/ por José de María Romero Barea /
Se sabe que el espíritu ilustrado se materializó entre nosotros cuando, como lo definió Kant, nos “atrevimos a saber”, es decir, comenzamos a emplear la razón sin la intercesión de autoridad alguna. La cadena de protestas que tuvo lugar en Francia en mayo de 1968 actualizó sin duda el legado intelectual del Siglo de las Luces: aquella microrevolución ayudó a apuntalar la creencia en el progreso, la razón y el cambio. Como corresponde a una distopía del no, la obra de su más insigne representante, el filósofo, escritor, novelista y dramaturgo Jean Paul Sartre (París, 1905- 1980), dibuja un futuro de índole proléptica. Leídas hoy, novelas como La náusea (1938) o Los caminos de la libertad (1945-1949) prefiguran una sociedad que ha obtenido exactamente lo que merece: un estado que suscribe sin rechistar las prerrogativas de las élites.
Medio siglo después de aquel Mayo del 68, sentimos que la sátira de Sartre (como lo mejor de Swift, Céline o Waugh) es solo la mitad de la broma: ¿cuántos niveles de significado se encuentran aún inexplorados, esperando arrastrarnos desde nuestro firme terreno moral? Y eso que las innovaciones, normas y categorías occidentales han logrado una hegemonía cuasi universal. Instituciones políticas como el Estado nacional, formas estéticas como la novela, ideologías como el nacionalismo, el liberalismo y el socialismo, y procesos como la ciencia, la tecnología, el capitalismo industrial se han convertido en puntos de referencia para la evaluación de cualquier otra forma de vida humana, pasada o presente.
Y, sin embargo, la obra de Sartre nos sigue advirtiendo de una forma no esencialmente política, sostiene el periodista Robert O’Brien en su artículo sobre el autor francés en el número de mayo de 2018 de la revista londinense Stanpoint. El objetivo real de su dardo, según el escritor británico, es la venalidad y la lujuria predeciblemente manipulables del ser metropolitano moderno, intelectual o de otro tipo, el individuo que se somete felizmente al nuevo orden, no por razones filosóficas o religiosas, sino porque los nuevos propietarios pagan mejor o, lo que es más importante, porque tiene así la ilusión de ser libre: “Debajo de la obra de Sartre se esconde un persistente elemento de auto-disgusto que se une al disgusto francés, produciendo el furioso deseo de un cambio radical en todo”. Como señala O’Brien, nos encontramos sumidos en un estado de ánimo condicional científico-ficticio, convertidos al fin en el futuro de gratificación sensual sin fin que predijo el pensador de El ser y la nada (1943).
“[En mayo del 68] Sartre era una especie de estrella que explotaba de forma verbal: no veía contradicción entre sus proyectos literarios y políticos, desde su obra sin terminar sobre Flaubert, 3.000 páginas de deconstrucción freudiana-marxista, destinada a explicar cómo su tema era irremediablemente burgués, por qué se encontraba desintegrado, y su fino estilo era una pobre compensación por la debilidad de ser un esclavo pasivo del imaginario”. Los problemas que abordó el biógrafo y crítico literario parisino nos siguen definiendo, según el autor inglés: ¿Se hunde Europa, lugar de nacimiento de la Ilustración, bajo un peligroso multiculturalismo? ¿La desconfianza que existe entre el establishment y la ciudadanía desembocará en un conflicto abierto? Y, sobre todo, ¿hay alguna razón para preocuparse, de forma apasionada o no, o deberíamos abrazar incondicionalmente lo mejor de nuestra civilización, este compuesto de rencor y flema, dando así la bienvenida a sus eventualidades como estertores de un sistema difunto?
Pingback: Jean Paul Sartre y Mayo del 68: el rencor y la flema | romerobarea escritor