Última entrega del cuestionario que toma como punto de partida la situación que han generado los acontecimientos políticos en Cataluña durante las últimas semanas. Además de una contextualización concreta, se propone una revisión del concepto de identidad como motor de arranque de los nacionalismos y una valoración del auge o deriva de los mismos en la actualidad.
Enrique del Teso (Basauri, Vizcaya, 1960) es Profesor Titular de Lingüística de la Universidad de Oviedo. Tiene varios libros y artículos publicados sobre diversos aspectos del lenguaje (fonología, gramática, semántica, pragmática) y la comunicación. Escribe con regularidad columnas en la prensa y colaborador habitual de tertulias radiofónicas de actualidad.
1.—¿Qué valoración hace del concepto de identidad como reivindicación nacionalista?
2.—¿Cuál es su análisis de la evolución de los nacionalismos en España a raíz de los acontecimientos políticos en Cataluña?
1
La emoción nacional son dos potros a los que siempre hay que contener y civilizar, porque su naturaleza es desbocarse y, sin embargo, no podemos ni suprimirlos ni ignorarlos, sólo encauzarlos. Ni nos concebimos como individuos aislados ni nos concebimos como especie unitaria. Nadie se imagina solo ni se imagina, sin más, parte de una humanidad sin fronteras, ciudadano del mundo sin más patria que el aire de sus pulmones. Esas cosas se dicen, pero las conductas, los miedos y las pulsiones de todo tipo las desmienten. Nos sentimos siempre parte de un grupo, porque necesitamos conductas compulsivas de protección, es decir, no tener que ganarnos cada día la tranquilidad, la no agresión o, en el límite, la defensa. Necesitamos amparo y aceptación porque sí, sólo por ser yo y ser de aquí. Eso es lo que nos da la tribu, un conjunto de inercias apacibles en el que desenvolvernos. Y siempre estaremos agrupándonos en tribus, está en nuestra naturaleza y es parte de la eficacia de nuestra especie. Por eso simbolizamos con indumentaria y atavíos el grupo al que queremos y creemos pertenecer. La cohesión interna sólo se puede dar diferenciando la conducta y la emotividad que proyectamos hacia dentro del grupo de la que proyectamos hacia fuera. Y ahí están los dos potros que hay que aplacar: la cohesión interna y la potencial hostilidad hacia fuera.
La cohesión interna es emocional y sólo hace su efecto si es compulsiva, es decir, irracional. Nuestra convivencia en el grupo siempre está teñida de irracionalidad, porque el bien del grupo, el famoso interés nacional, no se razona. El patriotismo amenaza siempre con ahogar la moralidad y los principios. Es inevitable y es necesario ser de un país, de una tribu, ciudadano de un estado, como quiera que se pueda llamar a todo eso de una manera unitaria. Pero la hipertrofia simbólica de la nación, la autoafirmación permanente, la prédica de la identidad nacional en todo tipo de discurso sobre la gestión pública es siempre reaccionaria, ahoga derechos y debates y hace la convivencia intolerante. Se invoca el interés nacional para negar relevancia al razonamiento y relegar las pautas éticas. En tiempos de emergencia nacional, todo se hace pequeño y prescindible, incluidos los derechos y las normas de convivencia. Por eso la emoción patriotera es tan querida por los autoritarios de toda ralea. La identidad nacional suele estar coloreada de mitologías, prejuicios y virutas de racismo o tajadas enteras de ese mal. La hostilidad hacia fuera, el otro potro que viene con la emoción nacional, se manifiesta en el paso del orgullo por lo que uno es al convencimiento de su superioridad natural; y en el paso de la defensa de los intereses propios al egoísmo desbocado y sin control.
Son dos potros que hay que calmar, porque siempre están ahí. En el apartado de la cohesión interna, debemos siempre desconfiar de quienes hacen de lo que es común, y por tanto obvio, una ideología y unos principios. Todos tenemos familia y casi siempre la queremos, todos queremos proteger la vida, todos queremos el interés nacional. Los grupos que luchan por la familia, por la vida, por la patria, son siempre sospechosos. Quienes toman por señas de identidad en los debates internos aquello que nos es común buscan siempre excluir a otros, radicalizando eso que nos es común (patria o familia, por ejemplo) como argumento para la intolerancia. En el apartado de la hostilidad hacia fuera, son siempre sospechosos los victimismos históricos. Cualquiera puede sostener que una comunidad está siendo mal tratada por la autoridad, como puede ser el caso de Asturias y las infraestructuras. Lo sospechoso es el agravio permanente sostenido en el tiempo, el enemigo exterior que explica todos los males, la suspicacia hacia los venidos de otra parte o los diferentes («Limpia Badalona», se leía en una campaña electoral).
Sin embargo, y a pesar de brotes molestos, no estoy seguro de que el nacionalismo sea un problema creciente. Puede que lo que ocurra sea lo contrario. Los mecanismos compulsivos más potentes y capaces de estructurar colectividades son las naciones (todas las variantes de la tribu que se nos ocurran) y las religiones. Los potros que vienen con la identidad nacional son domesticables. La emoción nacional se puede configurar en los estados modernos y razonablemente democráticos que conocemos. Estos estados, además de ser la manera civilizada de canalizar la apetencia tribal que está en nosotros, son estructuras donde cabe la participación, la protección y la definición de tareas comunes. Pero hay en el horizonte una tormenta perfecta formada por tres frentes. Por un lado, las estructuras estatales se debilitan por la cada vez menor cohesión social. El estado de bienestar es un conjunto de equilibrios que se está rompiendo por la creciente desigualdad y desprotección social. Por otro lado, avanza una globalización que no se funda en estructuras amplias articuladas desde los estados, sino en desregulaciones salvajes pretendidas por las grandes empresas. Y, finalmente, en nuestras sociedades hay cada vez más mezcla de razas, culturas y procedencias. Los dos primeros factores debilitan las estructuras estatales, por la pérdida de cohesión interna de los estados y por su disolución en estructuras globales mayores. El tercer factor apunta a que haya cada vez más grupos internos propensos a ignorarse o no mezclarse. En la medida en que no haya identificación con el estado o la nación, serán las religiones y los liderazgos religiosos quienes actúen como elementos estructurantes. Algo se va notando ya. El problema es que, como decía, los potros del nacionalismo son domesticables, cabe emplear la energía patriótica para estructuras democráticas. Pero la religiosa no. La emoción religiosa tiene su sitio en una democracia, pero la religión nunca estructura sociedades libres. Puede que más que problema de rebrote de nacionalismos estemos ante un problema de ausencia de nación con la que identificarse y que razas y credos religiosos crezcan en influencia.
2
El nacionalismo en España está ahora acaparado por la crisis de Cataluña. Las perspectivas son ciertamente oscuras porque ya se plantaron malas hierbas que durarán mucho y porque la estabilidad a la que conducirá la actual situación es muy precaria. Las malas hierbas son la quiebra de la convivencia entre Cataluña y el resto de España, de la convivencia interna de Cataluña y de la convivencia interna en el resto de España. Cada vez hay más gente dispuesta a gritar al parroquiano de al lado por lo que piense de Cataluña. No se trata de que se eviten los productos catalanes. Es que se dice en voz bien alta para que se oiga, con desafío y como desahogándose. Los potros del nacionalismo se desbocaron y tenemos las peores consecuencias sobre la mesa. En Cataluña se manejó la emoción nacionalista primero para enmascarar la insolidaridad y el egoísmo. La riqueza siempre tuvo un componente horizontal territorial en todas partes, y aquí simplemente una de las zonas ricas quiso contribuir menos al conjunto envolviendo la pretensión en ese victimismo histórico nacionalista que acaba siempre fundamentando recelos y hasta odios. Después se animó más esa emoción para que la emergencia nacional ahogara los debates internos. El gobierno catalán aplicó recortes sociales y de derechos con la misma impiedad que el gobierno central del PP. La tensión social llegó al punto de que Artur Mas tuviera que usar un helicóptero para sortear a la masa indignada que protestaba. La intensificación de la reivindicación identitaria redujo a un segundo plano lo que debería ser central: la protección social, las estructuras sanitaria y educativa, el reparto justo de las cargas. Y finalmente, el nacionalismo, ya enloquecido, extremó su sectarismo en una extravagante huida hacia delante que avanzó con una extraña ceguera a los problemas objetivos y bien voluminosos que tenían por delante.
En el resto de España se azuzó el nacionalismo español, tras años de agitar recelos hacia Cataluña para que la emotividad empañara, como en el caso catalán, los problemas sociales internos. La derecha se distinguió siempre en esta actitud. La izquierda nunca tuvo un discurso coherente hacia el nacionalismo y su tratamiento. Practicó siempre un buenismo sin doctrina y la situación se resintió. La mitad de Cataluña quiere la independencia y más del ochenta por ciento quiere un referéndum, y por tanto aceptaría la independencia. Esto es un problema importante que se petrifica con el patrioterismo populista de la derecha como único contrapeso del desvarío creciente del nacionalismo catalán. En España y en Cataluña la corrupción y los problemas sociales, gravísimos los dos, están casi fuera del debate político por el choque de nacionalismos y sin que la izquierda haga visible un discurso que priorice las cuestiones que los nacionalismos ocultan.
Decía que la estabilidad a la que conduce todo esto es endeble. Cabe pronosticar la derrota del independentismo. Pero esa derrota tiene dos factores y sólo dos: las empresas y la comunidad internacional. Las empresas están haciendo visible que se podrían ir de Cataluña. La gente cree que huyen de la independencia. No huyen de eso. Huyen de los bananeros que estarían al mando. Repasen nombres propios e imagínenselos en un país recién creado sin la solidez de estados veteranos con inercias. Por eso se equivocaba Borrell cuando decía que por qué no habían dicho antes las empresas su posición. Con una independencia pilotada por lo que fue CiU, un partido conservador con una plana mayor de estadistas, no se estarían yendo. Y eso puede cambiar. La reacción internacional también puede cambiar de un momento para el siguiente. ¿Y si un buen día EEUU necesita un apoyo que Europa no le da, como ocurrió en la Guerra del Golfo, y es Cataluña la que se ofrece como chico de los recados? La política internacional se compone de coyunturas. Lo único que haría realmente estable el desenlace de la crisis sería que los catalanes quisieran quedarse en España en unas condiciones que España pueda aceptar. Y no se ve que nadie fije esa prioridad. Seguiremos padeciendo los potros peor criados del nacionalismo y casi la cuarta parte de nuestra economía y nuestro aliento seguirán en el aire.
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