Nicolas Grimaldi (París, 1933), filósofo y profesor emérito, ha ocupado las cátedras de historia de la filosofía moderna y de metafísica en la universidad de La Sorbona. Es autor de una extensa obra ensayística en la que la imbricación de ética y política ha sido una de las claves fundamentales de su reflexión, como demuestran los títulos Ambiguités de la liberté (1999), L’inhumain (2011) o Le crépuscule de la démocratie (2014). Les nouveaux somnambules (2016) es su libro más reciente y ya hay versión en castellano de Santiago Martín Bermúdez bajo el sello de Pasos Perdidos. A raíz del asesinato de los redactores de Charlie Hebdo en París, Los nuevos sonámbulos plantea un interrogante acerca de las diversas formas en las que lo imaginario se expresa en el fanatismo: «Para intentar responder a esta pregunta parece que hay dos rasgos constitutivos de un delirio tan criminal. El primero consiste en tomar la ficción por la realidad; lo cual es la definición del sueño. El segundo consiste en excluir de la humanidad a cualquiera que no comparta esta creencia ¿Y no es esto lo que hace que todo fanático se comporte como un sonámbulo?»
Los nuevos sonámbulos
[Traducción de Santiago Martín Bermúdez]
Aunque todos sus movimientos tienen lugar en la realidad, lo que caracteriza a los sonámbulos es perseguir un sueño. Ahora bien, se trata de un sueño que les hace experimentar la realidad en que se mueven como si no existiera, de tal manera que la ficción por la que se sienten fascinados se les impone como la realidad indiscutible. Y es que los sonámbulos son como unos alucinados. Creen percibir como real lo que tan solo imaginan. Viven lo irreal como incuestionablemente real, en tanto que la realidad no es nada para ellos.
Tanto el sonámbulo como quien sueña están dormidos. La única diferencia entre ellos es que el soñador vive sus aventuras fantasmáticas sin dejar la cama, mientras que el sonámbulo lleva a cabo de manera práctica, en lo real, una parte de lo que está soñando.
Aunque creamos que el sonambulismo es algo muy especial, excepcional, es de hecho algo tan banal como el sueño. Para convencerse de ello basta con que nos fijemos en cuántas acciones se llevan a cabo todos los días sin que sus autores sean en absoluto conscientes de la abominación que cometen. Por mucha atención que pongan y se esfuercen en todos sus gestos, lo real no les importa nada. Están hechizados por una creencia, viven esa ficción como una realidad indudable, y de la realidad no ven más que lo que su creencia les dicta. Eso es lo que llamamos fanatismo.
Por todas partes, en Europa (en Londres, en París, en Madrid, en Copenhague), en África, en el cercano Oriente, vienen sucediendo hechos en los últimos tiempos que demuestran a qué aberraciones criminales puede llevar una creencia a los individuos a los que tiene hechizados. ¿Al tomar una simple quimera por la realidad suprema, mientras que se considera a lo real como un desecho fastidioso, no ha habido millones de hombres que a lo largo de todo el siglo xx se han dedicado, de manera metódica, a eliminar a otros tantos millones de personas? Al mismo tiempo que se abandonaban a esta locura exterminadora, los asesinos se justificaban con una sola frase: cómo iban a permitir que su deber lo cumplieran otros.
No sabían nada de sus víctimas, pero había algo que no podían ignorar: que no les habían hecho el menor daño. Tan sólo una fábula, una ficción, una quimera podía atribuir a todos aquellos inocentes algún tipo de culpabilidad colectiva. Por muy irrealista, por muy delirante, por muy demente que fuera, esas masacres sólo estaban inspiradas por una ficción, una ficción que había hechizado a todos esos obreros del crimen. Eran unos posesos. Tomaban por realidad una quimera, a la vez que convertían la realidad en una desatinada quimera.
Todo encantamiento provoca alucinaciones semejantes. Se acaba convencido de estar viendo aquello en lo que uno cree. Nos podemos preguntar si esa credulidad espontánea que nos hace tomar lo que es pura imaginación por auténtica percepción, y nos convence de estar viendo, experimentando y sintiendo lo que en realidad ni sentimos ni vemos, se trata de un comportamiento desviado de las normas sociales. Una demencia de este tipo no nos convierte por lo general en criminales, a pesar de que en numerosas ocasiones muchos observamos la realidad sin percibir nada de ella, convencidos de que descubrimos lo que, de hecho, es la ficción quien nos hace imaginarlo. Porque, frecuentemente, las cosas ocurren como en el conocido cuento de Andersen en el que tan solo un niño se atreve a sorprenderse de ver desnudo al rey. ¿Sin embargo, existe algo más enigmático y más fascinante, también más desconcertante y perturbador, que constatar con qué sinceridad y obstinación la mayoría se pone de acuerdo en admirar el manto inexistente?
Decenas de millones de hombres lloraron por Stalin. Millones han elogiado la prosperidad y la libertad soviéticas. Millones admiraron el Gran Salto Adelante de la revolución cultural china. Miles de contemporáneos nuestros se detienen atentamente ante cuadros de pintura monocromática o se maravillan de ver alineados unos cuantos tiestos de flores llenos de cemento. Incluso la nada les sabe a algo. Embrujados por una ficción, también ellos persiguen en la realidad esa especie de soñar despierto. Son sonámbulos.
En una obra anterior me preguntaba cómo había sido posible que tantos hombres hubieran podido sacrificar millones de semejantes suyos por la pura irrealidad de una quimera. Para esta demencia ordinaria no había más que una causa. Algún ínfimo fantasma, un cuento, una fábula, una ficción bastaban en cada ocasión para desencadenar el espantoso cataclismo que durante años iba a tragarse poblaciones enteras. La aprobación que le dieron unos cuantos iluminados hizo todo. En el origen de seísmos tan terroríficos apenas había nada: un mito, un cuento, una fábula. Puesto que creían en tal ficción, se esforzaban en realizarla. Y como la realidad a veces se resistía, no encontraban mejor salida que suprimirla. Ocurre lo mismo con el nihilismo de los sonámbulos que con la valentía de los locos.
Al plantearme la naturaleza de tal creencia, me pregunté cómo podía arrastrar a fanatismos tan irresistibles. Debía, pues, prolongar la investigación a este segundo aspecto, me parecía que eran inseparables. Todo el problema radicaba en comprender cómo la aquiescencia a una ficción y la creencia tan ingenua en una fábula habían podido bastar para que tantos hombres fuesen incapaces de reconocer a su semejante en el otro. Cómo era posible que tanta ceguera la provocara el fantasma de una simple ficción. Ahí me parecía que estaba el origen de lo inhumano.
Esta es la problemática que me propongo continuar aquí. Me la sugirió el espanto general que provocó en enero de 2015 el asesinato deliberado, concertado, organizado y poco menos que gratuito, de periodistas parisinos de los que en algún caso se sospechaba que habían caricaturizado a Mahoma. Unos asesinatos muy semejantes e igual de gratuitos se habían perpetrado unos meses antes en Toulouse. Unos militares y unos cuantos escolares habían sido asesinados por ciudadanos tan franceses como ellos, unos por haberse incorporado al servicio de su país, y los otros por tener la misma religión que Israel. El problema me parecía bastante más originario, bastante más radical, y en consecuencia bastante más general. Concierne a la capacidad que tiene toda conciencia de cegarse hasta el extremo de no ver lo que está viendo, ni sentir lo que está sintiendo. Así, pues, nada hay tan irreal que no pueda tomarse por real, ni nada tan aberrante que no pueda percibirse con más certidumbre que cualquier verdad.
Esa capacidad alucinatoria de la conciencia es lo que trataremos de explicar. Mientras que la alucinación es una ilusión, y lo propio de una ilusión es que sea involuntaria, todo el problema radica en que, en este caso, se trata de la alucinación voluntaria. Al igual que Rimbaud decidió deliberadamente, y muy lúcido, convertirse en vidente y provocar con ello «el desbarajuste de todos los sentidos», así el que cree es como el que juega: se acepta creer voluntariamente, como se decide jugar voluntariamente. Del mismo modo que al meterse en el juego el jugador olvida (o finge olvidar) que se trata de un juego, así el que cree juega a olvidar que el objeto de su creencia no es más que una ficción. Del mismo modo que el jugador suspende voluntariamente la realidad que percibe y decide tomar una ficción por realidad, tampoco es posible decidirse a creer sin jugar a considerar verdad eso que, sin embargo, se sabe que no lo es. Creer, en consecuencia, es como jugar. Y jugar es delirar voluntariamente.
Es esto lo que vamos a tratar de comprender. ¿Cómo puede la conciencia convencerse para ignorar lo que sabe y para saber lo que sin embargo ignora? ¿Cómo puede estar convencida de vivir en la realidad como si esta no existiera, y conmoverse con lo que no existe como si fuera real? Son tan innumerables las situaciones que no terminaríamos nunca de poner ejemplos. Nada hay más sencillo ni trivial que la lectura de una novela: ¿por qué razón estamos tan atentos a lo que no existe hasta el punto de que lo real nos resulta tan indiferente como si no existiera? Rousseau se indignaba preguntándose cómo era posible conmoverse en el teatro ante lo que sabemos que no es más que ficción, cuando la misma cosa nos afecta muy poco en la realidad. O incluso, cuando nos dejamos llevar por el esnobismo, cómo alguien puede convencerse de que le gusta algo que en realidad no le gusta en absoluto. O dicho de manera más general y todavía más radical, cómo podemos disfrutar de nada como si fuera algo.
Independientemente de cualquier género de realidad o de verdad, y únicamente por un movimiento de nuestra libertad, decidimos suspender lo real y pasamos a considerarlo inconsistente, insignificante. A partir de ese momento otorgamos a una ficción, a una fantasía, el mismo estatuto limitador que tiene la realidad. Es decir, a menudo decidimos vivir fantasmáticamente. El problema no es solo entender cómo podemos ilusionarnos de manera voluntaria, y creer real lo que sabemos que no lo es. Se trata también de entender cómo podemos reprimir lo que sabemos, hacer como si ignorásemos lo que sin embargo nunca hemos dejado de saber. Y eso afecta tanto al que cree como al que juega; al que juega le afecta como a la niña que vemos bañada en lágrimas porque su hijo está enfermo. ¿Ese montón de trapos es su hijo? La emoción de la niña es muy real, pero no por ello es menos fingida. Es la emoción del juego. Y dejará de experimentarla en el mismo momento en que deje de jugar. Por muy emocionada que esté al jugar a creer que su hija está enferma, nunca ha dejado de saber que eso no es más que un montón de trapos. Y eso sucede con todas las creencias. Los asesinos de Charlie Hebdo creían firmemente que eliminaban a unos impíos, a unos enemigos, a unos culpables, y al mismo tiempo sabían que delante no tenían más que a unos inofensivos bromistas. Esa es la paradoja de la creencia: fingimos saber lo que ignoramos al tiempo que fingimos ignorar lo que sabemos. ¿Cómo es posible algo así? Sin duda, como ya sugirió Sartre, eso no es más que mala fe. Pero por muy similar al juego que sea una creencia, el problema estriba en cómo puede desatar tanta pasión y emoción. Pues por muy absurda que pueda ser la creencia, persuade, convence, se comunica, arrastra. Cuanto más se extiende, más contagiosa es. Y afecta incluso a los que se resisten a ella, que acaban por dudar de su propia lucidez: hasta ese punto aísla a la propia razón.
¿Cómo puede elegirse vivir una ficción como si fuera real? ¿Cómo son posibles la alucinación, el delirio, la ceguera voluntarias? Al tratar de elucidar los fenómenos del pitiatismo, de la sugestión, de las narcosis, de la histeria, los sicólogos y los neurólogos debatieron largamente estas cuestiones a finales del siglo XIX. Un único y mismo problema aparecía planteado de maneras distintas: el de los poderes de la imaginación. Lejos de tratarse de fenómenos patológicos de la conciencia, nos parece que más bien manifiestan, con una especie de énfasis, su funcionamiento más ordinario.
La conciencia es una espera. De manera completamente espontánea y natural la tensión hacia el futuro la despega del presente. Cuanto más cautivadora, más obsesiva, más impaciente llega a hacerse esa espera, más aleja de lo real a nuestra conciencia, hasta el punto de no verlo, como si se hubiera borrado. Ya no lo ve porque está mirando a otra parte, hacia ese horizonte que acecha y que se perfila como lo inminente, hacia lo que está esperando. Es la obsesiva presencia de una ausencia; toda espera suspende lo real ante lo irreal, subordina la indiferenciación de lo que percibe a la fascinación de lo que imagina. En esas condiciones, cómo no va a parecernos más consistente y denso ese futuro imaginario que cualquier realidad presente, ya que toda existencia está suspendida de tal modo que aquello que espera se convierte en su sentido. Es así como lo que se espera deviene el objeto de una creencia, de manera que lo que creemos nos parece poseer más realidad que todo lo que vemos.
¿Esta capacidad tan común y habitual que tenemos de oponernos a la realidad, de suspender lo que esta nos impone, de apartarnos, de jugar, de creer, de dejarnos fascinar por una ficción, no origina otras formas bastante corrientes de delirio voluntario? En este sentido, el fanatismo no es más excepcional que el sonambulismo, ni el sonambulismo que el sueño. A esta función fabuladora que somete lo real a lo irreal, Bergson y Freud le atribuyeron la salvaguardia y el desarrollo de la civilización. ¿Acaso no es deudora la humanidad, a pesar de todo, de las creencias religiosas, por su capacidad de abnegación, de sacrificio, de justicia y de caridad? Pero todos esos iluminados que corren con el síndrome de amok, que arrancan las vidas como podrían arrancar malas hierbas y se preparan para la muerte como quien se prepara para una boda, todos ellos también persiguen su sueño en la realidad. Por muy cautelosos, metódicos y meticulosos que sean, también ellos son sonámbulos. Tal vez el problema que se nos plantea es tanto el de la barbarie como el de la civilización.
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