Agustín Vidaller (Pomar de Cinca, Huesca, 1967) ha publicado Costas perfumadas (Trea, 2005) y relatos en diversas revistas. Trea publicará próximamente Exotique, al que pertenece este fragmento.
Apostura
(En el principio )
La guerra comenzó allende el Oxo, allí donde los hombres tienen la ira en la mirada. Tantas cosas se dicen de nosotros que ahora nadie recuerda que hubo ciudades al Norte del río antes de las fundaciones de Ciro, y que entre los sogdianos perduran las palabras de Zarathustra. Inadvertidos de las contiendas meridionales, tres generaciones habían conocido la tregua. A punto de olvidar su instinto, los hombres de armas habían migrado a tierras más violentas para hacer fortuna, y las caravanas, bajo la garantía de los estados orientales, habían traído seda a cambio de lapislázuli y esclavas instruidas en la danza. Así, el fin de la paz acarreó consigo paisajes ya abolidos en la memoria. Las mujeres robadas para siempre, los varones midiendo la tierra con su pecho. La batalla y su estrépito, los recién nacidos nunca sepultados. La calculada extinción de los fuegos sagrados, en la cual el enemigo entendió certeramente el apocalipsis de nuestro corazón. Todo en este mundo, incluso el imperio de los Aqueménidas, tiene un final bello cuando se refleja en la pupila de los héroes.
Yo era apuesto y mozo cuando los exóticos guerreros escalaron la Roca Sogdiana, asombrando a las águilas. Inútil la batalla, mi amo Oxiartes vió respetado su rango mientras la bella Roxana cautivaba a Sikander con el recurso de sus ojos verdes. Yo me conté entre el botín de la soldadesca. A los ocho años había sido mutilado y vendido. Todos mis dueños me habían preferido. Ahora, de nuevo encadenado, conocía otra vez el polvo del camino y, en la noche, el abuso atroz de los soldados de tintado rostro. Mis nalgas eran de oro. El amanecer me encontraba sumido en el alarido sobre la ensangrentada piel de onagro. «Tus labios en los míos son como las ubres de mi madre», me dijo un día uno de mis visitadores. «Entonces mata por mí», le supliqué entre sollozos. Todo el ejército se dispuso en amplio ruedo para contemplar la muerte de un hombre tras otro como quien ve morir a un águila. De los siete que retaron a mi valedor, el último cayó bajo la verticalidad del mediodía, sin proyectar más sombra que la de su sangre. Mi campeón obtuvo una ovación no debida a un hombre. En la noche, clavado un venablo frente a la entrada de la tienda, yo cuidé de sus heridas cual esposa, antes de beber juntos vino sin aguar en un cráneo vaciado. Nuestros días pasaron dedicados a la embriaguez sin que nos importase el hambre.
Dicen que fue el propio Sikander quien, al saber de nosotros en una de sus inspecciones a caballo, ordenó abandonarnos sin ruido al levantar el campamento. No es rara entre los conquistadores esa necesidad de aparentar, siquiera brevemente, una humana fisura en la dureza de su rostro. Fue en el tardío término de nuestro sueño que descorrimos la estera de la entrada para ver la nieve sustituyendo a la multitud de los soldados en lo ancho de la planicie. Súbitamente, nuestra intimidad se nos tornó estruendosa. Tras unos días dedicados al estudio del silencio, ayuntamos el monótono buey al carro de la impedimenta y el botín y compartimos la grupa del caballo, criado, según se me dijo, en los pastos donde el uro se cruza con la yegua. Sigilosamente —la mutua indiferencia como tácito lenguaje— encontramos tribus en su camino hacia las bonanzas del Sur. A pesar de los riesgos del clima, nuestro destino era el opuesto. Locos como cualquier otra pareja de amantes, no vimos mejor garantía de nuestra espaciosa privacidad. A esas alturas yo también pintaba mi rostro de azul.
Dicen que todavía persisten entre la nebulosa los cimientos de la torre que nunca proyectó sombra alguna, allí donde el Sol, al cual el invierno secuestra, no es más que una frágil hostia incapaz de derrotar a la magia. Se puede hallar el enclave, por tanto, como ceniza de la aérea arquitectura de antaño, más allá de los bosques en donde los lobos dan caza a cándidos anacoretas que —todos queremos algo distinto— soñaron en su día con la crucifixión. Pocos imaginan horrores más septentrionales que la garganta viciosa de la selva nival y el acecho, imperceptible pero omnipresente, de otras bestias de presa, entre las que se cuentan réplicas exactas de hombre. Pero no es sino al otro lado de floresta cualquiera donde esperan las más sofisticadas criaturas y el más desolador de los presentimientos, inducido por una vida sin luz y una muerte deseada en vano. El confín de la selva hace de nuevo posible el horizonte, hacia cuya imprecisión se tiende sin saber bien por qué. Charcas sin fauna hacen sinuosa la progresión, durante la cual se advierte constantemente la abundancia de ese liquen que tan infeccioso es a los ojos. Es allí donde tarde o temprano solía adivinarse antes el torreón, última y escasísima Thule.
Lo divisamos durante el ocaso, cuando la penumbra daba ya paso a la tiniebla en dudosa sucesión. Al amanecer —otro momento de indefinible luminosidad— vimos cómo tamaña verticalidad invertía el sentido de la piedra, y hasta qué punto su ápice, su vano ápice, dividía la espesa celosía que allí era el cielo. Me ronda todavía la aflicción al recordar a mi penúltimo amo, víctima de aquella altura tan impropia de humanos, aquella columna de Babel donde todo lenguaje significaba crueldad. Desde el frío de mi lecho nocturno aún añoro aquellos ojos de hermano y de amante y, con frecuencia, recuerdo que yo también debí morir ese día, antes que someterme a las incontables veleidades de un alma atormentada.
Ya al llegar al pie del esbelto milagro yo intuí el truco de la puerta entreabierta y de las mil escaleras en las que nadie se agota. Comprendí o recordé que a veces el Infierno invierte su forma de sima, y que en la altitud todo ser debía entender la medida proporcional del miedo. Nada de esto fue admitido por mi amigo en el apogeo de su arrogante juventud. Yo también culminé la escalinata sin fatiga, ya que, a pesar de la apariencia, no hacíamos sino descender irremediablemente. Ya en el último escalón —que bien podía ser el primero— accedimos por fin a la atalaya desde cuyas almenas pudimos asomarnos al vértigo, nunca antes experimentado, y a la comprensión circular de la tundra, que en su absoluto vacío dibujaba el final de la distante ekumene y de toda humana esperanza. Extrañas razas de ave gobernaban el aire con la cadencia lenta y precisa de los animales predominantes. Comprendidos por su sombra de gran murciélago o de albatros, entendimos que tales seres fríamente servían al desconocido señor del torreón. En cada uno de sus vuelos acarreaban especies diversas, como abrojos de leña o, muy ostensibles en su aleteo, niños lactantes robados en las márgenes del gran yermo. A esas alturas todavía no habíamos renunciado a los más comunes tropos de lo humano y sensible. Recuerdo nuestro patetismo ante aquellos infantes por quienes nada pudimos hacer. Recuerdo, también, la noche pasada en vela en una de aquellas habitaciones que de una altura a otra incrementaban su aspecto de cuadra y, ya en el difuso amanecer, el seco golpe de la puerta de la torre al ser sonoramente clausurada junto a nuestras vidas. El mismo brazo que tan poderosamente había sellado toda posibilidad de fuga fue el que poco después, esgrimidos en vano contra él el arco y la espada, se demoró sobre el cuerpo de mi compañero, descoyuntándolo lentamente para amenidad de una contada y chocante cáfila, en la cual se hacía notar la ausencia de Uno. Al atardecer, llegadas las urgencias de la noche y el hastío, se hizo oír por fin el último aullido, justo antes de que la nuca de la víctima fuese invertida. Nada fue bastante para que el tenaz soldado abjurase del lejano Sikander y se sometiese a su nuevo señor, cuyo nombre era Qármatan.
Qármatan iba y venía, en busca de límites habitados en donde esparcir extraños señuelos y rumores. Fiado del poder de la superstición, su caballería era breve. Aparte del copioso nubio, tan diestro en dilatar el dolor, cabalgaban tras de Él un arquero albino cuyos ojos solo una vez vi abiertos, un chamán claramente enajenado que bien se disfrazaba de pájaro o de mujer, y su máximo lujo, un enano que hacía las veces de bufón real y de bardo. Flanqueándolo vagaba una docena de jinetes turcomanos reclutada entre los vagabundos de la estepa.
El Mundo, según una primera ley del itinerante cabecilla, se dividía entre quienes debían hallar inmediatamente la muerte y quienes debían desearla. Los primeros, indiscriminados moradores de la taiga, solían aparecer asaeteados entre la flora indiferente, largamente ausente su cabeza para que así, incompleta su inhumación, sus más allegados sufriesen la cercanía del espíritu errante y hostil. Respecto a los segundos, abundaban en el derredor de las aldeas, desahuciados cuyo discurso se limitaba a dos o tres palabras, pronunciadas con los ojos en blanco e incesantemente repetidas: «yo lo he visto». Se alimentaban de raíces en el bosque, donde su corrupción era evitada por los lobos, o se acercaban tímidamente a su poblado, en donde unas veces se les apaleaba y otras se les arrojaba los infrecuentes desechos de aquella tan mínima economía. Sobre ellos pesaba el miedo a la contaminación, la cual se evidenciaba en la irisación trashumana de sus ojos, después de verse expuestos a una luz excesiva, cuyo origen era objeto de largos debates en voz baja. Tal era el cinturón de sospecha cuya unanimidad conformaba la incipiente sombra de Qármatan sobre el Mundo. El azar, o bien esa corrupción de la voluntad que llamamos destino, me había llevado a ser comprendido por aquel reino irrepetible y secretamente creciente. Solo que yo, privado del impedimento de la selva, habitaba el sudoroso centro de las cosas.
Nadie me dirá jamás por qué el Aleve se encaprichó de mí, acostumbrándome a su cárcel. Mi talle de junco y mis ojos almendrados eran nada frente al tamaño de las sofisticaciones que el tiempo y el ocio cincelaron. Yo carecía de la altura con la cual compartir equitativas perversiones, y el tiempo, que casi fue insuficiente, me rondaba. Aunque más tarde me sorprendió —me asustó— mi imperio sobre la Bestia, mi estatura, al igual que mis tormentos y mis éxtasis, eran las del más prescindible de los hombres. No fue hasta mucho más tarde que el constante mirarme en la secuela de ciertos yambos me infectó con ínfulas de semidiós, tal y como suele ocurrir con los poetas.
Disipado el leve verano, y con él la estación de las asechanzas, las primeras nieves me encontraron sumido en una pacienciosa partida en la que dos ejércitos de marfil se disputaban un tablero chinesco de montañas, ríos y ciudades. Mi adversario era el negro atlante, que aceptaba las reglas del juego con una circunspección de la que se despojaba al poseerme dolorosamente en medio de la noche. Los días pasaron así como ambas falanges fueron diezmándose implacablemente de acuerdo a movimientos prescritos. A pesar de mi temor, no pude resistirme a la tentación de ganar. Finalmente, los últimos peones enemigos cayeron junto a su rey, a la sombra de una ciudadela dorada, y yo temí la cólera del matarife. «Todos tenemos una suerte o un don —me dijo en cambio, con la bonhomía frecuente de los verdugos—. Tú eres capitán de contiendas sin sangre. Yo en cambio me distingo como desmembrador de contrarios. Si esta batalla hubiese sido librada por hombres, tú habrías necesitado la sombra de mi sable, y yo habría precisado de tu oda. Mientras en este mundo se den ocasiones para el valor y la crueldad, tanto tú como yo seremos precisos. Solo la paz nos abolirá». Tal la reveladora facundia del sayón, que a partir de entonces dejó de visitarme. Quizá obedeció así al aletargamiento invernal de su apetito, o quizá su sabiduría cushítica previó ya el inmediato giro de mi fortuna. Lo cierto es que una de esas noches desperté de mi duermevela bajo el flujo de una nueva cercanía.
Ya desde el principio me había preguntado sobre el misterio capital de la máscara, cuya materia era el resto de un meteoro trabajado por un genio maligno conocedor de la forja. El resultado era la representación de un rostro de algún modo humano, sorprendido en una mueca que no daba lugar a esperanza alguna. Es imposible olvidar aquella sonrisa que abarcaba todas las perfidias, aquel ceño que sumaba toda cólera. La antisimétrica presencia de un solo ojo —más allá de cuya ranura ardía la muerte antes que la vida— abundaba en el temor que aún tan exigua monarquía estaba obligada a inspirar. Concierne a cada hombre, ante la veleidad de rebelarse, medir su miedo antes que su voluntad.
No era esa la dirección de la fanatizada banda, que no concebía un mundo sin Qármatan. Éste emitía de vez en cuando sentencias que abarcaban la vida y la muerte mediante no más de tres palabras. Tal concisión era bastante para que sus gregarios saliesen de su indolencia, dispuestos a alterar la sucesión natural de la Creación. No cabía la duda ni el temor, pues los lacónicos designios del cacique eran no tanto órdenes como presciencia. Toda evolución en la Naturaleza dependía de aquella fonética de lo fantástico. Los pueblos no lo sabían aún, pero todo bajo el Sol dependía de un vaticinio lejano.
Una sola cicatriz celebra mi valor de cigarra. Tras mi oreja izquierda un sinuoso carácter grabado con un buril incandescente me iguala a la oveja que el pastor ha de marcar como suya. Oro, sexo, el antojo de violencia cualquiera. Todo eso me había prometido el arquero albino después de que yo, ignorante del poder del fuego, me negase a cruzar la misma línea que él había pisado tanto tiempo atrás —dejar de ser yo en mí mismo para ser todo en Él. Creyendo que nada era peor que la violación, me había dispuesto a equiparar mi voluntad a aquella de mi añorado maestro, pero el coraje solo está hecho para las hormigas. Bajo la suerte del equinoccio de primavera, día óptimo para nuevos juramentos, mi grito detuvo por un minuto el crecimiento natural del liquen sobre la muralla. Precozmente frustradas las previstas diversiones, el albo súcubo me castigó iracundo con el dardo de sus ojos abiertos, nunca vistos antes ni olvidados después. Pública mi claudicación, la sangre de un gallo fue aspergada sobre mí por el hombre águila. Con mi saliva se amasó una figurilla de hombre que luego traspasaron. Se me regaló con vino y obleas, cuya elementalidad instauró nuevas sinestesias. Qármatan, según se me dijo, me esperaba.
Yo medí mi miedo, más largo que mi vida. Procaz y maligno, el bufón me maquillaba con aceites y alheña. Más acá que su muerte, su oficio aún persiste en el pez que, después de tanto tiempo, sigue diluyéndose en mi frente. Al verlo, Qármatan me habló del mar.
Qármatan me habló de tantas cosas que las noches transcurrieron inocentes, iguales la una a la otra. La reverberación del sol naciente en el estrecho tamiz de las aspilleras nos solía sorprender íntimamente sumidos en la unívoca plática, Él hundiendo sus dedos enfermos en el casto remanso de mis rizos al tiempo que dictaba, yo decantando la frente en el inmoderado seno con la misma sensualidad sin consecuencia que un perro. Mi lira y el opio dilataban nuestras vigilias de ave nocturna, aquilatando las poderosas fábulas con las que el gran tentador me ilustraba sobre las paradojas de la virtud, las bondades del Minotauro, la teatralidad de los maestros axiales, la primacía de la espada sobre la palabra, la endémica indefinición de la cordura, la necesidad de Dionissos, la sofística al servicio de Dios, la certeza del blasfemo. Aún en mi estolidez de cortesano —tan solo aliviada por mi celebrada precocidad como poeta ebrio— pasajeramente concluí que semejante sermón era todo lo que mis veinte años no estaban obligados a aprehender. Mi inductor había necesitado recorrer la infinidad para recolectar tal descorazonadora oralidad de cínico. El Mundo precisa de sus monstruos pero, a pesar de ciertos acontecimientos, mi rima no negaba todavía a dios alguno.
Mucho se ha conjeturado sobre la inmortalidad de Qármatan. Por lo demás, bien se sabe ya que la bondad no dura tanto como esa pus que va enquistándose en el corazón de quienes no son llamados a la santidad. Una ofensa inconcreta y originaria, o una pronta adivinanza de su maldita durabilidad, había arrojado a Aquél a una desmesura en la que no faltaban la amargura ni la pueblerina sofisticación. Equivalente al espíritu de la arena, Qármatan todavía vela mientras mide mi tiempo desde el centro de su hastío. Han transcurrido décadas, y mi pulso trastabilla sobre la cítara, pero en la distancia Él sabe que yo sigo siendo su mejor apologeta. Y es así porque el Poema, hace mucho, dibujó la hiedra en que aún nadamos.
Ciegamente, todo cuanto somos precisa de un punto al que tender. Sofocado por el opio y por mi candor, tardé en penetrar la teleología que me había conducido hasta el Insomne. Cierta máquina intangible me había llevado de un paisaje al siguiente —de un teatro a otro para fiesta de las máscaras— robándome sucesivas recopilaciones de melancolía y aún voluptuosidad. Incluso en la estrechez de mi destino de puto se habían dado ciertos minutos placenteros cuya memoria combatía en el recuerdo con aquella otra de los períodos de oprobio. Sumándome a tal competición, con severidad de muchacho determiné pues que todo lo que no cabe en la lira de los hombres no ha sucedido jamás.
Recuerdo, por tanto, los siete motetes compuestos a la orilla del Yaxartes, la estrella tatuada en el entrecejo que me hermana con las serpientes de Epidauro. Los misterios de Cibeles, a los que sobreviví posado sobre el ave Rukh. La sangre de los sogdianos crucificados por Sikander, que yo bebí travestido en violenta ménade. Éstos y otros sucesos exóticos cuya traslación al verso hacíalos innegables a ojos de la Historia. Más allá aún, tan atrevido devino mi verbo, ciertas conclusiones poéticas hallaron infaliblemente su consecuencia en el hecho posterior: la descripción adelantándose a su propio objeto, la narración animando su suceso. Nada fue suficiente. Yo cultivé la palabra con la misma fe que otros consagran a otras precisiones, como el arco y la flecha o la erección de obeliscos. No tardé pues en encontrarme con el hálito del Poema en sí.
Otros dicen haberlo hallado en las cálidas pesquerías de perlas, al abrir una concha tenaz. Otros, al final de una escalera o de una ladera expuesta al mismo bóreas que fecunda a las yeguas. Algunos, mirando en uno de aquellos pozos cuya angostura refleja una sola estrella. El acoplamiento de dos onagros o la caza de una lechuza en medio de la noche son otros tantos eventos cuya contemplación induce la irretornable alteración de lo sensible. Apenas zagal, yo levanté el guijarro bajo el cual esperaba el escorpión, a cuya picadura debo la inoculación y el júbilo.
El Poema perdura secreto e inconcluso. Generaciones enteras de clarividentes han elucubrado el final abusando del haoma, que tantas vidas ha recolectado. Lejanos reyes, dejándose llevar por el exotismo, han prometido talentos de oro a quien sepa penetrar el sentido de la epopeya, cuyas imágenes caprichosamente deleitan o queman. Esperando la recompensa, no han sido pocos los que se han hecho matar al aducir soluciones insuficientes, amén de inaceptables a la luz de la costumbre.
Hay quien quiere ver en la inmodesta canción la explicación de las mareas o el origen tectónico de las cordilleras. Otros, no tan recatados, lo identifican con el voluble sentido del orgasmo o con la afamada música de las esferas. En vano partirá quien vaya en busca de versión cualquiera puesta por escrito. Aunque la mayoría de los confidentes intiman con los ideogramas o los alifatos, la redacción en piedra, papiro o pergamino es anatema, y no son pocas las veces en que el mejor declamador resulta ser un iletrado. Tan deliberada oralidad no es sino un atentado contra la palabra escrita, que tanto ha afectado a nuestros cantares de gesta. Una y otra vez se dice que el lenguaje nunca deberá resignarse a un destino de lápida.
Hay todavía otra evidencia, que muy notoriamente es la absoluta ausencia de rima. En su estulticia, los poetas cortesanos encuentran en tal carencia la razón que enarbolar ante la premiosa labor. Pero a ésos los fulmina el cansancio de sus amos, mientras que nosotros, los más denodados vates, persistimos en el ejercicio de una musicalidad alterna. Una audiencia más escogida suele encontrar en la aparente insuficiencia el poder de una buscada anomalía. El futuro nos espera en la enfermedad de las palabras. Superado el confín de la vieja estrofa, las anchurosas semánticas del requiebro, la melancolía y el heroísmo golpean los sentidos con un ritmo bárbaro, intrínseco a toda vida digna de ser cantada. Pero nadie entenderá esto plenamente antes de visitar ciertas planicies pobladas por libidinosos animales anfibios, o cierto otro mar donde, premonitorio, todavía planea el albatros. Es también allí donde, más allá de una primera iniciación, se recolecta el sudor de la verdad profunda, que hasta entonces permanecía velada. A saber: que todo es como es porque así está previsto en la arisca novela, y que nada importa el voluble plan de la más audaz individualidad. Dentro de tal característica de lo probable, toda ficticia elección no es más que la genuflexión del razonar frente a la anticipación del vidente, que mucho antes de la acción ha visto la consecuencia de ésta en la sombra de lo predecible. El sabor a barro antes de la inmersión en el delta, el hartazgo de la sangre antes del amanecer de la batalla. Toda voluntad como reino de las apariencias, toda azarosa representación de lo humano repudiada por el más impasible veredicto.
En un futuro, según la conclusión de privados cónclaves, la poesía se prolongará de acuerdo a tan consabidas asunciones. Sus artífices —sus traductores— serán vagabundos proclives a la locura y a toda sedición moral. Mientras tanto, los taumaturgos originarios cultivamos equívocas formas de ascesis y no revelamos nuestra condición de poeta a nadie que no se lleve el meñique izquierdo a la boca al darse a conocer. Así, Qármatan sabía de mi oculto oficio desde nuestro primer encuentro. Hastiado de su propio soliloquio —trovador sin cómplice entre el sobrio intelecto de hombres de acción— me invitaba ahora a aducir metáforas que desmintiesen su confinamiento. Mi capacidad para elegir entre los posibles epítetos o para plantear una paradoja le pareció plausible. Posteriores símiles y lirismos merecieron su silencio, que tantas cosas quería decir. Muy pronto, tras la afortunada adición de paisajes queridos y paisajes sometidos, el cabecilla se concilió con la idea de que yo había devenido imprescindible. Amén de otras artes fantásticas, fui yo por tanto, inesperado geómetra, quien lo inició en la siconáutica, cuyo mapa superpone lo imaginado sobre lo necesario. Bien se ve, en estas conjunciones, que no hay paso que no aplaste una flor ni castillo que comprenda el desierto. Un ojo sin su bosque, un océano sin su behemot. A su tiempo, todo se reduce a su propio nombre.
Llegado el verano, cuyas dos semanas comprenden allí la momentánea regresión del liquen y la atropellada renovación de la naturaleza —eclosión, reproducción, muerte— los sicarios de Qármatan demandaron con cierta violencia una ya tardía expedición al Sur. El líder, lejos de cólera alguna, se permitió el lujo de mostrar una supuesta debilidad, ofreciendo su espalda a los amotinados al tiempo que con voz afeminada los relevaba de sus votos. Fue suficiente. Bajo el sol de medianoche, la contada asamblea decidió repetir los juramentos de ciega obediencia. El pequeño bufón, cuya especial virulencia se debía a sus celos —tras mi ascendiente se había visto privado de la antigua intimidad con el indiferente guía— fue estrangulado sin miramientos por el esforzado etíope, que expuso el infrecuente cadáver para negar al espíritu el reposo. Así, ese fue el primero de los cuarenta años en que Qármatan concedió sosiego al Mundo.
Qué es la ansiedad de una vida joven ante la paciencia de un inmortal. La intemperancia de mi usufructor ante un inesperado oxímoron o una moraleja memorable excluyó toda actividad que no implicase la poesía. Sensualidades menores como el sueño o el alimento devinieron superfluas. Yo me resigné a la suma abnegación de un matrimonio forzado. En el tiempo, aprendí a sortear el único espejo, que desmentía mis pretensiones de mocedad. Los cantares, mientras tanto, se multiplicaron con el concurso del autócrata, lo cual no sorprende a quienes de verdad conocen el corazón de los genocidas. De acuerdo a su teatro, que yo memoricé inadvertidamente, ágiles ejércitos de a caballo caen sobre las ciudades y las caravanas de siempre. Anónimas hordas secundan entre tormentas de arena a héroes de rostro pintado, cuyo valor no se mide ante los hombres, sino ante los dioses. Tales veleidades épicas se ven aminoradas cuando a través de una incompleta celosía, en la población recién tomada, el más joven de los adalides adivina a la hembra en honor a la cual ha de enloquecer según las líneas de su mano. Hay flores que se ofrendan y flores que se pisan, hay un lecho ensangrentado junto al lago. Un puñal adecuado, corazones que no olvidan. Elogiosamente, la tragedia culmina sobre una llorada pira junto al Ganges o el Halys, cuyo escogido reflejo abraza el alma de uno u otro doliente.
Irresueltas venganzas y ambigüedades prolongan la saga, que una y otra vez remeda el ciclo de amor y muerte con ligeros cambios en los medios y los fines. La búsqueda de la inmortalidad, ingenua y vana, es sucedida, en siglos más ruines, por aquella otra de oro, incienso y esclavos. Al arco tártaro lo suceden armas que primitivamente proyectan fuego. La primacía del jinete se ve amenazada por máquinas fantásticas. Ahora el oro es negro. Siempre se acaba hablando de un destello abrumador en el horizonte.
En la continuidad del romance, que de alguna manera es una evidente repetición, no tardé en entrever la obsesión del Uno por una historia que explica su máscara. La insólita forja de ésta bien puede pertenecer a esa extinta era de la cual sobreviven eminentes restos de piedra y hierro en los jardines del Oeste. Es allí donde la raíz del bosque combate el cimiento de los últimos coliseos, que aún en su ruina superan a la mortecina pirámide. No en vano nuestro trovador habla de un ejército verde y de un ejército azul, cuyo opuesto poder devastó en su día el solar de las naciones en su pugna por un mundo de cenizas.
Causa o efecto del antiguo armagedón, Qármatan se entregaba al recuerdo, sin visos de hallar en el presente el solaz que le negaba el pasado. Yo no era suficiente. «Eres afortunado —me ilustraba, su verbo capaz de cualquier calcinación— Tu vida será más corta que mi muerte». El escorpión no pica tanto para matar como para encontrarse con la saliva de la presa. Ésta muere, pero ha habido una conversación. Qármatan se nutría de mi tiempo. Éste transcurrió intransigente, hasta llevarme a las duplicidades de la mediana edad. Infiel como mujer, un día me sorprendí a mí mismo maquinando la dudosa evasión. No tardé en encontrar inútil cálculo cualquiera sobre las vías de escape, la voluntad de los guardias, las distancias hasta la ekumene. El paso del tiempo no me había hecho más hombre, evidencia que me llevó a confirmar la imposibilidad de lo subrepticio, de todo lo que contradijese los diseños del caro líder. Fui incondicional siervo durante veinte años. Me llevó otro tanto sincerarme ante mi maestro. No es fácil sobrevivir a un dios ebrio.
Era ya viejo —era injustamente viejo— cuando el poema, que de alguna manera piensa, impuso por fin mi manumisión. Es así como la poesía premia a su artífice cuando éste ya no puede gozar de moneda que no sea la prolongación ciega de su oficio. Irónico, el bardo va muriendo sobre su harpa. Una noche, que se distinguió de las demás por la cercanía espectral de una voz de niño, mi malamado amo conoció una pasajera debilidad. A largo plazo, el efecto debilitador del opio y de la imaginación excesiva tampoco perdonan a los héroes de la mejor mitología. Ciertas variaciones del pueril lamento, acrecentadas por la multiplicación sensorial de la droga, hicieron transparente la materia de Qármatan durante una fracción suficiente. Un segundo de visión basta a quien solamente busca confirmar la estrechez de una sospecha o de un prejuicio. La imagen del Mundo, finalmente, deberá ser siempre poco más que una intuición advenediza si lo que queremos no es tanto la verdad como la cordura. Mi dictamen es que la Bestia había muerto una vez, y que aquél que oíamos era su fantasma. La suspensión de su voz, que había estado describiéndome el efecto del Diluvio sobre los mares interiores, devino tan brutal como su grito. Intentando atrapar en el aire el miedo, su mano se cerró sobre su propio arañazo. En la concisa humectación de su único ojo hábil el Mundo —yo— entendió el llanto. El lento regreso de su oralidad, por fin, no hizo sino afirmar una larga involución a edades de precaria humanidad.
Lenta como humo, la queja de la Tierra se elevó ante la debilidad del atlante. Temeroso de aquella matemática de los cimientos, yo exhorté al gran hombre a abolir aquel segundo de estupor. «El Mundo, mi señor, te busca como sobrehombre, no como chiquillo. Los dioses de barro no caben en este país de musgo que tan bien lima la arenisca». Pero entre las facultades del oscuro Isaías se contaba la de no oír cuando era Él quien debía hablar. Durante un opaco minuto de novilunio, a cuya irresponsabilidad lejanas urbes deben su desmoronamiento —Ahura o Baal debelando las alturas del Amor— Qármatan se rebajó a lo que ningún hombre debe hacer nunca: contó toda su verdad. La magnitud de ésta me sobrepasa.
La cobra del tiempo ha lamido mi memoria, pero yo recuerdo. Yo sé. Se me achacará que esta vez la verdad no se limite a las necesidades del humano corazón, pero quién duda que el Mundo debe arder de vez en cuando. Épica y lírica, el sermón que refiero no es sino el resumen de lo que en otras circunstancias nos habría traído otra novela. Otros debatirán sobre la concisión y el circunloquio. Yo solo me cuido de palabras fehacientes.
De acuerdo a éstas hubo, como siempre, un principio que supera todo posible relato. El Hombre y su medio habían nacido como hastiazgo de ciertos dioses, cansados de solitarias teomaquias. El espectáculo de las contiendas celestes devino en divertimento de manos de seres menores cuyo patetismo hacía posible, en forma de intercesión, la inclusión de toda piedad, toda ira. Se hablaba del Jardín del Bien y del Mal, en donde los hombres se habían resignado no al pecado, sino a su propia estulticia. Arrojados a la Naturaleza, su historia se resumió en la edificación de más modestos paraísos por obra de naciones constantes, y de la destrucción de los mismos por pueblos ecuestres y celosos. La Historia como tránsito entre jardines obsoletos y jardines prometidos. Durante la itinerancia las gentes experimentaron el desierto y el mar. Para desmentir a éstos fue acendrándose la idea de ciudad, cuya semilla se diseminó. A imitación de novísimos poetas, que colorearon las vocales, hubo ciudades rojas y ciudades azules —al dintel lo sucedió el arco, y a éste la ojiva— alimentando la cadencia con que el Hombre fue mirándose en el fruto de sus manos. Tarde o temprano fue levantada la torre cuyos restos todavía difaman a Babel. Al contemplarse en tan grato espejo, los más selectos individuos, entre los cuales se contaba el mismo arquitecto, sintieron vértigo. Dios fue por tanto la mayor de las nuevas creaciones, después de que profetas sin belleza derrocasen el ruedo de los ídolos –el espíritu del agua, el espíritu del puente. Tal confabulación prescindió de los escándalos del viejo panteón, circunstancia que lo alejó de lo humano, pero incontables dinastías se postraron ante el Todopoderoso, cuya representación adoptó la elusiva forma de la cruz y la flor de loto. Los nuevos sacerdotes encontraron bueno que la Humanidad tuviese algo ante lo que humillarse.
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