Sakoku
/una crónica histórica de Israel Llano Arnaldo/

En 1856, el comodoro de la Armada estadounidense Matthew C. Perry situaba los cuatro navíos negros que comandaba frente a Edo y disparaba varias salvas de cañón a modo de advertencia. Su misión, encargada por el presidente Millard Fillmore, consistía en abrir relaciones comerciales con Japón. Con este acto se ponía fin al aislamiento voluntario que Japón había practicado durante más de doscientos años, y que le había llevado a cortar todas sus relaciones con extranjeros. Ahora, con la misma capacidad de adaptación con que el pueblo japonés había asumido su total hermetismo para preservar sus costumbres, comenzaría a tomar las de los países occidentales.
El archipiélago inverosímil
La adaptabilidad, eficacia, sentido comunitario y gran capacidad de trabajo que se le atribuye al pueblo japonés viene en gran medida de habitar en un lugar inhóspito donde se hace muy difícil la vida y el desarrollo de cualquier tipo de sociedad. Japón se compone de una infinidad de islas situadas al norte del Océano Pacífico, aunque cuatro de ellas ocupan casi todo el territorio: Hokkaido, Honshu, Kyushu y Shikoku. Casi tres cuartas partes de la superficie es territorio montañoso con una orografía que implica una gran dificultad a la hora de establecer tierras de labranza o comunicaciones eficientes. Las escasas llanuras en las que se puede cultivar están abiertas al mar, ya que las llanuras interiores apenas existen y, en general, son poco fértiles, por lo que las soluciones agrícolas para su aprovechamiento intensivo han sido una constante. Además, apenas poseen minerales en cantidades importantes.
En el ámbito climático, el archipiélago se encuentra situado en una zona donde los vientos polares, las corrientes marinas y su propia estructura geográfica provocan su exposición continua a tifones, excepcionales tormentas, corrimientos de tierra o tsunamis que influyen continuamente en el devenir de la vida japonesa. Las lluvias son intensas y continuas durante todo el año y el calor húmedo es sofocante en verano, mientras que los inviernos son gélidos. Además, es un lugar donde la actividad volcánica y sísmica, en forma de terremotos, está presente en el día a día de sus habitantes.

Japón se cierra al mundo
Estos factores ambientales harían que cualquier pueblo explorase la posibilidad de un contacto permanente con el resto del mundo para aprovisionarse de materias primas o alimentos o incluso buscar lugares más amables donde asentarse, huyendo de los rigores climáticos y geográficos, pero este no será el caso de Japón. Uno de los ejemplos más claros de esta peculiar forma de progresar como sociedad fue el sakoku, el aislamiento voluntario que las autoridades japonesas impusieron desde mediados del siglo XVII en busca de mantener unas costumbres propias.
En esta época, al contrario de lo que se pudiera pensar, el mikado (emperador) de Japón, un personaje divinizado e inaccesible, no era más que un títere con atribuciones simbólicas, y el poder real lo ostentaba el máximo cargo militar, el shogun. En una sociedad feudal no muy diferente a la que se había establecido en Europa, el shogun estaba en la cúspide de la pirámide social y a partir de él se desarrollaban vínculos entre los daimios, unos trescientos señores territoriales, cabezas de poderosas familias, que controlaban sus zonas. Desde 1473, el país nipón se encontraba sumido en una guerra interna por el control del país entre daimios, que combatían por hacerse con el shogunato, en un largo periodo bélico que duraría hasta 1573.
Mientras en Japón se desarrollaban estas luchas de poder, los navegantes portugueses habían logrado la apertura de la ruta de las Indias a través del paso del cabo de Buena Esperanza. Estos lograrían llegar a Japón en 1549 con el objetivo de abrir nuevas rutas comerciales y de predicar el cristianismo; y pronto otras naciones, como españoles, holandeses o ingleses, se unirían a este beneficioso intercambio comercial, aunque estas dos últimas solo tenían intereses económicos y comerciales, y no incluían misiones religiosas y evangelizadoras como sí ocurría con españoles y portugueses.

Tras un periodo de transición, en 1598 Tokugawa Ieyasu sería nombrado shogun iniciando la era Tokugawa, también llamada Edo por ser el lugar adonde trasladaría esta dinatía la capital. Durante este periodo, Japón se mantendría casi inalterable durante más de doscientos años gracias a dos factores impuestos por la nueva dinastía: la creación de un poder absoluto y centralizado y el aislamiento exterior, el sakoku.
En 1635, Tokugawa Iemitsu, a fin de pacificar definitivamente la política interior y monopolizar el comercio exterior y ante el temor al auge del cristianismo, decretó una serie de leyes que impedían comerciar con extranjeros, prohibían a cualquier japonés viajar fuera del archipiélago bajo pena de muerte a su regreso y vetaban a los que ya estaban fuera su regreso al archipiélago. Tan solo quedó permitida la presencia de unos pocos neerlandeses en el islote de Deshima, en la bahía de Nagasaki, y de barrios segregados de chinos en esta ciudad. Se prohibió definitivamente el cristianismo y se produjo una sangrienta persecución de sus seguidores, con miles y miles de ajusticiados, quedando desde ese momento proscrito A pesar de todo, este credo siguió teniendo un pequeño número de seguidores en el ámbito rural, aunque practicado en el más absoluto de los secretos.
En cuanto a la centralización, Iemitsu impuso una fuerte sumisión a los daimios, a los que obligaba a pasar uno de cada dos años en Edo y a dejar a sus familias en la capital cuando se ausentaban, creando un costoso sistema que les impedía enriquecerse y, por tanto, acumular grandes cotas de poder. Se pasó entonces de un régimen feudal a uno estamental, con el shogun como cabeza visible y la sociedad dividida en cuatro estrictas clases.
La primera clase era la casta aristócrata guerrera de los samuráis con obligaciones militares y administrativas. A ella pertenecían todos los militares, hasta el último soldado de infantería. Esta clase permanecía casi cerrada y hasta los matrimonios con miembros de clases inferiores les estaba prohibido. Después estaban los campesinos, que a pesar de formar el segundo y más numeroso estamento eran tratados con gran severidad. Obligados a trabajar en tareas comunales como cimentar caminos y a pagar impuestos a sus daimios, bajo pena de muerte su incumplimiento, las tierras no les pertenecían, ya que en teoría todo el territorio era propiedad del emperador, aunque en realidad eran hereditarias y las familias campesinas solían quedar atadas a sus parcelas.
El tercer escalón eran los artesanos, entre los que había gran diferencia de consideración entre los que elaboraban armas o productos para el shogun o los daimios y los obreros no cualificados contratados para el mantenimiento de castillos o trabajos en las aldeas. La parte más baja la ocupaban los comerciantes que, no obstante, tras el auge que se iba a producir en el comercio, algunos se enriquecerían de manera sustancial, llegando a intentar abolir las férreas reglas estamentales.
A pesar de las limitaciones geográficas y climáticas o del aislamiento que impedía el comercio y abastecimiento exterior, tras decretar el sakoku no se produjeron crisis de subsistencia. Al contrario, esta sociedad reglamentada donde cada individuo tenía un lugar asignado fue un periodo de esplendor en Japón, con la agricultura como principal eje económico. Los cereales duplicaron su producción en poco más de un siglo. Este auge se reflejó en el aspecto tecnológico con nuevos y eficientes aperos y fertilizantes, selección de semillas inéditas hasta entonces o animales de tiro más eficaces. También las redes de comunicaciones fueron cada vez más abundantes, cómodas y seguras. Florecieron además otros negocios, como un destacado comercio que se concentraba en las grandes ciudades, como Nagasaki o Edo, y aparecieron nuevas formas de enriquecimiento como el préstamo de dinero o la producción de sake o tejidos. Además, se comenzó a acuñar una moneda fuerte que servía como principal método de intercambio económico. En definitiva, se fue evolucionando de una economía de subsistencia a una comercial donde los máximos beneficiados, aparte de la aristocracia y el shogun, eran los campesinos más ricos y los comerciantes.
Las artes y la cultura fueron especialmente cuidadas y el analfabetismo no era tan generalizado como en Europa. A la cabeza estaba la élite cultural de los samuráis, que elaboró diversas manifestaciones artísticas, creando una red de escuelas, financiando todo tipo de obras literarias y fundando bibliotecas y archivos que contenían el saber de diversas disciplinas científicas, incluidas las occidentales que llegaban por medio de los contactos que se mantenían con los holandeses de Deshima. Pero también las clases populares, manifestadas principalmente en los llamados chonin, aportaron su granito al campo artístico, apareciendo el teatro kabuki o el Ukiyo-e, un tipo de pintura costumbrista muy apreciada en occidente tras la reapertura. Además, los Tokugawa fueron alejando las creencias budistas, sustituyéndolas por el confucianismo, que se basaba en la lealtad marcial y el orden natural y se adaptaba perfectamente a las nuevas leyes y costumbres que asentaban el poder de la nueva dinastía.

Todas estas circunstancias hicieron posible que en Japón se desarrollasen unas instituciones políticas, económicas y culturales propias que influyeron en el gran arraigo de una tradición que aún pesa mucho en la sociedad japonesa actual.
La reapertura a Occidente
Cuando el comodoro Perry exigió reunirse con el emperador para entregar la carta que su presidente le dirigía, desconocedor de la realidad japonesa y del poder que había acumulado el shogun, el régimen del sakoku se encontraba en un periodo de profunda crisis. A los problemas económicos resultantes del aumento demográfico, las malas cosechas por causas climáticas y un creciente estancamiento comercial y financiero se sumaban factores como la falta de confianza que empezaban a sufrir el shogunato y los daimios por parte del resto de japoneses o el surgimiento de nuevos movimientos religiosos de carácter mesiánico que arraigaron entre el campesinado.
Al contrario que prácticamente en el resto del mundo, y a pesar de que existieron las revueltas populares, la protesta por el descontento social no se plasmó en ninguna revolución que diese una vuelta radical al régimen, pero los aires de cambio y de apertura eran evidentes y la amenaza de los cañones de Perry fue el detonante definitivo. Un año después, en 1854, Japón firmaba un tratado por el cual abría sus puertos a los comerciantes de Estados Unidos y se instalaba una embajada en Edo. Cuatro años más tarde, se rubricaron acuerdos comerciales, además de con los norteamericanos, con otras cinco potencias coloniales.

La apertura era ya un hecho y el régimen Tokugawa se descomponía por momentos. El nuevo escenario provocó varios años de inestabilidad política que fueron aprovechados por varios daimios para recuperar la figura del emperador como la máxima autoridad política. En 1868, el príncipe Mutsuhito accedía al trono, se instalaba en Edo, rebautizada como Tokio («capital del Este») e inauguraba la era Meiji, cerrando definitivamente el shogunato.
Muthusito y su élite aristócrata entendieron que Japón debía cambiar sus estructuras sociales y políticas en busca de asimilarse en la medida de lo posible a las potencias occidentales si no querían verse convertidos en una más de las múltiples colonias que poseían europeos y estadounidenses por toda la zona del Pacífico y el Asia continental. Se inició de esta manera un rápido proceso de aprendizaje de las maneras occidentales, pero sin dejar de lado las costumbres que se habían asentado durante el sakoku.
Los cambios fueron profundos y de enorme calado reformista, empezando por la asimilación del calendario gregoriano y los sistemas de peso y medidas internacionales. Se contrataron asesores británicos, norteamericanos, franceses y alemanes para crear un sistema político y legal similar al occidental. Se formó un parlamento de dos cámaras de representantes y se redactó una Constitución basada en el modelo prusiano, que era el que más se podía asimilar a las costumbres de los japoneses, recelosos todavía de las democracias más avanzadas. Además, se creó un sistema sanitario, se crearon prefecturas similares a las divisiones provinciales de los países europeos y se preparó un ejército moderno basado en levas.
Las clases sociales se redujeron a tres: los samuráis perdieron todos sus privilegios, quedando como meros símbolos, y se vieron obligados a entregar sus katanas, que abarrotaron las chatarrerías de las ciudades. Los daimios fueron sustituidos por una nobleza palaciega (kazoku) y las grandes familias debieron adaptarse a los nuevos tiempos, acabando algunas en la esfera política y otras en una élite financiera de la que aún hoy llegan ecos, como es el caso de Mitsubishi. La otra clase social era la de los plebeyos, que vieron cómo se abría su abanico de posibilidades. Paradójicamente, este avance significó un retroceso para la mujer, que ahora quedaba supeditada de forma casi absoluta al marido, algo que no ocurría en la era Tokugawa, sobre todo en las mujeres de clase alta, que gozaban de bastante independencia.
Los puertos se convirtieron en foco del comercio internacional y las exportaciones de seda, laca, madera y demás productos exóticos, vedados durante siglos, pronto fueron demandados por el resto del mundo. El país entró en los circuitos turísticos de los grandes cruceros, la forma de vestir occidental fue sustituyendo a los tradicionales kimonos y hasta la cuchara y el tenedor se usaban tanto como los palillos. También se construyó una activa red de ferrocarriles, recordemos, en un marco geográfico muy hostil, y se incrementaron el número y la eficacia de caminos y carreteras.
La educación fue casi monopolizada por el Estado, y en ella se incluyeron los valores tradicionales japoneses, además de los modelos occidentales. Se crearon universidades, se tradujeron las principales obras literarias occidentales, más de cien periódicos fueron fundados en un periodo muy breve y los intelectuales japoneses incrementaron exponencialmente su cuantía, viajando y formándose en muchas ocasiones en las principales capitales del mundo, como Londres o París.
En el campo militar, Japón, buscó la expansión por el Asia continental y en 1904 logró derrotar a Rusia, expulsándola de una Corea que se anexionaría en 1910, alejando de esta manera el temor a convertirse en una colonia para convertirse en un imperio propiamente dicho.
Con la misma facilidad que habían adoptado el sakoku para alejarse del mundo, en menos de veinte años Japón se había convertido en una potencia económica y colonial que había entrado de lleno en el tablero internacional, adoptando unos usos y costumbres occidentales que le permitieron alcanzar un enorme progreso tecnológico y social, pero sin perder sus arraigadas costumbres.
Israel Llano Arnaldo (Oviedo, 1979) estudió la diplomatura de relaciones laborales en la Universidad de Oviedo y ha desarrollado su carrera profesional vinculado casi siempre a la logística comercial. Su gran pasión son sin embargo la geografía y la historia, disciplinas de las que está a punto de graduarse por la UNED. En relación con este campo, ha escrito varios estudios y artículos de divulgación histórica para diversas publicaciones digitales. Es autor de un blog titulado Esto no es una chapa, donde intenta hacer llegar de forma amena al gran público los grandes acontecimientos de la historia del hombre.
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