Hace falta ser diestro
/ por Carmen Morán Rodríguez /
Texto de presentación de La mano izquierda es la que mata en la librería El Árbol de las Letras de Valladolid, el 25 de abril de 2018
En esta vida, hay que ser diestro, siempre, aunque se sea zurdo. Sin embargo, algunas cosas se hacen mejor con la mano izquierda. Porque cuando se hacen con la mano izquierda, es como si las hiciese otro.
Escribir es una de esas cosas.
Todos los relatos de este libro están escritos con la mano izquierda, como si los hubiese escrito otro. Quizá el mismo García Rodríguez autor de Literatura con paradiña (Delirio, 2017) y de En realidad, ficciones (Septem, 2017). O un hermano de David Foster Wallace que viviese en los Pajarillos Altos y fuese diplomado en Nanotecnología, como parece sugerirse en las páginas de este libro de ¿relatos? ¿apuntes del natural? ¿recuerdos inventados?
Decía Juan Belmonte, paradigma de diestros, que es la mano izquierda la que mata, aunque sea la derecha la que empuña el estoque: la mano izquierda cita, coloca, templa y deja la faena en su punto, lista para el final. La mano izquierda es la que mata, pero es también, entonces, la que da vida.

Como no es la primera vez que escribo sobre un libro de Javier García Rodríguez, ya he hablado muchísimas veces de su genio verbal, su jeta sustantiva y su aguijón determinante. Así que hoy no voy a hacerlo. Prefiero hablar de cómo, con la mano izquierda, como si fuese otro, Javier García Rodríguez mata pero da la vida, sobre todo da la vida, a unos seres que fuimos nosotros antes de que aprendiésemos a hacer name dropping, a veranear all included, incluso antes de que aprobásemos inglés. Creo que aquí es donde reside lo mejor de este libro, bueno por muchos motivos: La mano izquierda es la que mata rescata de la nada a dos generaciones que crecieron yendo a bares de barrio con nombres como Nebraska, Dakota o Dallas, topónimos que solo se conocían, entonces, por las series de TV que imponían, además, los ritmos de la moda (jerseys de Starsky y Hutch, calentadores a lo Leroy en Fama). Después, esas dos generaciones, y alguna más que vino luego, terminaron yéndose a Nebraska, Dakota o Dallas a doctorarse o trabajar, frecuentemente a ambas cosas. Algunos regresaron para contarlo –el propio Javier García Rodríguez (este mismo u otro, eso nunca se sabe) relató los campus tales de tales campus en Barra americana (DVD, 2011; Delirio, 2013).
Con la mano izquierda García salva a todo un ejército desharrapado de seres a los que la historia aún reciente de este país –Transición, la llaman— jamás prestó ni prestará atención: seres como esa prima pucelana de Lolita que es “Susana, Shoushannah, Sousanna, instrumento del amor, abierta como cono de trompeta, dispuesta como pétalos de flores. Susana, flor de azucena, lirio blanco, Susana”. Que se habría borrado para siempre si no fuese porque Javi García la recuerda en “Petits oiseaux hauts parisiens”, un relato que parece hijo cruzado del Eugenides de Las vírgenes suicidas, el Vargas Llosa de Los cachorros y un programa de ferias de una ciudad de provincias. Seres como el Nano, o el Alubia, o el Pavo, que dejó en este mundo su foto con un torero muerto, pero nadie para descifrar su rostro, que fue el de tanta gente un día, tampoco hace tanto como parece.
Y sin embargo es como si hiciera todo el tiempo del mundo. En aquel pasado mítico las cosas simplemente eran: el Herramientas era un pireta que guardaba chatarra (véase “Nanotecnología”) y los niños del patio eran un poco hijos de puta (véase “Hace dos meses que nadie habla conmigo”). Luego empezamos a ponerles nombre (síndrome de Diógenes, bullying) y todo se convirtió en un simulacro, más europeo, más abolognado, pero insípido como esos granizados multicolor que aparecen en “Todo incluido”, más que relato, cuadro hiperrealista de un Hopper de aquí mismo.
La mano izquierda mata y da la vida. Mata las ínfulas de la mano derecha, tan derecha, tan recta, tan propensa a agarrotarse vilmente (y a la cleptomanía). La mano izquierda empuña la venganza de ese pasado del que nos avergonzamos, con sus mesas de camping, sus tiendas de campaña y sus radiocasetes, que no eran de mediamarket, porque puede que antes fuésemos tontos, pero tampoco ahora somos tan listos como nos creemos.
No pueden faltar las fotos en esta ceremonia de exorcismo y reconciliación: García Rodríguez ironiza con la falsa documentación que aporta la instantánea, la prueba irrefutable (en apariencia, solo) de la imagen. Y viene a demostrar que también hay algo generacional en las fotografías: la de la página 30, por ejemplo, replicada en tantos aparadores familiares. Este es el libro de todos los que en algún momento pasamos por la experiencia de desmantelar una casa familiar, sustituir esos viejos vergonzantes aparadores por funcionales unidades de almacenaje modular Hallstävik, y quedarnos un momento en suspenso mirando aquellas fotos en las que el rostro del que fuimos un día parece querer decirnos algo en un idioma que ya no comprendemos. ¿Qué filtro llevan las fotos de este libro? El filtro de la memoria: no lo busquéis en Insta, que no está. Aquí no hay más leña que las briquetas de carbón vegetal para la barbiquiú de este aquelarre comunitario y puede que catártico. La mano izquierda es la que mata señala un giro de nuestra literatura, no sé si también a mano izquierda o simplemente a casa: es el mismo camino por el que desfilan Los cinco y yo de Antonio Orejudo, Literatura Universal de Sabino Méndez, Tierra de campos de David Trueba u Ordesa, de Manuel Vilas –cuya canonización en Sálvame ya anunciaba García Rodríguez en otro de los textos recogidos en este libro, “El caso del poeta premiado”, obra inaugural de la crítica literaria distópica.

De David Foster Wallace se dice, en algún momento de este libro, que lo tenía todo, el cabrón. Javier García Rodríguez, en cambio, dijo, en otro libro –el primero de los suyos que yo reseñé— que él solamente tenía palabras. Pero a Javier le sirven las palabras para tirarlas contra las palabras, dejándolas a todas descalabradas y desnudas en su impostura verbal. Así se ve, por ejemplo, en “Hechos probados”, donde se pone al descubierto el desfase entre los perdedores de la vida, carne de cañón, y los trileros del discurso, los primeros del curso, los que parten el bacalao del lenguaje y a los demás les dejan para siempre hechos migas y con sed. O en “Hace dos meses que nadie habla conmigo”, donde se demuestra que la ficción está en el aire, y, de seguro, en las páginas de El Mundo.
En la página 120 de este libro, hacia el final, se recuerda que el hermano lejano, aunque gemelo, de Javier García Rodríguez, hubiese deseado escribir “Un relato –le cito a él– en el que el autor terminara mostrándose como un sentimental […] Donde la mirada pretendidamente irónica no deviniera condescendiente. […] Donde el detalle no fuera adorno, sino tesela. En realidad, poco importaría de qué hablara”. Creo que este es ese relato, escrito con la mano izquierda, con la de hacer las cosas como si uno fuese cualquier otro, con la de dar el último natural y matar luego.

La mano izquierda es la que mata
/ por Diego Urizarna /
Entre Berlanga y DeLillo
¿Pronosticaría alguien del pasado reciente, pongamos los 80’s, algún híbrido entre Delillo y Berlanga, algunos de los signos de un futuro donde el espejismo colectivo se revelase en acompasadas marchas militares en populosos bailes a ritmo de zumba en macrogimnasios en vez en delirios etílicos y puños arriba cantando litros de alcohol corren por mis venas, mujer, o mi rollo es el rock; o donde el origen del enamoramiento se representase en esos mismos gimnasios, nueva cloaca social, en vez de con furtivas miradas en los reservados de alguna sórdida sala de fiestas, tomando unos combinados, en vez de una ensalada de pepino encharcada en ginebra en una copa de balón (extraño complemento de no sé qué estatus de hedonismo low cost); donde el abaratamiento gradual del ocio abocase a una clase media desorientada a éxodos masivos con Todo incluido, de intimidades colapsando con palpitantes imágenes de un Bosco en Marina d’Or; donde la hipercomunicación sea una incomunicación, silenciosa y ruidosa, una soledad entre los detalles? ¿Es éste un futuro posible, una distopía, una Broma Imposible? En parte, La mano izquierda es la que mata, conjunto de dieciocho relatos escritos y/o archivados por Javier García Rodríguez, se corresponde con esta novedosa forma del futuro; o cómo la disolución del pasado ha decantado en este insólito presente. La mano izquierda es la que mata es a la vez una investigación y un dosier, o el dosier de una investigación (es más cosas: “una trampa, un laberinto, una pesadilla, un reto, una yincana verbal, un concurso, una selva, un delirio, una prueba de paciencia lectora”). Una investigación, decía, pero no una investigación constreñida en una unidad de sentido (who do i), sobre una serie de premisas a priori (no busca culpables si no que explora procedimientos y lugares, quizás poco aireados), una investigación también para el lector; la presentación de las diferentes líneas de fuga posibilita la profundización en la periferia de la periferia de los relatos; y un dosier; una recopilación de diversos materiales propios y ajenos, recortes de periódico, autos judiciales, citas, extractos de otros libros, letras de canciones, fotos, escaneos, formas y estructuras narrativas tomadas de otros autores, incisos sobre esos materiales, notas sobre las notas, aclaraciones y desmentidos; con intenciones y procedimientos diferentes a los de, por ejemplo, La Historia Secreta de ‘Twin Peaks’ de Mark Frost (conjunto de textos y documentos que conforman una investigación sobre los extraños sucesos ocurridos en Twin Peaks durante un periodo de tiempo), o La Guerra de las Salamandras de Karel Capek (donde a través de diferentes tipologías de textos, historias de piratas, freakshows, artículos de periódico, estudios sobre la anatomía de las salamandras, se narra la aparición de este nuevo tipo de anfibio antropomorfo en las sociedades de los hombres), pero que desentrelaza la uniformidad formal de la lectura de una manera análoga .
Concreto / Diseminado
Más concreto allá, más diseminado aquí, “qué posmoderno has sido siempre, qué sujeto tan diseminado”. Javier García Rodríguez sigue la senda de los jardines que se bifurcan (hacia el Oeste) como un hombre-libro de Farenheit 451, o como un hombre-libros cortocircuitado con Lionel Essrog, el mafiosillo con síndrome de Tourette de Huérfanos de Brooklyn, cantándoles las cuarenta al conservadurismo (póngame una ensalada de canónicos) y a la impostura nostálgica, como el Hanta en Una soledad demasiado ruidosa de Bohumil Hrabal: “cuando leo”, dice Hanta “de hecho no leo, sino que tomo una frase bella en el pico y la chupo como un caramelo, la sorbo como una copita de licor, la saboreo hasta que, como el alcohol, se disuelve en mí, la saboreo durante tanto tiempo que acaba no sólo penetrando mi cerebro y mi corazón, sino que circula por mis venas hasta las raíces mismas de los vasos sanguíneos.” Hanta, alter ego de Bohumil Hrabal, lleva 35 años prensando libros y rescatando libros y en cada bala de papel que prepara, van libros, litografías, ratoncillos aprisionados: “Cómo no pensar en ese roedor convertido en Capablanca, en Anatoli Karpov, en Bobby Fisher, en Gary Kaspárov, en el pequeño Arturito Pomar, en Deep Blue, jugando al ajedrez mientras soñaba con ser un gran campeón, cómo no hacer conjeturas acerca de en qué otras ignotas disciplinas deportivas, en qué otras inexploradas áreas del esfuerzo físico pretendía doctorarse el ratón sandunguero que bailaba tango y rocanrol en una suerte de megamix de géneros musicales tan del gusto de ABBA” (de Petits oiseaux hauts parisiens). “Porque”, continúa Bohumil Hrabal, “los verdaderos pensamientos provienen del exterior, van junto al hombre como su fiambrera de fideos y por eso todos los inquisidores del mundo queman los libros en vano, porque cuando un libro comunica algo válido, su ritmo silencioso persiste incluso mientras lo devoran las llamas, y es que un verdadero libro siempre indica algún camino nuevo que conduce más allá de sí mismo.”
Varios caminos. El jardín de senderos que se bifurcan
Varios caminos. Cada relato de La mano izquierda es la que mata contiene, al menos, la posibilidad de otro relato. El relato imaginado y el relato deseado, el relato esbozado o el relato del relato de lo acontecido. El relato abandonado en Yo tuve un hermano, tomando como punto de partida el poema de Cortazar. Desde el esbozo de un inicio, la historia sin formular se invierte y deviene en una declaración de intenciones y un deseo; establece un modelo para la construcción del relato que puede converger con las señas, modos y particularidades de la escritura de David Foster Wallace. En Homecoming o el síndrome de la Copa Korac (materiales para un relato) dispone de esos materiales para un relato: una biografía, un artículo de sucesos, algunas fotos y escaneos de entradas, un texto de Eloy Fernández Porta, y establece una serie de pautas y posibles líneas argumentales (¿irónicas?) para la construcción paródica de ese otro relato, pretendidamente sórdido y fácilmente tendencioso, de esa especie de mixtura entre autoficción y crónica de sucesos algo efectista que podría estar también en el germen de la Ficción (Fiction / Nonfiction) de la película de Todd Solondz, Storytelling. En Cuento de Navidad coloniza a Borges, escribe un relato que podría haber escrito Borges sobre un relato que no escribió Borges, que plantea que los tres reyes de oriente no llevaron al portal de Belén oro, incienso y mirra, (subiendo y bajando loopings como en un montaña rusa) “sino el rítmico presente de la voz común, el obsequio de la palabra clarificadora o la metáfora brillante (…), las cuales, según se desprende de las crónicas literarias de estos viajeros, si se entregan de corazón, se convierten en calor y en pan y en telas estampadas y en amor y en futuro.”
Resistencia de materiales
Lo que diferencia la simple colección de relatos del libro de relatos es la pertinencia de los materiales. Ya la propia estrategia narrativa constituye un posicionamiento, la forma en que son utilizados los materiales externos (cualquier material es sensible a ser literaturizado) evocan el contexto, como en algunos poemas de Pablo García Casado. Hace dos meses que nadie habla conmigo es un recorte de una información del diario El Mundo sobre el testimonio de un niño de 11 años que sufría bullying, y Hechos probados es un relato armado a partir de extractos de autos judiciales sobre casos de violación. En una entrevista a “La Voz de Asturias” dice Javier García Rodríguez que “ni el más cabrón de los modernos se atrevería a hacer una cosa de ese tipo”. Es cierto, el efecto es devastador. La aparente objetividad del lenguaje judicial no anula la crueldad de los hechos relatados, la enfatiza, los mantiene en diferido. Y Consideraciones sobre el testimonio, delimita ambos relatos, subvierte el foco y pone en cuarentena cualquier subjetividad, puntualiza, meta-puntualiza, te traslada de vuelta a la primera página. Si Hace dos meses que nadie habla conmigo y Hechos probados evocan el contexto, en Rehabilitación es el contexto el que se impone, el narrador se ausenta (va ausentándose) para delimitar la disposición de la escena. Un ataque cardíaco, una llamada al 112, después una panorámica de un gimnasio, miradas furtivas, cuerpos violentándose, pantallas, y finalmente, todo se queda tal y como estaba.

Tratándose de Javier García Rodríguez, también se deja ver la alargada sombra colgandera de David Foster Wallace. En Ficción, imitación, ventriloquía (Entrevista breve a N.Z. para el relato Homecoming Parade: Oviedo) toma prestado el modelo de Entrevistas breves con hombres repulsivos y convoca a Philip Roth y sus muñecos, un Gran Narcisista Masculino hablando sobre otro Gran Narcisista Masculino, a través de su alter ego, Nathan Zuckerman, de este a oeste pasado por Iowa. “Incapaz de desdoblarse, me temo”, dice. También forma parte de esa otra investigación paralela El hombre que mató a Liberty (Foster) Wallace o el suicidio como técnica narrativa, donde se despeja esa X, incógnita parcial, a la profusa y excesiva obra de David Foster Wallace de su trágico final, a través de citas de su obra, reflexiones, impresiones, composición de ambientes y la relación personal del autor con la obra de David Foster Wallace.
Es reveladora la última frase de Ficción, imitación, ventriloquía (Entrevista breve a N.Z. para el relato Homecoming Parade: Oviedo): “No, no hay metáfora en esta frase.”, apostilla. Puntilla definitiva para interpretaciones quijotescas, veneno y antídoto. El comentario irónico, la diversidad de formas y temas tratados o los fragmentos de vida que sobresalen en todas las direcciones desanudan la proporcionalidad entre texto y sentido, un simbolismo de sentido único, la tentativa a reducir el texto a una serie de significados que habían permanecido latentes.
Los relatos de La mano izquierda es la que mata se elevan como reducto de resistencia contra esos otros relatos que desbordan nuestro imaginario. Su poder individual, como unidades independientes, se basa en su efectividad para transferir, de manera simbólica, impresiones, ideas, emociones, pero también en la fiabilidad que posee el material y la honestidad más allá de las intenciones (para ser honesto, al menos en literatura, además de querer hay que poder): honestidad como conocimiento de las trampas del lenguaje, fiabilidad como contrapunto al pastoreo emotivo del storytelling. Los relatos se extienden entre diferentes formas de distorsión de lo real y un férreo blindaje del sentido, no de la interpretación ni de la interpelación, pero sí de la lectura capciosa. El lector se encuentra embarrado y confundido, perdido en una selva de líneas argumentales, juegos de palabras, namedropping, escritores inventados, ocultamientos, pistas falsas, trampas, narradores elusivos, silencios, elipsis narrativas, etc., sin poder someter la lectura a un sentido prediseñado: “hay que escuchar el estruendo de la batalla” (¿qué hace esto aquí? Sic.). El foco del relato se pospone o se enreda con todos los asuntos concomitantes que lo rodean. Las posibilidades y las probabilidades, las vidas trágicas y el destino de personas en barrios empobrecidos, modelos de vida que posan y pasan, personalidades malditas asidas a la vida y las costumbres, un disparador de tragedias, prueba y ensayo, ensayo y error; el cine y la cultura popular como contrapunto: Nanotecnología como un Uno de los nuestros en el barrio de los Pajarillos Altos, La Chula y la educación católica y la transformación de una oración en alabanza a los superhéroes, a las actrices y actores de Hollywood, a la sangre (sabor de kétchup), a los pistoleros, los espíritus, los héroes de ficción; o La foto de Luis Miguel Dominguín y la nostalgia como deshilachado remiendo sentimental.
El final expansivo como una llamada
Con todo esto, a parte de las señas de identidad cultural de los periodos concretos que se detallan o las alternativas formales a los patrones tradicionales del relato, se asume una tercera pata que contempla la convivencia con lo vulgar, lo chabacano, lo accesible, lo barato, lo cómodo. En Todo incluido, la crónica de unas vacaciones en el Gólgota de la clase media se hace a las bravas, con una inusual intensidad paródica, sin ser “un encargo de Rolling Stone o de Esquire o The New Yorker o de El Cuaderno. Uno de esos encargos en los que una publicación seria te envía de avanzadilla cultural e informativa, como el David Foster Wallace del crucero de lujo o de las langostas o del festival porno o la feria estatal de Illinois; o como Chuck Klosterman en su recorrido por los lugares en los que murieron los roqueros más famosos (…)”. En Petits oiseaux hauts parisiens, la Suzanne de Leonard Cohen y La Susanita de los payasos de la tele comparten una peculiar Teoría del Enamoramiento y la decepción. En El caso del poeta premiado (texto escrito para una presentación de Manuel Vilas) concurren la flor y nata del mundillo televisivo y del mainstream nacional en un viaje al corazón de las tinieblas de la cultura popular patria (el horror, el horror…). Conviven lo bajo y lo alto (Todo y más). Por las páginas de La mano izquierda es la mata pasan Chiquito de la Calzada, José Luis Moreno, los Payasos de la Tele, Chanquete, José Mota, Jersey Shore, zapatillas Adudas o Ñoki, pero también Borges, Cortazar, David Foster Wallace, Foucault, Derrida, Leonard Cohen, etc. En Verlaine, campanas de Verlaine (Christmas Campus Tale) se relata una fiesta prenavideña en una facultad de letras (intuyo) con los diferentes departamentos separados o en alegre algarabía; aquí convergen buena parte de las señas de identidad de Javier García Rodríguez: chascarrillos y juegos de palabras en los que se combinan con total naturalidad elementos de la alta y la baja cultura (con otros elementes característicos de las especialidades particulares de estas tribus del underground académico), la minuciosa composición anímica y espacial de la escena, el reseteo de la nostalgia anidada en la cultura (una vuelta a casa), el final expansivo como una llamada.
Superficies inestables
Los relatos de La mano izquierda es la mata son un refugio pero se mueven por superficies inestables, también son una puesta a punto de las maneras de narrar y las posibilidades de la ficción. El sentido del conjunto de relatos no es arbitrario pero parte de una recepción primera de perplejidad, el discurso no es lineal ni llama a conclusiones selectivas, pero la radicalidad de la propuesta se asume desde un posicionamiento claro; posicionamiento que no es excluyente ni restrictivo. La imagen con la que lo emparento, el diagrama mental que le atribuyo, es esa enciclopedia china que citaba Borges según la cual “los animales se clasifican en: a) pertenecientes al emperador; b) embalsamados; c) domesticados; d) lechones; e) sirenas; f) fabulosos; g) perros en libertad; h) incluidos en la presente clasificación; i) que se agitan como locos; j) innombrables; k) dibujados con un pincel muy fino de pelos de camello; l) que acaban de romper el cántaro; m) que de lejos parecen moscas”. Cada relato de La mano izquierda es la que mata es su propia especialidad, como en Verlaine, campanas de Verlaine (Christmas Campus Tale) cada personaje es su propia caricatura, caricatura a través de la cual se deja entrever el retrato de su descarnada humanidad; cada uno imaginando una fiesta distinta, todos soñando ficciones en la sopa de todas las cosas de lo real; y un narrador que desdramatiza, como un Clarence Oddboy, como un ángel custodio.
La mano izquierda es la que mata
Javier García Rodríguez
Trea, 2018
132 páginas; 15.00 €
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