/ por Alejandro Basteiro /
Nota: Esto es el comentario de una novela en la que un “gusano pajillero” practica “la odiosa tiranía de los débiles” (ambas comillas del autor) secuestrando a una estudiante de arte en el sótano de su casa. La sentencia del juicio a “La Manada” me pilla escribiéndolo y hace un tanto más incómodo pensar en abstracto sobre algunas cuestiones que se plantean. Por más que los personajes y los hechos descritos en el libro sean inventados, el escenario que los hace verosímiles es real y vigente. La artista cubana Ana Mendieta dijo que la sangrienta performance Escena de una violación (1973) fue su reacción visceral a un caso ocurrido en la Universidad de Iowa, donde ella misma estudiaba, puesto que no podía concebir un análisis en frío ante esta clase de violencia. Si en los párrafos que siguen contradigo esta postura, no será por falta de ganas de escribir en caliente.
“Todo lo que hay en este mundo de libre y de decente siempre ha sido encerrado en asquerosas bodeguitas por individuos desalmados que no se preocupan por nada”.
—John Fowles
Es significativo que esta primera novela del autor británico se publicara originalmente en el año 3 d.N.B. (después de Norman Bates) y ocho después de Lolita, donde también abundan las referencias entomológicas. También lo es (significativo) que a Frederick Clegg, el insípido coleccionista de mariposas que abduce a Miranda por cloroformo y furgoneta, no se le caiga la palabra ‘lógica’ de los labios. Durante la escena del secuestro, Clegg presume de no ponerse nervioso, igual que el narrador de El corazón delator (Edgar Allan Poe, 1843) cuando asesina a un viejo porque le molesta su “ojo de buitre”: “Tendríais que haber visto con cuánta sabiduría actué”. Asimismo, Clegg: “Yo me comportaba de manera admirable.” Cordura y derecho moral a espuertas, como ven. Por rematar el bucle, señalaré que Nabokov cita y referencia a Poe varias veces a lo largo de Lolita, y que el carácter “nervioso” de Humbert Humbert también tiene un aquel con el de los narradores de El corazón delator y El coleccionista. Sin olvidar las menciones explícitas al dramaturgo George Bernard Shaw, autor de Pigmalión (que inspiró la película My Fair Lady) y La comandante Bárbara. El rondo de referencias me sirve para demostrar que detrás de la transparencia narrativa de Fowles hay un literato militante, tan consciente de sus precedentes que flota en este caldo como en una piscina amniótica. A partir de aquí se puede trazar un tronco familiar —Poe como voz autorial/Humbert Humbert/Bates/Clegg— de personajes de ficción masculinos, enajenados y con visiones digamos problemáticas y unilaterales de las mujeres que dicen amar.
El coleccionista se desarrolla de forma bastante diplomática, dadas las circunstancias. Miranda dispone de buena comida, libros, material de dibujo y cigarrillos. Clegg se lo trae todo a la cárcel de lujo que ha acondicionado en el sótano de una casa de campo adquirida a tal efecto y atiende casi todas sus peticiones, excepto la de libertad. Considera que forzar la convivencia es la única forma de que Miranda llegue a conocerlo y pueda enamorarse de él, y se cree su protector legítimo por obra y omisión. Piensa que cualquiera la violaría en una situación tan ventajosa, y por tanto ve meritorio, cuasiheroico, abstenerse. Él no es cualquiera. Este psimpático sicópata quiere tener a su mariposa, no hacerle cosas, pero esto no mitiga su monstruosidad moral (Miranda lo llama Calibán como el esclavo deforme de La tempestad, obra también protagonizada por una Miranda). Los misteriosos incentivos de Clegg son el hilo de la historia, la suerte de la cautiva su carrete. Ni los unos ni la otra se manifiestan con claridad hasta el final porque las dos voces de la novela, la de ella y la de él, constituyen lo que se conoce como narradores no fiables. Clegg porque no le llegan las escaleras hasta la terraza: no toca con la orquesta completa: está indiscutiblemente como unas trébedes; Miranda porque no puede saber qué pasa por la mente de su captor (aunque lanza todas las sondas que puede) y quizás también porque es demasiado joven (sus opiniones sobre arte son especialmente ingenuas, si bien relevantes para la novela). Ninguna de las dos versiones acierta textualmente con el significado lo que está pasando, pero el rumbo natural de la lectura consigue que el lector pueda mirar más allá de la suma de ambas. Gallifante para Fowles.
Miranda aspira a captar con su arte la esencia de las cosas, como la impresionista Berthe Morisot. Clegg, en cambio, piensa que la función del artista es hacer copias literales e incorruptibles de las cosas que más nos gustan en la vida, visualmente hablando. Una aspiración modesta que en la letra pequeña pronostica amargura e instatisfacción, y que es síntoma de casi todas las faltas que caracterizan al personaje: la ausencia de empatía y fluidez social, la dificultad para aceptar lo transitorio y la multiplicidad de los puntos de vista, una pulsión escópica completamente salida de madre. Todas estas cosas, que en una fase más temprana y controlada le habrían llevado al coleccionismo de mariposas como método para encapsular la dignidad y belleza del mundo, se vuelven peligrosas cuando la atención de Clegg recae sobre un ser humano. La necesidad de control puede trasladarse a una forma clásica de ansiedad masculina: “Tu cara”, le dice Clegg a Miranda, “contiene todos los tipos posibles de cara. Eres malvada.” Es terrible y sintomático este diálogo: la voluntad contrariada del hombre antagoniza a la mujer, engendrando putas, brujas y gorgonas. Fowles, que se consideraba feminista, opina a través del diario de Miranda: “Si no te entregas, se enfadan; y si te entregas, te odian.” Y también, sobre la presencia física del secuestrador: “El poder. Es tan real.” Pensamientos audaces para un hombre de aquella época y una cabriola mental imposible para algunos jueces de ésta.
Se puede leer por ahí que la novela es claustrofóbica por su descripción de los hechos y los espacios. No lo comparto: El coleccionista asfixia por las ideas que contiene. De hecho, el compromiso de Fowles con sus tesis llega a poner en peligro el sueño ficcional, lo cual se traduce en cierta teatralidad/inconsistencia del escenario y el desarrollo de la relación entre los dos protagonistas. Se ve en sus novelas posteriores, en Mantissa sobre todo, que el relato en sí es como el plástico adhesivo que protege los móviles recién salidos de fábrica: el autor se debate entre la conveniencia de preservarlo y el impulso irresistible de agarrar la puntita y tirar. Tienta la idea al aire, lisa y vulnerable, y la parte de Miranda está llena de aforismos sobre política, arte y religión. Funciona esa inclinación latente por lo metanarrativo —Fowles no llega a posmo en esta ocasión— y además entona con la frustración que siente Miranda por la burricie de su Calibán, a quien muy generosamente considera irrescatable “como un mal dibujo”.
Entre unas cosas y otras, El coleccionista se revela como un texto resbaladizo, la génesis de un villano que se descubre a sí mismo como tal, y una excelente introducción a la obra del autor de El mago y La mujer del teniente francés. Al final, el subconsciente de Clegg eclosiona como el capullo de un gusano (pajillero) de seda y lo que sale de dentro resulta más perturbador que un simple lunático: estamos ante un cabrón metódico y articulado, como Lecter o el John Doe de Se7en, propulsado por una enfermedad social a la que nadie, y especialmente ningún hombre, es completamente inmune. Pondría el Gute Nacht de Schubert como banda sonora del desenlace, donde la cautiva sublima su estatus de objeto coleccionable “como aquella niña pequeña a la que encontraron en las ruinas de Hiroshima. Todos estaban muertos y ella le cantaba a su muñeca.” Son días de mierda para pensar en estas cosas, pero peor es verse rodeada de cuerpos y caras sin el menor rastro de humanidad consciente a la vista.
El coleccionista
John Fowles
Traducción de Andrés Barba
Sexto Piso, 2018
296 páginas; 19.90 €

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