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«Para no ter que ir ao mar»

"Fariña", la serie de televisión de Atresmedia, ha respetado la convivencia idiomática con absoluta naturalidad.

Hemos asistido estos últimos meses a una de las mejores noticias que ha dado la televisión en España. Nunca han sido demasiadas, pero sí ha habido recientemente algunas —El Ministerio del Tiempo, Crematorio, La casa de papel, la primera temporada de Isabel— que certifican la notable mejoría de las ficciones televisivas patrias y, cada una en su estilo, ofrecen una lección impagable acerca de lo que significa producir calidad. Había reticencias con Fariña porque su propia naturaleza abría muchas incógnitas —cabe recordar que se trata de una adaptación, en clave ficticia, del ensayo del mismo título que escribió Nacho Carretero y publicó Libros del KO, y que alcanzó una triste notoriedad cuando se retiró de las librerías a causa de una denuncia interpuesta por un exalcalde de O Grove, Alfredo Bea Gondar— y porque estamos acostumbrados a ver cómo en este país el costumbrismo o el folclore terminan lastrando los mejores empeños. Ahora que la serie ha echado el telón con un cierre que, al menos en principio, elimina la probabilidad de una segunda temporada —un riesgo cierto en un medio que procura exprimir la gallina de los huevos de oro hasta su agotamiento—, es hora de reconocer el trabajo bien hecho y felicitar a los responsables por haber ido un paso allá del tradicional eje Madrid-Barcelona, diseñando una estructura narrativa tan acertada como potente que no sólo mantuvo una radical fidelidad al texto en el que se inspiraba, sino que no renunció a reflejar, del modo más veraz posible, la idiosincrasia de la zona donde sucede aquello que se cuenta.

Fariña se centra en el tráfico de sustancias ilegales en Galicia durante la década de 1980, con el foco situado en el momento en que el Winston de batea fue sustituido por la cocaína colombiana. La serie, rodada en los mismos escenarios en los que ocurrieron los hechos que reconstruye, cuenta esa historia a la par que realiza un minucioso retrato humano y sociológico de las Rías Bajas y de una comunidad autónoma que, durante mucho tiempo, hizo como que no veía todo cuanto se tramaba en sus costas. La complicidad con los narcotraficantes del primer presidente autonómico, Gerardo Fernández Albor —al que no hace mucho homenajeaban públicamente Mariano Rajoy y Alberto Núñez Feijóo—, la disposición de las fuerzas de seguridad a hacer la vista gorda, o la empatía y hasta admiración que los vecinos de Cambados o Villanueva de Arosa sentían por los criminales que estaban a punto de acabar con toda una generación, se exponen en el mismo plano en el que se sitúan las ambiciones, la falta de escrúpulos y la inconsciencia de todas aquellas familias empeñadas en lucrarse a costa de la adicción de sus convecinos. Ya abordaba eso el libro de Nacho Carretero —que cuenta con un precedente importante y reconocido por su propio autor: la obra Un lugar tranquilo, explícito título, que publicó en 1993 el periodista Benito Leiro y fue el primer ensayo sobre el narcotráfico gallego—, pero la ficción lo presenta de una manera más cruda al inducir en el espectador la comprensión, e incluso la simpatía, hacia aquel grupo de delincuentes. Uno de los objetivos del arte radica en colocarnos ante el espejo de nuestras propias incongruencias y miserias. Al reír las gracias de Laureano Oubiña, al adjudicar visos entrañables al carácter arisco de Manuel Charlín, no digamos ya al encontrar el menor rasgo de heroísmo en las peripecias de Sito Miñanco, es inevitable que nos preguntemos si no habitará también algún tipo de monstruo en nuestros interiores menos visitados.

Hay otra cuestión, que no es menor, y que tiene que ver con la seriedad de la política audiovisual que se ha venido desarrollando en la comunidad gallega desde la implantación de las autonomías. Considerada como una apuesta a largo plazo y cimentada sobre varios organismos públicos, pero sobre todo la TVG y el CGAI, ha otorgado al sector una fuerza de la que Fariña es uno de sus mejores exponentes. Me lo decía un amigo el otro día: «Esta serie, hace quince años, habría estado protagonizada por actores de Madrid hablando en gallego». No sólo es gallega la productora Bambú, que diseñó y puso en pie el proyecto. También son gallegas las localizaciones, es gallego el reparto (inconmensurables Javier Rey, Carlos Blanco, Iolanda Muiños, Antonio Durán Morris, Eva Fernández, Manuel Lourenzo, Isabel Naveira, Xúlio Abonjo y Xose Antonio Touriñán, también ese Tristán Ulloa cuyo sargento de la guardia civil cobra hechuras de gran héroe trágico) y es gallego todo cuanto se reconoce al otro lado de la pantalla, incluyendo, y esto es relevante, el propio lenguaje. En Galicia se habla gallego y se habla castellano, y Fariña ha respetado esa convivencia idiomática con absoluta naturalidad, sin recurrir a subtítulos ni a giros forzados, mostrando como algo normal lo que lleva décadas siendo normal a pie de calle. En las facultades de periodismo solía decirse que las funciones primordiales de la televisión consisten en informar, formar y entretener. Fariña ha sabido cumplir con creces esas tres premisas. La canción de Iván Ferreiro que abre la cabecera («O que teño que facer / para no ter que ir ao mar») ya forma parte de nuestro mejor imaginario audiovisual.


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