Arte Escenario

Moviéndome en círculos con Krzysztof Kieslowski

Stanley Kubrick decía que el talento de Krzysztof Kieslowski (y su coguionista, Krzysztof Piesiewicz) reside en su capacidad para escenificar ideas en lugar de verbalizarlas, cogiendo a menudo desprevenido al espectador.

Nunca te despidas sin antes haber dicho hola

/ por Hilario J. Rodríguez /

Cuando comencé a ver las películas de Krzysztof Kieslowski, primero La doble vida de Verónica (La double vie de Véronique, 1991) y luego las de la trilogía de colores de la bandera francesa, las rechacé con el entusiasmo con que hoy las celebro, después de haberme acostumbrado a ellas poco a poco. Su estilo a partir de Decálogo (Dekalog, 1989) sirvió de anticipo a un tipo de cine que dividió al público y a la crítica, más que nada por plantear las viejas cuestiones trascendentales del cine de arte y ensayo con un tempo y una impronta visual muy diferentes de lo que hasta ese momento yo había visto en Andrei Tarkovski, Michelangelo Antonioni o Ingmar Bergman. Aunque reconocía los temas que habían forjado mis gustos e inquietudes, no veía la misma metodología que había cincelado mi sensibilidad. Y eso me hizo desconfiar.

Necesité tiempo para darme cuenta de que en realidad mi resistencia formal a las últimas películas de Kieslowski tenía que ver con las limitaciones que suele imponer una visión ideológica del cine, cuando las responsabilidades entre entertainers y auteurs están divididas con claridad para que unos no invadan el territorio de los otros. Las revistas especializadas en España, escindidas siempre —y ahora más que nunca— entre lo viejo y lo nuevo, la cinefilia coleccionista y la posmodernidad, el fetichismo y el discurso, la nostalgia y la militancia, tuvieron su parte de culpa en todo aquello con sus intransigentes planteamientos. Pero eso tardé en descubrirlo y en intentar corregirlo.

En los documentales y películas de ficción que Kieslowski dirigió entre finales de los sesenta y finales de los ochenta, se suele desplegar una serie de actos cotidianos que ponen de relieve los espacios donde la gente se congrega pese a tener posturas distintas ante la vida. Transportes públicos, coches, cines, cafeterías o calles sirven como centros en torno a los que convergen los personajes, casi siempre de manera misteriosa, hasta que al final una desgracia empuja a cada cual a seguir su propio camino. La intención de aquellas obras era superar el documentalismo comunista (que describía la vida como debía ser) y alcanzar un documentalismo cotidiano (que describiese la vida como es). Era en el fondo una búsqueda formal que pretendía producir imágenes capaces de representar la realidad más allá de las ideologías. Cuando una de aquellas películas, Estación de tren (Dworzec, 1980), fue utilizada por la policía para incriminar a un sospechoso de asesinato, y aunque nada se pudo probar utilizándola ante una corte, Kieslowski sintió que había llegado al final de aquel camino y que en adelante debía buscar nuevas direcciones para convertirse en el cineasta que quería ser.

Stanley Kubrick decía que el talento de Krzysztof Kieslowski (y su coguionista, Krzysztof Piesiewicz) reside en su capacidad para escenificar ideas en lugar de verbalizarlas, cogiendo a menudo desprevenido al espectador. No podría estar más de acuerdo aunque a veces me pregunte cómo es posible algo así cuando sus películas están repletas de imágenes sólidas, muy difíciles de pasar por alto o de olvidar. Un mendigo tirado en la calle, la pantalla de un ordenador parpadeando en mitad de la noche, un andamio cubriendo la fachada de un edificio, varias maletas apiladas en un vertedero público, un enorme cartel publicitario mecido por el viento… Si con otro tipo de películas la memoria almacena historias, personajes, colores, texturas y momentos especialmente significativos o icónicos, con la obra de Kieslowski suele almacenar imágenes puras que a veces es preciso devolver a su contexto para encontrarles un significado, siempre con la sensación de que ese significado podría cambiar o adecuarse según el punto de vista desde el que lo observemos (con diferentes edades, en países distantes, solos o acompañados, en casa o en una sala cinematográfica).

El reestreno de su trilogía a partir de los colores de la bandera francesa y de sus respectivos significados (libertad, igualdad y fraternidad) me ha colocado de nuevo ante imágenes conocidas, pero no de ésas que uno puede interiorizar y hacer suyas, mezclándolas con las de los álbumes familiares para convertirlas en la parte de ficción con la cual hacemos un poco más tolerables nuestras vidas. No tienen relación con Juliette Binoche, Julie Delpy o Irène Jacob, sus protagonistas, y tampoco con nada relacionado con la historia personal o con la Historia con mayúsculas. Son como las imágenes que uno ve en la prensa o en las redes sociales recordándonos catástrofes de las que deberíamos ser testigos, sin el cinismo con el que suelen venir acompañadas en los periódicos, Twitter o Facebook, donde hay quienes sitúan su discurso al mismo nivel radical del éxodo de los refugiados sirios, del padecimiento del pueblo saharaui o de las víctimas de alguna catástrofe natural, recordándonos a los demás no sólo qué tenemos que ver sino también cómo y con qué consecuencias, aunque esos discursos los haga gente cómodamente instalada delante de la pantalla de un ordenador mientras apura un cigarrillo o bebe el café de la mañana. Kieslowski, en ese sentido, es mucho más civilizado y menos grandilocuente; un auténtico demócrata pese a su desoladora visión de la existencia (o quizás gracias a ella). Por eso su pesimismo siempre lo impregna de una rara poesía, estableciendo paralelismos y rimas, dejando que varias historias converjan y luego se disgreguen, cruzando a los personajes de una película con los de otra; mezclando drama, comedia y tragedia, en un universo estético dirigido por caprichosas reglas que en la vida real nos resultan incomprensibles pese a que existan y nos neguemos a aceptar que no podemos controlarlas.

En Azul (Bleu, 1993) una mujer (Juliette Binoche) intenta rehacer su vida después de sobrevivir al accidente automovilístico en el que murieron su marido y su hija de cinco años sometiéndose a pruebas espartanas, como aislarse y borrar sus recuerdos. Vende una casa de campo antes de mudarse a un apartamento en París donde le espera una plaga de ratas de la que se deshace gracias al gato de un amigo. Y más tarde busca ayuda para acabar un concierto que su marido dejó incompleto. Ese concierto, que debería tocarse en doce países europeos al mismo tiempo, es en realidad la película. Un concierto sobre la muerte y resurrección de un continente y sobre la muerte y resurrección del cine; un concierto compuesto para instrumentos musicales y visuales: alguien llama en mitad de la noche a las puertas de los apartamentos adonde se ha mudado la protagonista; la rueda de un coche nos advierte sobre un accidente fuera de campo; varios personajes aparecen fugazmente, en planos que parecen parpadeos, mientras la pantalla en negro los inserta como si fuesen notas escribiéndose sobre un pentagrama…

Muchos críticos, en su estreno, acusaron a Azul de sentar las bases de lo que luego serían los europuddings: películas sin una escritura fílmica concreta, capaces de borrar el carácter regional que hasta entonces había hecho grandes las películas rodadas en Francia, Suecia, Italia, Polonia o Alemania, más preocupadas ahora por su recaudación en el nuevo mercado global que por el arte. Yo mismo me sentí confundido ante su hiriente belleza con toques de sordidez. No estaba acostumbrado a ver el duelo, la pobreza y el miedo de aquella manera tan precisa y… casi sublime. Tampoco entendí su laicismo postideológico, sin mensajes aparentes pero insinuante en todo momento. Ahora que el cine europeo vuelve a estar donde estaba, confundido entre denuncias y agoreros estremecedores, militando desde la individualidad y, sin embargo, construyendo discursos que me suenan familiares, echo en falta más que nunca la música que propuso Kieslowski; esa música del azar que constantemente entrelaza a los personajes de películas distintas rodadas en Francia, Polonia y Suiza (como Azul, Blanco y Rojo), para recordarnos que quizás no sean películas lo que necesitamos sino cine; un espacio común donde no haya argumentos únicos, donde la miseria y la belleza se den la mano porque no puedan vivir indiferentes la una de la otra.

El cineasta taiwanés Edward Yang, al referirse al tipo de películas que él quería hacer, sin cinismo humanista (a lo Béla Tarr o Michael Haneke) y sin una afinidad obvia hacia los padecimientos de las clases desfavorecidas (a lo Ken Loach o los hermanos Dardenne), un tipo de cine tan sensible a lo banal como a lo significativo, decía que sólo Kieslowski era capaz de hacer algo parecido en el cine contemporáneo. La observación es pertinente si nos detenemos a pensar de qué manera entendemos Blanco (Blanc, 1993), donde un marido polaco (Zbigniew Zamachowski) se defiende en los tribunales de las acusaciones de su esposa francesa (Julie Delpy) por no haber consumado su matrimonio debido a su impotencia; y cómo entendemos Rojo (Rouge, 1994), donde un juez (Jean-Louis Trintignac) espía los movimientos y escucha las llamadas telefónicas de sus vecinos no porque quiera utilizar sus secretos con fines ominosos, sino porque se siente solo. Aunque ambas partan respectivamente de las ideas de igualdad y fraternidad, no lo hacen ni a través de su contextualización, ni a través de un sentido estricto de la justicia, sino más bien de su disolución en tramas múltiples. Un hombre quiere suicidarse pero no tiene los arrestos suficientes para hacerlo, de modo que contrata los servicios de un asesino para que lo mate; una joven cuyo novio (a quien no llegamos a ver) la brutaliza en sus conversaciones telefónicas conoce a un juez retirado que observa la vida de los demás quizás porque ha renunciado a tener una vida propia… Todos los personajes han naufragado o están a punto de hacerlo, hasta que al final de Rojo vemos que en realidad son los únicos supervivientes tras el hundimiento de un ferry que cierra la trilogía, anunciando que ninguna historia empieza o se acaba en el marco de una película, ni siquiera de una trilogía. Lo que sucede es que las diferencias lingüísticas, los teléfonos, el dinero, la publicidad, el mercado o la aflicción nos distancian, establecen barreras que nos separan de los demás, borran parte de la narración de nuestras vidas, haciendo que solo durante breves instantes (los noventa minutos de un metraje) tengamos la sensación irreal de convivir en un universo común, de leyes tan caprichosas como las que nos vemos obligados a aceptar en la vida real, donde no todo lo que nos sucede tiene un sentido inmediato y donde nuestra incapacidad para vivir ante esa intemperie produce narraciones alternativas (de tipo religioso o ideológico) en las que buscamos consuelo aunque no nos expliquen por completo.

Kieslowski ha sido quien mejor nos ha conseguido transmitir una visión trascendente de la existencia sin necesidad de plantearla desde una perspectiva científica, religiosa o ideológica. En sus manos, ni la ciencia, ni la religión, ni la política bastan para mesurar la realidad; no tienen argumentos suficientes para explicar ciertas coincidencias, ciertos desvíos, ciertas irregularidades, que para él están relacionadas con la música que se crea en el universo sin que haya una partitura, compuesta en cualquier caso por el azar y por las rimas que establece en nuestros actos, en nuestros movimientos, en los encuentros fortuitos que durante un leve parpadeo nos unen y enseguida nos devuelven a nuestra radical soledad. De algún modo, nuestras vidas, según Kieslowski, no difieren mucho de las de los personajes de los diez episodios del Decálogo, que viven en el mismo bloque de viviendas, cruzándose y separándose continuamente, cada cual con una historia hecha de imágenes que en la mayoría de los casos se desvanecen de pronto, sin que nadie se dé cuenta.


 

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