Escenario

FICX de la audacia

Jorge Praga escribe su reseña del 61.º Festival Internacional de Cine de Xixón, destacando las películas de Hong Sangsoo o Elisa Cepedal.

/ por Jorge Praga /

No conozco mejor lugar a mi alcance para tomar el pulso al cine contemporáneo que el FICX. Al cine que representa su tiempo y sus autores, o que incluso camina unos pasos por delante. Poco glamour, instalaciones más bien precarias, pero enorme potencial artístico. El problema viene, como en cualquier festival (¿quién inventaría la fórmula de proyectar cientos de películas en una semana?), de intentar abarcar un mínimo de novedades sin agotar al ojo y al cerebro. Lo último de Lisandro Alonso, de Philippe Garrel, de Ryusuke Hamaguchi, de Matteo Garrone, de Pedro Costa… se escurre por estos días lluviosos. También queda virgen el pos-mortem de Jean-Luc Godard, los fragmentos de lo que iba a ser su última obra, Guerras de broma. El programa del FICX es el escaparate de una pastelería en la que nos apetecen muchos dulces, pero solo probaremos unos pocos en la única semana en que está abierta.

Radu Jude, o el cine rumano

Dentro de la acertada querencia del festival por el cine rumano, destaca la constancia con la que se atiende a Radu Jude (Bucarest, 1977). Un director que, a diferencia de otros compatriotas, apenas estrena en las pantallas comerciales de nuestro país. Hace un par de años vimos en el festival Uppercase Print, aquel juego retrospectivo sobre la destrucción política de un personaje popular en tiempos de Ceaușescu. También ha pasado por Gijón alguno de sus trabajos documentales. No esperes demasiado del fin del mundo está cuando menos a la altura de su título: en longitud (cerca de tres horas), en originalidad, en travesuras. En creatividad. Como es usual en Radu Jude, los tiempos y las épocas conviven en paralelo. Atravesamos Bucarest siguiendo la jornada laboral de una chica (genial Ilinca Manolache) que elabora vídeos sobre seguridad laboral, con la cámara subida a su coche en medio de un tráfico enloquecido. Los mismos lugares de la ciudad se visitan a través de unas imágenes dulzonas de varias décadas atrás. Además, la protagonista aprovecha cualquier pausa para alimentar un canal porno en el que propone aventuras sexuales. Las imágenes se mezclan en diferentes texturas: alteradas digitalmente las del porno, relamidas en tonos pastel las rescatadas de otros tiempos, encabalgadas en un blanco negro áspero y granulado las de la travesía laboral de la protagonista. El resultado es un ejercicio colosal de gracia autoral, de montaje atrevido, de humor vitriólico. Necesitado, claro está, de un espectador en buena forma, dispuesto a dejarse arrastrar por esa Bucarest de mil caras. Por si quedaban dudas, Radu Jude nos obsequia con un plano final de más de media hora, estático, en el que la acción discurre siempre en el contracampo, salvo para imitar un célebre corto de los sesenta en el que un Bob Dylan mudo mostraba la letra de Subterranean Homesick Blues en carteles sucesivos. Radu Jude, qué grande yes.

El cine, 5  

El FICX sigue fiel a su vocación asturianista. Entre largos y cortos, la cifra alcanza la treintena de participantes, nada menos. Se mantiene la costumbre de encabezar cada sesión con una propuesta de un director de la tierra, como antes lo hicieron Bande o Cepedal. Diego Llorente nos propone su cortazariano (¿o no?) Modelo para armar, sin manual de instrucciones aunque con el imprescindible oleaje del FICX. Este director participa en el festival con su apreciable Notas sobre un verano. Vuelve Celia Viada Caso, ganadora en una edición pasada, con el cortometraje Gregoria. Samu Fuentes y José Antonio Quirós estrenan obras; José Riveiro y José Mata presentan sendos documentales sobre los fotógrafos Valentín Vega y García de Marina…, una larga lista que detenemos en Elisa Cepedal y su estreno mundial El cine, 5.

Elisa Cepedal afina obra a obra su mirada de documentalista, de observadora, de notaria. Se acerca en El cine, 5 a un escenario en el que el corazón puede empañar el objetivo de la cámara, pues se nutre de la franja social que más ama: su pueblo, Barredos, en la cuenca minera del Nalón. De intermediario, de médium con el pasado, su abuelo, el fotógrafo que instaló su estudio en el número 5 de la calle El cine, en Barredos. Pero a pesar de los peligros Elisa mantiene la firmeza de su método, la limpieza de su documento. Prescinde de cualquier voz narradora y deja que sean las propias imágenes las que enuncien, las que tomen la palabra: desde el silencio de las fotografías de hace cincuenta o sesenta años o desde el rumor colectivo de los pocos lugares que mantienen actividad pública en el Barredos actual. Son dos polos temporales entre los que se establece un hiato que es más bien abismo, y que deja en manos del espectador la pregunta (y por supuesto la respuesta) de qué pasó, cómo fue posible ese cambio, qué se hizo de aquellos jóvenes y aquellos niños que abarrotaban las calles del pueblo y que ahora apenas resisten en la ancianidad desatendida o desentendida. Para tejer sus voces Elisa recurre a lectores anónimos que miran las fotografías de su abuelo. Voces que nombran, que especulan, y que van trenzando una época en torno a la minería, sus huelgas, su solidaridad, sus víctimas. El fotógrafo Corsino tenía al menos dos virtudes indiscutibles: estaba atento a los momentos en que el pueblo de Barredos hacía frente colectivo ante una huelga, un funeral o una fiesta; y luego sabía buscar el encuadre que mejor sirviese a esa relevancia fugaz. De esa atención persistente salió la mejor crónica del pueblo en unos años en que la vida era difícil y muchas cosas importantes estaban en juego. Elisa presta a esas imágenes una voz colectiva que las recorre en la enormidad de la pantalla, desnudando sus rincones hasta llegar al grano a veces impuro o desenfocado de sus componentes.  En alternancia, cambiando el blanco y negro por el color, el estatismo por el movimiento, saltando más de medio siglo, vemos el Barredos actual con una cámara que observa sin entrometerse. Parroquianos del chigre, las mujeres en la peluquería, calles casi desiertas, silencio. Aunque sea cine y artificio, una verdad se va depositando en esos planos largos y pausados, nunca al servicio de un montaje que disuelva su peso. El mejor ejemplo, magno ejemplo, es el plano final de varios minutos, en que el espectador asiste a la vida espontánea que se va cruzando ante una procesión que avanza desde el fondo como el tren de los hermanos Lumière, pero a ritmo de marcha musical. Un plano que solo encuentra parangón entre los más audaces del cine contemporáneo, un Guerín, un Serra, el Rosales de Sueño y silencio. El premio será, en este y otros momentos de la película, la emoción. La emoción equilibrada por la mirada serena. La emoción que llega de unir épocas y experiencias, de reconocer dignidades y valentías, de sentir el tiempo en la banda ancha de las trayectorias vitales. La emoción que nos eleva por encima de la destrucción y las pérdidas.

Los maestros

Aki Kaurismäki y Hong Sangsoo llegan al festival que tanto les quiere con una amplia obra sus espaldas. Y lo que es más importante: con un estilo definido, con unos personajes reconocibles, con unas situaciones en las que seguir ahondando. Si se conoce su trayectoria, es fácil instalarse en la nueva entrega. Y sobre todo es placentero el retorno a la vieja amistad con unos directores que en cada encuentro afinan sus historias.

En Fallen leaves, Kaurismäki vuelve a esos personajes que miran al contracampo sin ver nada, suspendidos en su perplejidad a la espera de tiempos mejores. Su diseño, como el de la puesta en escena, es minimalista. Una mujer que vive en una casa con una mesa, un sofá, un microondas y una radio; un trabajador que duerme en las habitaciones de la empresa y bebe mucho porque está deprimido, al tiempo que se deprime porque bebe mucho. Se enrollan con el anzuelo de las miradas furtivas, y luchan durante toda la película contra las desgracias que les quieren separar. Una trama que podría ser ácida, pero que Kaurismäki engrasa con dos aditivos esenciales: la ternura y el humor. La ternura del vino espumoso que él se bebe antes de empezar la primera cena que les cita. El humor de raíz silenciosa, que en cierta manera abre el paso a Chaplin, homenajeado en el nombre que la protagonista pone a la perra que adopta. Hasta se permiten ironías a la salida de un cine, con Bresson y Godard asemejados a películas de zombis. Un Kaurismäki esencial.

Hong Sangsoo trae, como casi es costumbre, dos obras al festival. En Nuestro día, un poeta al que interpela un joven admirador da una clave artística que se ajusta como un guante a la obra que va depurando el director coreano: «Quédate con las cosas pequeñas. No busques significados». De eso va esta película: del transcurrir de la vida en el ámbito doméstico, de conversaciones, de pequeños incidentes con el gato que se pierde o la guitarra que se rompió. Del picante que hay que añadir a los fideos y, al final, de saltarse la prohibición de beber y meterse cuatro botellas de licor. La trama recoge dos situaciones paralelas, sin conexión aparente, tratadas en interiores con una cámara casi fija con el zoom variando el encuadre. Interpretaciones exquisitas en planos muy largos, y pequeñas perlas que hay que rebuscar en las conversaciones envueltas en sonrisas y cortesías orientales. Un capítulo más de la larga serie que Hong Sangsoo desarrolla desde hace años.


Jorge Praga Terente (Sama de Langreo [Asturias], 1952) es matemático de profesión y crítico de cine. Como escritor ha publicado los libros Biografías del tiempo (1999), Cartas desde Omedines (2017), Tierra de Campos infinitamente (2021) y La belleza del afuera (2023), y participado en libros colectivos de orientación predominantemente cinematográfica. Sus colaboraciones en prensa y revistas culturales son muy numerosas. En la actualidad publica regularmente en el suplemento cultural de El Norte de CastillaLa Sombra del Ciprés. También imparte seminarios en el Curso de Cinematografía que organiza la Cátedra de Cine de la Universidad de Valladolid.

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