Creación

Edmundo Paz Soldán

Edmundo Paz Soldán (Bolivia, 1967) publica en España "Los días de la peste" (Malpaso, 2017). Making off del autor y extracto.

Edmundo Paz Soldán (Cochabamba, Bolivia, 1967) es uno de los escritores latinoamericanos más representativos de la llamada GeneracIón McOndo. En 1997 obtuvo un doctorado en Lenguas y Literatura Hispana por la Universidad de Berkeley con un ensayo sobre la vida y obra de Alcides Arguedas publicado en 2003. Iris (2014) es su primera novela de ciencia ficción, inspirada en un reportaje de la revista Rolling Stone sobre soldados psicópatas en Afganistán. “La ciencia ficción que me interesa es un género muy político, el de las grandes distopías del siglo XX creadas por autores como Orwell o Huxley“. Otros títulos suyos anteriores que nos parecen destacables son Los vivos y los muertos (2009) y Norte (2011). Es columnista de temas de cultura y política en el diario chileno La Tercera. También ha escrito para medios como El País, The New York Times, Time y Etiqueta Negra. Desde 1991 reside en Estados Unidos, donde es profesor de Literatura latinoamericana en la Universidad de Cornell.​


Los días de la peste: historia de una novela

/ por Edmundo Paz Soldán /

Una vez escribí un cuento acerca de un soldado y su hermano retardado. En el cuento mencioné que los hermanos eran hijos de un hombre que alguna vez había sido Gobernador de una prisión. En un par de párrafos conté los recuerdos de una infancia vivida en una casona al lado de la cárcel, en una provincia remota. Después de publicar el cuento una pregunta se quedó dándome vueltas: ¿cómo será ser niño y vivir al lado de criminales? Poco después esa pregunta se convirtió en punto de partida para un proyecto de novela.

Escribí durante seis meses y concluí que la novela no iba a ninguna parte. Escribía sobre los juegos de los niños y sus amigos en un lote baldío cerca de una cárcel llamada La Casona, pero me costaba hacerlos ingresar de manera natural a la cárcel. Además, las historias de los presos eran harto más interesantes que las de esos niños. Me puse a buscar modelos de cárcel en el que hubiera un fácil trasiego entre el interior y el exterior y en el que los niños vivieran con los adultos. Recordé un noticiero que vi hace un par de años y que presentó un reportaje acerca de unos niños que, todas las mañanas, salían del penal de San Pedro –en La Paz, Bolivia– para ir al colegio, y volvían luego al penal, su casa, al mediodía. En algunas tomas se veía a los niños jugando fútbol en el patio; en San Pedro los presos podían vivir con sus parejas –esposas, concubinas— y sus hijos. Había encontrado la topografía, el espacio que serviría de inspiración a la Casona. Tiré a la basura el manuscrito que tenía y comencé de nuevo.

En El deseo del lápiz, el escritor puertorriqueño Eduardo Lalo escribe: “La cárcel es una superciudad, una práctica de urbanismo extremo… Es el interior mejor organizado y más inexpugnable; el exterior más sólido defensivo y delimitado. Es hasta tal punto ciudad que apenas tiene que tomar en cuenta a la que se encuentra con solo cruzar una de las avenidad colindantes”. Esas frases se aplicaban de manera literal a San Pedro y a mi Casona: quería un microcosmos, una ciudad dentro de la ciudad, un mundo regido por sus propias leyes y con un vocabulario particular (para mí cada proyecto narrativo es sobre todo una nueva forma de acercarse al lenguaje). Esto daba para una alegoría —el mundo como una prisión—, pero a una novela la sostienen los detalles, y yo quería explorar, de la manera más minuciosa posible, cómo circulaba el poder en ese espacio; como se creaba un nuevo tejido de relaciones que permitiera la construcción de una comunidad; cómo la violencia podía ser una forma de lenguaje e inscripción de un deseo y una autoridad en los cuerpos de los otros; cómo se utilizaba la ley como moneda de cambio; cómo funcionaban la fe y la religión más allá de las instituciones.

En La Casona, con sus patios que marcaban las jerarquías sociales y económicas, con un Gobernador, autoridades y guardias, y los presos con sus familias, vivían unas mil quinientas personas en estado de hacinamiento. Ese hacinamiento impuso la estructura narrativa: debía haber muchas voces contando esta historia atomizada, se tenía que escuchar al Jefe de Seguridad pero también a la Delegada de los presos, al carpintero y a la niña de doce años. Voces proliferantes que dicen su verdad y su incoherencia y su delirio en el teatro de la prisión —un laberinto con patios conocidos por todos y también uno para el confinamiento solitario e incluso otro subterráneo del que se sabe que existe pero que pocos conocen—, voces que se convierten en murmullos y también silbidos y silencio.

A partir de estas voces fui perfilando al personaje central: Rigo, que viene de otra provincia, ha sido enviado a la cárcel y va descubriendo de a poco las leyes que la rigen. También delineé la trama central: Rigo llega a la Casona en el momento en que ocurren dos hechos fundamentales: el Prefecto de la provincia y el Gobernador de La Casona prohiben el culto pagano de la Innombrable, una diosa de la venganza adorada en el penal; aparece en la cárcel un virus que va diezmando a los habitantes de la Casona. La novela va de las repercusiones de esos hechos extremos en el penal y en la ciudad que lo rodea.

Una novela termina para mí cuando se apagan las voces. Conviví durante tres años con la niña Lya, con el Loco de las bolsas –—un personaje recobrado de mi infancia—, con el capo Lillo y sus guardaespaldas, con 43, el pedófilo arrestado en confinamiento solitario, con el sádico oficial Krupa, con la Cogotera y sus desmanes. Ya me fui de la Casona, pero a veces una palabra o una frase me hacen regresar a ella. Y aquí estoy, creyéndome solo pero con mi comunidad de fantasmas a cuestas.


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Extracto

[krupa]

El camión con el prisionero especial llegó a las ocho de la noche. Hinojosa me dijo, encárguese de trasladarlo al quinto patio, y yo no protesté aunque mis ganas tenía. Me acerqué al portón de entrada, cómo chillaban los grillos en el oscuro, frotaban sus alitas y salía disparado el cri cri cri, y les dije a los campeones de turno que dejaran pasar el camión. Ordené que apagaran las luces. Uno tenía el cinturón desabrochado y le grité que se reportara más tarde. Y bote su chicle, carajo. Hay guardias que fuman, mi capitán, el jefe hasta yerba. Le di un sopapo, chas chas. Se lo han ganado, dije. Vos ni el derecho a respirar

aquí. No debía distraerme. Reconocía que me nervioseaba. La mención del quinto patio solía ponerme así. Me acerqué a la parte posterior del camión. Bajaron al preso, las manos atadas, encapuchado. Traté de adivinar quién era por su porte, buceé en mi memoria imágenes de altos funcionarios que pudieran encajar con él. Porque si era el quinto patio entonces se trataba de un alto funcionario o un opositor.

Lo conduje a la oficina donde registraban a todos quienes ingresaban a la Casona, desde las vendedoras de caramelos al mediodía hasta los asesinos más puaj que llegaban a cumplir perpetua. Me acerqué al que estaba a cargo de la oficina, una wawa, cuántos años tendría este mi valiente, cada vez los aceptaban más jóvenes, y dije me llevaré al prisionero. No habría fotos ni su registro filmado en un video, naranjas. No se le tomarían huellas. Tampoco debía pagar el peaje. Mi valiente asintió. Dijo entre dientes que si no pagaba el peaje se trataba de un preso extraordinario. Porque nadie dejaba de pagarlo en su ingreso.

Así que uno de esos.

Exacto, uno de esos. ¿Y tú quién te creés, un adivino?

No me creo nada, jefe, disculpe.


 

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