/ por José de María Romero Barea / Talsi, Letonia
El sobrio silencio de un libro trabaja para amplificar e implacablemente repetir sus argumentos. En esta época de fantasías alimentadas por el goteo inmisericorde de las mentiras absolutas, ¿cómo responder adecuadamente a las nimiedades exóticas y remotas sobre las que nos informan puntualmente los periodistas culturales? En nuestra cultura del espectáculo, ¿acaso hemos perdido la capacidad de ser sorprendidos? El dolor del otro nos conmueve, siempre y cuando se mantenga a distancia segura. Somos capaces de ver la miseria del prójimo, pero no la sentimos.
El estatus de un autor es a menudo juzgado por la prominencia que le proporcionan los trabajos de investigación académica: hay, sin embargo, todo un circuito alternativo que depende del ardor solitario (replicado, a su vez, por aquellos de nosotros que, al leerlo por vez primera, nos dejamos llevar por la lucidez tangible de su pensamiento o el clasicismo de su prosa). Compleja y contradictoria, la poeta, ensayista, novelista y traductora María Negroni (Rosario, Argentina, 1951), nunca pierde la fuerza y la claridad de su visión moral.
En su obra más reciente, asistimos a su lucha por reconciliarse con el destino del intelectual público: que su influencia no disminuya a medida que se alejan los acontecimientos que representa. Sus libros, como los de su venerado Roland Barthes, desafían toda predicción. Su voz es exuberante, multi-facética, densamente histórica, centrada en la mujer. Frente a la ignorancia, y sólo para confrontarla de nuevo, de la misma forma, aunque en un lugar diferente, Negroni se obliga a una reevaluación permanente de su sentido del yo. Se trata, en definitiva, de una escritora imposible de ignorar.
El arte del error
Abrumada bajo el peso de lo que la ha precedido, la poesía no sirve para explorar una emoción cada vez más nueva y original, sino para encontrar, a través de la técnica, una manera fría y racional de afilar el lenguaje. Elabora la autora de La Anunciación (Seix Barral, 2007) listas de la compra intelectual. Su ferocidad es evidente desde el principio: la agudeza inmisericorde (“La visión [de Julia Margaret Cameron] consiste en no ver”), la ambición formidable (“el coleccionista [Walter Benjamin] entiende pronto que eso que le falta (…) relanza el deseo”), el rechazo de la pretensión (“Xul [Solar] avanza por el camino único e infinitamente bifurcado de la creación y encuentra un tembladeral de luz”). La ausencia de solipsismo lleva a la creadora que nos ocupa a rastrear y e interrogar a otros, en favor de una autoconciencia basada en la fuerza de su originalidad.
Encuentra la ensayista una manera de convertir sus tendencias discursivas en un modo de narración de ficción historizada. Hasta el final, se convierte en una gran lectora (u oyente, o espectadora) de las obras creadas por otros. La selección de ensayos de El arte del error (Vaso Roto, Cardinales, 2016) supone un lúcido ejercicio de discriminación y evaluación, una respuesta contundente a aquellos que se muestran escépticos sobre el valor de la inteligencia en tiempos difíciles. La rigurosidad permea estás páginas, en su avance hacia la auto-mejora: se evita la paráfrasis en favor de la evaluación, se privilegia el impulso en lugar de la moralina, porque “a esta disposición, a esta aventura sigilosa de pensar más allá de la costra del uso – que es otro nombre de lo intrascendente – le debe la literatura su felicidad”.
En el ensayo “Los sepulcros animados de Étienne-Gaspard Robert”, se desdeña la teoría mimética del arte y el culto a la interpretación del “espacio en blanco de la página, abierto al reino de los muertos”. “La miniatura incandescente”, por el contrario, defiende los cuartetos de Emily Dickinson, “como si en esa ecuación (…) las palabras, frotadas como sílex, pudieran ir más rápido a lo indecible”. La literatura consiste no en preguntar qué significa, sino en saber apreciarla. Por eso “la escritura de Walser se parece a una danza, bella y horrenda a la vez, que se balancea entre el mysterium y el delicado arte de la ineptitud”. En definitiva, los opúsculos de El arte del error denuncian la división entre la forma y el contenido. Son indefectiblemente estimulantes y notablemente contemporáneos, en su maridaje de cultura popular y alta cultura. No en vano, y como afirma la autora, “la palabra poética es transversal, anónima y desorientada. Por eso es también, inesperadamente, política y necesaria”.
Aboga Negroni por una poesía de la concentración y la meditación más que por una de brillante y perspicaz aleatoriedad. Sus apreciaciones incluyen no sólo a escritores individuales (además de los citados, Yves Bonnefoy, Steven Millhauser, Juan Carlos Bustriazo Ortiz o Edward Gorey) sino al propio acto de creación, que abarca la traducción (en el ensayo “Música nómade”), entendida como la práctica de ocuparse de otros para expandir los horizontes de lo conocido. Suscribe así las palabras de su admirada Susan Sontag, que escribió en el ensayo “La literatura es libertad”: “Para acceder a la literatura mundial es necesario escapar de la prisión de la vanidad nacional, del filisteísmo, del provincialismo obligatorio, de la escolarización inane, de los destinos imperfectos y la mala suerte. La literatura es el pasaporte para entrar en una vida más amplia, es decir, una zona de libertad”.
Cuando leemos los escritos de la argentina sobre cultura, vemos una fina inteligencia crítica aliada al temor de posibles consecuencias, profundamente aterradora en la forma en que su arrogancia elitista se disfraza de humildad y apasionada preocupación por mantener las cosas como son, como una aceptación general de humanismo. Una buena crítica nos habla de un escritor que nunca hemos leído y nos da ganas de leerlo. Negroni, Premio Internacional de Ensayos de la escritura siglo XXI, lo consigue con El arte del error. Se crece bajo la cruda luz de la interrogación moral. Si el único compromiso del escritor es con la exégesis, la idea de la literatura como protesta supone un último intento de auto-justificación. Sus recomendaciones son rebeliones contra la abnegación de un mundo estúpido, codicioso y violento; para ella, cuestionarse es sinónimo de existir; sus declaraciones son el reconocimiento de un genio que prevalece.
Exilium
Las observaciones del mundo más allá del texto son trascendentes. Desde el principio, tiene la poeta el ojo instintivo del novelista para las personas, las relaciones, los lugares y la luz. Meras etiquetas, las cosas son en sus manos apenas significantes, “objetos indebidos/ en el kiosco del cielo”. Hay cuerpos, pero no se nombran, “silencio/ de animales/ blancos/ tras una luz/ pensante”. Preocupaciones gravitan en torno a la búsqueda de “un tesoro/ ni verdadero ni falso, / con su follaje de labios”. Lo repetitivo es apenas una cualidad de la voz que persigue su tema. El sentimiento, la antítesis impenetrable de lo carnal, la dura negación de lo humano, “aureola de cintas (…) de retroceso en retroceso”. La belleza se reconoce como parte del proceso continuo de lo natural, parte de una erótica, orgánica calidad “con vocación de incerteza”.
Poemas aristófanos, es decir, sátira de relevancia contemporánea, una de las razones por las que la poeta los deja como fragmentos puede ser porque son remanentes vivos de una cultura muerta. En los poemas de Exilium (Vaso Roto, 2016) Negroni se dedica a extraer juegos de palabras de su experiencia vital: “tinieblas lúcidas/ (…) militancia/ a favor de las cicatrices”. Sus composiciones son menos apotegmas que bocetos surrealistas, enunciados con el ritmo entrecortado de un anuncio televisivo; el colapso de las literaturas, a veces, cabe en dos versos: “Noche fundamental/ que se escribe sola”.
El místico san Juan de la Cruz propuso que “el alma no puede ser poseída de la unión divina, hasta que se haya despojado del amor de los seres creados”. Negroni alcanza un tono de dolor emocional entre el asesinato y la santidad. Una forma cada vez más expansiva permea un conjunto a golpes de imaginería: líneas compactas desembocan en tensas estrofas que privilegian lo efervescente, lo sincopado, el eco interno a la rima: “Muchos pájaros/ para tan poca/ emoción desabrigada”. Un romanticismo melancólico se hace eco de Rilke y Mallarmé, así como de las posteriores generaciones de expresionistas: Paul Celan, los poemas simbolistas de Mandelstam, poetas como Emily Dickinson o Edgard Allan Poe.
Su conversión supone el alejamiento de la tentación en el rechazo. Diríase que la novelista de La anunciación (2007) conoce los trucos del oficio, pero los evita, con la inocencia de la que acaba de descubrir el mundo, “la daga poderosa/ de la claridad”. Su lírica, medida y controlada, nace casi totalmente desprovista de especificidad. Sucede en paisajes jamás arquetípicos: “Por las sendas del sol/ poco se ve”. Genera ámbitos de significación mítica, poblados sólo en su forma genérica de “lección/ de tinieblas, / de una estela sonora que hace antiguo lo antiguo”.
Algunos poetas dejan a su paso un rastro de restos y hablas hirientes. La astilla fría en el corazón del verdadero artista debe ser más dura en su pelea con el yo que en su compromiso retórico con el otro. En Exilium, María Negroni, Premio Nacional del Libro Argentino, se exilia a su libro para denunciar el detritus de nuestras aspiraciones y la ruina de lo sentimental, “esa impureza que sueña/ sin referentes”; habla para condenar al lenguaje y su representación; redefine la identidad, la ausencia y la percepción. Habitan su lirismo panoramas apocalípticos, vulnerables a los ladrones: “¿Cuánto es nada?”. Plegarias seculares se solazan en la intensidad de la abundancia, se lamentan por los muertos, se burlan de los vivos: “En el cielo/ se desnuda una/ sombra”. Difícil no encontrar estas suposiciones de libertad embriagadoras. La buena poesía nos demuestra un valor impar, contemporáneo, postfeminista: pese a todo, la deletérea disposición de avanzar.
La veracidad de los garabatos
No podemos ni debemos esperar que una persona, una época o una institución posean la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad. El desacuerdo es de esperar, y no hay nada malo en ello. Leemos para ser formados, alimentados por las historias que otros han escrito, para enriquecer nuestra vida con ellas. El conocimiento, no se limita simplemente a los hechos. No leemos para aprender más, sino para ser alimentados. ¿Culpar a los ojos de su lujuria indiscriminada? Las palabras son el antídoto a las meras ilustraciones.
Los iconos culturales pertenecen a la efímera literatura de los semanarios, donde surgen rodeados de banalidad; las revistas literarias los yuxtaponen a brillantes imágenes publicitarias; la verborrea es un baluarte y convierte al voluble espectador en un lector irreflexivo, que no cuestiona. Hemos perdido la fe en la veracidad de los garabatos. Las imágenes han dejado de ser tótems. Su ordenanza negativa les impide mostrar pruebas. Las consignas verbales, contagiosamente cantadas por las multitudes, han dejado de instigar revoluciones: sin nada que mirar, no vemos que nada haya cambiado.
Para una ferviente defensora de la paz, Negroni se crece en el ataque. A la dura luz del interrogatorio moral, su voz resuena. Si el tema dominante de su obra es el compromiso del escritor con la política, el intento de la autora de La ineptitud (Alción Editora, 2002) de resucitar la idea de la literatura como protesta aparece como un último intento de autojustificación. Son éstos los rastros de una mente que, a pesar de todo su poder, es a menudo más fuerte que sutil. Su trabajo presupone la amplitud compartida y la profundidad cognitiva del receptor, así como una singularidad común de propósito. El tono de su escritura privilegia la complejidad a la simplicidad, mientras se enfrenta a los desafíos intelectuales y/o sensoriales.
El resultado es el retrato de una mujer que, pese a su erudición, no es nada arrogante o doctrinaria. Sus frases contienen referencias a la alta cultura, pero siempre están ahí para ilustrar su argumento, en lugar de iluminar su brillantez. Tiene suficiente confianza en su propio intelecto como para no hacernos sentir conscientes del nuestro. No espera que sepamos lo que ella sabe porque presume que sabemos algo más que ella no sabe. Una aguda inteligencia emocional informa una literatura de sentimientos, así como de ideas, consciente de que aquellos, no pocas veces, informan a estas, y viceversa.
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