[Foto de portada: © Lisbeth Salas ]
Hipólito G. Navarro (Huelva, 1961) ha vuelto esta temporada a la actualidad narrativa con La vuelta al día (Páginas de Espuma, 2017) uno de los libros de cuentos más celebrados del año. El Cuaderno propone hoy a sus lectores el relato que da título al libro.
La vuelta al día

Hipólito G. Navarro
Páginas de Espuma
Madrid, 2016
256 páginas
Los últimos agostos, desde hace ya unos cuantos años, Julia y yo practicamos la bonita costumbre de levantarnos a mediodía, sin prisas, después de haber apurado durante el día previo el frescor de la sierra hasta esa hora en que los grillos siguen cantando más por inercia que por atraer más hembras a su cubil, muy avanzada ya la noche. Durante once meses nos levantamos al amanecer, o cuando todavía pinta oscuro, así que bien está que ahora le hagamos alguna burla al despertador, pensamos.
Años antes, apenas al segundo día de vacación, a Julia y a mí nos entraba la angustia, como si levantarnos tarde fuese un pecado.
—¡Desaprovechar así el único mes, qué vergüenza! —nos reprochábamos.
Pero luego hemos ido abandonándonos, y cada verano nos levantamos más tarde. Alguno llegará, me digo, en que le demos la vuelta al reloj, y terminemos por levantarnos de amanecida otra vez.
—Parecerá una opinión descabellada —le digo a Julia—, pero habría que preguntar a los viejos por qué se levantan tan tempranísimo. ¿No le habrán dado la vuelta al día con una carambola de tiempo como esta nuestra de las vacaciones?
—No empieces tan temprano —me corta ella.
***
En este pueblo de las vacaciones no hay cine de verano, ni tampoco de invierno. Tan solo piscina, discoteca y bares; una piscina gigante, como de competición; una discoteca que pierde ruido por todas las costuras, y un chaparrón de bares. Los más viejos recuerdan que hubo cine hace mucho, cuando apenas existían dos o tres tabernas y tenían que darse los chapuzones en la clandestinidad nocturna de las albercas.
De no haber sido por el maletón de lecturas de que veníamos pertrechados, habría sido este un verano bien repetido de bares y de piscina. Por eso nos parecen tan benditos los libros, que más que leer nos bebemos, algunos días en la mismísima piscina o en la terraza del bar, ofreciendo un espectáculo poco menos que extraterrestre.
Julia se percata sin embargo de que levanto a menudo la vista de las páginas; ¿para contemplar a las muchachas en buen año quizá?, me pregunta. Yo se lo explico enseguida:
—Oí sin querer a esos chavales, los de las toallas de cebra: «Aquí tenemos poquita diversión, ¡si por lo menos hubiera algún cine!». Ayer se quejaban de lo mismo. Pero no hacen nada para remediarlo. Sus docenas de largos y sus fintas desde el trampolín de arriba, eso es todo.
—Más cosas harán, hombre.
En el reproche de Julia vislumbro otra pena: ¿tan poco lo hacemos ahora? Vuelvo en silencio a la página. Ella lo ignora, pero esos muchachos me han recordado otro tiempo, treinta años atrás, cuando nos quejábamos en mi pueblo de lo mismo y nos lanzamos a la aventura de proyectar películas cada noche.
—¡Qué tiempo aquel, la leche! —le digo a Julia—, el proyector de 36 del instituto, el amplificador y los bafles, una sábana desplegada en el porche de la iglesia, mis vecinos todos cargados con los bocadillos y las sillas desde casa… Te juro que les propongo el negocio como se quejen mañana otra vez.
—Vamos a comer algo, anda…
***
Llevamos días observando el ir y venir de esos chavales camino de la discoteca. Es un trajín que empieza tarde, pasada la medianoche, y que aumenta de madrugada. Nosotros disfrutamos entonces del airecillo en el balcón, noctámbulos perdidos. Nos divierte contemplar ese ajetreo de los muchachos, y de a ratos nos sorprenden también los derroteros que esa observación impone a nuestra charla. Empezamos a comprender: es la nuestra una ocupación de viejos, de gente que queda ya más cerca de ser mero espectador del mundo que de la que va a cambiar de una vez por todas los errores de bulto de ese mundo.
Quizá sea esta certidumbre la que nos lleve a ensimismarnos durante los últimos minutos de la noche, cada uno transitando por sus recuerdos de aquellos años en los que teníamos la edad de estos chavales, los que ahora nos miran con una mezcla explosiva de lástima y descaro.
A mí me gusta pasear entonces con las ágiles piernas de estos jóvenes, camino arriba del pueblo, dejando atrás muy a conciencia el bullicio enorme de la discoteca. Sigo la ascensión en solitario hasta la explanada del castillo, donde ya la mitad de mi pandilla enciende las hogueras, prepara el comediscos y lía con emoción unos petardos. Los lunes es siempre López el que debe traer el libro gordo de Federico, a Cándido le toca leernos a Kafka cada martes, los miércoles es Pablo quien con Poe nos debe aterrar…, así cada noche de verano, una felicidad bien rara si lo pienso demasiado. Cañado se ocupa todo el rato de la música, Pink Floyd, Caravan, King Crimson, son tiempos de la psicodelia. Gregorio fabrica cubalibres con alcohol de garrafa, o casi. Vinos sin marca también trae alguien que no soy yo. No existe la cocacola de limón, tampoco la mirinda de cola. Sirvan estos goyas, bisontes y bonanzas que mi viejo nos regala, me oigo decir antes de fumar imaginariamente esos tabacos tan rasposos…
Regreso con mi muchacha al ventanal de hoy, se lo cuento, y me advierte:
—Algunas trasnochadas prácticas de tu antigüedad es mejor que te las calles. Nadie las va a creer a estas alturas, querido.
Pero es verdad: leíamos en voz alta en las noches de aquellos veranos adolescentes. Bien lo recuerdo ahora, treinta años después, nosotros alrededor de la hoguera como unos druidas lozanos y peludos, suspendidas por la emoción las músicas, las bebidas, los canutos incluso. Los lunes en efecto tocaban los libros deslumbrantes de Federico, de Federico Nietzsche, la especialidad de López. De entre todos los suyos, el más visitado era el voluminoso Humano, demasiado humano.
—El subtítulo lo puso pensando en nosotros —le digo a Julia—: «Un libro dedicado a los espíritus libres»; eso era lo que por aquellos días nos considerábamos todos.
Recupero mi ejemplar, hoy en mi maleta de las vacaciones. Lo hojeo, lo manoseo ciertamente, como si magrease en mi recuerdo al muchacho que entonces fui, y me pierdo entre las hojas amarillentas, olorosas de papel viejo y curiosa juventud. Releo a saltos, me detengo en las entradas más breves, en las argumentaciones que necesitan de menos espacio en la página para sacudirme con más brava contundencia.
—Una docena de papelitos tengo repartida por entre las hojas, Julia, señalando algunos de esos fragmentos. ¿Quieres que te lea uno?
—Hombre, ¿ahora precisamente?
Un papelito sobresale más que los otros. Señala este aforismo: «Algo dicho brevemente quizá sea el fruto de algo largamente meditado; pero el lector que es novato en ese terreno, y que no ha reflexionado sobre ello en modo alguno, ve algo embrionario en lo que se dice brevemente, y censura la destreza del autor que se atreve a presentarle un manjar que él cree insuficientemente cocinado».
Julia me mira y no dice nada.
—Mejor será que lo deje, ¿no? «A veces pienso que no hago otra cosa que dar ventaja y argumentos a mis adversarios», señala este otro papelito. ¿Ya te conté de la noche en que el hambre atacó con furia a Gregorio después de los canutos?
—Y le dio un mordisco a un disco. Sí. Mil veces.
—¡Al de las vacas de Pink Floyd! ¡Qué putada…!
***
La luna se esconde detrás de los tejados.
Tarde en la noche regresan los muchachos. Algunos vomitan, igual que entonces.
—Podríamos hacerlo —me dice Julia—. Intentarlo al menos —dice, cuando ya amanece.
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