde Polonia, donde es el libertador. Buscaba una imagen, por así decirlo, impresionista. Sin perder nunca de vista que estaba escribiendo sobre el vicio de Napoleón.
El texto respira ironía en cada línea.
Me ha sorprendido que mucha gente me diga que se ha descojonado de risa leyendo el libro. Era algo que no pretendía. La ironía, sí. Como decía el propio Napoleón, de lo sublime a lo ridículo no hay más que un paso. A muchos franceses se les llena la boca con el Emperador, pero el Emperador era un currito que no daba abasto. Como un autónomo que ha crecido demasiado, que puso una pastelería y le fue bien, y se encuentra con una cadena de pastelerías y se desplaza de una a otra a 120 por la autopista porque no se fía de cómo hacen los bollos. Napoleón es un jefe de clan italiano, el jefe de una familia que los había colocado a todos de reyes y reinas sin que estuvieran preparados para ello y que, sin embargo, quería gobernar. Un advenedizo que pretendía marcar más paquete que el Antiguo Régimen y para eso se inventó una corte. Si no fuese por los muertos, sería un personaje ridículo. Como todo lo relacionado con el poder. El poder se basa en el miedo que impone, pero si se logra superar ese miedo, lo que se ve detrás, en el caso de Napoleón, es un individuo ridículo y malogrado que con menos de cincuenta años ya no tenía Imperio, no tenía dinastía y murió solo. Tenía la gloria, pero lo que él quería era una dinastía. Ser irónico con Napoleón no es extemporáneo.
La ironía se convierte en humor abierto y creciente en las notas a pie de página, donde además el lenguaje es más libre y jocoso.
Es la parte del libro que más me costó. Dí mil vueltas a esas notas, las rescribí, quité párrafos enteros. No he utilizado fuentes primarias en la investigación, salvo algunas cartas; he trabajado con bibliografía. Pero, aunque no quería hacer un ensayo académico con dos mil notas, de hecho no quería ninguna, tenía que citar las referencias por respeto a los autores. Al mismo tiempo, mientras escribía me encontraba con temas tangenciales que desconocía. Y me hacía notas para mí mismo en las que decía: «Esto míralo».
Las notas reflejan un choque entre dos caras de un autor escindido: el que está dejando el vicio mediante la escritura y el que lo sigue alimentando mediante la investigación que exige la propia escritura. El conflicto se vuelve apoteósico en la última nota.
Sí, claro que hay conflicto. En la investigación surgen datos contradictorios una y otra vez. En un libro leí que la cabalgada mítica de Napoleón entre Valladolid y Burgos fue a lomos del caballo Montevideo, mientras que otro asegura que montaba a Marengo, el más famoso, el que llevaba en Waterloo. Hay un libro, que no tengo, dedicado en exclusiva a los caballos de Napoleón, así que apunté la necesidad de consultarlo. Pero luego me dije que por esa vía nunca iba a terminar y renuncié. De modo que todas esas cuestiones sin comprobar las acabé dejando abiertas en las notas. Que, claro, se dispararon, porque cualquier dato afirmado por un napoleonólogo es refutado por algún otro. Luego muchas de las notas se cayeron.
¿Ya está curado del vicio de Napoleón?
Sí. Bueno, a ver. Ya he dejado de pillar libros y, cuando en los boletines napoleónicos aparecen algunos que me interesan, siento el impulso de pedirlos. Pero luego me contengo. En fin.

Eugenio Fuentes nació en Londres, en el hospital de St. Mary Abbot’s, donde doce años después fallecería el legendario guitarrista Jimi Hendrix. Licenciado en historia y especializado en relaciones internacionales contemporáneas, ejerció la docencia y la investigación en la Universidad de Rennes 2 Alta Bretaña durante cuatro años. En 1988 se integró en la redacción del diario La Nueva España, del que durante casi tres décadas fue responsable de información internacional, analista político, columnista y crítico literario. Fruto de una insana pasión por los libros mantuvo durante 31 años en el suplemento Cultura la sección de novedades «La brújula», alimentada sobre todo por volúmenes huidizos publicados por pequeñas editoriales. Entre 2000 y 2004 quedó embrujado por el pintor Luis Fernández, a quien dedicó numerosos artículos y el documental Los mundos de Luis Fernández.
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