Almacén de ambigüedades

Trampas

«Antaño la obediencia servil era un deber para los súbditos; ahora se quiere que sea un placer para los ciudadanos». Un artículo de Antonio Monterrubio.

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Antaño la obediencia servil era un deber para los súbditos; ahora se quiere que sea un placer para los ciudadanos. El plan es convencerlos de que cada uno es el centro del mundo y de que todos y todo han de rendirle pleitesía. El sistema intercambia su leal vasallaje por nubes de humo, logrando su completa sumisión. Buen negocio: poco gasto y mucho beneficio. El endiosamiento del individuo, hipertrofiado a partir de los años ochenta del siglo XX, ha contado con un ingente arsenal teórico. El discurso dominante donde el yo pasaba a ser la sola realidad ha abierto una sima cada vez más profunda entre sujeto y sociedad. El primero ha sido promovido a representante privilegiado de lo universal, la unidad y la estabilidad; la segunda ha sido degradada a campo de batalla de particularidades y diferencias, y por ende a fuente de inestabilidad. El yo se convierte en puerto seguro frente al proceloso mar de lo social, donde todo peligro acecha. La evidente debilidad de las conexiones entre postulado y prácticas reales no ha sido óbice para que lleve cuarenta años en el candelero, cual Rocky Horror Picture Show en el Studio Galande parisino. Es verdad que ambos comparten algo de horror, pero al menos la película es graciosa.

La devaluación de cuanto suena a común nos asalta día y noche desde el omnipresente y omnipotente aparato propagandístico del sistema, o sea desde los cuatro puntos cardinales. El neoliberalismo tardocapitalista ha conseguido que el individuo se imponga a la sociedad, el egoísmo a la solidaridad, el yo a lo colectivo. Como sabía Julio César, separar a sus componentes es la mejor manera de domar a un conjunto. Entre las tácticas usadas, tiene especial relevancia la nueva y aberrante versión del individuo libre que se ha adueñado del mercado a golpe de publicidad. La libertad ha sido profanada, como palabra y como concepto. Conforme en su día dijo Madame Roland en aciaga circunstancia, «libertad, cuántos crímenes se cometen en tu nombre». Entretanto, numerosos anuncios televisivos lo toman en vano, haciendo del individualismo más egoísta su paradigma. Imbuido de un prestigio magnificado, el yo se desata rompiendo los límites que la razón establece. Estamos llegando a hacer realidad aquella frase citada en El enigma de Caspar Hauser de Werner Herzog: «Cada uno para sí y Dios contra todos».

Es fácil deslizarse por la pendiente que conduce de la hipóstasis del yo y la elevación a categoría metafísica de las pulsiones y caprichos del individuo a la justificación de las relaciones sociales de dominación. Parece menos explicable cómo caen en la trampa personas cuya vida dista de ser un jardín de rosas. Sin embargo, no podemos ignorar los efectos casi mágicos que surte el halago incesante. Se trata del principio básico de la seducción, con su estrategia de las apariencias y su laberíntica e implacable lógica. El sujeto paciente es víctima, y desde el inicio objeto del desprecio del embaucador. Un experimentado donjuán anota el 21 de abril: «Cuando las relaciones con una muchacha han comenzado por una comunicación misteriosa y seductora […] no sabe si nos habremos olvidado o no; y así continúa engañada de una manera u otra […] cuanto mayor es la esperanza de vencer, mayor es el premio». El 24 de septiembre, escribe: «Ahora se acabó todo; no quiero verla nunca más, nunca más […] ahora, de mi amor con Cordelia no quiero ni aún el recuerdo […] Ni aún quiero decirle adiós»(Kierkegaard: Diario del seductor). En ese corto lapso ha pasado del abordaje al abandono de la ingenua jovencita. Ha absorbido a su enamorada, la ha devorado y finalmente excretado sin el menor escrúpulo.

Esta mecánica aprovecha la vulnerabilidad del otro desplegando ante él un retablo de las maravillas. Sus armas son las mentiras verosímiles pero no verificables. Para llegar a sus fines, el seductor pone en marcha su capacidad de observar, escuchar y adaptarse. El destino del seducido, después de haber sido colmado de falsos halagos, es la papelera. La adicción amorosa se asemeja a la que producen ciertas drogas, y responde a mecanismos cerebrales análogos. Para convertir en peleles a sus presas, el don Juan de manual va imponiendo sibilinamente su presencia: empieza loándolas, divirtiéndolas y apaciguándolas, terminando por hacerse indispensable. Sabe atacar sus puntos débiles y utiliza con maestría todas las artes del disimulo. Oigamos la confesión de una estrella del libertinaje, la marquesa de Merteuil:

«Era muy joven […] solo poseía mis pensamientos […]. Provista de estas primeras armas, probé a usarlas: no contenta con no dejarme adivinar, divertirme mostrándome con distintos aspectos; segura de mis gestos, estudiaba mis palabras; ajustaba unos y otras a las circunstancias e incluso simplemente a mis fantasías; desde aquel momento mi modo de pensar me perteneció solo a mí, y no mostré sino aquel que me resultase útil dejar traslucir» (Laclos: Las amistades peligrosas).

El dominio de sí es un paso previo hacia el dominio de los otros.

Si la seducción, a decir de Baudrillard, es el artificio del mundo, su modo de acción es la construcción de un mundo de artificios: la hipocresía se hace bella arte. En el donjuanismo el sexo es la máscara del mal. Hay violencia, un aroma de rito sacrificial, pues el narcisismo incontrolado del seductor exige víctimas. Cuanto más se abren sus brazos, más se cierra su corazón. Hoy se nos hace difícil pensar esa estrategia, sus maneras y formas. Vivimos una época de sexo pasteurizado, de producción y consumo rápido, que no admite el despliegue progresivo de sus maniobras clásicas. Habitamos una cultura del atajo en la que no se hace el amor, sino que se practica sexo. Pero hasta en sucedáneos degradados es visible su meta que, al igual que en toda manipulación, es obtener del otro lo que se desea cuidándose de dar nada a cambio.

Una ideología ha triunfado cuando convence a la inmensa mayoría de su legitimidad exclusiva para decidir sobre esto y aquello. Ocurrió con el neoliberalismo en economía y política y podría ocurrir con el nacionalpopulismo, último avatar de la lógica de la dominación. La verdad no es necesaria ni suficiente para atraer la atención de las gentes. Se persigue golpear la imaginación y la fantasía, crear efectos interesantes, más aún, impresionantes; volver el espectáculo vivo, atractivo, deslumbrante. Son armas fundamentales la repetición y el estrépito, que terminan afectando la salud del cerebro. Es complicado eludir el martilleo de los altavoces del sistema. El moldeado de la opinión es una forma de seducción de masas que deriva en estupro.

Un texto de 1895 desvela el carácter viral de la persuasión: «Cuando una afirmación ha sido suficientemente repetida y hay unanimidad en la repetición […] se forma lo que se llama una corriente de opinión e interviene el potente mecanismo del contagio. En las masas ideas, sentimientos, emociones, creencias, poseen un poder contagioso tan intenso como el de los microbios» (Le Bon: Psychologie des foules). Y ya sabemos que estos no hacen distinción por niveles de riqueza o educación. De modo similar, la peste ideológica contamina a los mejor preparados. Nadie es inmune a ella, y es moralmente más maligna. Pues los gérmenes matan como daño colateral indeseado, ya que les convendría que el huésped permaneciera vivo para seguir multiplicándose a sus anchas. En cambio, la pandemia de las ideas impuestas sí que busca dejar fuera de combate a su gran enemigo: la autonomía del pensamiento. La misión última de esa propaganda no es ocultar verdades: es abolirlas; dar por derogada no ya su existencia, sino su necesidad.


Antonio Monterrubio Prada nació en una aldea de las montañas de Sanabria y ha residido casi siempre en Zamora. Formado en la Universidad de Salamanca, ha dedicado varias décadas a la enseñanza. Recientemente se ha publicado en un volumen la trilogía de La verdad del cuentista (La verdad del cuentista, Almacén de ambigüedades y Laberinto con vistas) en la editorial Semuret.

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