Del poema como leve anacronismo
Seis notas sobre la lectura de Memoria de contacto
I
En el primer tercio del siglo pasado, en medio de la destrucción y la catástrofe de Europa, un oscuro filósofo alemán consideraba que lo inactual, lo anacrónico, lo no sujeto al yugo del instante, es, paradójicamente, lo que urge ser pensado; aquello que el discurrir veloz de los tiempos oculta es lo que reclama, de una forma silente, ser desvelado, precisa la atención que en tantas ocasiones dedicamos, acaso inmerecidamente, a la banalidad de las cosas que pasan. Pero ocurre ─podríamos argüir, siguiendo el hilo de la meditación─ que por el mero hecho de no ser inmediato, cotidiano, actual, por el mero hecho de que no es presente, aquello que merece ser pensado solo puede ser percibido como falta o carencia, un algo que tuvimos y de lo que fuimos despojados. El propio discurrir del pensamiento arroja la sospecha de que una ausencia fundamental nos habita, una sombra, una presencia elusiva que, mediante la memoria, pretende sernos restituida. Desvelar es recordar, pues, si atendemos al pasado, y es memorizar, si abrimos los sentidos a lo que nos sucede, es perseguir un secreto que se hurta y que las palabras acosan, como la jauría a la presa en fuga de una escena venatoria.
II
Vivimos tiempos de carencia, tiempos de penuria, de nostalgia ─la nostalgia no es sino memoria irresuelta─, de anhelo de una primitiva unión, de una “vida otra que fue una con nosotros” y que apenas podemos atisbar desde lejos, irremisiblemente desterrados. En este tiempo de carencia la poesía no se concibe, pues, sino como un leve anacronismo, un ritual ligeramente excéntrico ─al igual que lo son la búsqueda del musgo para el nacimiento navideño, la hora del ángelus o el abandono dominical en la luz acuosa que se filtra a través de los ventanales de San Julián, “ámbar donde quisieras quedar preso mirando / cómo todo resulta, por una vez, en este instante / calmo y somnoliento, y dúctil, y con un fin” ─, un rumor ajeno no propio del tiempo apremiante que nos arrastra.
“Cuanto más inhumano se vuelve nuestro entorno, más grande es nuestra necesidad de anacronismos”, dice la cita de Michael Hamburger que figura como inicio de Memoria de contacto. El recuerdo de ese mundo otro no obedece a la necesidad, rehúye el imperativo de la hora, de hecho es eco de otra vida ya vivida: la que fue la vida plena, la vida sentida, aquella de la “materia adensada”, la del rapto amoroso vuelto ya inasible al instante de consumarse, la del tacto, la del vértigo, la del “deleite de fusión y arrebato”, la del placer extinguido que las palabras repetidas y vueltas a decir rememoran, a cada ocasión con menos vigor pero con más creciente empeño, dispuestas en el verso. La escritura poética es signo escindido entre el estar del tiempo acuciante y la vida que pasa y el ser de la primitiva unión y la vida perdida.
III
Las palabras son los espejos, las muchas perspectivas desplegadas en pos de lo inasible, de esa vida otra que la multiplicidad asedia. A una mente que vive en su tiempo, y, por tanto, está “ayuna de los roces que el cuerpo decía y conocía”, solo las palabras le brindan un momentáneo alivio, un instante de consuelo; por más que sean un espejismo de una vida perdida ─un eco de las viejas conversaciones de una pareja que, “como Tietjens y Wannop”, avanzando sin tocarse por alguna oscura calle bajo la niebla, intercambia puntos de vista sobre danza o sobre jazz─, de alguna forma son expresión y anhelo de representación. Su orbe secundario, vicario, tiende a reemplazar ese otro mundo que, al poco de ser gozado, ya tocaba a su fin. Impelido por el afán de representación, se diría que, en algunos momentos, el poeta de Memoria de contacto cede a la complacencia, a la estima de su empeño de evocación, por encima, incluso, del deseado reencuentro con la materia ausente: por sobre “el tacto imposible de percibir”, mejor la escucha ─el oído y la vista son los instrumentos de que se vale la memoria de Luis Muñiz en esta poética en el fondo materialista, paradójicamente más sensitiva que intelectual─ de “el lado más pulcro de la melodía […]/ el lado / que nos enseña a callar y a mirar hacia adentro / el lado que aconseja sustituir / el intercambio del tacto por la bendición del habla”. Pero esta cesión momentánea es solo un desfallecimiento; no hay, no puede haber, complacencia con un lenguaje ya no tan benéfico cuando “tiende a valorar la idea / por encima del ínfimo acontecimiento / impidiéndonos saber de qué demonios estamos hecho / y qué es lo que nos rodea”. Prevalece, pues, con este gesto de meditada lucidez poética, la desconfianza hacia el parvo instrumento de representación ─la palabra─ de un mundo que se nos hurta.
IV
Bendición equívoca la del habla que desvela, que, como Orfeo, escruta desde la luz hacia la oscuridad en la que se sume Eurídice, intentando descubrir en el orbe los indicios de lo que en otro tiempo estuvo con nosotros; bendición que revela el porqué de nuestro abatimiento. El soliloquio del Rimbaud adulto en el poema Mar Rojo, tal vez una suerte de encriptado manifiesto, nos ubica ante el dilema de la representación poética: el cínico traficante que se lamenta por carta del infierno volcánico de Adén ─ese cráter de lava, arena y cal, un agujero lejos de Europa bajo un sol que agosta los cuerpos y los cerebros y los torna imbéciles y embrutecidos, un país detestable habitado por razas extrañas y hostiles, un horno candente sin una gota de agua─ es ese otro yo, “esclavo de esta fatalidad miserable”, que se debate entre el presente de penuria y la nostalgia de otro lugar y otro tiempo de imposible regreso: ¿ a qué volver a la Francia en la que también sería extranjero, ese lugar distante donde todos lo han olvidado completamente, donde su único futuro únicamente puede ser labrar la tierra, malcasarse con una viuda, soportar el frío, enterrarse en vida?
V
Como Rimbaud, al cabo, el yo que nos habla con las palabras de Memoria de contacto es el yo que somos: seres escindidos entre la nostalgia y el desarraigo, seres impelidos por el viento, como esas partículas de polvo que levantan las ruedas de los coches en un parking veraniego, suspendidas ahora entre el cielo y el mar y en permanente fuga entre dos orbes que ─así nos lo recuerda la ilusión óptica de quien deja vagar su mirada desde una atalaya costera─ pareciera que en un tiempo estuvieron unidos. En la playa, el viento arrastra lo que está excluido y todo cuanto no halla su lugar, el viento, que “señala un estado de precariedad” y de vértigo en quien se observa a sí mismo, como en un grabado antiguo, subiendo hacia una playa que parece estar por encima del nivel del mar y bajando desde un cielo que asombrosamente ha descendido al nivel de nuestras cabezas. El viento altera las perspectivas, nos hace girar, virar, nos provoca, como a las partículas atrapadas en su torbellino, “miedo a observar el mundo sin garantías de inserción en él”, desorienta, impulsa, empuja, abole “tiempo, espacio, duración / nociones que preserva nuestro viejo ser / en contra de nuestro nuevo estar siendo”. De nuevo, el presente de nuestra carencia en relación con un mundo perdido en el que fuimos uno; de nuevo ese recuerdo de la materia adensada, la memoria del contacto que desborda incluso los límites del cuerpo, que lo confunde en una suerte de universo invertido en el que el cielo y el agua se reflejan, transmutados en oro y plata, en un viejo y nuevo mundo dentro del mundo ─ignorantes ambos de las leyes y las referencias que pretenden explicarlos─ donde “el agua flota hacia abajo, las simas crecen hacia arriba”.
VI
Finalmente, en el punto ideal de convergencia, allí donde se unen las líneas de fuga de cielo y tierra, el agua lustral promete el renacimiento: “Donde Venus debería ser dulce / con los amantes, tú, terco giboso / te sientes renacer en el mismo cuerpo sordo / sin mediar erosión, sobresaltado.”. El sistema de charcas de Troenzo ─el nombre del arenal del poema Renacimiento que podría ser cualquier playa de no importa qué litoral─ es intersección de los dos orbes, es en realidad, a su manera humilde, un centro múltiple, plural, una pequeña constelación o archipiélago en ese universo invertido en el que mar y cielo se confunden. En torno al agua y al cielo que se refleja en ella los mundos giran con movimiento centrífugo y anuncian una nueva transformación. Mundos de paridades y fusiones deseadas, mundos ayuntados donde un elemento se busca y se percibe en el otro, al igual que los cuerpos fundidos en el abrazo se buscan a sí mismos y ansían ausentarse en el otro, arrebatarlo de su ser, anhelan ocupar su espacio, adensarse en su materia: “Hay algo en las olas que permanece; / quizá son reflejos que están / y no están, como yo cuando él me follaba / y veía mis propios ojos / mirándome desde el cristal de sus gafas. / Ojos míos fijos en mí”, dicen los versos del poema En el mar. El amante se contempla desde los ojos del amado, el tacto y la caricia son privación, inconsciencia y momentánea conquista que es y no es. Esclavo de la fatalidad sin reposo, buscando en el otro con el que fuimos uno y que fue uno con nosotros la perdida unidad del tacto, el cuerpo, sumergiéndose en el sexo al igual que en el mar en el primer baño ritual de la temporada ─ “sepulto y chato y ácimo / un corazón inane / envolviendo / un corazón urente” son las sincopadas y precisas palabras del poema titulado significativamente Fatiga de materiales─ se deshace de sus adherencias, de sus costras e inútiles añadidos; con el arrebato del amor y la proyección en el amante se gestan, en una sucesión de vértigo, el desposeimiento y la transformación: el ansiado renacimiento, acaso, de aquella vida lejana y ya perdida de la que apenas guardamos memoria.
Poemas
Mal viento
El primer día esbozó una sonrisa
y ya le dijimos paciente.
Esa noche pasó de puntillas. La aurora
metió en el pajar su cabeza.
He sido muy feliz con ella. Sin ella
hubiera quedado tullido.
Las noches de luna, el agua fresca corría
y el aire y el libro doraban
nuestra buena nueva de padres
con nuestro porche de farol y mosquitos.
Para qué decir que un viento llegó, y sin tiempo
de subir al desván, sin que
ella supiera que no estaba lista
trepó a la cuna de pino
y sopló en sus orejas. El mundo, tan vasto
no tiene un alma sin ella.
—
Toca de oído
Como ella, yo también quiero vivir
la hora del descubrimiento.
Un golpe en la madera basta para creer
que una esclusa se abre en lo oculto.
¿O no es esta espesura de sonido
esta bendita floración
un desprendimiento de color inaudible
seguido de un rumor de aves?
Algo se ha movido, también
a este lado de la cáscara. Espera.
Ella cree que la madera tiene alas, que
las alas son de espuma blanda.
—
Renacimiento
El sistema de charcas de Troenzo;
la arena que pisas sin dejar huella;
el mar, si el yodo del primer baño no excitara
el prurito de la mano derecha.
No has esperado al mediodía;
no eres carpintero ni te gusta
beber aguardiente; la reina de los pastores
te deja de lado porque no curras.
Donde Venus debería ser dulce
con los amantes, tú, terco giboso
te sientes renacer en el mismo cuerpo sordo
sin mediar erosión, sobresaltado.
Y cuando al final abres los brazos
surges a una nueva vida antes
de la muerte física del cuerpo, este cuerpo
llagado que flota y zumba y espera
con los dedos de los pies asomando
y la barriga, qué islote pánfilo–
espera, sí, verse de nuevo favorecido
por la corona de laurel salobre
y el mosto que espumea sobre las heridas
cauterizándolas para servir
a un propósito más noble: ser
otra vez la medida del esfuerzo
la resistencia a la tentación
de caer muerto a los pies ateridos
y la flacidez corpórea de los pasmados
así vayan en mangas de camisa.
Luis Muñiz (Caborana, Asturias, 1964) es autor de los poemarios Un fragor indeterminado (Trea, 2008) y Libro segundo (Trea, 2011). Trea también publicó en 2011 su poema Tríptico de los Magos en una edición especial para coleccionistas, con láminas del pintor Hugo Fontela y traducción al inglés de Lawrence Schimel. Poemas suyos han aparecido en las revistas Solaria, El Cuaderno, La hamaca de lona, Las razones del aviador (lasrazonesdelaviador.blogspot.com) y 7de7 (www.7de7.net). Es redactor del diario ovetense La Nueva España, donde reseña libros de poesía desde hace quince años. Como crítico, ha publicado también un estudio de la obra de Marcos Canteli en el volumen Poetas asturianos para el siglo XXI (Trea, 2009) y un ensayo en el libro colectivo pájaros raíces, en torno a José Ángel Valente (Abada, 2010).
Memoria de contacto
Luis Muñiz
Ediciones Trea, 2016
107 pp., 15,00€
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