Entrevistas

Entrevista a Daniel Bernabé

El ensayista de izquierdas más polémico del momento en España, Daniel Bernabé, desentraña en esta larga entrevista su 'La trampa de la diversidad'.

«La izquierda debe entender que una cosa es una voz plural y otra una voz atomizada»

Probablemente Daniel Bernabé (Madrid, 1980) no esperaba que La trampa de la diversidad, el libro que escribió con cierto apresuramiento por sugerencia de Pascual Serrano y como ampliación de un artículo publicado en La Marea, fuera a alcadenzar las cinco ediciones, ni que fuera a generar una de las más ruidosas polémicas que se recuerdan en España en torno a un ensayo político de izquierdas. Famoso de repente, Bernabé concita hoy en torno a sí lo mismo adhesiones entusiastas que virulentas enemistades y las redes siguen moderadamente incendiadas de la discusión entre unos y otros en torno a la tesis central, ciertamente contundente, que plantea el ensayo: que el enfoque de clase ha desaparecido casi por completo del horizonte teórico y discursivo de la izquierda política, desparramada hoy en toda una panoplia de activismos especializados escasamente articulados entre sí. A juicio de Bernabé, «ya no se busca un gran relato que una a personas diferentes en un objetivo común, sino exagerar nuestras especificidades para colmar la angustia de un presente sin identidad de clase», las grandes manifestaciones de hoy son agregados de cofradías activistas en los que importa más exaltar la especificidad de cada cual que unir fuerzas en torno a una reivindicación común y por mucho que se utilice la palabra intersectorialidad, en la práctica se da poco y lo que hay son conflictos desarticulados y muy mediáticos que van atrayendo nuestra atención de semana en semana dependiendo de la polémica o la ofensa del momento; y brilla por su ausencia una visión general y global del conflicto político. Una terraza de Malasaña es el lugar que Bernabé escoge para desentrañar tales ideas en esta entrevista sin toque de queda y que acabará durando tres horas.

Le confieso que comencé a leer La trampa de la diversidad con cierta prevención: me esperaba una especie de diatriba furibunda contra los nuevos movimientos sociales y un lamento nostálgico por alguna edad dorada perdida del obrerismo como los que emite en Twitter cierto búnker bolchevique. Encontré otra cosa. Eso que a mí me sucedió, ¿es lo que usted percibe que le sucede a la gente que va leyendo el libro?

A la que se lo lee, desde luego. Y luego hay algo que me fascina, que es que cuando me hacen entrevistas fuera de Madrid (y me han hecho entrevistas ya en Euskadi, en Cataluña, en Valencia, ahora tú…), nadie parece tener dificultades en entender el libro, pero no sé qué es lo que pasa en esta ciudad, no sé qué le sucede a los intelectuales del interior de la M30 (concretamente del interior de la M30), que con todo lo formados e inteligentes que son para muchas cosas, ninguno ha sido capaz de dar con la clave del libro. Y es algo extraño que la dirección política de un país sea incapaz de entender un libro, mientras que cualquier persona normal que no está metida en los ámbitos éstos lo lee y me dice exactamente eso que me has dicho tú: que no entiende por qué se ha montado este jaleo, si el libro es muy, muy respetuoso.

Es cierto —y eso también me sorprendió para bien— que usted pone mucho cuidado, en el libro, en introducir matices, no sé si preventivos, a cada afirmación que hace. No lanza anatemas y procura reconocer aspectos positivos a aquellos movimientos, sectores e ideas que somete a crítica.

Yo no quería que el libro se malinterpretara, e imaginé, de una forma supongo que pueril, que la letra impresa todavía tenía valor; que se iba a discutir sobre lo que yo había escrito. Mi sorpresa fue que no. Desde el primer momento me fui encontrado que para mucha gente la sentencia ya estaba dictada antes siquiera de publicarse el libro, y que esa sentencia estaba basada en una interpretación muy, muy sesgada de lo que se suponía que yo decía. Y claro, contra falacias del hombres de paja es muy difícil discutir. De hecho, he llegado al punto de encontrar a gente diciendo las cosas que dice mi libro pero diciendo que no las dice. Y todo eso, en algún caso, puede tener que ver con una comprensión lectora limitada, pero en general yo creo que el problema es otro; que hay determinados intereses que este libro ataca y que evidentemente a alguna gente relacionada con ellos no le interesa que este libro se lea. Incluso te diría que hay un factor clasista hacia mi persona.

¿Por qué?

Te lo voy a decir claro: yo siempre me he sentido minusvalorado, por no decir despreciado, por mucha gente del periodismo y del ámbito de la política por no ser de los suyos; por no ser ni de su clase social, ni de la Academia, ni de sus círculos. Yo no he querido serlo nunca; nunca he ido a pasillear por allá ni a intentar entrar en ellos. Y eso es algo que ellos no perdonan.

En el libro, usted no hace críticas personalizadas; no señala, salvo excepciones, a ninguna persona en concreto.

Y me lo han criticado algunas veces, pero es que dar nombres concretos hubiera sido generar un tipo de polémica muy del mundo en el que vivimos: dos personas que se pelean. Últimamente, todo es esto que los jóvenes de ahora llaman beef, que es un término que viene de las peleas entre raperos. Yo creo que hay que ir al tema general, a lo que nos afecta a todos: de una forma u otra, todos cometemos una serie de errores, y dar nombres sería transmitir de algún modo que yo no los cometo. Sin embargo, ha habido gente que se ha tomado el libro como un ataque total a su persona, y yo creo que eso habla justamente de lo que denuncia el libro: cómo nuestra identidad política se ha ido haciendo más y más individual; más yo y menos nosotros. Personalizamos cualquier crítica a nuestras ideas; reaccionamos a ella como si nos mentaran a la madre.

Con Alberto Garzón, concretamente, ha cruzado numerosos reproches en redes.

La suya ha sido una de las reacciones más decepcionantes para mí, sí, porque yo he tenido siempre una afinidad ideológica con Izquierda Unida y el PCE. Y la verdad es que entre la gente del PCE me he encontrado todo lo contrario: está siendo muy favorable al libro, pero Garzón, yo no sé exactamente qué es lo que ha interpretado ni por qué el libro le ha parecido digno no ya de crítica sino directamente de ensañamiento. Ha escrito ya tres artículos y una persona de su Dirección Política ha escrito otro en la misma línea, y últimamente estoy recibiendo en redes numerosos ataques de gente cercana a él, además con un lenguaje muy hostil y muy despreciativo. Pero mira, yo lo miro desde el lado positivo: está pasando lo que no ocurría desde hace por lo menos diez años en España: que los intelectuales de la nueva política vuelven a hablar de clase social. A mí, ver por ejemplo a Jorge Lago hablando de clases sociales me da mucho gusto, porque él podrá criticar el libro, pero está jugando en mi terreno de juego. Podrá decir tonterías, pero el balón está donde yo quería que estuviera. Y a juzgar por los resultados que está teniendo el libro estando publicado en una editorial que no es de las grandes, ni siendo yo nadie conocido, creo que acerté; que existía algún tipo de hambre o inquietud en mucha gente.

Gente que tenía una cierta sensación de que algo estaba mal y que de pronto ha encntrado un asidero intelectual al que agarrarse; alguien capaz de ponerle nombre a sus zozobras. ¿Se ha encontrado eso?

Mira, hace unas semanas presenté el libro en Barcelona. Yo esperaba jaleo, la verdad. De hecho, hubo una intentona de boicotearme. Una artista multidisciplinar peruana de no sé qué y no sé cuanto (o sea, una persona que no ha dado un palo al agua en su puta vida, para entendernos) me calificó de derecha racista blanca europea y proclamó que esto no podía ser y que había que ir allí a pararme. Yo llegué a asustarme, te lo digo en serio, y a preguntar si debía preocuparme; si esta gente iba a limitarse a pegar dos voces o podía ser algo más violento. Pero el caso es que quien se levantó fue una mujer de unos cuarenta y tantos años —una mujer con un aspecto claramente activista, además— que dijo: «Mirad, yo solamente tengo clara una cosa: ya está bien de esta locura que nos ha entrado a todos. Alguien tenía que decirlo». Y cogió y se sentó. Bueno, pues eso es algo que se ha repetido muchas veces; muchas veces me han dicho que esto era algo que estaba ahí y que nadie parecía querer decirlo. Supongo que nadie quiere quemarse. Son cuestiones que afectan mucho a la sentimentalidad, y a mí me han pasado cosas nada agradables. Cuando te acusan en redes sociales de las cosas de las que se me ha acusado a mí…

¿Qué cosas?

Pues cosas loquísimas: que si tenía deudas de drogas, que si vivía de las mujeres… En este mundo nuestro uno puede acostarse un día habiendo escrito un libro y levantarse el siguiente convertido en un personaje de Taxi driver. Pero fíjate, me interesó mucho cómo decían eso quienes lo decían. Eran chicas muy jóvenes, y usaban coletillas como «se está sabiendo», «se está destapando»… O sea, un lenguaje claramente de Mujeres y hombres y viceversa, de Sálvame, de Telecinco. Toda una generación criada bajo la teta de estos programas y con un móvil en la mano ha aprendido muy bien, de forma instintiva, los códigos del espectáculo y cómo utilizar los móviles para generar corrientes de opinión negativas.

Usted señala en el libro un buen número de lo que considera paradojas de nuestra época, y una de ellas es la de que se proclame como valor supremo el respeto a la diversidad al tiempo que va creciendo un preocupante afán inquisitorial.

Este libro habla mucho de paradojas, sí, y una de ellas es la de que esta sociedad que se nos vendió —nos la vendieron Thatcher y compañía— como una sociedad de diferentes, de desiguales, de diversos, como la oportunidad de que cada uno se realizara a sí mismo a través de su individualidad y su esfuerzo personal, nos ha acabado homogeneizando muchísimo. Somos cada vez más parecidos. Cada vez hay menos diversidad cultural. Todas las películas son muy parecidas y todos los libros se empiezan a parecer mucho. Y sí: gente que en teoría está defendiendo la diversidad puede ser verdaderamente opresiva contra quien se sale del discurso hegemónico. Porque esto es un discurso hegemónico. Y debería preocuparnos que lo sea. Se supone que la izquierda se posiciona contra el sistema y que el sistema se posiciona en contra de ella, con lo cual aquí hay algo raro; algo que debería ponernos en alerta. Yo, desde luego, no creo en la buena voluntad de la gente que domina la sociedad.

Si la izquierda está siendo derrotada en todos los frentes, cómo es que en éste sucede todo lo contrario, ¿no es así?

Es que es una cosa sorprendente. Sí, el neoliberalismo ha sido capaz de integrar el discurso de la diversidad, y por eso el libro se titula La trampa de la diversidad. Mira, el otro día yo hablaba con unos amigos de la huelga del taxi. La mayoría de ellos eran personas progresistas, pero de repente empezaron a utilizar contra la huelga argumentos de claro corte neoliberal. Personas que son progres en casi todos los ámbitos pueden ser de derechas sin saberlo en los económicos y los laborales.

Recuerda esto que dice a las primeras páginas del Chavs: la demonización de la clase obrera de Owen Jones, donde ese intelectual marxista británico cuenta que en una ocasión estaba en una cena con amigos progresistas de clase media, gente a la que le resultaría intolerable un chiste machista o racista, y uno de ellos contó uno denigrante hacia los chavs [término coloquial del inglés británico equiparable a nuestro cani, choni, etcétera] con el que todos se rieron mucho y nadie tuvo ningún problema.

Recuerdo el pasaje, sí. Chavs es un libro interesante, pero tiene un problema: yo creo que de una manera posible inconsciente, Jones acaba transformando la clase en un grupo más de la diversidad; en una cuestión de identidad. Al final, lo que pide el libro es respetar a la clase desde las categorías de la diversidad. Y a mí, sinceramente, me parece que eso es llegar a un punto de absurdo. Recuerdo que del artículo en el que se basa el libro, una chica me dijo que para que hagamos más caso a las cosas de los obreros no hacía falta montar aquel jaleo. Hay quien ha entendido mi libro así, y no es eso. No es las cosas de los obreros. Porque ésa es otra: ¿quiénes son los obreros? ¿La gente de la Duro Felguera, la gente de las minas, tipos rudos vestidos con jerséis que fuman tabaco negro? No: obrero también es el diseñador que trabaja aquí detrás, que no se concibe a sí mismo como tal y que sin embargo está cobrando mucho menos que un obrero fabril sindicado.

Alude en el libro a la cierta desobrerización sociológica que, al calor de la crisis económica, han ido viviendo los partidos de izquierda, crecientemente controlados en tanto que dirigentes, líderes de opinión o figuras académicas de referencia por individuos de clase media a los que el conflicto capital-trabajo les afecta, y por lo tanto les interesa, relativamente poco, y que en consecuencia vuelcan sus energías en cuestiones de representación de la diversidad que sí les tocan más de cerca.

Sí, la izquierda más radical cada vez está más relacionada con gente de clase media de alta formación. Y esa mesocratización tiene sus consecuencias. Mira, ayer o anteayer Jorge Lago, uno de estos intelectuales de Podemos, decía que la clase social era un fenómeno prefijado o algo así: este lenguaje posmoderno que usan ellos. Lago es un tipo que tiene un millón de euros y siete casas en Madrid. ¿Importa? Pues supongo, ¿no? ¿Qué importancia puede tener la clase para alguien como Jorge Lago, que no sabe lo que es ir a una oficina del paro? A mí, en este sentido, me resultó muy curioso cubrir para La Marea el segundo Vistalegre; ver la gente que había allí. Yo, que fui a muchos mítines del PSOE cuando era pequeño, me di cuenta de que la gran mayoría de los asistentes eran votantes desencantados del PSOE: gente de clase social y nivel político más bien bajos. Eso a Podemos no se le ha reconocido, y lo digo desde la posición de la izquierda comunista y desde no estar emocionalmente con Podemos. Podemos fue capaz de llegar a esas personas. ¿Cuál es el problema? Que los que estaban en la grada eran todos de clase trabajadora, o lo eran muchos de ellos, pero los que estaban en el coso eran todos de clase media. Se nota muchísimo en cómo hablan y en lo impostado de algunas de sus cuestiones. Es curioso que se hayan puesto a jugar al populismo los que, en el fondo, peor pueden jugar. Se les da muy mal. Se les da muy mal ser pueblo.

Aquel Pablo Iglesias que presumía del piso antediluviano de Vallecas en el que vivía, y que ha acabado viviendo en un chalé.

Cuestión importante, ésa. Vamos a ver, a mí me parece que no hay forma peor de populismo que ésa de que sea crucial el ejemplo vital del dirigente. Hombre, pues claro que un dirigente tiene que dar ejemplo, y claro que lo del chalé es impresentable, pero coño: políticamente es inocuo, y no digamos ya económicamente. A España le da igual que este señor se compre un chalé o no se lo compre. Pero hombre, es indefendible estéticamente cuando tú has jugado a lo del piso.

Si no hubiera jugado a lo del piso, ¿hubiera dado igual?

Le hubieran machacado de todas formas. Yo no sé qué pasa con Pablo Iglesias que… Mira, el otro día coincidí con Monedero en Barcelona y resultó que, estando los dos fumando afuera de un bar, se nos acercó un grupo de chicas jóvenes de Murcia diciendo: «¡Ay, ay, ay, tú eres un famoso!». La chica no sabía ni su nombre, pero sabía que era un famoso. Y nada, se hicieron unas fotos con él y tal. El caso es que después Monedero me dijo: «Yo no sé por qué, pero a mí la gente me trata con mucho cariño, y a Pablo no. Si Pablo estuviera aquí, le hubieran llamado hijo de puta varias veces». También me dijo otra cosa, Monedero: «¿Sabes qué nos ha cambiado y que no habíamos previsto? Que íbamos a tener hijos». Y es verdad: tener hijos te cambia mucho la vida. Y también es verdad que lo que le monta OK Diario a Pablo de mandar a dos fotógrafos al hospital es impresentable. ¿Sabes qué busca el cabrón de Inda? Que un día Pablo le arree dos guantazos a uno y se acabe su carrera política. El caso es que Pablo Iglesias, y esto sí que es político, no tiene a nadie al lado que le diga: «¿Adónde vas? ¿Tú estás tonto? ¿Sabes el lío en el que te vas a meter?». No tiene a nadie, y, ¿sabes por qué no tiene a nadie? Porque Podemos ha acabado reproduciendo todo lo que ellos criticaban en la izquierda, pero a un nivel muchísimo más grande. Con todo el rollo de la transversalidad, la democracia directa y todo ese rollo, al final son muchísimo más estalinistas de lo que ha sido nunca Izquierda Unida.

Estalinista lo fue el PCE en algún momento, pero no IU.

No, no. Izquierda Unida ha tenido justamente el problema contrario: ha sido un reino de taifas. El rollo confederal de Izquierda Unida ha sido terrible en algunos momentos. Se lo decía a Alberto Garzón el otro día por correo: una cosa es una voz plural y otra es una voz atomizada, y vosotros sois una voz atomizada. Se han defendido cosas diferentes dependiendo del sitio, e Izquierda Unida ahora mismo es una organización en la que la gente que está afiliada apenas tiene formación, porque no se ha hecho el esfuerzo de formarla. Pero claro, es lo que pasa hoy: «¡Cómo vas a formar tú a nadie! ¡Qué arrogante eres!». Si tú le dices eso a la gente en una red social, se te cae el pelo: te cargan el sambenito del paternalismo y de la superioridad moral. Y no digamos ya si hablas de formar a las masas.

De hacer ingeniería social, que es un concepto hoy denostadísimo y que a mí, al menos, me parece que no debería serlo. La izquierda debe aspirar a construir una sociedad mejor. Ingeniería social fue la Ilustración.

Claro, claro: oiga, yo tengo un proyecto político y, como es lógico, trato de que sea mayoritario en sociedad, y para eso necesito que haya personas que entiendan la sociedad como la entiendo yo. Pues claro que hay que formar. Y claro que una organización como Izquierda Unida tiene que tener un criterio unificado. No puede ser que yo sea de IU y no sepa lo que IU piensa de esto o aquello. Respuesta habitual: «¡Hay que respetar al compañero!». Pero esto no es una cuestión de no respetar, es una cuestión de tener criterio. Hombre, claro que no te vamos a pegar dos tiros y te vamos a tirar al río si no piensas como nosotros, pero es que si no piensas como nosotros, a lo mejor no deberías estar aquí. Hay que formar a la gente. Las consecuencias de no hacerlo pueden ser tremendas. Mira, yo tengo vecinos de derechas de los que, por cierto, me empiezo a sentir más cercano que de mis supuestos compañeros de viaje: no tengo ningún problema en decirlo. Mis vecinos son de derechas, pero no son neoliberales. Son de derechas, pero si les preguntas si les parece bien que cuatro niñatos que están manejando las finanzas hagan que las casas suban de precio, te dicen que es una vergüenza; les parece una barbaridad que su hijo no pueda alquilar una casa. Lo que pasa es que no establecen las necesarias relaciones sobre por qué su hijo no puede alquilar una casa. Y eso es culpa de la izquierda, que ha permitido que su discurso se centre sólo en algunas cuestiones y descuide totalmente otras y ha dejado abandonada a mucha gente que ahora busca ese discurso en otros lugares. Te cuento otra anécdota.

Le escucho.

Yo estuve viviendo en Córdoba tres años, y una vez me puse a hablar con un taxista sobre el tema de Uber. Le pregunté qué tal lo llevaban y me dijo que mal, pero que allí no les afectaba mucho y tal. El caso es que en un momento dado, parados en un semáforo, me espetó: «Mira, yo, cuando era joven, odiaba a Franco, pero ahora casi lo echo hasta de menos». Pues bueno, yo iba a la fiesta del Partido Comunista de Andalucía, y le había dicho la dirección, pero no a qué iba. Y cuando se acercó y vio las banderas rojas, le vi que se puso tenso, se dio la vuelta y me dijo: «Chaval, te vas a llevar buena imagen de mí…». Yo le dije: «Mira, te entiendo perfectamente. Entiendo perfectamente lo que has querido decir. Tú lo que echas de menos no es a Franco; tú echas de menos un cierto orden social». En aquel entonces, por una serie de cuestiones y entre ellas la existencia de la URSS, el capitalismo encontró una forma de ser bastante razonable en la Europa de los años sesenta. Los obreros de la RFA, o de Suecia, o de Francia, vivían bien. Otra cosa es que se quisiera ir a mucho más, pero había una cierta calidad de vida y una cierta estabilidad que daban lugar a la posibilidad de formar una familia y de emprender un proyecto vital con tranquilidad y seguridad. E incluso aquí, por ejemplo, tú tenías la fábrica de la Pegaso, y alrededor unas viviendas relativamente decentes: por supuesto, había diferencias entre la de los técnicos altos y la de los obreros, porque unas eran unifamiliares y otras bloques, pero eran relativamente decentes y tenían médico, escuela y hasta una piscina. Aquel taxista, lo que echaba de menos era eso. Su problema era que no había encontrado la relación entre por qué existía Uber y qué era el neoliberalismo o la derecha.

Y que la izquierda no se lo está explicando.

Claro. Aquel taxista no encontraba ni en IU, ni en Podemos, ni en nadie una solución a sus problemas. A mí no me parece ninguna locura que la gente quiera tener una seguridad vital, una certeza. De otro modo no se puede vivir. Lo que pasa es que nos estamos acostumbrando a vivir así y hay gente que encima cree que puede salir adelante por sí solo. Pero, ¿a dónde vas tú solo, si eres lo que somos todos: unos mierdas? Porque ésa es otra: en aquel entonces sí que había una cierta meritocracia verdadera. El que era bueno haciendo algo, conseguía llegar a algún lado. Eso se ve mucho en las artes. Hubo un momento en el que si tú eras bueno tocando equis instrumento y te juntabas a otros que eran buenos tocando equis instrumentos, triunfabas. ¿Es casual que en Gran Bretaña hubiera una explosión musical tan tremenda como la que hubo a mediados del siglo XX después de que Clement Attlee pusiera en marcha las Art Schools? Hoy ya no son así las cosas. Ahora, uno no llega solo a ningún lado si no tiene lo que tienen siempre esos emprendedores a los que nos ponen de ejemplo constantemente. Todos son gente de pasta, pero nunca nos lo cuentan.

Uno de los conceptos que usted maneja en el libro es el de clase media aspiracional.

También me lo han criticado. Monedero me decía que debía entender que la gente quisiera vivir mejor. Y yo no digo que no deban querer vivir mejor. Lo que digo, y eso es lo aspiracional, es que se sobredimensiona la importancia de baratijas que nos proporciona el sistema capitalista y en torno a la adquisición de las cuales construimos nuestra identidad. Baratija, bajo esos términos, es un Mercedes, porque aunque a ti te lo vendan muy caro, es algo que se produce en masa. Te lo venden a ese precio porque te lo tienen que vender a ese precio, pero en el fondo es un trozo de hierro. En el libro insisto mucho en el papel fundamental que ha jugado la tecnología en la formación del imaginario aspiracional. La tecnología era algo muy caro en España hasta hace relativamente poco. El VHS no entró en mi casa hasta el año noventa y uno o así, y la televisión en color había entrado en el ochenta y seis: yo me acuerdo perfectamente de ver la televisión en blanco y negro en mi casa. Y también recuerdo que en las comuniones había negocios de alquiler de videocámaras, que eran un artilugio carísimo y fascinante. Lo que sucedió fue que de repente, a finales de los años noventa, entraron los chinos a producir y la tecnología se abarató mucho. De pronto, lo que antes, producido por un alemán o un japonés, te valía un ojo de la cara, pasó a poderse comprar por cuatro duros. Y eso tuvo un efecto psicológico tremendo en la clase trabajadora española.

Todo ese conjunto de resplandecientes baratijas nos hizo vivir en una ilusión de prosperidad y que pasáramos a sentirnos más cerca de Amancio Ortega que del mantero que vende cedés pirateados en nuestra calle.

Claro. Y sigue siendo así. Todavía nos creemos algo por comprarnos una tele. Yo lo veo en mi grupo de amigos: se compran una tele de sesenta pulgadas y lo ponen en Facebook. La clase media aspiracional es eso. También es otra serie de elementos. El segundo es el aparataje cultural. Yo en el libro hablo de Médico de familia, y se ríen de mí; dicen que yo digo que España se volvió de derechas por Médico de familia. No digo tal cosa, no digo que Aznar ganara las elecciones por Médico de familia. Lo que digo es que esa serie anticipaba un poco la España que venía y que era un cambio sustancial con respecto a otras series anteriores, Turno de oficio y Anillos de oro, que habían intentado ser un espejo de la sociedad. Nadie en Madrid vivía en un casoplón como el del personaje de Emilio Aragón en Médico de familia. Bueno, sí: vivían los que viven en los putos pueblos del este de Madrid, en los que yo no he estado nunca. ¿Te puedes creer que yo tengo treinta y ocho años y no he estado nunca en Pozuelo o en Las Rozas? Ni siquiera conozco a gente de allí. ¿Sabes a quién conozco de allí? A gente de la nueva política madrileña. Pero en mi vida cotidiana no conozco a nadie; no tengo amigos de esa zona.

Me sucede a mí en Gijón, que es mucho más pequeño.

Ya ves. Bueno, pues eso: tecnología y aparataje cultural son los dos primeros elementos. El tercer elemento que determina la formación de la clase media aspiracional es la inmigración, que tuvo un efecto perversísimo. De repente, los trabajos de servicios los empezaron a prestar gentes que eran fisonómicamente distintas de nosotros. Cuando tú vas a la gasolinera o al Burger King o alguien viene a limpiarte tu casa, resulta que te atiende una persona de una piel más oscura de la tuya, y eso te hace creerte mejor. Es así de perverso, pero funciona así.

Alguna vez he pensado que el motivo de que en España no haya una ultraderecha fuerte es que para nosotros la inmigración sigue siendo lo que era en los noventa: la prueba, tanto tiempo ansiada, de que éramos por fin un país próspero y al que la gente quería venir a vivir en lugar del enfermo de Europa y un emisor de emigrantes.

Bueno, pero cuidadito, porque eso puede cambiar. De momento, es cierto que no hay actitudes xenófobas generalizadas, pero eso también tiene que ver con que no percibimos que vengan a robarnos nada. Ahora estamos en crisis, o mejor dicho en un proceso pensado de desguace de lo último que quedaba del Estado del bienestar y de humillación literal de los países del sur de Europa, y ya no somos la España de los 2000, en la que había accidentes laborales pero también había pasta flotando. Yo recuerdo que en mi barrio faltaban aparcamientos, porque la gente empezó a comprar coches como loca. Eso es muy de pobre: los pobres solemos intentar imitar a los ricos, pero en sus facetas más horteras. Se ve bien en las bodas. Yo he visto auténticas barbaridades en ese sentido. Recuerdo haber estado en una en la que había hasta un helicóptero al que los novios se subieron para darse una vuelta. Y he visto limusinas de esas antiguas y coches de caballos en Fuenlabrada. ¡Meter un coche de caballos en Fuenlabrada es como meter una foca en el desierto!

Yo los he visto en Gijón, que viene a ser lo mismo.

Cuanto más pobres somos, peor nos sale imitar lo que nos imaginamos que es ser rico. La gente rica de verdad no hace esas cosas. Imitamos al rico hortera de las revistas del corazón, no al rico de verdad, que tiene su jet privado y su mansión, pero no quiere que se le vea. Aquella época fue terrible en ese sentido. A la gente se le empezó a ir la cabeza. Y eso tuvo un efecto absolutamente destructivo en nuestra relación con la política. Cuando tú eres de esa clase de personas, ya no te relacionas con la política desde lo comunitario, sino desde lo individual. Y empieza a haber trabajadores, como yo los vi en el sur de Madrid, diciendo cosas como eso de papá Estado o que no quieren pagar tantos impuestos. Yo recuerdo estar con mis amigos a principios de los 2000 en un bar de barrio tomando una sepia y unas patatas bravas y que algunos se pusieran a hablar de invertir en bolsa. Estaban fascinados con el capitalismo popular.

Volviendo al desnortamiento que usted denuncia en la izquierda, en el artículo que lo motivó y en el libro pone un ejemplo gráfico. Cuenta que se llegó a ver «en una conferencia impartida por un activista de Torrelodones, con un gran conocimiento sobre la deforestación del entorno de las comunidades mapuches que desconocía por completo cuáles eran las condiciones laborales de las trabajadoras del servicio doméstico en su ciudad».

Sí, sí, pongo ese ejemplo. Y los activistas me lo criticaron, por cierto que con un término anglosajón, como les gusta hacer: me dijeron que hago cherrypicking. Está claro que es una caricatura, pero la utilicé para que lo que quería decir se entendiera rápido. A aquel tipo lo conocí cuando empecé a interesarme en la política: en la Universidad, a finales de los noventa y principios de los 2000, en pleno auge del movimiento antiglobalización. Y me demostró, como me lo demostraron otros, algo que conecta con lo que comentábamos antes de la cooptación de los partidos por la clase media. Yo veía que tenía compañeros que eran los más radicales en la estética, en el discurso, en la forma de hablar, etcétera, y que curiosamente no aparecían por clase. Yo no podía no aparecer por clase: necesitaba la beca para seguir estudiando. Pero a ellos eso les daba igual, y a poco que uno indagaba en sus vidas descubría que era gente de clase media, y que para ellos aquel radicalismo era una forma de diferenciarse; de ser alguien especial en las zonas en las que vivían y entre sus amigos pijos.

La izquierda convertida en una tribu urbana.

Sí, la política reducida a una cuestión identitaria; a competir en el mercado de la diversidad siendo más específico que nadie: saberlo todo sobre no sé qué tribu. Muy bien, pero tu realidad inmediata, ¿cuál es? ¿Sabes algo sobre ella? Mira, yo trabajé durante varios años en un servicio de ayuda a domicilio coordinando a las mujeres que iban a limpiar a los barrios altos de Madrid, y, ¿sabes qué? Me di cuenta de que la sindicalista de mi trabajo, que era una señora de UGT y probablemente muy poco radical, había hecho más por aquellas mujeres y por la clase trabajadora negociando un pequeño convenio que toda esta gente de la voz en grito y de la radicalidad.

Y del todo o nada: no hay pequeña conquista que valga si no se hace la gran conquista, sea ésta cual sea.

Claro. Y al menos hubo un momento en que la diatriba entre reforma y revolución fue verdad. Hasta los años setenta hubo revoluciones en todas las décadas. Aquel era un enfrentamiento real. Pero en un momento dado perdimos nuestro horizonte. Empezaron a cundir ideas como que quién eres tú para imponer nada a los demás: esa duda permanente posmoderna; esa zozobra interior paralizante; ese «huy, no vayamos a convertirnos en lo que odiamos, esto es muy peligroso», y que si el poder, y que si la biopolítica, y que si no sé qué. Al final, el discurso contrario al reformismo acabó siendo un discurso totalmente vacío; dejamos de ir hacia algún lado. Y la consecuencia de eso es que hoy no hay ninguna diferencia entre cualquier partido de la izquierda radical y el PSOE.

Curiosamente o no, según todas las encuestas, la clase obrera propiamente dicha sigue votando mayoritariamente al PSOE.

Sí, sí. Yo eso lo veo por familia. Mi familia es de clase trabajadora y votante del PSOE de toda la vida. Pero hay diferencias que es curioso detectar. Mi padre es funcionario de un ministerio y el hombre tiene cuatro libros en casa, pero esos cuatro libros le hacen muchísimo más radical que al votante medio del PSOE, que podría ser mi madre. Mi madre a veces te defiende cosas que a mí me parecen incluso de derechas. La cuestión de la identidad política no es sencilla. Y luego hay algo curioso: ves a los padres de los dirigentes de Podemos y son todos altos funcionarios del PSOE; gente de la pequeña burguesía administrativa del país. Esa gente creció rodeada de bibliotecas, y en su casa había reuniones de gente muy importante. Pero bueno, voy a tu pregunta: sí, por ejemplo en Fuenlabrada siempre, siempre ha ganado el PSOE todas las elecciones desde el año setenta y ocho, creo que salvando sólo las generales de 2011. Eso quiere decir algo. El gobierno municipal de allí, supongo que no lo habrá hecho mal por más que haya habido casos de nepotismo, igual que los hay en Andalucía.

El PSOE, bien o mal, limpia o corruptamente, gobierna, y la gente percibe que hace cosas tangibles.

Mira, el otro día hablaba con un amigo de Gijón (Dani, de Hoja de Lata, un tipo maravilloso, igual que Laura. La editorial es estupenda) y me decía que había estado en México y que un menda de allí le había dicho algo que es terrible. Le dijo: «¿Sabes por qué tenemos el problema del narcotráfico aquí? Porque se hundió el PRI». El PRI era un partido muy corrupto, muy nepotista, que tenía redes clientelares y demás, pero su corrupción articulaba el país. En Andalucía pasa lo mismo. El PSOE gana porque tiene una red clientelar. Yo lo he visto en muchos pueblos de Andalucía que no tienen más economía que el dinero que reciben, porque sus economías se han hundido. Por eso, ¿eh?, no porque sean unos vagos. En Asturias, por la zona de la cuenca minera, lo mismo: yo tengo allá muchos amigos a los que la reconversión les destrozó la vida. Bien, ¿qué pasaría si el PSOE se hundiera en Andalucía? Habría pueblos que no podrían mantenerse; y en Andalucía los pueblos son muy grandes —tres mil, cinco mil habitantes— en comparación con, por ejemplo los de Castilla y León, que tienden a ser pequeños. Ese tipo de cosas, en el fondo, nos viene a decir que el PSOE, por mucho PSOE que sea, tiene un proyecto político mucho más real que el que ha tenido nunca el resto de la izquierda. Ellos llegan al Gobierno y dicen: «Hay que gobernar de esta forma». La corrupción de los ERE no tiene nada que ver con la corrupción del PP. Y no la defiendo, ¿eh?, ni muchísimo menos; pero los ERE es una corrupción de limosnas; de a ti te doy cinco mil y al primo de Paquita le doy tres mil. El PP es otra cosa. Y al final te das cuenta, y no pretendo ser cínico, de que eso del PSOE sí que es cabalgar contradicciones, y no soltar no sé qué discurso. El PSOE sabe ponerse a gobernar. Y gobierna mejor o peor, pero sabe hacerlo. ¿Sabemos hacerlo nosotros?

El politólogo holandés Robert Michels acuñó a principios del siglo XX una famosa ley de hierro de la oligarquía según la cual todos los partidos políticos, por asamblearios e iconoclastas que sean sus comienzos, acaban siendo devorados por la lógica de las instituciones y oligarquizándose. ¿Le ha pasado eso a Podemos?

Claro, sí. Era inevitable que le pasara cuando, para encima, había una gran diferencia de clase entre la base y la dirigencia. En Izquierda Unida y el PCE pasa un poquito lo mismo, pero se sigue conservando una cierta cuota obrera. Y mira, se lo dije a Pablo la última vez que estuve en Fort Apache: que no se nos olvide por qué los partidos obreros en el siglo XX tenían a sus direcciones fuera de los parlamentos. Los bolcheviques no tenían a Lenin ahí en el parlamento: mandaban a funcionarios del partido, porque las instituciones te cambian. Están pensadas para eso. La dirección tiene que estar fuera, como lo está la del PNV. El PNV tiene la organización más leninista de España. Sus dirigentes no entran nunca en las instituciones. Arzalluz siempre estaba fuera. Y cuidado con hablar un poquito más de la cuenta en el PNV, que rápidamente te ponen en tu sitio. El PNV es un partido serio, y por eso sobrevive tan bien pese a ser cuatro, porque el PNV son cuatro. En Podemos ha llegado a haber unos egos asquerosos que a mí me han llegado a hacer pensar —y lo digo en broma, claro está— que efectivamente había que recuperar el estalinismo y mandar a determinada gente a un campo de trabajo. A mí, que salga Bescansa y pegue cuatro voces en el parlamento diciendo lo que le parece…

De aquello dijo Jorge Verstrynge que si eso le hubiera pasado a él como secretario general, hubieran rodado varias cabezas.

Lógico. Lo que no puede ser es que aquí cada uno haga lo que le parezca. En el 15-M, y ya antes en el movimiento antiglobalización, había una discusión muy típica, que era aquello de: «Pero tú, ¿en nombre de quién hablas? ¿Eres tú solo o vienes en nombre de alguien?». Bueno, pues sí, ¿qué pasa?, vengo en nombre de un partido político y hablo en nombre suyo, pero no porque nadie me haya puesto una pistola en la cabeza, sino porque creo que la forma de arreglar los problemas en sociedad es juntarte con otras personas que piensan parecido a ti. Es que ésa es otra. Ahora sucede mucho eso de: «No, yo es que no puedo afiliarme a un partido, porque tengo estas cositas muy claras y tal». Coño, nadie piensa exactamente igual que nadie, pero algún sacrificio habrá que hacer en aras de conseguir algo. Hoy todas las organizaciones van tendiendo a lo atómico y a asumir lo peor del neoliberalismo: yo soy muy yo y no puedo juntarme al de al lado ni para llorar. Que luego además es mentira…

No somos tan especiales; nadie lo es.

No, joder. Todo el mundo va a comprar las mismas velas perfumadas al puto Zara Home. Nuestras vidas son cada vez más parecidas. Hace cuarenta años, en este barrio había más diversidad que ahora. Da igual que ahora veas homosexuales dándose un beso en la calle (que me parece bien, faltaría más): más allá de eso, todo el mundo se parece mucho. Y esa crítica que yo hago es lo que no me quieren entender del libro. A mí no me parece mal la diversidad como tal; a nadie se lo parece a no ser que sea un tipo de ultraderecha. Lo que yo digo es que el discurso de la diversidad es una trampa y que entre otras cosas encubre que ahora la gente es cada vez más parecida, y más vulgarmente parecida además. Hasta los ricos son más vulgares de lo que lo eran antes. Y los partidos tienen que tomar una decisión con respecto a eso. ¿Nos enfrentamos a la realidad y procuramos cambiar de alguna forma lo que nos rodea o solamente nos queda, como explico en el libro que sucedió con el laborismo en los años noventa, ser una máquina de adulación del votante centrista de clase media?

Alguna cosa se ha escrito sobre que hoy la forma principal de relación con los partidos políticos ya no es la figura del militante, sino la del simpatizante, que quiere mantener una relación estrecha con el partido en cuestión pero entrar y salir de él a voluntad.

Es cierto, pero también hay que entender que nuestra vida ha dejado de ser una vida que permita al militante. Antes, uno tenía un trabajo para toda la vida y vivía en un barrio toda la vida, y así era relativamente sencillo organizarse. Ahora, cuando cambiamos de barrio cada dos días, ¿dónde te metes? ¿A qué rama del sindicato perteneces; dónde te afilias? La respuesta a eso es el simpatizante. Y ojo, yo no soy un simple nostálgico de no sé qué edad dorada, como se me ha solido decir. A mí la figura del simpatizante no me parece mal, y no me parece mal que se busquen figuras más dúctiles y dinámicas para aprovechar mejor a la gente. Lo que digo es que tiene que haber un plan para cambiar la sociedad, porque si no, con simpatizantes o sin ellos, no hay manera de que tu movimiento vaya adelante. Y que algo que pasa siempre en los movimientos asamblearios es que viven un alza muy fuerte pero tan pronto como suben, bajan. Podemos ahora mismo está vacío a un nivel que no nos hacemos una idea. En Madrid —y esto lo sé a ciencia cierta, porque me lo han comentado dirigentes de Podemos— les falta gente para cubrir hasta las más mínimas cuestiones organizativas. Ahora Podemos tiene que hacer una pegada de carteles en Madrid y no tiene con quien hacerla. Así que a mí que no me cuenten que es más fácil organizar un partido en base a la simpatía, porque es mentira. Si fuera así, Podemos seguiría fluyendo.

El libro surgió a raíz de un artículo publicado en La Marea en marzo de 2017, que después Pascual Serrano le propuso ampliar a modo de ensayo y publicar en la colección A Fondo de la editorial Akal. Y aquel artículo tiene pinta de haber surgido a su vez de un chispazo concreto de rabia; de una noticia concreta que lo hiciera a usted decir: «Hasta aquí hemos llegado». ¿Fue así?

Fue así, y me acuerdo perfectamente del artículo que desencadenó un poco el asunto, pero no te voy a decir cuál fue. Tenía que ver con esa fascinación que de repente empezó a cundir entre algunos intelectuales de izquierda con respecto a la extrema derecha norteamericana y francesa, como diciendo: «Son malos, pero qué bien hacen el relato, y qué mal lo hace la izquierda». Yo me dije entonces: «¡Tendréis cara…! Habéis estado meándoos literalmente en la izquierda durante los últimos cuarenta años y diciendo que nada valía, que todo estaba anticuado y demás; y ahora, cuando llegan éstos y empiezan a decir las cosas que decía la izquierda y a hablar no sólo de mezquitas y de inmigrantes, sino también de cuestiones laborales, venís con este cuento». Viktor Orbán es un fascista, es cierto, pero no lo es menos que él y otros fascistas han ha implementado políticas intervencionistas en sus economías mientras la izquierda de todo el continente está a los jueguecitos florales de la diversidad.

A mí me resulta particularmente interesante el caso polaco. Polonia está gobernada hoy por ultraderechistas de un partido llamado Ley y Justicia que, sí, perpetran pavorosas cacicadas contra el poder judicial y promulgan leyes para recuperar y reforzar el oscurantismo católico, pero también construyen hospitales y escuelas e implementan subsidios de todo tipo para la clase trabajadora.

Eso es.

César Rendueles suele decir que la izquierda debería tener un discurso sobre la familia; que la izquierda ha regalado a la derecha esa bandera a la que no deberíamos haber renunciado y le ha permitido mancharla de reacción y sexismo.

Tiene razón. Resulta que yo no puedo hablar de clase social ni de intervenir la economía porque la gente no lo va a entender, pero la gente sí que puede entender que la familia es un constructo patriarcal reaccionario y que hay que acabar con ella. ¿Estamos locos? Si yo estoy aquí hoy es gracias a mi familia, porque cuando yo, en plena crisis, estaba en paro y no recibía la ayuda de los cuatrocientos euros, si mi padre no me podía dejar el hombre cien euros al mes o mi pareja no podía ayudarme, yo no comía. Y sucede lo mismo con la nación. Yo, evidentemente, no soy nacionalista, pero cada vez entiendo más esa frase que dice que los únicos que no necesitan patria son los ricos; que los pobres sí la necesitamos.

Necesitamos un DNI que nos garantice una serie de derechos y servicios a los que no podríamos acceder de otro modo.

Necesitamos alguien a quien, al menos, poder agarrar del cuello cuando las cosas se ponen feas. Y necesitamos algo que para la izquierda de hoy es anatema: fronteras. No podemos permitirnos no tenerlas; es una cosa obvia. El capital no tiene fronteras, y si el capital no tiene fronteras, habrá que ponérselas para que no pueda ser que África tenga una economía totalmente extractiva y pierda cada año miles de millones de dólares y su gente esté literalmente muriéndose de hambre. Y habrá que tener un discurso de izquierdas sobre las fronteras para evitar que sólo lo tenga la derecha, que en lugar de echarle la culpa a Goldman Sachs se la echa al pobre hombre que viene a intentar ganarse la vida. Por cierto, esto tampoco se le ocurre a nadie, pero es curioso: podemos ser hiperespecíficos con nuestras cosas identitarias, pero ellos son los migrantes. No tienen identidad; son un grupo neutro, abstracto. Yo escribí un artículo el otro día en el que decía que esta gente también veía telecomedias, y le gusta el fútbol, y lleva la camiseta del Barça o del Madrid. Ser pobre de solemnidad no es no conocer el mundo: es no poder acceder a él. Ahora, en cualquier ciudad africana hay televisión por satélite y teléfonos móviles y la gente sabe perfectamente cómo vivimos en Europa.

Una ajetreada calle de Lagos (Nigeria).

Sin embargo, seguimos imaginándonos a esas gentes viviendo en comunidades rurales tribales.

África ya no es así. De hecho, no quedan más cuatro tribus para que los turistas vayan a hacerse fotos con ellas. El resto de la gente vive en asentamientos urbanos. Y probablemente no quiera irse de su país y dejar a su familia atrás. Nadie quiere algo así. Nadie quiere irse a un país ajeno. A mí muchas de sus costumbres me parecen absurdas, pero seguramente a ellos les pase lo mismo con las nuestras y preferirían vivir allá que acá. Y evidentemente, lo que no puede ser es lo de Salvini: dejar que la gente se muera en el mar. Pero tampoco puede ser que nos limitemos a rescatar barcos en el mar; que nos limitemos a ser Open Arms. El problema aquí es que, en el fondo, todos los discursos de ultraderecha tienen una cierta base de realidad. Lo que pasa es que utilizan esa base de realidad para enfrentar al último contra el penúltimo.

En vez de acusar al capitalismo acusan a sus funcionarios, dice usted.

Cuando ahora los ultraderechistas dicen que Soros financia a todo el mundo (que ojalá: yo estaría encantado de que viniera un señor y me diera mucho dinero), dan una explicación conspirativa y falaz a un hecho que es obvio, que es que las mafias se aprovechan de las oenegés que rescatan a la gente. Ya no les hace falta ni salir con la patera. La mandan a no sé cuantas millas, llaman por teléfono, llega el barco y les hace el viaje. Esto es así: la asistencialidad está siendo aprovechada por las mafias, que no son tontas.

Como buenos emprendedores, localizan una oportunidad de mejorar a su favor la balanza coste-beneficio y la aprovechan con desparpajo.

Hay quien mueve fardos de harina y hay quien mueve gente. Y cuanto más barato les pueda salir, mejor. La izquierda tiene que tener algún discurso sobre eso. Si no, por mucho dato que uno aporte en contra, la sensación que le quedará a la gente es que hay un descontrol de la inmigración, y la ultraderecha se aprovechará de ello, como ya se está aprovechando. Por cierto, no estaría mal no haber reducido a cenizas a dos países como Libia y Siria que tenían gobiernos autoritarios, sí, pero eran gobiernos serios.

Mejor Gadafi que un manojo de señores de la guerra.

Claro. A Gadafi y Al-Asad yo no tengo ningún interés en defenderles, pero aunque Gadafi se había convertido al final de su vida en una especie de clown rarísimo, en su administración, al menos, había una cierta seriedad; una cierta estructuración. Ahora Libia se ha convertido en un reino de taifas. Y mira, yo no dudo de que por ejemplo en Túnez la movida fuera una protesta autónoma y que hubiera gente que se creyera el asunto, y no soy de esta gente para la que de repente Al-Asad es poco más que un santo, o lo es Putin, pero es que la historia y la política son una puta mierda, porque nunca te ofrecen una solución perfecta a lo que tú quieres como tú quieres. ¿Putin es un tipo de derechas? Lo es. ¿Es un tipo cuya política entronca con cuatrocientos años de tradición rusa, de la que los derechos humanos nunca han sido la principal virtud? Cierto. Ahora bien, ¿Putin ha tenido un papel positivo en la política internacional en los últimos años? Por supuesto. Si no hubiera sido por Putin, ahora mismo Siria estaría dominada por el ISIS. Es así. Por cierto, gran parte del activismo español estuvo a favor del Maidán y de las primaveras árabes, de las que, exceptuando las primeras, yo estoy convencido, aunque no tengo ninguna prueba, de que fueron revoluciones naranjas impulsadas por Langley; por la CIA. Hoy la historia se repite con Nicaragua. Vamos a ver, ¿es cierto que el gobierno de Daniel Ortega está utilizando la violencia para reprimir protestas? Seguro. Ahora bien, ¿cómo es que, entre países con tantos problemas como los latinoamericanos, las protestas siempre surgen en Venezuela o Nicaragua? ¿Por qué no sucede en Colombia? ¿Y por qué la violencia vale en unos sitios y en otros no? En Siria, lo primero que hicieron fue pegarle fuego a una comisaría y disparar a los policías que salían. Imagínate que lo hagamos en España, ¿qué nos harían? Bueno, pues en Siria, los primeros días de aquello que se llamó revolución fueron así. En Siria, de repente aparecieron profesionales de la desestabilización que eran soldados de fortuna venidos de todas partes, entrenados en el extranjero con tácticas militares y pagados para montar allí un jaleo tremendo para que al Estado no le quedara más remedio que intervenir con una dureza extrema y se le pudiera acusar internacionalmente de ser un Estado nosequé. Mira, yo recuerdo que cuando quitaron a Milosević en Yugoslavia, la cosa comenzó con un asalto al Parlamento, y que el andamio de la CNN estaba allí con las cámaras para grabarlo. Y fue una cosa muy aplaudida. Aquí se monta lo de Rodea el Congreso (que yo siempre decía: podíais haber rodeado la Bolsa, que está al lado, pero la Bolsa nunca se rodeó…), que es una cosa puramente de broma, y te mandan a la cárcel, pero en otros países hay asaltos armados y los aplauden. Yo esa arbitrariedad moral no la soporto. Y no soporto que la ministra Chacón se jactara de que España había bombardeado Libia y ahora el siguiente gobierno socialista recoja a la gente del mar. No nos podemos permitir esa serie de errores. Y no puede ser que nadie pida perdón. Yo tengo que pedir perdón prácticamente todos los días por haber escrito este libro, pero gente que ha firmado manifiestos apoyando a los nazis en Ucrania, supongo que sin saberlo; activistes que aplaudieron aquello con las orejas de una forma ridícula y lamentable, igual que ahora aplauden lo de Nicaragua, resulta que no sienten la obligación de pedirlo. ¡Y ellos son intelectuales! Yo no soy intelectual de nada; yo escribo, y a lo mejor mañana tengo que dejar de escribir o volver a trabajar de cualquier cosa.

Existe una cierta identidad protestista; cierto tipo de activista universal para el que todo aquello que tenga el equívoco aroma de lo contestatario es automáticamente apoyable. Estoy pensando en gente como Lagarder Danciu o Beatriz Talegón.

Sí, y eso los ingenieros de la CIA y del Departamento de Estado lo han entendido muy bien, y por eso son capaces de escenificar allá donde les interesa todo lo que la gente entiende por protesta. Y luego está el puto espontaneísmo. Todavía se lo creen. Todavía se creen que, aunque no somos capaces ni de ganar unas elecciones municipales, cuatro gilipollas con flores en la cabeza pueden montar una revolución de repente. ¿Pero quién pollas se cree eso?

Pero también existe cierta izquierda postsoviética fascinada por Putin y que defiende a Putin más allá de ese criterio geoestratégico al que usted se ciñe. A mí me recuerdan a esos planetas que siguen girando en torno a su estrella después de que ésta colapse. Los prosoviéticos de los ochenta necesitaban un Moscú en torno al que seguir orbitando, lo han encontrado en esta Rusia renacida como gran potencia y les da igual que en ella se reprima a los homosexuales o se hayan restaurado el poder de la Iglesia ortodoxa y la simbología zarista.

Eso también forma parte de La trampa de la diversidad. La gente decide hacerse putinista y encuentra en ello una cuestión identitaria más. El comunismo también ha pasado de ser un método organizativo y de juntarte con otra gente para resolver problemas a ser una identidad.

Esto dice usted en el libro: hacerse comunista hoy no es ya, como sí era antes, afiliarse al partido comunista y comprometerse con él en todos los ámbitos de la vida y hasta las últimas consecuencias, sino «labrarse una identidad con la que participar en el mercado de la diversidad»; identidad que al comunista del siglo XXI no le surge «de su cotidianidad, de su contexto real, de su vida», sino que la adquiere «como un coleccionista haría con algún tipo de bien valioso». La formación de ese nuevo comunista —dice usted— será típicamente «endeble, o bien basada en aforismos y citas que usa con soltura punitiva, o bien será un voraz lector escolástico, es decir, sin establecer nunca relaciones con su entorno y momento más allá de las que establecería un rabino que sabe de memoria la Torá. Y posiblemente calificará de “posmo” e idealista a cualquiera que no ponga como objetivo inmediato la reactivación del Pacto de Varsovia». Y para ese comunista, «fuera de los ámbitos de discusión, que quedan reducidos a las redes sociales donde participa con pseudónimo, o bien ocultará su condición de comunista como si viviera en la Alemania de 1939, o bien la exagerará portando todo tipo de parafernalia icónica».

Ocurren esas cosas. Se lo comentaba a los chavales de la Juve hace unos días, y ellos se rieron incómodamente: en vuestro grupo de amigos está el que le mola mucho el fútbol y está todo el día con el fútbol, el que le mola el manga y el anime y está todo el día con eso y luego estáis vosotros, que sois los del comunismo. Al final, sí: también el comunismo se ha convertido en una identidad. Y claro que toda ideología política necesita de una identidad para representarse, pero se ha caído en que la ideología sólo sea una identidad e incluso un hobby, y los partidos asociaciones de tiempo libre. Por cierto, meter esos pasajes en el libro fue otra de mis ingenuidades. Pensé que gracias a eso la gente no podría interpretar La trampa de la diversidad como un ataque nostálgico hacia las nuevas formas de la izquierda, pero no valió de nada.

A mí, esos pasajes me remitieron automáticamente a algunos personajes concretos muy activos en Twitter; cierto tipo de bolcheviques ultraortodoxos que a mí me generan mucho rechazo. Hace poco, se indignaron muchísimo con Alberto Garzón debido a la afirmación de éste de que el marxismo no era un método científico, pero fue curiosa y significativa su reacción: le respondían simplemente, sin más comentario, con fotografías de pasajes de Marx, Engels y Lenin subrayados a lápiz, algo que he visto hacer otras veces en debates similares. El más puro criterio de autoridad.

Un poco como la Torá, como los rabinos discutiendo, ¿no?

Sí, a mí me recuerda mucho a eso. Estas gentes entienden el marxismo como una suerte de verdad revelada y los textos marxistas clásicos como una especie de Sagradas Escrituras.

Yo entendí lo que quería decir Garzón. Lo explicó como el culo, y yo creo que Garzón, que se cree académico cuando no lo es, no debería meterse estos charcos que no le corresponden como dirigente, y menos en Twitter. Pero venía a decir algo que es cierto: lo que no podemos aceptar en el 2018 es ese Diamat soviético que llegó a afectar hasta al cultivo de las patatas. El Partido decía que había que enterrar las patatas hasta tal profundidad y aunque las patatas se morían se las seguía plantando así. Eso no puede ser. Y sí: hoy existe ese búnker que tú dices, y es un búnker absolutamente indentitario, en el que por no haber no hay ni grandes teóricos. Yo no he visto a ninguno de ellos escribir un solo artículo o reflexión razonada, ni nada que me incitara a decir: «Coño, este tío, ¡vaya cuánto sabe de marxismo!». No tienen ni puta idea; es todo folclore.

Del leninismo clásico, usted reivindica el concepto de vanguardia.

Totalmente. Debería haber organizaciones y partidos fuertes que dirigieran. A mí no me parece mal que haya que dirigir. No todo el mundo puede saber de todo, y menos en estos tiempos en los que uno tiene que saber de Nicaragua, y de Siria, y de no sé qué más. Aquella estructura surgió porque había una necesidad de aligerar al trabajador revolucionario de la carga de tener que saber de política además de vivir una vida enormemente precaria y dura. Aquello tuvo una serie de contraprestaciones autoritarias, está claro, pero tenía aquel sentido, y sigue teniéndolo en estos tiempos en los que estamos en contacto con la actualidad constantemente. Cuando unos tipos arrasan las Ramblas de Barcelona con una furgoneta, es muy difícil explicarle a la gente qué es el ISIS, y quién es Al-Asad, y que hay estos y aquellos intereses, y cuál es el papel de Israel, y… Es tal amplitud de movidas que es muy difícil explicarlo. Y entonces te llega un nazi, te dice que los moros vienen a matarnos y ya está arreglado. Con WhatsApp, además, porque nosotros escribimos artículos, pero ellos mandan memes en WhatsApp. Y les va guay, claro. Sus ideas están calando en la gente.

Usted aboga, entiendo y espero, por reconocer esos problemas que la izquierda obvia y aportar soluciones desde los valores de la izquierda. Por ejemplo, responder a la preocupación de César Rendueles implementando políticas familiares, pero para la familia entendida como la entiende la izquierda: cualquier familia sea heteroparental, homoparental…

Por supuesto que sí. No podemos andar diciendo que la familia es una estructura patriarcal con la que hay que acabar, y no puede ser que por que una serie de personas con unas identidades sexuales diferentes hayan sido atacadas por la derecha en base a un concepto de familia tradicional lo que se ataque no sea a la derecha, sino a la familia. Hay que articular un proyecto político que la gente entienda. Si no, crecerá el abstencionismo. Y nosotros hemos combatido mucho el abstencionismo diciendo que no es verdad que todos sean iguales: yo, obviamente, no creo que Alberto Garzón sea igual que Pablo Casado. Pero empíricamente es cierto que la izquierda, al final, no tiene soluciones para nada, y eso me hace entender al abstencionista aunque yo no lo sea. A mí no me cuesta nada votar, pero entiendo que la gente pase. Por mucho que nos joda reconocerlo, cuando Tsipras llegó al gobierno griego no fue capaz de arreglar absolutamente nada. Y en cierta medida es comprensible: no debe olvidársenos que Europa primero mete a los bancos, pero luego mete a los tanques, y que si tiene que meterlos, los mete. Ni que Rusia dejó tirada a Grecia. Pero el caso es que Tsipras no representó ninguna solución para los griegos.

En Cataluña está sucediendo que la clase obrera está pasando a votar a Ciudadanos, y que los votantes de mayor poder adquisitivo son, según parece, los de la CUP.

Bueno, no es del todo cierto que ahora voten a Ciudadanos, porque sigue habiendo un gran voto hacia la izquierda. Lo que pasa allí es que se mete por el medio la cuestión nacional. Yo no toco la cuestión nacional en el libro, pero no porque tenga miedo, sino porque, como explico en el libro, la identidad nacional, la de clase y la religiosa fueron las tres grandes identidades del siglo veinte. Hoy la de clase se ha perdido y la nación y la religión vuelven en sus formas más reaccionarias y excluyentes, pero en todo caso siempre se articulan de una forma común, y por lo tanto no forman parte de la trampa de la diversidad. Otra cosa es que nos guste o no nos guste esa comunidad; que estemos de acuerdo o no. Pero se articula de una forma común. En Cataluña han conseguido articular un movimiento independentista de masas, y eso es lo contrario de la trampa de la diversidad. Pero fíjate, como dice Pascual Serrano en la introducción del libro, la única vez en que ese movimiento se dividió fue cuando los veganos se quejaron de la famosa butifarrada. Es decir: son capaces de juntarse gente de izquierdas y de derechas, pobre y rica, etcétera, y resulta que no pueden juntarse a comer carne. Eso dice mucho de nuestro momento; de cómo somos capaces de tirar por la borda nuestra identidad de clase e incluso nuestra ideología política a nivel de izquierda y derecha pero, ¡huy!, como me toques mi veganismo, yo monto en cólera. Más claro ejemplo de la trampa de la diversidad no existe.

Otra de las cosas que suceden hoy a los partidos de izquierda, y que está relacionada con todo esto, es que han ido siendo tomados por formas presidencialistas. Antonio García Santesmases, del PSOE, asegura que en el partido había más debate de ideas y mejor articulación de tendencias en los ochenta, en pleno felipismo y aun con todo el hiperliderazgo que ejercía Felipe González, que ahora. Hoy se busca un líder que encarne las aspiraciones colectivas; el debate es sobre candidatos, no sobre proyectos, y se tiende a una especie de the winner takes all por el que la candidatura ganadora coopta todos los puestos en juego y no hace el menor esfuerzo de integración de la candidatura derrotada.

La política se ha convertido en un producto. Santesmases tiene razón en lo que dice. Antaño, por otro lado, también había más relación de clase. El PSOE podía ser neoliberal y estar haciendo ya desregulaciones y demás, pero en 1995 —y me acuerdo perfectamente, aunque por más que busco la fuente no la encuentro—, Alfonso Guerra todavía salía a hablar de Tierra y libertad en un mitin de las elecciones municipales de aquel año. Eso también lo analizo en el libro, y nadie me lo está reconociendo: hasta aquí había una forma de entenderse con la gente, y a partir de aquí cambió y pasó a ser otra cosa. Zapatero ya era otra cosa. Fue un presidente muchísimo más moral, y yo creo que hasta mejor persona de lo que lo fue González en su vida: yo conozco a gente que conoce a Zapatero personalmente por varios lados y todos me han hablado muy bien de él como persona y me han dicho que es un tipo que se cree mucho lo que dice; un tipo sincero, mientras que González es un trilero y un tipo que da miedo. Pero Zapatero era en el fondo más de derechas de lo que lo fue González. Es duro decirlo, pero es así.

No sé qué decirle…

Mira, te pongo un ejemplo; un recuerdo que yo tengo. Eran los años ochenta y yo iba en el coche con mi padre, y en esto nos encontramos un cartel que ponía: «Esta carretera está hecha por el MOPU». El famoso MOPU; el Ministerio de Obras Públicas. Yo le pregunté a mi padre qué significaba aquello y él me explicó orgullosísimo que aquella carretera la habíamos hecho entre todos, y que eso era el socialismo. Ésa era la relación entre los votantes del PSOE y el PSOE entonces. Fuenlabrada a veces parecía Europa del Este: allí se montaba una tarima en la calle con Felipe González o con Javier Solana, a quienes yo recuerdo perfectamente haber visto en mi barrio, y aquello se llenaba hasta la bandera.

Eso ya no existe, es cierto. Y ya no existía con Zapatero.

Ellos tuvieron capacidad de articular unas masas sociales socialdemócratas mientras que por otro lado ya eran neoliberales y se dedicaban a destruir la industria pesada en España. Aquí pasó lo que pasó en Yugoslavia, pero de otra forma. A los alemanes no les hizo falta montarnos una guerra civil, porque ya la habíamos tenido, pero el proceso fue el mismo. Destrozaron nuestro país. Esto se decía hace tres o cuatro años pero ahora ya no se dice, y hay que decirlo: tenemos nuestra soberanía secuestrada por unas instituciones extranjeras. Tanta pulserita con la bandera de los cojones en la mano y resulta que no podemos tomar decisiones económicas. ¿Cuándo hemos aceptado que un Estado soberano no pueda tomar decisiones económicas? Es que es acojonante. Y es acojonante lo que ha cambiado el discurso. El otro día, aquí, un dirigente de la nueva política madrileña habló ya del espacio progresista, cuando hace dos días estaba hablando del régimen. Ésa es otra cosa indefendible: no se puede variar el discurso cada cinco minutos. Por eso la gente no les vota. Y por eso a lo mejor votaba al PSOE. En el PSOE, aun siendo unos trileros de los cojones, eran lo suficientemente listos para mantener un determinado discurso. Y para llevarlo a cabo, además.

También es importante el peso de la historia: ciento treinta años son muchos años, y hay todo un juego de lealtades biográficas, familiares, sentimentales, etcétera, que tienen mucho peso, y que Podemos no tiene.

Sí, eso también. Yo uso mucho un símil que supongo que es machista, porque todo es machista, que es que el PSOE es como una vieja corista que parece que ya nunca encontrará actuación hasta que al final, acaba enseñando las piernas en el escenario. Siempre la encuentran; Ferraz no es Sunset Boulevard. Y la encuentran porque son profesionales de esto y tienen un aparato muy fuerte y muy relacionado con determinadas estructuras del Estado. Tampoco se nos puede olvidar que el PSOE es parte indisoluble del régimen del 78, y que el régimen del 78 es la forma del capitalismo adoptada en España. El capitalismo no es un sistema que flote en el vacío: necesita unas estructuras supramateriales, institucionales, culturales, etcétera; y nuestro capitalismo es el régimen del 78, del cual es parte la corrupción. No es que el régimen del 78 se haya vuelto corrupto: siempre lo ha sido; la corrupción es el funcionamiento natural del capitalismo en España. «No, es que vamos a implementar medidas contra la corrupción». Pues hijo, como no nacionalices la economía, no hay manera.

La corrupción, además, es una estructura piramidal de la que se beneficia muchísima gente en mayor o menor grado.

Eso es una transición de la economía franquista, que no era corrupta propiamente hablando, porque se hacía lo mismo, pero se hacía por cojones y a plena luz del día. Después de la Transición, la corrupción se subterraneizó, se pasó a hacer bajo cuerda, pero la estructura es la misma. Se mantuvo eso igual que se mantuvo a la policía, a los jueces, etcétera, y ahora tenemos policía y jueces de clara inspiración fascista y un Tribunal de Orden Público que te mete en la cárcel por abrir la puta boca. El sistema económico es heredado del franquismo literalmente: son las mismas familias. Sobre eso, mi compañero Antonio Maestre ha hecho muchas investigaciones en las que ha demostrado que gente que se empezó a enriquecer con el trabajo esclavo durante el franquismo ahora tiene a sus nietos en el IBEX-35. Y son literalmente cuatro familias. Para que luego digan estos intelectuales que el capitalismo se ha vuelto inasible: vete a la mierda, tío. Cuatro familias. Ten los cojones de sacar sus fotos en los mítines como si fueran delincuentes. ¿No te sacan ellos a ti diciendo que eres un tal y un cual? ¿No se inmiscuyen en tu vida privada? ¿No lo hicieron ellos con los titiriteros? Fíjate, aquello es algo que a todos los que vivimos de escribir nos dio un mensaje muy jodido, que es el de que estamos solos. Yo el día de mañana meto la pata y digo algo que no debo decir, me llevan al trullo y no me ayuda a nadie. Te dejan más solo que la una, y eso es muy jodido. Hay que proteger a los tuyos. Cuando a Guillermo Zapata —que es un tipo del que yo estoy políticamente en las antípodas aunque no tengo nada personal en su contra, y hasta me pareció muy afable un día que le entrevisté— le sucedió lo que le sucedió, no le salió a defender nadie. ¿Estáis tontos? ¡Si es el primero!

Aquello de Bertolt Brecht: primero los judíos, luego los comunistas…

Claro. Tienes que defender a los tuyos; y tienes que defenderlos en plan «como le toquéis, os mato».

En los viejos partidos comunistas se insistía mucho en eso: tu camarada es tu camarada y te desvives por él te caiga bien o te caiga mal.

Pero, ¿sabes por qué? No por una cuestión especialmente moral, aunque se podía justificar moralmente, sino por una cuestión política y de eficacia. Los trapos sucios, dentro. Lo que no puede ser es esta gilipollez con mayúsculas que es la transparencia. ¿Por qué tengo que ser transparente? ¿Qué ejército, en una guerra, deja ver sus planes al enemigo? ¡Imbéciles! La arrogancia y el ego de los dirigentes de Podemos fueron tales que en el momento en que estaban, como decían ellos, asaltando los cielos dejaron ver sus planes en catorce mil entrevistas, artículos, libros… No hizo falta el CNI ni meter a cuatro o cinco dentro. Que los habría, ¿eh?, porque yo, viendo a algunos, ya llego a dudar. Será conspiranoia, no sé, pero hay cosas que no son normales.

También se denostó mucho la política hecha en reservados. Y los reservados son necesarios.

Siempre se ha hecho así. Y se sigue haciendo así. Al menos en Madrid Centro, la política se hace en los bares.

En Gijón, pudiendo haber habido un gobierno de izquierdas después de las últimas municipales, resultante de un pacto entre PSOE, Podemos e Izquierda Unida, no lo hay —y gobierna Foro Asturias, el partido de Álvarez-Cascos— en gran parte porque la última negociación fue retransmitida en streaming. Se notó mucho que, sintiéndose observados, los participantes en ella hablaban encorsetados y tirando de argumentario, y a la postre la cosa fracasó. Yo estoy convencido de que, de haberse hecho en un reservado esa reunión, el gobierno progresista hubiera salido adelante.

Hombre, claro. En España, para bien o para mal, las cosas salen adelante así. ¿Cómo funciona el capitalismo en España? Funciona en los puticlibs y con cocaína: lo digo así de claro. ¿Quieres cerrar un acuerdo? Llévate al tío de putas y el acuerdo se cierra. Sé que suena muy mal, pero es que se ha hecho así: lo hemos visto. Se ha contado dinero en el capó de un coche y ha habido volquetes de putas. Es todo de una resaca de anís muy dura. Pero bueno, por no irnos por los cerros de Úbeda: hay determinadas ideas que han sido extremadamente perjudiciales y que algunos criticamos ya en el 15-M y nos cayó de todo. Una de ellas es la transparencia y otra la democracia participativa, que es otra gilipollez como un castillo. La democracia participativa vale para decidir los bancos que se van a poner en un parque, pero para poco más.

Reflexiona en el libro que «durante la ola de protestas del periodo 2011-2015, gran parte de los debates entre activistas no trataban sobre las causas de las protestas, sino sobre la forma que debían tomar las manifestaciones. […] Se debatía sobre las formas discursivas o de reunión. Sobre los cánticos y consignas que emplear. Todo teniendo siempre muy presentes los principios inclusivos de horizontalidad, el respeto a la sensibilidad. La manifestación era un producto que, como cualquier otro, no debía polarizar. Lo absurdo es que nadie parecía darse cuenta de que, además del enorme gasto de energía y tiempo que suponían aquellos bizantinos debates, la función última de una manifestación es la de polarizar y excluir, delimitar las líneas entre quienes crean los conflictos y quienes los sufren».

Sí, ésa es otra. En el libro pongo el ejemplo de una manifestación de hologramas que se hizo en Madrid: una cosa muy Humans of Late Capitalism y que pretendía ser una idea muy original para evitar saltarse la ley. Al final, aquello valió para que los guiris se hicieran fotos y para poco más. Pero eso no viene de ahora: viene del desgraciado período de los sesenta; del sesenta y ocho en particular. Yo, hasta hace relativamente poco, por una cuestión estética y musical, estaba muy fascinado por esa época, y lo estuve hasta que empecé a leer y a leer sobre ella y me di cuenta de que aquellos tipos eran unos inútiles. Jerry Rubin, el de los yippies, era un hijo de puta que no hizo absolutamente nada. Detrás de todo aquello había poco más que unas ratas individualistas. Es que no se salva ni uno personalmente. Y te das cuenta de que todo viene de ahí. Resulta que todo es vulgar. Hacer una huelga es vulgar. En aquel entonces también sucedía que la gente que tenía las uñas sucias era vulgar, y sus métodos de lucha eran vulgares, pero ir al Pentágono y hacer que levitara era la polla.

Jerry Rubin (1938-1994)

Al final, los únicos que consiguieron algo tangible en Mayo del 68 fueron los obreros de la Renault.

Y De Gaulle estuvo a punto de entregar el poder al partido comunista. De Gaulle era un tipo de derechas, pero era un tipo decente. Vamos, decente… Era un hijo de puta, pero quería a su país. Y con esto que suena muy facha, querer a tu país, no me refiero a llevar una pulserita con la bandera mientras llevas tu dinero a Suiza: me refiero a preferir entregar el país a los comunistas antes que montar una guerra civil en Francia, o a negarse a entrar en la OTAN. De Gaulle no estaba en la OTAN, porque sabía perfectamente qué era la OTAN: un sistema imperialista de Estados Unidos. En cuanto a la clase obrera, para mí no se trata de ensalzarla por una cuestión de mitología, sino de darse cuenta de que es la única clase capaz de paralizar el sistema productivo. A veces se dicen auténticas memeces sobre hacer una revolución así o asá. Las revoluciones sólo se hacen si se le aprietan las tuercas de verdad al poder. Desde luego es así ahora. Antes, al menos, había un pacto social de posguerra, que nunca estuvo escrito, que decía: aquí no nos tenemos que pegar, porque mira lo que nos ha pasado. Así que si tú te manifiestas en la calle y eres lo suficientemente numeroso, yo éticamente tengo que hacerte caso; me tengo que reunir contigo y negociar. El PSOE, en los ochenta, con las manifestaciones de estudiantes, acabó haciéndolo. Llegó a írsele de las manos: el madero aquel que le pegó un tiro a una chavala a la que por suerte le dio en la pierna y demás. Pero el PSOE acabó sentándose con los estudiantes y negociando. Había ese acuerdo tácito: yo no voy a sacar a la Guardia Civil a caballo con sables y a mataros a todos y vosotros no vais a ponernos una bomba y a reventarnos, o a pegarnos un tiro en la cabeza como a Cánovas.

Una suerte de reparto de papeles.

Sí: un «vamos a evitar la violencia». Más o menos, claro: es verdad que ellos sí que utilizaron el fascismo violento cuando lo necesitaron, desde la matanza de los argelinos en París, que yo cuento en el libro, hasta la de la estación de Bolonia o la de los abogados de Atocha. Lo de los abogados de Atocha fue un atentado disciplinario.

Y les salió bien: el partido comunista mantuvo durante toda la Transición un discurso más moderado y responsable incluso que el del PSOE, justificándolo en la necesidad de evitar una guerra civil. Y en la famosa manifestación que siguió al atentado, no hubo ni una sola voz más alta que otra.

El PCE demostró su autoridad sobre las masas. Y fue acojonante: salieron millones de personas a las calles de Madrid con rosas, con claveles, con el puño en alto, etcétera, pero no hubo ni un solo grito de guerra. ¿Cómo se pudo tener esa masa social y luego perderla? Eso fue una traición. Bien, a lo que íbamos: ellos usan la violencia cuando les da la gana. Y yo no soy un psicópata, ni quiero que haya violencia, pero tengo claro eso. El problema de la izquierda con la violencia es que se nos ha dado muy mal históricamente empuñar los fusiles por dos cuestiones: primero, porque no sabemos; y segundo, porque se nos va de las manos.

Nos acaba gustando, y hay una cierta inercia del uso del fusil que puede ser devastadora.

Claro. Pero que el poder habla por la boca del fusil, como decía Mao, es absolutamente cierto. El libro también va de eso; de recordarle a la gente cómo funcionaba el mundo antes. Me dicen que tengo nostalgia, y no sé si la tendré, pero, joder, ¿cómo no voy a tenerla? ¿Cómo no voy a tener nostalgia de cuando los sindicatos tenían a millones de personas afiliadas, de cuando hacíamos revoluciones y de cuando la clase obrera tenía poder en los países? Por supuesto que la tengo, ¡faltaría más que no la tuviera! Pero no es nostalgia; es simplemente admiración, que es lo que también le tengo a los discos que sacaban en los ochenta Motown o la Stax y no le tengo al trap. Y creo que hay que recordar a unas generaciones de personas que no lo saben no se lo imaginan cómo era el mundo antes.

Cuando se habla de violencia uno piensa en fusiles y en sangre, pero violencia, violencia necesaria, también era quemar un autobús o cortar una carretera con una barricada.

Tío, sí. Mira, en Fuenlabrada teníamos un tren de mierda. El Cercanías tardaba en llegar, venía saturado, se rompía cada dos por tres y nadie hacía ni puto caso. ¿Qué hizo la gente un día? Se bajó del tren, lo paralizó y le metió fuego. ¡Le metió fuego a un tren! ¿Sabes qué pasa? Que antes la gente trabajaba en movidas manuales, y sabía de todo. Sabía quemar cosas. Tú quieres quemar un tren ahora y no sabes, pero aquella gente sabía, y lo hizo. ¿Qué pasó? Que a los dos meses tenían trenes nuevos.

Una barricada en el Gijón de los ochenta.

Ver montar una barricada en Gijón a los trabajadores del naval era una cosa fascinante: cada cual tenía una tarea asignada que desempeñaba con suma rapidez y pericia y alguien dirigía la operación. Todo estaba perfectamente planificado; no había lugar al espontaneísmo.

Organización. Las cosas eran así, pero hemos llegado a un punto en que ya hasta se vende a la gente, y eso no hay que perdonarlo. En el 15-M había cosas realmente vergonzosas, como decir a los chavales que iban a las manifestaciones que no se preocuparan, porque iba a haber gente con cámaras. Eso no es educar políticamente a la gente: es venderla. Mira, recuerdo una anécdota en este sentido. Iba con unos amigos de Fuenla a una manifestación contra la guerra de Iraq y yo ya estaba metido en política y sabía quién era la policía, sobre todo los antidisturbios. Con los antidisturbios hay que tener mucho ojo. La UIP es una organización directamente fascista: yo he visto cosas de la UIP que son de miedo y terror. Bueno, pues en el camino de ida discutí con uno de aquellos amigos porque él pensaba de la policía lo que piensa la mayoría: que es gente que está para ayudarnos. Y sí, es verdad que la mayoría de las acciones de la policía y las fuerzas y cuerpos de seguridad son acciones de fuerza pública para ayudarnos. Yo no estoy en contra de que haya una fuerza pública: me parece un avance con respecto a que haya un señor feudal con una espada que imparta la ley. Pero tengo claro que la policía es un instrumento de clase y que hay que tener cuidado con ella. Bueno, pues aquel chaval vio después la que se montó en Sol, con la policía cargando brutalmente, tirando botes de humo (que hacía mucho que no se tiraban en España, pero allí se tiraron) contra gente mayor, niños, etcétera (recuerdo a la gente saliendo de las nubes de humo con los niños en las manos: aquello fue dantesco), y me acabó dando la razón. Ante ese panorama, tú no puedes decir a unos chavales de dieciocho años que vayan tranquilos a una manifestación porque hay cámaras. La gente se ha ganado multas muy gordas y penas de cárcel, y eso con un partido serio no pasaba. Un partido serio no deja que un chaval haga un cóctel molotov en su casa y se lo lleve en una mochila. Pero es que se ha llevado el individualismo al punto de que la gente quiere ser protagonista de la manifestación. ¿Cómo puede querer alguien ser protagonista de una manifestación? Una mani es un proyecto colectivo, pero aparte, joder, ¡no te dejes ver nunca, si puedes!

Existe esa visión cándida y confiada de la policía pero también el otro extremo: un rechazo memo a la existencia de la policía y el ejército como tales.

Sí, no se entiende. Al menos no se entiende en la izquierda marxista. No se puede tener un discurso contra el Ejército. Contra el Ejército, ¿aquí sí, pero en Portugal no? ¿En Cuba no?

Hay un poema precioso de Pasolini en el que explica que él, en Mayo del 68, no estaba con los rebeldes universitarios, sino con los policías, que eran los hijos de la clase obrera. Los rebeldes eran hijos de papá que jugaban a hacer la revolución.

Ese poema es brutal. No, a mí me parece razonable que haya una fuerza pública. El problema es la utilización de clase que se haga de ella. Una fuerza pública se puede articular de muchas formas. En todo caso, a lo que quería llegar es a que tú no puedes dejar tirada a la gente. Lo dije el otro día a cuenta de lo de Juana Rivas y poco menos que me lincharon. Se deja tirada a la gente. Antiguamente, si a ti te mandaban a la cárcel, a tu mujer y a tus hijos no les faltaba de nada. El partido proveía. Se pagaba la fianza y si no se te podía sacar de la cárcel, se alimentaba y se cuidaba a tu familia. Ahora, no. Ahora, la gente que se busca un lío tiene que salir sola. Más que un hashtag en Twitter e ir cuatro al juzgado a aplaudir no se hace. A Juana Rivas, ¿a quién se le ocurre decirle que se escape? ¿Tú te imaginas que un tío o una tía monte una barricada en la huelga general, le vayan a buscar y le diga el sindicato que huya? ¿Adónde? Bueno, pues a Juana Rivas se le dijo que huyera; y no sólo eso, sino que ahora los que se lo dijeron dicen que lo volverían a hacer. Eso es una barbaridad.

Volviendo a la tesis central del libro, de la desaparición del enfoque de clase, usted también lamenta que llegue a abrir las puertas del santoral activista a figuras que son puntales del neoliberalismo, como Oprah Winfrey, o a hacer a las feministas sentir lazos de sororidad con Ana Patricia Botín o Angela Merkel.

La sororidad parece una buena idea, pero a la hora de llevarla a cabo es un desastre. Mira, el otro día salió en CTXT un artículo de una mujer que decía que la clase social ya estaba rota. Y es justo al revés. Lo que ya está roto de antemano son los grupos de la identidad y la diversidad. Vamos a ver, yo no niego que tú, por ser mujer, por ser homosexual, por ser inmigrante, por ser de una confesión religiosa diferente, tengas unos problemas específicos. Lo que digo es que tu clase social al final va a ser más determinante que tu identidad diversa.

No se trata de dejar a un lado esas luchas necesarias (el ecologismo, el feminismo, el antirracismo, etcétera), sino de volver a dotarlas del componente de clase que todas pueden y deberían tener y, en general, que los individuos sensibles a esas causas adquieran también consciencia de la importancia capital de la clase social, ¿no es así? El homosexual, por ejemplo, dice usted, lo es esencialmente en sus relaciones afectivas y quizás en su ocio, pero no en toda una cotidianidad en la que sí está siempre presente la clase social. «Mientras que comparte con su comunidad de orientación sexual algunas facetas de su vida, algunos momentos, comparte con su clase todo el resto material de su existencia, aunque no lo perciba así», le dice usted a ese homosexual hipotético, y le dice también que no se trata de que «tenga que renunciar a su identidad gay, sino que debería reconocer su identidad de clase si es que quiere hacer frente a muchos problemas de la vida».

Eso se ha malinterpretado de forma bastarda y miserable. «¡Dice que los gays lo son a cachos!». No, no, yo no digo eso. Lo que yo digo en el libro es que cuando vas por una carretera pública y te estampas con el coche porque hace diez años que esa carretera no se arregla, al bache le da igual dónde metas la polla. Por supuesto que un homosexual tiene problemas específicos por ser homosexual. Y yo no digo que esos problemas sean postergables o menos importantes, sino que hay problemas que nos unen a todos, y nos unen desde la clase social. Cuando se aprueban impuestos regresivos, ¿la Agencia Tributaria te pregunta con quién te acuestas? Pues no, pero el fomento del culto a la individualidad desde el neoliberalismo subyace a nuestra vida y al final los señores que manejan COGAM, que está aquí al ladito, son burgueses que cobran treinta mil o cuarenta mil euros y en las carrocitas de la fiesta ésta que montan aparece desde Idealista hasta Deliveroo.

Hay un Orgullito paralelo que critica duramente al oficial precisamente por estas cosas y organiza una manifestación propia, ¿no es así?

Pues sí, hay un Orgullo crítico, pero es un sindiós, y yo siento decirlo así. Está tomado por los queer, que es uno de los mayores envenenamientos que ha sufrido la sociedad en los últimos treinta años. Es así, lo digo así: que me llamen lo que quieran. La teoría queer es el súmum de la individualidad y de entender la identidad como algo prácticamente seleccionable, lo cual es mentira. La identidad siempre es social, y yo en el libro pongo un ejemplo (por cierto: yo hubiera sido mucho más duro en el libro si llego a saber la que se iba a montar). En los años sesenta, hubo un experimento sociológico en el que se juntó a los típicos liberals blancos de Estados Unidos con activistas del Poder Negro. Las discusiones chungas empezaron a surgir no porque los liberals no aceptaran sus privilegios y todo eso (que es otra cosa repugnante: lo de los privilegios), sino porque los liberals, creyendo que hacían un favor, decían a los negros que eran iguales a ellos; que todos eran individuos e iguales como tales, y que los negros debían matar a su policía interior y dejar de considerarse a sí mismos como negros. Ello les respondían: «No, no, oiga, yo soy negro. A mí me están machacando en la calle por ser negro, y me están deteniendo porque soy negro. Si tú ahora me dices que ser negro no es importante, pues menuda movida». ¿Qué pasa con la teoría queer? Pues que cuando tú les dices a las mujeres que las mujeres no existen, porque cada uno tiene un género fluido y que eso del género es una invención y no sé qué más, entonces, a las mujeres, ¿por qué se las mata? ¿Por qué los hombres matan a setenta y pico u ochenta mujeres al año en España? Se llega a extremos ridículos. Se les dice a las mujeres que no pueden hacer esto en una manifestación [Bernabé junta las dos manos estiradas aproximando los dos pulgares y los dos índices] porque eso es una vagina y hay mujeres con pene. Y vamos a ver, claro que hay mujeres con pene. Yo no tengo ningún problema con eso; no soy de Hazte Oír. Y quiero que esas mujeres con pene tengan los mismos derechos y obligaciones que cualquier persona; que sean ciudadanas de pleno derecho y que el Estado les ayude en su transición de género y en su integración laboral para que no acaben en la prostitución, que es donde muchas acaban, porque tienen unos índices de exclusión del mercado de trabajo terribles. Por supuesto que sí. Pero tú no puedes ir a las mujeres y decirles que no existen como género.

Hace poco asistí en Avilés a un debate muy interesante sobre identidades sexuales en el que algunos transexuales se oponían a la teoría queer justamente por eso. Decían: «Llevo toda la vida peleándome con uñas y dientes por ser hombre, o por ser mujer, ¿cómo me dices ahora que eso no existe?».

Claro, ¿cómo que no existe? Pero mira, ¿sabes de dónde viene todo esto? De determinados departamentos de sociología y de género de Estados Unidos cuya relación con la realidad se limita a darle los buenos días a la señora de la limpieza. Son así; son la pequeña burguesía más repugnantemente aislada del mundo. Y que hayamos importado toda esa mierda es acojonante. ¿De qué coño tenemos nosotros que aprender nada de los americanos; de la izquierda norteamericana? ¡Si son unos inútiles que no han sabido hacer nada en los últimos cincuenta años! Es verdad que a los pobrecillos se los cargaron en los años cincuenta, pero desde los años cincuenta para acá no hay que aprender nada de ellos. Nosotros teníamos aquí unas formas de hacer política que tendrían muchos defectos, pero eran mucho más efectivas. Les damos mil vueltas. Es como decir que tenemos que aprender algo de la selección norteamericana de fútbol. ¡Pero si no tienen ni puta idea de pegar patadas a un balón; si no saben jugar al fútbol! Bueno, pues estamos aprendiendo de la selección norteamericana de fútbol en términos políticos. Estamos haciendo caso a gente tan tóxica como Judith Butler, que no hace más que meter pájaros en la cabeza a muchos chavales y chavalas y hablar además sobre cosas que en el fondo a nadie le importan. Estamos elevando a la categoría de problemas nacionales cosas que afectan en España a cincuenta personas.

Judith Butler (1956- )

Hace poco generó mucho ruido en las redes un artículo de El Semanal de El País sobre una chica de diecinueve años que decía ser gris-bisexual, lo que significaba que podía llegar a sentir excitación en momentos muy concretos y bajo determinadas circunstancias, pero que el sexo no era para ella el sustento de una relación ni algo interesante en sí mismo. En Twitter se le preguntó con mucha gracia si pensaba que los demás estábamos todo el rato restregándonos contra los árboles.

Uf, la discusión sobre follar en redes sociales es tremenda. Y el problema es que todo tiende hacia lo individual. Vamos a ver, a mí me parece muy bien que una chica de quince años sienta que ya no es de género ni masculino ni femenino, y que es de género panda, o lo que sea. Si es que me parece muy bien. Yo no soy un reaccionario; no le voy a mirar mal. Que haga lo que quiera. Lo que le digo es que no pretenda transformar eso en una cuestión general. Cuestión general es dilucidar por qué las enfermedades de transmisión sexual han crecido, o por qué las mujeres tienen hijos a una edad cada vez mayor y la media del primer hijo ya está en los treinta y tantos años, o por qué han crecido exponencialmente las clínicas de congelación de óvulos, o de dónde vienen los embarazos adolescentes en España, o por qué yo no tengo hijos cuando me hubiera gustado tenerlos. Eso a mí sí me parecen problemas sexuales, no que un adolescente de quince años, durante seis meses, crea que siente atracción por los árboles. Yo entiendo que el clickbait funciona así, pero no puede ser que sobre eso se establezca un activismo. El activismo de lo mío.

Otras paradojas que usted señala en el libro: feministas teorizando sobre el burka o la prostitución como empoderamiento para la mujer, activistas LGTB defendiendo los vientres de alquiler, animalistas echando a andar un robot con cámaras (y no vigilantes jurados contratados) para controlar a la población mendiga del entorno de una protectora de animales de San Francisco…

Yo suelo buscar ejemplos en la prensa anglosajona, pero no por imperialismo, como se me ha solido decir, sino porque allí están más avanzados que nosotros en el desastre, por lo que nos ofrecen una buena perspectiva de adónde vamos y de lo que deberíamos intentar evitar. Esto hay que decirlo muy claro: si los líderes de la izquierda y sus teóricos no insisten en la línea que yo he planteado en el libro, vamos a un futuro inmediato en el que las opciones van a ser votar a Macron o a Trudeau y en el que la izquierda desaparezca literalmente. Tendremos la opción de votar a un partido progresista en lo identitario y lo diverso pero absolutamente igual en sus medidas económicas que cualquier otro. Yo he llegado a ver en revistas de tendencias mitificar al payaso de Canadá, al puto Trudeau, que es un neoliberal como la copa de un pino. Trudeau es el gestito constante. Yo no quiero gestos, tío, lo que quiero (metafóricamente, claro: el otro día se lo decía a una diputada muy ecologista de IU y se horrorizaba, pero entiéndeme) es saber cuántos hectómetros de hormigón armado tiene tu programa político. Punto. Se nos ha olvidado que la política es hacer cosas tangibles. ¿Qué proyectos tangibles tiene la izquierda en España? ¿Tú has escuchado a Pablo Iglesias hablar de construir carreteras, hospitales…? La intervención estatal, cuando funcionó, funcionaba porque tenía un efecto movilizador de la economía y la gente veía resultados y participaba de la construcción de esos resultados. Cuando se abre un hospital en una población económicamente deprimida, no sólo se le da trabajo a los médicos, que evidentemente vienen de fuera, sino también a celadores, a camilleros, a limpiadores, al técnico del aire acondicionado, al que te pone las ventanas… Das trabajo a mucha gente. Y eso es hacer política.

Justin Trudeau (1971- )

Ese político del gestito, ¿lo está siendo Pedro Sánchez? Exhumar a Franco y organizar un gobierno paritario, lo que está muy bien, pero no tocar la reforma laboral, ¿es eso?

Mira, el otro día me entrevistaron en Onda Cero y me preguntaron justamente eso. Que por cierto: me parece una puta vergüenza que me hayan sacado dos artículos en El Mundo y me hayan entrevistado en Onda Cero y haya medios de comunicación progresistas de Madrid que no hayan hecho una sola referencia a mi libro.

¿No corre el riesgo de convertirse, y entiéndame lo que quiero decir, en un tonto útil de la derecha; en alguien bienintencionado y certero pero a quien la derecha utilice como ariete contra la izquierda?

Todavía el otro día decía esta mascota ultra que tiene Pedro Jota en su periódico, el Cristian Campos: «Voy a darle un beso envenenado a Bernabé, voy a decir que es verdad lo que está diciedo». Pero, ¿sabes qué pasa? Que yo el otro día, en Onda Cero, hablé de clase trabajadora, de neoliberalismo, de capitalismo… y de izquierda. Mi libro es muy difícil de utilizar. De hecho, la derecha ha tenido una actitud hiperinteligente hacia mi libro: no han hecho apenas comentarios. No son tontos. En España no va a haber un Manifiesto redneck gracias a La trampa de la diversidad. Imagínate este libro escrito desde el punto de vista reaccionario, diciendo que los que tienen la culpa de que tú estés en paro son los maricones, las feministas, los negros, etcétera. Eso ya no va a ser posible; ya nadie en la derecha va a poder tomar la delantera en ese sentido. Bueno, pues en Onda Cero me preguntaron eso que tú me preguntabas antes, y lo explique así. Yo soy nieto —y me enteré hace poco gracias a un historiador que está haciendo un estudio— de un campesino de Colmenar Viejo, un pueblo de la sierra de Madrid, que se enroló voluntario en el Quinto Regimiento, y que después estuvo en un campo de trabajo en Navarra. Para mí, el reconocimiento no a los republicanos, que es lo que siempre se dice como lenguaje correcto, sino a los revolucionarios españoles (que es lo que fueron: revolucionarios que luchaban ya no por la república burguesa, sino por la clase trabajadora y el socialismo, y esto es así le joda a quien le joda), es fundamental. Pero lo que no podemos permitir es que la memoria histórica se utilice como coartada para no tocar las medidas de corte económico, entre otras cosas porque el mejor homenaje a esta gente es ése. Esa gente luchaba por la clase trabajadora y el cambio social profundo.

Eso es algo que suelen lamentar en Chile los familiares de las víctimas del pinochetismo, que ven cómo se homenajea a éstas con mucha frecuencia pero Chile sigue siendo la Cuba neoliberal en la que lo convirtió Pinochet: el verdadero homenaje a nuestros muertos, dicen, es avanzar objetivamente hacia el mundo por el que lucharon.

¡Claro! En España no se luchaba por la legitimidad republicana: se luchaba por la revolución. Hubo una puta revolución de clase: por eso nos mataron y nos echaron a las cunetas, porque estábamos haciendo una revolución que hubiera sido brutal para el mundo occidental, porque hubiera sido muy diferente de la soviética. Los españoles no somos rusos, cuyo carácter especial y cuyas tradiciones tuvieron un efecto muy distorsionador en el socialismo, y España era un país que hubiera podido transformar su economía rápidamente y beneficiarse de su situación geoestratégica y de sus relaciones con América. Nadie quería que en España triunfara el socialismo, porque hubiera sido muy peligroso para la estabilidad del mundo capitalista. Y el mejor homenaje a aquella gente, como tú dices, es no sólo atrevernos a sacar a Franco del Valle de los Caídos, sino también derogar la reforma laboral y otra serie de cosas.

Usted dice también que guerras culturales como la de las cabalgatas de Reyes de Madrid le son muy cómodas a la derecha, que recupera gracias a ellas capacidad de movilización e incluso amplía apoyos recogiendo los de sectores de clase obrera pero valores tradicionales. Y mientras el debate esté centrado en estas cuestiones, las contrarreformas neoliberales emprendidas en los últimos años permanecerán a salvo.

Claro. Yo no sé hasta qué punto una cabalgata de Reyes es el lugar para hacer ninguna reivindicación política. Ninguna, ¿eh? De una cabalgata de Reyes en plan moscovita diría lo mismo. Es la puta cabalgata de Reyes, y es que además a los niños les da igual. Los niños estaban ahí a ver a los Reyes y no se enteraron de nada. No vieron una carroza de mujeres transexuales: vieron a unas señoras disfrazadas de peluche y se olvidaron de ellas en cuanto apareció la carroza de Melchor. La cosa era una cosa entre adultos y algo muy intrascendente que, aunque ocupó el debate público durante dos semanas, no favoreció en nada a los intereses de esas personas. Lo que sí los favorecería es organizar cursos de diversidad sexual en los institutos que enseñaran a los chavales a entenderla y a respetarla, pero es que eso requiere hacer un temario, organizarlo, pagar a los profesores que lo van a impartir, etcétera. Y para eso no hay. Para montar jaleíto, sí. De ese jaleíto, la izquierda no tiene nada que ganar y la derecha lo gana todo. Bueno, pues por decir esto a mí me suelen salir con el chantaje histérico de que es que muere gente. Y oiga, no. En España, que yo sepa, sí: de vez en cuando se suicida alguna persona transgénero, y es terrible, pero no es verdad que se mate a los transgénero. Hay países donde sí se mata a las personas de una orientación sexual diferente, pero aquí, no. Esa exageración permanente de todo también es típica de estos tiempos.

Sea como sea, los partidos y sindicatos clásicos deberían hacer una cierta autocrítica: a lo largo de la historia han despreciado con mucha frecuencia las nuevas reivindicaciones sesentayochistas, que se acabaron independizando del tronco principal del marxismo a fuerza de ser ninguneadas.

Totalmente de acuerdo, pero estamos hablando de hace ya cuarenta años. A esta pregunta, te hubiera dado diferente respuesta hace un mes, pero ya no la doy. Ya está bien de pedir perdón. Sí, es cierto que en Cuba, por ejemplo, se persiguió a los homosexuales. Pero se los persiguió en todo el mundo. A ver si ahora resulta que no se persiguió a los homosexuales en cualquier otro país. Se hacía de una forma mucho más taimada, como siempre han sabido hacer los gobiernos de la democracia liberal: en los países socialistas, por lo que fuera, no se supo manejar nunca la imagen. Pero había un nivel de represión muy parecido. Con las mujeres, lo mismo. En todo caso, no: no se puede negar eso que dices. Pero tampoco se puede negar que ha habido cambios. ¡Es que llegamos a un punto en que negamos los cambios! En la izquierda se ha hecho un esfuerzo enorme por adaptarse a esas nuevas realidades.

Pero quizá no el suficiente.

No estoy de acuerdo. Ahora mismo, en las organizaciones de izquierdas hay un cuidado exquisito con el tratamiento de cualquier minoría o de la mujer, que no es una minoría, sino la mitad más uno de la población. Pero es que hay otra cosa: de la izquierda histórica, sólo se señalan los errores que se cometieron. Se hicieron cosas también, ¿eh? ¿Por qué desde el movimiento feminista se pone mucha más atención en que los soldados soviéticos violaron a las alemanas, que es verdad, que en que aquél era un ejército en el que el papel de la mujer era fundamental? ¿Por qué no se habla de cómo estaba la mujer en la RDA, ni de que había una libertad sexual enorme, gigantesca, que no la hay ni ahora? ¿O de la ley del aborto soviética? Ojo, yo entiendo que todos esos movimientos emergieran como una necesidad. Yo no estoy en contra de ellos. Lo que digo es que esos movimientos, por desgracia, fueron cooptados en un momento dado por lo posmoderno y lo individual. Ya había movimientos por los derechos civiles de las minorías y feminismo mucho antes de que a finales de los años sesenta y principios de los setenta llegara toda esta nueva forma de articular la política. Y hasta hace poco, el feminismo estaba centrado en las cuestiones de índole material: por ejemplo, la remuneración del trabajo de cuidados. El problema fue cuando llegó toda esta tercera ola feminista de los noventa, que para mí ha sido muy perjudicial en términos generales, y desgajó por completo la lucha de las cuestiones materiales.

Lyudmila Pavlichenko (1916-1974), francotiradora soviética.

Lo que usted viene a reclamar en el libro es que todos esos movimientos sean capaces de, conservando su autonomía, articular uno común. Diserta, por ejemplo, sobre que las grandes manifestaciones de hoy son agregados de cofradías activistas en los que importa más exaltar la especificidad de cada cual que unir fuerzas en torno a una reivindicación común.

Claro. Yo en ningún momento del libro digo que éstos sean problemas secundarios o postergables: tengo claro que que alguien vaya por la calle de la mano de su pareja homosexual o le dé un beso y le arreen dos hostias no es un problema secundario. Lo que digo es que hay que buscar lo que nos une y evitar es cosas como el comentario que yo le vi el otro día a una chica joven en Twitter, que decía que en el franquismo, si eras hombre blanco cisheterosexual, vivías estupendamente. Y a ver, evidentemente no hay que meterse con la chica, que tendrá quince años y reproducirá lo que ha oído, porque la relación con la política hoy se establece a través de Twitter y de estas ideas hiperperniciosas de articularlo todo en torno a los privilegios y las opresiones. Pero el comentario nos indica por dónde van los tiros y hacia dónde vamos. Mira, las feministas tenían una gran frase, que era además totalmente cierta, que era la siguiente: «Ser de izquierdas no es casa». La utilizaban contra estos hombres que dicen: «Pero cómo voy a ser yo machista, si soy de izquierdas», tomando lo de casa de esos juegos infantiles, del tipo de la pilla o el rescate, en los que hay un espacio en el que estás a salvo. Bueno, pues ya lo siento, pero ser feminista tampoco es casa. Las feministas pueden decir cosas muy acertadas o auténticas imbecilidades. Y hay que intentar ver en qué nos parecemos, no en qué nos diferenciamos. Es que ahora hay alergia a eso, ¿eh? «No, no, yo con un hombre no voy ni a la vuelta de la esquina; y si es blanco y cisheterosexual, mucho menos». Joder, es que para algunas parece que yo me tengo que levantar cada mañana pidiendo perdón. Y aquí nadie lo pide por los excesos de un feminismo hiperidentitario y radicalizado para el que lo que es heterosexual y masculino es el demonio, que es algo que la ultraderecha estadounidense ha sabido utilizar muy bien. Yo no creo que esas feministas sean numéricamente mayoría, pero sí se las ve mucho en redes, y eso hace que mogollón de chavales jóvenes se sientan atacados. Y de pronto te encuentras con que en un foro de videojuegos al final el topic de conversación es ése. Mira, ¿quieres que me meta en un tema complicado? ¿Me lo transcribirás bien?

Claro, adelante.

Los incel, los involuntary celibates. ¿Sabes qué son?

No.

Es gente que dice que no consigue tener pareja y que debería haber algún tipo de poder (no dicen Estado), algún tipo de organización social, para garantizarles que la consigan. Es un punto de vista muy nazi: recuerda a aquello de la Joy Division. Y han llegado a cometer un atentado en Canadá. Bien, desde el feminismo esto se soluciona muy rápidamente con algo que además es verdad, que es que nadie tiene derecho a tener pareja ni a tener sexo. Yo —quiero recalcarlo— estoy absolutamente de acuerdo con esa aseveración, faltaría más.  Ahora bien, ¿hay una base material para esto? ¿Hay un problema social que lo explique? Pues sí, lo hay. En Estados Unidos hay un clasismo aberrante, y tú no puedes tener pareja si tu capacidad económica no es lo suficientemente grande, de tal manera que están creándose unas bolsas de hombres pobres que no son capaces de tener pareja de ninguna de las maneras, porque ninguna mujer quiere estar con ellos. En España eso no pasa: en España, incluso para ligar, todavía somos un poquito más abiertos y tú puedes acabar follando con una persona de clase alta si eres de clase baja. Pero en Estados Unidos, no. Allá lo primero que te preguntan en una conversación social, en una fiesta, es dónde trabajas. Pero no porque a ti te interese dónde trabaja ese señor, sino por no perder el tiempo. El neoliberalismo ha calado tan profundamente en la estructura social que sucede eso. Y eso nos está diciendo algo muy jodido de la sociedad. Obviamente, yo no justifico a los incel (aunque el otro día me dijeron en redes que yo era uno: acojonante). Lo que quiero es entender por qué eso surge, igual que puedo entender por qué surge el yihadismo sin justificarlo.

Del libro son interesantes los ejemplos que pone de cómo el arte actual refleja las cuestiones que usted denuncia. Habla, por ejemplo, de la popular serie de televisión Modern family, que pone en escena a tres familias de clase media-alta emparentadas entre sí: un pequeño empresario casado con una colombiana que tiene un hijo de una relación anterior; una pareja de homosexuales que han adoptado a una niña vietnamita y un matrimonio tradicional con tres hijos. En la serie, dice, «los guionistas, posiblemente con el apoyo de varios técnicos en marketing, utilizan la diversidad simbólica para darle un aire progresista a su espacio. De esta forma respetan a todos los colectivos posibles y los representan, ganando una mayor audiencia. Hay algo de feminismo, algo de LGTB, minorías raciales e incluso un poquito de la gruñona pero entrañable América de derechas; de todo menos algún personaje de clase trabajadora que tenga problemas para llegar a fin de mes, sea despedido de su trabajo o viva un divertido episodio montándole una huelga al encargado del Walmart».

La serie ésa refleja muy bien todas estas cosas, sí. Y el ejemplo concreto que pongo, de un capítulo concreto, muestra a su vez cómo este rollo de la diversidad nos conduce a una atomización suicida, porque es que encima entre los movimientos de la diversidad hay unos jaleos tremendos. Yo veo a feministas de un tipo y de otro librando auténticas guerras entre sí por diferencias que yo no acabo de entender que sean tan abismales. La diversidad no es una diversidad inclusiva. Tienes que quedar por encima del otro; tú eres más tú en base a que el otro es menos algo, y por eso se crean los conflictos. Gente que podría relacionarse entre sí lo que busca es justo lo contrario: lo que le diferencia. Y si te pones a buscar diferencias, las encuentras. Si uno se pone a buscar diferencias entre sí y los demás, encuentra todas las del mundo; acaba no teniendo que ver con nadie.

Secuestrados por la mentalidad neoliberal, ponemos el foco en el individuo y en la rebeldía individual. Usted aporta en el libro un ejemplo esclarecedor de esto: el de una famosa foto de la época del Tercer Reich, muy difundida hoy en las redes sociales tanto por antifascistas como, significativamente, por liberales, en la que un hombre no levanta el brazo al paso de Hitler. Aquel gesto de coherencia individual, dice usted, «fue muy poco útil a la causa antifascista en su momento. Quizá si más hombres como él se hubieran afiliado a cualquiera de los partidos contrarios a los nazis, es decir, hubieran dejado de lado su individualidad para pasar a la acción colectiva, estos lo hubieran tenido más difícil para hacerse con el control de la sociedad alemana».

Si es que además el tipo era un egoísta de los cojones. Se llamaba August Landmesser y era un miembro del partido nazi que en un momento dado fue expulsado por casarse con una judía. Es decir, no se rebeló hasta que no le tocó a él. Y sí, últimamente te encuentras esa foto por doquier: siempre lo individual. Muy significativamente, gustó mucho al 15-M. El 15-M, si lo piensas, fue bastante neoliberal; anarquista, si acaso, pero es que, posiblemente un anarcosindicalista no, pero un ácrata tiene mucho más que ver con un neoliberal que con un comunista. Lo que se decía en el 15-M era siempre contra el Estado, y las reformas que se proponían siempre eran de orden procedimental. En el fondo, no había mayor diferencia entre lo que proponía el 15-M y el programa de relaciones públicas de una empresa. Se hablaba de la ley electoral, de transparencia, etcétera, pero, ¿cuánto se habló de trabajo en el 15-M? Y todo era dialogar y dialogar. Para esta sociedad, todo es diálogo; todo se resuelve con una conversación del Banco Sabadell. La gente cree que el problema es que hay un gran malentendido entre iguales y que si se dialoga lo suficiente las cosas se arreglan. También te digo que creo que ahora vivimos un momento muy diferente. El 15-M ya no podría existir, porque ahora hay una nueva generación de jóvenes para los que toda su vida ha sido ya en crisis, que lo único que han visto es miseria y paro y que ya no quieren cuatro reformas superficiales, sino un cambio profundo. Claro, eso lo mismo puede derivar en algo positivo que en quemar mezquitas… Hay que tener mucho cuidado.

August Landmesser (1910-1944)

En el libro usted dedica cierta atención al feminismo, del que alaba la fortaleza pero señala algunas zonas de sombra. Dice que «el feminismo, por una cuestión de época, carece de un comité central que lo organice, de una teoría que lo unifique o de una forma reglada de militar en él, por lo que se estructura en redes dinámicas pero inestables, se pluraliza teóricamente volviéndose contradictorio y su pertenencia es más bien declarativa: se es feminista en cuanto que una mujer se dice feminista».

Con esto también se han reído y se han ofendido muchísimo. Vamos a ver, lo que yo pretendo decir es que el feminismo se ha extendido tan rápidamente, por un lado, porque sus reivindicaciones son justas en general, pero también por eso que también pasó con Podemos: basta declararse feminista para serlo, igual que bastaba decir que eras de Podemos para serlo. Eso generó situaciones como que pudieran ser de Podemos dos personas completamente diferentes.

El ganadero que reclamaba una solución progresista para los problemas del campo y el ecologista defensor del lobo.

Sí, ese tipo de cosas resultantes de la idea de que cuanto más transversal sea el movimiento, mejor. Eso te dura lo que te dura, y en el caso del plan errejonista de asalto al poder, si eso hubiera salido adelante, habría que haber visto después las consecuencias de ello. Tú no tienes una base social que te apoye: tienes unos fans que han comprado tu producto y que están contentos, pero nada más. Con el feminismo también pasa eso. Falta uniformidad y falta también autoridad. El concepto de autoridad hay que recuperarlo, entre otras cosas porque la autoridad nunca ha dejado de existir. Al final, ¿quién la tiene? El que tiene cien mil seguidores en Twitter. En España hay grandes feministas a las que no se les está haciendo ni puto caso. Se le hace a Barbijaputa y a Irantzu Varela, que son dos tías que a mí no me parecen mal: son muy dinámicas y consiguen llegar a un público muy amplio. Y a veces dicen cosas muy acertadas. Pero también dicen barbaridades. Yo, por ejemplo, no estoy nada de acuerdo con el enfoque de Irantzu Varela de que esto es una guerra, porque si esto es una guerra, ya no hay un paso más allá. Y anda que no hay pasos más allá. ¿Que la mujer tiene problemas en España? ¿Que en España hay mucho machismo? Por supuesto, pero también se ha mejorado mucho desde hace un tiempo. El otro día me pasaron un anuncio de televisión de los setenta que era terrible en este sentido. Era de brandy Soberano, y en él aparecía una mujer hablando con una adivina a la que le decía que su marido, cuando llegaba a casa, no le hacía ni caso. En esto salía una imagen del marido leyendo el periódico y luego otra levantándole la mano a la mujer. La adivina le decía: «Claro, mujer, es que el pobre está todo el día trabajando y llega cansado, tienes que entenderle. Pero mira, haz esto: tenle siempre preparada una copita de Soberano». Bueno, pues la mujer hacía eso y el marido ya estaba bien con ella. Hostia, ¿eh? Algo hemos avanzado desde entonces. Aquello que entonces estaba totalmente aceptado, ahora mismo no podría ser de ninguna de las maneras.

No, es cierto.

Pero esto que te digo de las feministas lo digo también de los comunistas, que también deberían ser más dúctiles a la hora de lanzar sus mensajes. Tú no puedes, ahora mismo, decir, por ejemplo, «pan, paz y tierra», porque, ¿paz con quién? ¿Tierra para quién? Y con el pan, ¿qué problema hay, si ahora te cuesta sesenta céntimos y aquí nadie se muere de hambre, porque hay alimentos ultracalóricos a muy bajo precio? Con esto no digo que no haya problemas, sino que hay que saber adaptarse. Por cierto, hay una activista concreta que es el extremo de La trampa de la diversidad. Yo nunca he tenido una bronca con ella, pero porque es una histérica a un nivel que da miedo (y uso esa palabra de forma totalmente consciente y porque sé que les da mucha rabia: me da igual).

¿A quién se refiere?

A Alicia Murillo, una muchacha sevillana que va por ahí proponiendo hacer misas no patriarcales y cosas así, cobra por sus conferencias y pide dinero. Esto es muy de los activistes: pedir dinero. Se abren una cuenta y van por ahí pidiendo limosnas online, y la peña va y les da pasta. Además, por nada: ni siquiera suele haber un proceso judicial que lo justifique. Hay que darles dinero porque sí. Otro de los problemas de esta época es que últimamente cualquier gilipollas adquiere un protagonismo que no merece de ninguna de las maneras. Pasó en su momento con el camarero del bar Prado, aquel tipo que protegió a unos manifestantes de una carga de la policía y al que llegó a invitar a Izquierda Unida para que hablara, y que era un facha y un imbécil. El espíritu de la época encumbra y da sus quince minutos de fama a ese tipo de personajes, y eso es muy norteamericano.

En el libro carga contra el animalismo, y carga contra él de manera mucho más dura y menos matizada que contra otras ideologías.

[dice con firmeza].

Destaca «el profundo nihilismo y arrepentimiento místico que destila» el animalismo a su juicio y dice esto: «En una última vuelta de tuerca angustiada de la diversidad, la forma de entrar a su mercado de especificidades ya no es a través del consumo de identidades sobre uno mismo, sino proyectadas en otros, en este caso los animales. Si la modernidad sustituyó a Dios por el ser humano, la posmodernidad en su etapa decadente ha atomizado tanto la identidad humana que esta solo puede encontrar refugio en una caridad iluminada hacia los “seres sintientes”».

Yo la rabia al animalismo la cogí en gran parte cuando vivía en Córdoba. Mira, en Andalucía la caza, igual que el toreo, es muy popular (lo que no quiere decir que sea de izquierdas): hay cotos públicos y la cosa no se parece a la caza madrileña, que sí es casi exclusiva de gente de pasta que va ahí con el trajecito. La caza andaluza es distinta. El caso es que sucede mucho que chicas claramente pijas de Madrid (se nota en el cento) vayan allí a montar el pollo. Yo he visto vídeos de algunas de ellas poniéndose a llorar ante un galgo que está ahí a su bola y diciendo: «¡Perdóname, hermano, estás retenido!». Esos vídeos circulan mucho por los grupos de cazadores, que pillan unos descojones monumentales a costa de ello. Y, ¿sabes qué pasa? Que para ellos esas gentes no son animalistas: son los de Podemos y los perroflautas y los de la izquierda. No distinguen. Y eso es algo que yo no puedo permitir. No puedo permitir que la izquierda dé vergüenza ajena, y eso es dar vergüenza ajena.

Pero es innegable que existe una crueldad tremenda e innecesaria hacia los animales. Hay vídeos de cómo se produce el foie, de cómo se mata de inanición a los terneros de las vacas lecheras o de cómo se tritura a los pollitos de las gallinas ponedoras que ofenden a la sensibilidad más elemental.

No estoy de acuerdo. Aquello del matadero que sacó Évole es mentira; no es lo habitual, y era un sitio al que se echaba a los animales enfermos. Claro que hay niveles de crueldad, pero no es verdad que en España haya una crueldad sistemática hacia los animales. En muchos casos, los supuestos animalistas, sobre todo los de Madrid, no han visto un solo animal en su vida, y en el fondo el pobre bicho les importa una mierda. Los ganaderos tratan bastante bien y con bastante respeto a los animales, porque es su forma de vida. Si sus animales se mueren, sus familias no tienen con qué comer. Y qué coño: si hay que matar un animal, pues se lo mata como llevamos haciendo los últimos veinticinco mil años.

Creo que es usted injusto. Los animalistas, los ecologistas en general, señalan algunas cosas que son muy ciertas y muy preocupantes y no un mero ejercicio de sentimentalidad mística. Por ejemplo, que la industria cárnica es tremendamente nociva para el medio ambiente debido a algo que también suele motivar risa y es un asunto muy serio: el metano de las flatulencias del ganado, que sería inocuo si existiera un número natural y sostenible de reses, pero se convierte en uno de los principales agentes de efecto invernadero cuando la industria hincha considerablemente las cabañas ganaderas para satisfacer nuestro muy excesivo consumo de carne.

Eso es otra cosa. Es cierto que tenemos un problema con el consumo de carne en el mundo, porque somos muchos y, sobre todo (tampoco quiero parecer malthusiano), vivimos muy juntos. El modo de producción capitalista necesita grandes masas de personas en espacios reducidos. Madrid, por ejemplo —una ciudad muy mediana en el mundo, de cuatro millones de personas—, si mañana se interrumpieran las carreteras de distribución de alimentos se moriría, porque el terreno que tiene alrededor no daría para alimentar a esos cuatro millones de personas. Al final, para alimentar a ese exceso de población, se necesita producir a un nivel que acaba siendo perjudicial para la naturaleza y para los animales. Eso es rigurosamente cierto, y yo soy el primero que quiere que los animales estén en unas condiciones dignas. A lo que no estoy dispuesto es a esa puta barbaridad de situar al ser humano al mismo nivel que los animales. No lo estamos, y como especie de autoridad en el planeta nos hemos ganado el derecho —lo digo así de claro— de tener una serie de ventajas sobre las otras especies. Yo no puedo admitir que un niño pase hambre por no matar a un animal. Si lo hay que matar, se lo mata. Por cierto, el único grupo hacia el que yo he llegado a sentir un cierto miedo en lo que respecta a mi integridad física es justamente el animalista. Son muy, muy histéricos, y a mí me han mandado algún que otro correo amenazante que… tela.

Carga también contra ciertas veleidades puritanas que usted considera que han resurgido al calor del feminismo, de lo que pone algún ejemplo que usted identifica como un resurgimiento del concepto nazi de arte degenerado.

Sí. Ya he dicho que el libro está permanentemente hablando de paradojas y contradicciones, y una de ellas es que pese a que todo el rato se adula lo individual, eso es compatible con un movimiento increíblemente paternalista que pretende proteger a la sociedad de las malas influencias. No se puede contar un chiste de gitanos porque entonces nos pondremos a matar a los gitanos mañana. Hombre, pues no está bien contar chistes de gitanos, pero tampoco pasa nada, ¿eh? Yo no creo que el mundo se acabe porque alguien un día, en una situación informal, cuente un chiste sobre no sé qué colectivo. De repente vivimos bajo un ojo censor tremendo, y a veces parece que se busca conscientemente algo que censurar; que hay determinada gente que pasa los días esperando a ver quién mete la pata para lanzar las iras contra él. El tema del arte, en concreto, es acojonante, y sí, a mí la cosa me recuerda al concepto de arte degenerado. En el libro pongo un ejemplo concreto de una recogida de firmas que se hizo en Nueva York para que se retirara del MET un cuadro de Balthus, Thérèse soñando, en el que aparece una niña preadolescente sentada en una silla con las manos en la cabeza y los ojos cerrados y una pierna flexionada, de tal manera que se vislumbra su ropa interior. Un cuadro de los años treinta, por cierto. Bueno, pues a las pocas horas habían firmado la petición diez mil personas, y a mí eso me parece una barbaridad. Yo no soy liberal, pero tampoco soy estalinista. No creo que el arte deba tener obligaciones. Creo en la honradez del artista de clase trabajadora de contar lo que sucede a su alrededor y en no hablar de las margaritas y los pajaritos mientras tienes a gente jodida, pero no en las imposiciones. Tampoco en el lenguaje. Joder, es que hay un momento en que es asfixiante; son como un convento permanentemente vigilante y decretando lo que se puede decir y lo que no e introduciendo estupideces como lo de hablar con la e. Nadie va a utilizar nunca esa forma de hablar.

Thérèse rêvant, de Balthus (1938).

Mi opinión personal es que hay una crítica muy pertinente a cómo el lenguaje nos moldea el pensamiento y está efectivamente permeado de sexismo, racismo y otros males, pero que la solución a eso tiene que ser otra que modificar las estructuras gramaticales del idioma, porque así no se puede hablar ni escribir.

A ver, yo, que soy escritor y trabajo como periodista, entiendo más que nadie la importancia del lenguaje. Yo siempre he estado muy atento, por ejemplo, a cómo el neoliberalismo habla de flexibilización del mercado de trabajo en lugar de destrucción de los derechos laborales. Por supuesto que el lenguaje es muy importante y por supuesto que se puede influir en la sociedad mediante el lenguaje si uno tiene los medios para ello: no cuatro cuentas de Twitter, sino medios de presión informativa y de construcción de hegemonía muy grandes. Pero ojo: hasta cierto punto. El lenguaje, al final, es una cosa que funciona muy autónomamente, y por suerte ningún régimen político de la historia, por muy opresivo que haya sido, ha conseguido cambiar determinadas cuestiones. El neoliberalismo te coge palabras connotadas positivamente y se las apropia para aplicarlas a sus cosas: el dinamismo, la resiliencia y todo ese tipo de cuestiones. Pero no se le ocurre cambiar la propia estructura de las palabras. Los activistes hacen doble pirueta con salto mortal en esta cuestión. Y al final, pues hostia, habla como te dé la gana. ¿Quieres hablar con la e? Pues habla con la e, pero mira a ver cómo nos encontramos y cómo trabajamos juntos en lo que nos afecta a ambos. Yo reconozco que ahora veo estas cosas de una forma mucho más hostil que antes, porque me han dado tanta caña que no puedo evitar reaccionar de forma muy hostil ante estos activistes. Sé que no tengo razón, que es una cosa mía personal, pero no puedo evitarlo.

Para terminar la entrevista, me gustaría hablar más en profundidad sobre algo acerca de lo cual usted también diserta en el libro: cómo la ultraderecha aprovecha todo este magma en beneficio propio. La ultraderecha ha sabido posicionarse muy bien en este nuevo mercado de la identidad: se ofrece como representante de la identidad blanca, occidental, masculina, heterosexual, cristiana, etcétera, y lo hace replicando con mucha soltura la palabrería de la diversidad, llegando a presentar a los hombres blancos heterosexuales como un colectivo oprimido y perseguido por las leyes de género y LGTB.

Y no es mal negocio, porque estamos hablando del noventa por ciento de la población. Son cosas que son fáciles de desmontar, pero sólo si uno lo hace bajo los criterios de mi libro. Tú no puedes enfrentar el asunto cuando en el fondo estás permanentemente dándoles la razón. Yo siempre he mantenido un discurso superhostil contra todo esto de lo políticamente correcto e incorrecto, pero es que al final les acaban dando la razón.

Dice usted que «mientras que la izquierda juega siempre de inicio fuera del sentido común dominante, a los ultras tan sólo les hace falta exagerarlo».

La izquierda siempre juega fuera de casa y con el público en contra. El problema es cuando incluso los que llevan nuestra camiseta nos silban y cuando no distinguimos las victorias de las derrotas. Hemos llegado a una especie de impotencia fetichista que nos hace creer que sus apropiaciones son nuestros triunfos. De repente cantan una canción de Víctor Jara en Operación Triunfo o aparecen dos concursantes homosexuales besándose y cierta izquierda aplaude con las orejas sin darse cuenta de que ellos te dan esa mvida para que tú estés contento, pero que no has influido en nada; que es puro marketing y que eso no vale para absolutamente nada.

Sólo faltaría que no hubiéramos ganado ni siquiera en que no se persiguiera a los homosexuales.

No, claro.

Dice usted que a la ultraderecha también la beneficia —explica usted— el hecho de que ya hay «toda una generación que, a pesar de la hiperconexión, o precisamente por ella, es incapaz de distinguir lo cierto de lo obviamente falso». Vivimos una nueva edad de oro de la propaganda y «la vulgarización de la forma del mensaje, celebrada por la posmodernidad como el fin del elitismo de los profesionales de la cultura, ha proporcionado a la ultraderecha una eficaz herramienta en la difusión del odio, sobre todo cuando libros, discos y películas pierden valor en favor de los contenidos de digestión rápida de la red».

Yo he visto falsificar tuits; modificar ligeramente un tuit para que significara otra cosa. A mí no me lo han hecho, pero he visto cómo se lo hacían a otros.

Falsificar un tuit es muy fácil: son letras negras sobre fondo blanco.

Claro, pero también es superfácil comprobar que no es así.

Nos hemos vuelto muy crédulos. A mí me resulta increíble lo disparatado de algunos de los embustes que desmiente Maldito Bulo. Increíble y preocupante: revela que nos encaminamos a un punto muy peligroso de deshumanización del adversario en el que estamos dispuestos a creernos literalmente cualquier malignidad que nos cuenten sobre él.

Claro, claro. Yo lo veo en gente de mi entorno que se está volviendo muy racista y que te dice, por ejemplo, que a los moros les dan cinco mil euros a cada uno cuando llegan a España. Tuve esa discusión concreta el otro día con un familiar. Le dije: «Pero vamos a ver, ¿cómo funciona eso?». «No, no, van y se lo dan». «Pero, ¿dónde se lo dan?». En el momento en que les haces preguntas muy concretas se ponen muy nerviosos. «¿Dónde se lo dan? ¿En el Ayuntamiento? ¿En el ministerio? Y luego, ¿cómo va eso? ¿Hay una ventanilla que pone «cinco mil euros pa’ los moros» y están todos ahí en cola recogiendo el dinero? ¿No os dais cuenta del ridículo del asunto?». Suelen ser informaciones que bastaría un minuto y medio de búsqueda en Google para desmontar, pero sí: la gente se ha vuelto muy crédula.

La ultraderecha también es muy hábil en convencer a gentes que se tienen por progresistas presentándose como defensora de las conquistas sociales y morales europeas frente a supuestas hordas de musulmanes que vienen acá a imponernos una vuelta al Medievo.

Sí, pero oye: lo que no puede ser es que tengamos un nivel de exigencia que me parece estupendo con los obispos y no con los imanes. Son unos reaccionarios y unos hijos de puta igual que los curas. Y todos conocemos a curas de barrio muy majos y estupendos, pero los obispos de este país son todos unos hijos de puta, y los imanes, lo mismo. Hemos estado toda la vida en contra de la religión, ¿por qué de repente tenemos que respetar a éstos?

Hoy algunos alcaldes de izquierda hacen cosas como negarse a asistir a una procesión católica —lo que a mí, desde luego, me parece fantástico— pero acudir a celebrar el ramadán con la comunidad musulmana o celebrar como un avance el proyecto piloto de escolarizar el islam en algunos colegios de zonas con amplia presencia de musulmanes.

Eso no puede ser. Y mira, yo cuando era pequeño iba a la procesión de la Virgen de la Paloma con mi abuela y gritaba: «¡Viva la Virgen de la Paloma!», y no creo que la gente creyente sea más imbécil. Entiendo que la creencia religiosa ofrece una serie de cuestiones a las que la gente se agarra, y que la Semana Santa en Andalucía está constantemente socializando a la gente, porque no es la procesión, es todo el año preparándola. No estoy en contra de la religión como hecho cultural: sería absurdo estarlo. Pero tengo claro que la organización religiosa es extremadamente reaccionaria y que no puede ser que caigamso en ese relativismo cultural de respetar todo lo que no sea europeo. No, oiga, no.

Su libro también encierra una crítica a un concepto de multiculturalismo que parte —dice citando a Benhabib— «de la interpretación de las culturas como totalidades herméticas, selladas e internamente autocoherentes», lo que «es insostenible y refleja una sociología reduccionista del conocimiento».

Eso es el paternalismo más asqueroso, y está muy extendido entre los activistes, que suelen hablar, por ejemplo, de la «mujer musulmana». ¿A alguien que no sea Falange se le ocurriría hablar de la «mujer católica» para referirse a la mujer española? Mira, hace poco estuve viendo un vídeo en el que aparecía Nasser dando una rueda de prensa en los años cincuenta. Un periodista le preguntó qué opinaba de unas declaraciones de un líder religioso musulmán de Egipto, que decía que las mujeres tenían que volver a usar el velo. La respuesta de Nasser fue descojonarse de la risa. Le parecía tan absurdo, tan desfasado; le parecía tan imposible que aquello volviera que incluso se permitió dar una respuesta que hoy sería calificada de machista: algo así como «tú dile a nuestras mujeres, que son tan guapas, que se tienen que poner otra vez el velo». A finales de los años cincuenta, que alguien pidiera la obligación del velo era prácticamente motivo de chanza en un país como Egipto. Ahora te encuentras lo contrario, y eso demuestra que la historia no es un proceso imparable hacia delante y desmonta automáticamente todo este relativismo cultural. Ese pasaje de Benhabib me gustó mucho, porque refleja bien que creemos hacer un favor a esa gente con esta movida paternalista cuando lo que estamos fomentando es lo peor de sus opresiones.

Usted también carga, a cuenta de esto del velo, contra cierto concepto errado de la libertad. Escribe: «Seguramente todas las mujeres que usan hiyab declaren ante una encuesta que lo utilizan porque así lo desean, de la misma manera que las mujeres del Opus Dei declararán que no usan métodos por decisión propia. ¿Cuál es la libertad del individuo ante la educación y la imposición de grupos cerrados? ¿Desde cuándo la izquierda analiza las decisiones humanas desligándolas de su contexto material?».

Sí, los activistes también manejan mucho el concepto neoliberal de la libertad. Sí, claro que las mujeres del Opus Dei deciden libremente no utilizar métodos anticonceptivos y no abortar, pero, ¿qué libertad de elección es esa que nace de haber sido educada desde pequeña de una determinada manera, de tener un marido también del Opus, etcétera?

«Hoy casi nadie en España, por ejemplo, es capaz de reconocer a Granados, Albéniz o Falla, saber cuál es el traje típico de su región o tocar el rabel, la gaita o las castañuelas. Sin embargo, casi todo el mundo está enormemente familiarizado con la música que la industria prescriba como masiva, bien sean las baladas roqueras en los ochenta, bien el reguetón de principios de esta década. Por otro lado, muchos tendrían que recurrir a un mapa para saber situar el Bernesga o Pedraza, pero casi todos sabríamos dónde está el Misisipi o Los Ángeles», dice también. Y dice también que «a mayor homogeneidad entre los consumidores, a mayor diversidad controlada, más sencillo es vender productos, tangibles e ideológicos».

Ése es el reverso tenebroso de todo esto que estamos hablando. Mira, a mí de chaval me gustaba mucho aquel programa que había que se llamaba Planeta solitario. Me parecía supermoderno y superguay: era un inglés que iba por el mundo y que era ciudadano del mundo y para el que todos éramos hermanos y que hacía surf y hacía así con los dedos [Bernabé hace el gesto surfero de contraer todos los dedos menos el meñique y el pulgar] y se ponía a bailar con un negro al lado. Después me di cuenta de que no había nada más perverso que eso del ciudadano del mundo, en primer lugar porque es mentira. No eres un ciudadano del mundo: eres un inglés cabrón que puede ir por el mundo alegremente porque tiene pasta y porque Inglaterra fue un imperio que ha mantenido en algunos aspectos, cosa que España no hizo nunca. En segundo lugar, hoy viajar no vale absolutamente de nada. En estos momentos, uno va al centro de cualquier gran ciudad, sea Tokyo, Madrid o Nueva York, y se encuentra con que todos son iguales. En todos los lados hay los mismos platos y la misma gastronomía de mierda. Y la defensa de la cultura autóctona puede y debe valer para frenar este proceso, pero también te digo que hay que procurar no caer en lo contrario. A mí me parece muy positivo que no sé qué pueblo de Zamora recupere un correcalles medieval o que la gente aprenda a tocar el laúd, pero creo que ese espíritu de recuperación de las tradiciones también tiene un reverso tenebroso: el «tú no eres de los míos, fuera de aquí». El mecanismo que los integristas islámicos utilizaron para crecer fue clamar justamente contra la pérdida de sus tradiciones en favor de las occidentales. Que hoy las mujeres lleven velo en países en los que no lo llevaban en los años cincuenta también viene de ahí.

¿Es optimista con respecto a la posibilidad de que la izquierda se purgue a sí misma de todos estos comportamientos y formas nocivas que usted denuncia?

Desde luego, la solución no es fácil, ni rápida. A mí me dicen mucho que no doy soluciones. Tronco, tampoco voy a arreglar el mundo. Soy quien soy. Y no hay atajos. Se nos ha vendido que los hay, y es algo muy de la nueva política vender que los hay; que en política, si uno dice determinada palabra mágica, obtiene automáticamente aquello que busca, y las cosas no funcionan así.

¿Hemos asumido también el inmediatismo neoliberal; esa obsesión de empresas como Amazon de reducir al máximo los tiempos de espera?

Sí, con la diferencia de que Amazon cumple, aunque sea a costa de la explotación brutal de los seres humanos, pero la nueva política no cumple. La nueva política no ha sido capaz de implementar ni el diez por ciento de sus propuestas, y ojo: no porque sean unos inútiles, sino porque no había plan, y sigue sin haberlo.

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