/ por Manuel Artime /
“Vivan las caenas, viva la opresión, viva el Rey Fernando, muera la nación”. Con este cántico los partidarios de Fernando VII celebrarán el paso dado por éste al revocar la Constitución de 1812 y reinstaurar un régimen absolutista. En la memoria popular ha quedado casi solamente el primer verso, ese “vivan las caenas”, para tener presente no sólo la persistencia de una España ferozmente reaccionaria, sino también la intensidad con que cualquiera podemos llegar a hacer propias las instancias coercitivas que garantizan el orden deseado. De lo que no ha quedado apenas rastro es el final del ripio, ese “muera la nación”, y que suele provocar confusión al público del presente, dado que se ha perdido en la memoria algo que fue nítido en otro tiempo, que la nación es el principal enemigo de la monarquía, la patrimonialización del poder y los privilegios.
La reivindicación de la nación, entendida como bien común, había sido realizada anteriormente por la Corte ilustrada. Floridablanca o Jovellanos trataron de atraerse para sí la legitimidad de una idea emergente en la época, desligada todavía de sus connotaciones populistas. La Revolución Francesa hará imposible recuperar esta empresa para el despotismo posterior. La nación ha sido apropiada por los “jacobinos”, aparece ya indiferenciada del gobierno del pueblo, de la causa del Tercer Estado, los mismos que hasta entonces habían resultado excluidos. Esta es la gran victoria del nacionalismo liberal, que habrá de marcar el signo político del nuevo siglo. La contrarrevolución habrá de armarse entonces a la defensiva, en el caso español, negando primero la nación y desplegando una enorme represión después. Pero tendrá finalmente que adaptarse y reconstruir su propio relato nacional, sobre las bases ahora del liberalismo oligárquico y el acceso restringido a la participación política.
La nación, como sucede con todas las mitologías, será objeto de una ardua batalla cultural. Una mitología moderna, en este caso, cuya reescritura se disputan los actores políticos del XIX, nación republicana vs contrarrevolucionaria, democrática vs oligárquica. El obrerismo emergente desde finales de siglo, habrá de identificarla de nuevo como algo ajeno, como un enemigo, al desconfiar de cualquier formulación política interclasista. El internacionalismo socialista preconiza una alianza de clase, entre obreros de diferente origen y ubicación territorial. Y sin embargo, este “internacionalismo” no ha dejado de resultar problemático para el socialismo real, tanto hacia dentro como hacia fuera de los estados. Los partidos obreristas sufrirán la tutela del soviético, que procede siguiendo el modelo del imperio. Y es al cabo en el seno de los Estados nacionales donde las demandas obreristas encuentran una vehiculación política y sindical. Mas no servirá esto para aplacar el recelo de esa parte de la izquierda, que se reconoce en la tradición obrera, hacia cualquier demanda de soberanía que trascienda la lucha proletaria.
Mientras tanto no hemos dejado de asistir a otros intentos de reescribir el relato nacional. En nuestros días será otro liberalismo, esta vez conservador, el que tome la iniciativa en la construcción del imaginario patriótico. Las democracias liberales son una obra política acabada, completa, son el “fin de la historia”, nos dice Fukuyama. Y por tanto deben ser objeto de veneración y no de crítica, dar lugar a un nuevo patriotismo, en torno a la legalidad establecida, que es garantía de libertades. No cabe aquí por tanto introducir sombra de duda sobre esta obra nacional acabada, mirar al pasado en busca de deudas históricas, rastrear en el presente los efectos de una injusticia secular. La nación será aquí pues la excusa para cerrar la puerta a la autocrítica por parte de nuestros tardoliberales, para erradicar de la agenda política las demandas de las minorías, aquellas que han venido poniendo en entredicho la consecución del soberanismo democrático.
El tardoliberalismo español no ha sido ajeno a esta iniciativa de clausura histórica. La llegada de Aznar al liderazgo de la derecha vendrá de la mano de una reconstrucción del imaginario nacional para liberarlo del lastre que había supuesto el franquismo. El nuevo nacionalismo español habrá de forjarse una legitimidad democrática conectando con la Restauración “canovista” y buscar la complicidad de una izquierda institucional con la que cerrar el paso a las demandas que comprometan el régimen vigente. Las izquierdas catalanas serán pioneras en advertir el peligro de esta maniobra reaccionaria, sellando en el pacto del Tinell una alianza que señala el camino a la izquierda española en los años siguientes. La recuperación de la memoria histórica, la revisión del compromiso atlantista, las reformas estatutarias, la ampliación de derechos sociales,… marcarán la legislatura de Zapatero y supondrán un gran revés para la estrategia de la derecha, que esperaba por entonces encontrar a ese Sagasta que la acompañase en el proyecto de clausura nacional.
Es preciso recordar en cualquier caso que los tiempos de la política no son estrictamente los de las instituciones, y el nacionalismo conservador seguirá andando camino, no sólo entre ideólogos y votantes de la derecha (y constitucionalistas que habrán de sentenciar el Estatut), sino también entre una parte de la izquierda. En unos casos seducidos por la tentación de poner pie en pared al nacionalismo periférico, en otros, simplemente desconcertados por la vocación iconoclasta del “zapaterismo”, se irá forjando un deseo de gran coalición, al que han sucumbido a una parte importante de los españoles. La crisis, el cuestionamiento de la Transición, el 15-M, Podemos,… han ido favoreciendo un repliegue, que encuentra su momento álgido en el desafío independentista, acontecimiento definitivo para generar la nueva comunión nacional. Así, el regocijo ha empezado a invadir estos días al nacionalismo liberal conservador, les invito a que los lean, les ruego que lo hagan. Hay que reconocer que no se lo hemos puesto difícil y que ellos sí se han tomado muy en serio la empresa de apropiación nacional. Mientras, otra parte de la izquierda, ha preferido pensar que la cosa no iba con ellos y han resuelto el debate con un lacónico “muera la nación”. Pronto serán sacados del error.
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