Narrativa

«Mejor la ausencia», Edurne Portela

"Mejor la ausencia" (Galaxia Gutenberg, 2017) de Edurne Portela se revela como una de las novelas españolas del año por su lucidez y honestidad.

La voz de Edurne Portela es una de las más honestas e inteligentes de la actual narrativa española. Mejor la ausencia (Galaxia Gutenberg, 2017), novela publicada a finales del pasado verano, ha ido calando entre crítica y lectores sin necesidad de excesos gestuales por ninguna de las partes. Infunde otro respeto. Juega a otra cosa. Como dice Natalia Cueto Vallverdú en este artículo: “Hay penas que no las imponen los tribunales, que se hacen arteria y obstruyen su propia extirpación: que el olvido no siempre es una opción ha sido registrado en innumerables y hermosos enunciados de la literatura, esta obra es un síntoma más”. A continuación del mismo, y a petición de El Cuaderno, la propia autora comenta el impulso que motivó la escritura de esta novela.


Veo todo negro

/ por Natalia Cueto Vallverdú /

De la margen izquierda del Nervión nos llega la confesión de Amaia Gorostiaga. Mejor la ausencia (Galaxia Gutenberg, 2017) entra por la música del personaje de una niña que en 1979, en el País Vasco, tiene cinco años. Se llama Amaia. Amaia crecerá, ante los ojos del lector, con la culpa, en el contorno de la culpa, en la necesidad de la culpa. Y en la responsabilidad de la palabra. Es la protagonista y el narrador interno testigo de un viaje vital infectado por la oscuridad «Está todo muy negro», por la persistencia de una violencia, a veces como lluvia fina, otras, torrencial, que lo ocupa todo hasta la asfixia tanto física cuanto moral: “Nadie me oye. Siguen gritándose y pegándose. – ¡Me he meado!, grito yo también. Veo todo negro. Todo negro. Sólo negro.” Edurne Portela, licenciada en Historia y con más de una década dedicada a la investigación y la docencia, regresó del otro lado del Atlántico para quedarse en su territorio, no solo el geográfico, sino el elegido: la escritura. Tras su ensayo editado por Galaxia Gutenberg en 2016, El eco de los disparos, publica esta, su primera novela, sobre tierra ya hollada. Su formación universitaria revela su interés por la memoria, una posición al lado de la mirada, la observación, el testimonio. El propio título elegido no deja de ser una paráfrasis a la herida que recorre las 234 páginas del texto como juego antitético: la presencia entendida como memoria o representación de un semillero de violencia. Sus ecos. Sus cicatrices. Sus enzimas. Y el relato, anunciando desde el pórtico de la primera parte la fatalidad: “Lo encontraron muerto en una suite del hotel más lujoso de Bilbao”.

La naturaleza de un duelo, en la traducción textual de un trauma colectivo que lo ocupa todo, lo recorre todo, como la guía del carbón en la mina, encerrando en su porosidad, adhiriéndose, el sino del grisú, la potencialidad para inflamar al individuo, a la pareja, a la familia, a la cuadrilla, a la sociedad. Edurne Portela cede su voz para recrear un pasado desde los ojos y el pensamiento de una niña que transita hacia la adolescencia en los 80 y que desde su presente adulto, 2009, ofrece las claves de la fatal, aunque posible, expiación. Hay penas que no las imponen los tribunales, que se hacen arteria y obstruyen su propia extirpación: que el olvido no siempre es una opción ha sido registrado en innumerables y hermosos enunciados de la literatura, esta obra es un síntoma más.

Pena. Responsabilidad. Oscuridad. Violencia. Y olvido. Porque el olvido se descubre en esta novela como un animal perezoso. Quizá porque en esa somnolencia el sujeto es capaz de reconocerse, de recordase, de existir en aquello que a pesar del daño fue y sucedió. Y es esencia. Raíz. Como si un pequeño duende le preguntase a la voz que cuenta “¿la pena o la nada?” y en la propia condena, “la pena, la pena”, el recuerdo y el saldo a favor. Un núcleo familiar enfermo en su cepa vive a lo largo de las dos partes de la novela, estructura externa, toda suerte de terror: intrafamiliar, de género, escolar, social, político… El terrorismo se modela a través de anécdotas, de vivencias escolares, de pintadas delatoras, de silencios electivos, de corrillos y miradas: “Tu padre es un txibato”. Se expande como una mancha de aceite por el devenir de cada uno de los miembros del tronco ocasionando en ellos fallas diversas: Aita, Ama, Amaia, Kepa, Aitor y Aníbal. Como un juego de espejos, los actos fuera de razón adquieren un reflejo múltiple desde la comunidad al embrión de la familia: lo abyecto con la fertilidad de un insecto.

La mirada de Edurne a través del relato de Amaia es horizontal. El tiempo transcurre a la vez que la maduración de la voz y la actitud crítica: no retira el foco. El compromiso del individuo, la familia, la escuela, la sociedad: el diálogo siempre es grave. No hay vendas: la droga, los golpes, el maltrato, el terrorismo, la evasión, la huida, la orfandad en la doble dirección: de madre a hijo, de hijos a padre. El lector es tratado sin ambages en un tiempo en que la heroína convivía con La bola de cristal y la lectura de Los tres mosqueteros; los viajes a Francia, con las tareas escolares obligatorias: Los santos inocentes; la música de Eskorbuto o Extremoduro en el walkman, con el aislamiento de una casa marcada por la acusación. Un mapa donde Amaia crece y no se identifica. Una atmósfera y unos límites como fermento de la peor de las posibles Amaias: “Amaia, bonita, ¿tienes miedo de tu aita? ¿Qué te han dicho de tu aita?”

Todas las referencias y los diálogos conforman un terreno generacional. Es imposible haber nacido en la década de los 70 y no participar de cada una de las calas que Edurne reparte en el mundo infantil, adolescente y juvenil por el que van avanzando Amaia y sus hermanos. El oído de la escritora para la conversación y el diálogo logra que como lectores nos deslicemos en esa casa, en esa calle, en el puerto, en esa asamblea de estudiantes; en la periferia polarizada. La narración se organiza en dos grandes bloques temporales, Parte I (1979-1992) y Parte II. El regreso (2009). En el primero, las fechas cobran independencia a modo de fragmentos anuales, repartiendo así cronológicamente la materia narrativa en un crescendo de angustia, tensión y miedo. Nadie se salva. Ni los que se van. Ni los que huyen. Ni los que se quedan: “Ha flipado con la historia del puerto. No sé de qué se extraña, como si no supiera lo que pasa aquí. Lo lleva claro si piensa que puede escaparse de todo esto”. En el segundo, la destrucción ha explotado en forma de negación. Con la mochila repleta de daño, nos encontramos con una Amaia paralizada en su vida de adulta: “¿De dónde sacaría yo la idea de que puedo escribir una novela? Lo peor es no tener nada que contar”. El triángulo femenino conformado por la madre, la abuela y la hija desarrolla un caldo de aislamiento, silencio y continuo reproche; el masculino, los tres hermanos y el padre, un embudo de ira que no deja dudas sobre el desenlace. Los personajes adyacentes, Martín el profesor conspicuo, Pili la ayuda doméstica, Patricia y Gema las amigas incondicionales, Beni el amigo en las vacaciones de Galicia, incluso Carlos están al servicio de la tesis. La familia y sus objetos, su dolor y su miseria, el rastro y la mácula concitan la aplicación del lector. Los ámbitos están marcados por un uso rico y concreto de los sustantivos que acotan los campos: lo cotidiano, lo político, el miedo, la angustia, la muerte. El anclaje a un tiempo no solo se debe a lo extralingüístico: los localismos, el valor de lo histórico, la desazón, lo lesivo se encierran en la selección interior del código: no sobran ni faltan recursos; léxico y sintaxis empastan, no rehúyen la atmósfera de la vida en suspenso, caída, sofocante; otra vez violenta. Los momentos de revelación tienen el ritmo del artesano de la palabra. Y uno cierra la última página con una nueva letra para interpretar lo otro, esa suerte de don que nos regala la literatura.

Hay una línea honesta sobre la que camina la voz de Edurne Portela, un diario íntimo que sale al ágora con la providencia del que sabe valorar la capacidad de la palabra, la tortura del silencio. Voces así suponen para el lector el placer del encuentro. Y la futura dicha del rastreo.






Edurne Portela (Santurce, Vizcaya, 1974)

Edurne Portela:

Se me hace muy difícil explicar el impulso que me llevó a escribir Mejor la ausencia. En más de una ocasión he escuchado a algún escritor decir, muy convencido y firme, que había escrito su novela X porque quería explicar a los lectores esto o lo otro. Y que se sentó a escribir, a crear sus personajes y sus historias, para que el lector entendiera eso que quería explicar. Esa seguridad y convicción me ha resultado siempre un poco sospechosa y algo condescendiente con el lector, además de una visión muy rígida del proceso creador. Por otra parte, también he escuchado a escritores afirmar que no tenían una idea clara de qué historia iban a contar ni cómo iban a desarrollarse los personajes una vez arrancada la escritura. Esta respuesta me hacía pensar que el escritor atesoraba un secreto, algo del proceso creativo muy suyo que no quería compartir. Una clave. Un yo-no-sé-qué del hecho literario que se guardaba para sí. Y resulta que ahora me veo obligada a dar una respuesta similar. Cuando me senté a escribir Mejor la ausencia no sabía exactamente qué historia iba a contar, cómo iba a ser la vida de los personajes, qué penalidades, placeres, desgracias o maravillas les esperaban en el futuro. Tenía claro el contexto donde quería situarlos (la margen izquierda industrial del Nervión, en uno de esos pueblos entre Santurce y Bilbao, durante los años 70, 80, 90) y quería centrar la historia en una familia. La figura principal iba a ser el padre, Amadeo, un hombre violento y oscuro involucrado en las peores violencias de esos años. Las primeras ochenta páginas estaban narradas, en vez de por la hija Amaia como ahora, por un narrador omnisciente del que, después de meses de trabajo y llegar a ese punto de la novela, empecé a desconfiar. Desconfiaba porque con ese narrador estaba creando una novela rocambolesca de situaciones extremas, guiada por la vida exagerada de Amadeo, que en el fondo no me interesaba. Y en ese momento el personaje de Amaia, que es todavía una niña y que cada vez me atrae más, me descubre que lo importante no está tanto en la vida del padre, sino en la suya, en su mirada que desvela lo cotidiano, que sin grandes efectos me ayuda a ahondar en las emociones, las relaciones familiares, las tensiones dentro y fuera del hogar, las consecuencias de la violencia y el maltrato…

Así que decidí pasarle la batuta narrativa a Amaia. Y volver a empezar.

Ese primer intento de Mejor la ausencia comenzó durante el verano de 2015, poco después de acabar mi ensayo El eco de los disparos y una vez que el manuscrito empezó a vagar por el mundo editorial, buscando casa. El proceso de escribir El eco había sido para mí todo un descubrimiento porque empecé a romper con el tipo de escritura que había desarrollado hasta el momento: el ensayo académico. En El eco hice algo que nunca había hecho, o por lo menos no conscientemente, que fue inmiscuirme en el texto de forma personal, sin la separación supuestamente objetiva que requiere el ensayo académico, dando así rienda suelta a mi subjetividad y a mi memoria. Incluso acabé incluyendo una serie de relatos autobiográficos que se podían leer como cuentos y que interrumpían la reflexión ensayística.

Al terminar el libro me di cuenta de que las cuestiones que me habían preocupado y me habían llevado a escribirlo no estaban del todo resueltas, que todavía seguía sintiendo la necesidad de indagar y profundizar en ellas, sobre todo en la pregunta principal que guió ese ensayo: cómo nos marca el entorno en el que vivimos cuando ese entorno está radicalmente impregnado de violencia. De aquí que quisiera centrarme en esos años y esa geografía, que son míos pero también representativos de todo un momento histórico en Euskadi y España. Al mismo tiempo que sentía la necesidad de seguir escribiendo, algo me decía (esto es difícil de racionalizar porque en el momento sé que no me lo planteé claramente) que no podía volver a usar las mismas herramientas, es decir, las del ensayo, que esa vía estaba de momento agotada. Así que me lancé a la ficción convencida de mi propia argumentación como crítica: primero, que la ficción también es herramienta de conocimiento y segundo, que a través de la imaginación y de la elaboración creativa de nuestros saberes podemos sumergirnos en las zonas opacas, de oscuridad (y también de luz, aunque sean menos abundantes) del comportamiento humano. De lo que no estaba convencida es si iba a ser capaz no ya de escribir una buena novela, sino, simplemente, de escribir una novela.

Ahora los que estáis ahí fuera diréis si es buena o no. Escrita está.


Mejor la ausencia
Edurne Portela
Galaxia Gutenberg, 2017
240 páginas
Edición en papel: 19,90 €
Ebook: 12,99 €

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