Rescates

Manuel de la Escalera: resistencia y testimonio

Álvaro Acebes Arias «rescata» al autor de 'Muerte después de Reyes', ejemplo excelso de lo que podría llamarse «literatura de la cautividad».

/ Rescates / Álvaro Acebes Arias /

Muerte después de Reyes de Manuel Amblard, pseudónimo de Manuel de la Escalera, se inscribe, junto a Reportaje al pie de la horca del checo Julius Fučík​ o La question del francés Henri Alleg, dentro de lo que podríamos llamar una literatura de la cautividad. Los tres libros tienen en común que documentan las atrocidades de la tortura mientras sus autores estaban en prisión a la espera de que se cumpliera su pena de muerte y fueron escritos de forma clandestina y apresuradamente, con la urgencia de quien quiere dar testimonio veraz de la injusticia y romper el silencio que se cierne sobre el preso condenado. En esas circunstancias dramáticas la escritura se convierte en una forma de memoria, empeñada, sobre todo, en recuperar la historia de los compañeros que ya no están, pero también en un modo de conjurar la muerte; de hacer que su llegada se demore lo máximo posible, por más que el escritor metido a testigo sepa que cada palabra que escribe, privada de futuro y limitada siempre a narrar un presente que se escapa, es un paso más hacia el final. En esa labor al límite se adivinan, además, otros rasgos que pudieran acercarse a aquel mandato que Primo Levi impuso a todo el que quisiera dar cuenta del horror, el de no aceptar la derrota, por más fuerte que sea el enemigo, y el de comunicar las terribles experiencias vividas con la mayor rigurosidad posible y sin los desvíos de la estetización literaria, en un difícil equilibrio entre la narración y el documento.

No existen muchos diarios que documenten la brutalidad de las cárceles franquistas. El de Manuel de la Escalera es sin duda uno de los más impresionantes y estremecedores. La primera parte de la existencia de este escritor, un olvidado entre los olvidados, es la de tantos otros hombres inquietos y zarandeados por los acontecimientos del siglo XX. Había nacido en San Luis de Potosí en 1895 y a los seis años se trasladó a Santander junto a su familia, para regresar poco después otra vez a México, cuando estalló la Revolución. De allí se fue a Francia y vivió durante unos años encandilado por la bohemia y los movimientos de vanguardia que tuvieron a París como su epicentro. Aquellos años de miseria y descubrimientos fueron decisivos para su formación, pues al entusiasmo por la pintura de Picasso y los surrealistas se sumó la lectura de la obra de Marx, Freud y, sobre todo, la pasión por el cine. El autor de Muerte después de Reyes se contó pronto entre los integrantes del Hollywood parisino, el suburbio de Joinville-le-Pont al que el escritor ruso Iliá Ehrenburg bautizó como «fábrica de sueños» y donde la Paramount realizó multitud de versiones multilingües de sus éxitos a principios de los años treinta. Poco después Manuel de la Escalera se trasladó a España, decidido a poner en práctica el oficio de cineasta y, mientras aguardaba el momento de rodar su primera película y pulía sus colaboraciones en algunas de las revistas de su amigo Gerardo Diego, fundó en Santander dos cineclubs: el Proletario y el Ateneo Obrero. El estallido de la guerra civil sustituiría aquellos proyectos por otros y, tras alistarse en el ejército republicano, recibió la misión de crear una especie de cine ambulante, destinado a realizar documentales sobre el frente. Uno se imagina aquellos rodajes como una especie de cine de guerrillas, sometidos a todo tipo de obstáculos (bombardeos, averías, cortes de electricidad) y desarrollándose en condiciones de extrema gravedad mientras la República perdía la guerra, e inmediatamente piensa en otra película memorable y de escasa suerte de aquella época, Sierra de Teruel, dirigida por André Malraux, en la que Max Aub hizo de hombre de todo (desde ayudante de dirección a traductor de los diálogos) y que es quizás el más bello réquiem por la causa republicana que haya hecho el cine.

Manuel de la Escalera no formó parte de la riada de refugiados que abandonaron España con destino a Francia. La caída del frente de Asturias en 1937 lo había llevado directamente a la prisión de Bilbao, donde estuvo recluido hasta el fin de la guerra. Allí fue condenado a muerte por primera vez, aunque la pena se le conmutó por la de libertad vigilada y en 1941 abandonó la cárcel. Volvería a ser detenido tres años después por su vinculación al PCE y condenado por segunda vez a muerte. Fue en el penal de Alcalá de Henares, y mientras aguardaba en su celda a que llegara el piquete de ejecución, que Manuel de la Escalera escribió su conmovedor diario. Por aquel entonces, y como dijo Eduardo Haro Tecglen, toda España se había convertido en «un frente popular de cadáveres». Al final de la guerra había casi trescientos mil presos políticos y tras juicios que eran auténticas farsas, miles de ellos, acusados de rebeldes o de ser simplemente rojos, recibían la Pepa y terminaban sembrando las cunetas del país. Como decía aquel personaje al final de Las bicicletas son para el verano, la obra de Fernán Gómez, en abril de 1939 no había llegado la paz, sino la victoria.

Manuel de la Escalera escapó por los pelos. De los dieciocho presos que esperaban la saca el 17 de enero de 1945 solo sobrevivieron cuatro. A los pocos días, el escritor recibió una segunda conmutación de la pena de muerte, convertida en treinta años de presidio, y fue trasladado al penal de Burgos, que había sido inaugurado durante la República, con capacidad para unos cuatrocientos de presos, pero que a principios de los años cuarenta albergaba unos seis mil. No saldrá en libertad hasta 1962. Su diario de prisión será publicado cuatro años después en México, lugar al que el autor vuelve clandestinamente en 1967, incapaz de hacer su vida en España por el acoso de la brigada político-social. Había intentado eludir a la policía y a la censura utilizando el pseudónimo de Amblard, que era en realidad su cuarto apellido, pero la jugada, tan arriesgada como valiente, no salió bien y pronto fue descubierto. Nuevamente, como les decía, la peregrinación. Tras la matanza de estudiantes de la plaza de Tlatelolco, y visto que tras casi veinticinco años en prisión había tenido en su vida suficiente horror, se trasladó a Perú y no regresaría a España hasta principios de la década de los setenta. En nuestro país solo publicó tres libros: uno sobre cine en la delicada colección de cuadernos de Taurus, Cuando el cine rompió a hablar (1971), que firmó ya con su verdadero nombre, y constituye un bellísimo homenaje al cine mudo, además de un recuerdo de aquella etapa de transición al sonoro de la que él fue testigo en París; otro que databa de su época en prisión y estaba destinado a convertirse en una suerte de memorias, Mamá grande y su tiempo (1980), pero que solo pudo abarcar su infancia y adolescencia a caballo entre México y Santander; y, en último lugar, y por empeño del editor Ramón Akal, los relatos de Cuentos de nubes (1981), inspirados en su paso por las cárceles españolas. Entretanto sobrevivió como traductor para distintas editoriales. A Manuel de la Escalera debemos la introducción en nuestras letras de, entre otros, Katherine Mansfield, William Saroyan o John Berger, y previamente, durante sus años en presidio, fue el encargado para Plaza y Janés de traducir las novelas de Tarzán de Edgar Rice Burroughs. Imagínenselo: miles de niños españoles de los años cuarenta y cincuenta enfebrecidos con las historias del hombre de la selva que un hombre traducía en su celda, sometido a la vigilancia de guardias y capellanes que controlaban cualquier documento que salía de la prisión. Cultivó De la Escalera la amistad de otros que habían compartido penalidades en las cárceles franquistas, como el dramaturgo Antonio Buero Vallejo.

En los últimos años llegaron discretos y tardíos los homenajes. Un acto coordinado en junio de 1994 por el pintor Manuel Calvo y que contó con la participación de varios amigos y conocidos del escritor (Buero Vallejo, Juan Antonio Bardem, Gutiérrez Aragón, entre otros) celebró su obra y testimonio. Se preparó, además, la edición de varios fragmentos de sus distintos libros bajo el título Ramas de un mismo tronco, al que se incorporaron textos inéditos. El escritor no llegó a verlo. Había muerto dos meses antes en una residencia para ancianos pobres cuando estaba a punto de cumplir 99 años. 

Duele pensar que la obra de Manuel de la Escalera haya estado durante tiempo amarilleando en la marginalidad. Muerte después de Reyes es, sin duda, uno de los testimonios más sobrecogedores de lo que fue la represión franquista. En ese centenar de páginas que se leen con el corazón encogido, la escritura viene dictada por las circunstancias trágicas en que se encuentra el autor. Es evidente que no hay un plan previo, solo la urgencia por anotar cuanto ocurre, desde el juicio chapucero que lo condena a muerte a la situación de los compañeros que esperan en el corredor de la muerte a que se cumpla la sentencia. Un mes de anotaciones, desde el 15 de diciembre al 16 de enero, y todo porque en aquella España tan católica no se fusilaba en Navidades. Fue esa tregua la que brindó a Manuel de la Escalera la ocasión de reproducir la cotidianidad en prisión y en ese acontecer en un medio tan hostil no hay una sola frase que ceda al patetismo o al melodrama. Tan solo una distancia crítica con la que enjuiciar mejor los sucesos ocurridos y defenderse de la angustia, la tensión y el miedo. Uno a uno, con sus nombres y apellidos, van desfilando los reclusos y se relatan sus actividades, su situación familiar, las circunstancias de su detención o sus habilidades para entretener el tiempo en las celdas. Evocar a los camaradas, describir con el máximo detalle todo lo que hacen o dicen y los vínculos comunitarios que se crean es una manera de salvarlos y, asimismo, de contrarrestar el relato deshumanizador que propagó el franquismo sobre «la canalla roja». La escritura como epitafio. Sorprende que, a la sombra del patíbulo, el narrador aún se permita hacer uso del humor para retratar a los guardianes, jueces, capellanes y verdugos o que se deje llevar por la ironía al comentar la violencia, sinrazón y sordidez del ambiente en las celdas de la muerte, como cuando indica en la entrada del 7 de enero que los Reyes han sido tacaños y solo han conmutado la pena de muerte a cuatro presos.

En las miradas o en las charlas con los otros compañeros, el preso es capaz de recordar quién es, de dónde viene, cómo ha llegado allí y cuáles son sus ideas. Los límites entre víctimas y verdugos están muy claros, tanto como la distancia que media entre ese afuera vetado y el ritmo del presente en suspenso que marca la vida del condenado. Se escuchan, sin embargo, noticias del exterior. El presumible desenlace de la guerra en Europa infunde la frágil esperanza de una próxima intervención aliada en España. La lucidez y el escepticismo, sin embargo, atenúan esas ilusiones. El recuerdo del abandono de los países democráticos durante la guerra civil está muy reciente. En otros casos, el análisis de la situación actual devuelve la memoria de los meses previos al ingreso en prisión, la estampa de un hombre emboscado, acosado por el hambre y el frío, que se esconde en pisos francos o vaga por el parque del Retiro intentando despistar a la policía franquista. El relato de las torturas en la Dirección General de Seguridad, esas mismas que sirvieron para condecoraciones y de las que nadie ha rendido cuentas, es estremecedor. Manuel de la Escalera no se concede el más mínimo artificio en la descripción de aquellos suplicios. Con una frialdad desnuda expone con realismo y precisión la crueldad del régimen y crea imágenes insoportables, dignas de los infiernos de Dante. Regresar a esos episodios traumáticos no es solo una denuncia contra la barbarie, sino una forma de elevar una petición de justicia y exigir reparación para otros que corrieron la misma suerte que él y no lo contaron. Es difícil, por otra parte, explicar la vergüenza y el dolor que causa leer en esas páginas la morosidad y el método con que se realizaban «las sacas», siempre de noche y con los presos atentos a cualquier signo que delatase las intenciones de sus carceleros, pendientes de cualquier pisada en el corredor y con la oreja aplicada a las puertas para distinguir qué cerrojos se abrían. Había quien, antes de abandonar entre gritos y empellones la celda, entregaba sus pocas pertenencias a los compañeros: un abrigo, unas botas, útiles de afeitado o el petate aún caliente en que estaba durmiendo. El punto álgido de la arbitrariedad y vileza de ese sistema lo marca Manuel de la Escalera al relatar la historia de un maestro de escuela, indultado unos días antes, y al que, sin embargo, el director de la prisión envió al paredón porque a él no le había llegado otra orden y no tenía tiempo para comprobar si el perdón era cierto.

Manuel de la Escalera tuvo que interrumpir abruptamente su diario el 17 de enero. Él había sido uno de los pocos que sobrevivieron y era peligroso conservar el manuscrito en la celda, sobre todo después de que tras una tentativa de fuga los registros se hicieran más frecuentes. El texto fue sacado clandestinamente de la cárcel y permaneció diecisiete años en la caja fuerte de un banco. Muerte después de Reyes no se publicaría en España hasta 1977 y habrían de pasar otros cuarenta años hasta que la editorial Akal rescatara el libro. Aquella primera edición llegó acompañada de otros seis relatos, el último de ellos sobre la puesta en libertad de su autor, quien, ante la imposibilidad de presentarse ante los demás como un preso político, adoptaba el nombre de un resucitado, Lázaro, y, como en el poema de Cernuda, pedía «fuerza para llevar la vida nuevamente». Hoy, que tanto se oyen comentarios a la ligera sobre dictaduras y Españas rotas y faltas de libertad, Muerte después de Reyes debería ser una lectura inexcusable.


Álvaro Acebes Arias (León, 1990) es licenciado en filología hispánica y profesor de Educación Secundaria. Doctorando en la Universidad de León con una tesis sobre la obra del escritor Rafael Chirbes, ha realizado además estudios sobre los distintos cauces de la narrativa española, con especial interés en figuras como Belén Gopegui, Marta Sanz, Isaac Rosa o Ricardo Menéndez Salmón. También ha participado en revistas, medios literarios y en organizaciones culturales como el Club Cultural Leteo de León o el Seminario Permanente Claudio Rodríguez de Zamora.

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