Centinela de murmullos
/por Armando J. González/
Siempre tuvo un gran poder de concentración: si algo le interesaba, se abstraía de todo lo que le rodeaba y dedicaba todos sus sentidos a estrujarlo en su cerebro hasta sacar la última gota. Pero últimamente se notaba más disperso; había algo que le impedía mantener con intensidad su atención.
Tardó semanas en descubrir qué era, pero al fin identificó la causa de su pérdida de concentración: el ruido. Un ruido sordo, acompasado y rítmico, que podía cambiar de intensidad y de compás, pero siempre era el mismo ruido. No importaba el lugar, la hora o la situación: ahí estaba, dejándose sentir como sin querer, pero ahí estaba.
A veces conseguía olvidarlo y se sorprendía cuando lo volvía a escuchar. Alguna actividad, el deporte, por ejemplo, lo alejaba de él, pero nada más que empezaba a desnudarse para la ducha, su presencia humilde pero persistente se manifestaba. También en los momentos de sexo intenso lograba librarse de su eco, pero nada más que la relajación volvía a su cuerpo, reaparecía, logrando amargar el reciente recuerdo.
Las noches eran lo peor. En el silencio de su habitación adquiría una presencia intensa, resonaba en todo su cuerpo como si éste fuera una caja acústica. Hasta en sueños aparecía tomando diferentes formas. ¿Cómo era posible que un ruido tuviera forma? Eran unas pesadillas horribles, en las que nunca lograba identificar esas formas, que parecían familiares, pero que cuando se despertaba presa de una agitación sudorosa no lograba recordar en modo alguno.
Su capacidad de trabajo se vio mermada por la ansiedad y las noches sin descanso que se iban acumulando. Después de reflexionar sobre todos los pros y contras, decidió acudir a su médico. Sabía de historias de personas que escuchaban voces, que les daban órdenes o simplemente les hablaban. No quería parecer una de ellas; un chiflado guiado por revelaciones.
La visita al médico se saldó con un diagnóstico de estrés, una receta y la recomendación de tomar unas vacaciones. Decidió alejarse de su entorno, vivir un cambio radical y contrató diez días en el otro extremo del mundo. Los primeros días no mejoraron la situación: el ruido parecía inmune al cambio.
Una mañana desayunando, se quedó quieto mirando el mar, comprobando que sólo oía el ruido de las olas, ¡nada más! ¿Sería posible que hubiera desaparecido? Continuó masticando su tostada lentamente, concentrado en la ausencia del ruido, esperando volver a oírlo en cualquier momento.
No lo escuchó.
Durante ese día no quiso dejarse llevar por la euforia de poder vivir sin el ruido. Su carácter prudente lo mantuvo en guardia hasta la noche. Ése iba a ser el momento decisivo. Después de leer unas páginas, apagó la luz y esperó. Nada: sólo el rumor de fondo de la playa y una música amortiguada de una terraza lejana.
Después de despertarse tardó unos segundos en descubrir que el ruido no había vuelto. Se relajó y se dispuso a disfrutar de los días que le quedaban. Encargó una cena especial de despedida la última noche: quería celebrar el éxito del viaje. Disfrutó saboreando las especialidades del lugar y los caldos recomendados por el sumiller. Después de un paseo y con una copa en la mano, se dirigió a su habitación. Todo perfecto. Se durmió.
Abrió los ojos a las 4,13 de la mañana. Amanecía entre las ranuras de la persiana. Se incorporó sobre los codos y permaneció quieto. ¿Qué le había despertado? Con la mirada recorrió la habitación buscando el motivo. Todo estaba en orden y en silencio. En silencio, ¡todo no! Un eco de murmullos se oía. Sí, pero, ¿dónde? No podía ser, era imposible, el murmullo precedía de su interior. Ya no eran ruidos, eran cuchicheos.
Se levantó y automáticamente se puso a hacer la maleta, como si en esa maleta pudiera encerrar los murmullos y enviarlos muy lejos. Cuando terminó, quedó de pie en medio de la habitación escrutando su interior. Sólo un ruido de tripas y sus latidos fueron perceptibles. Fue una pesadilla, el sedimento del recuerdo de tantos meses obsesionado por los ruidos. Se tranquilizó y pensó en todo lo que estaría esperándole en el trabajo a la vuelta.
Una vorágine de actividad lo tuvo absorbido la semana siguiente. El fin de semana se organizó para pasarlo solo y tranquilo, para recuperarse de la frenética vuelta al trabajo. Estaba agotado pero tranquilo; los murmullos no habían vuelto, se quedaron a miles de kilómetros de distancia.
Dos meses después, en una comida de empresa, cuando iban a servir los postres, oyó una frase que no supo quién la había pronunciado, miró a sus acompañantes y con nerviosismo comprobó que la frase que oyó no tenía nada que ver con la conversación que en ese momento se mantenía en la mesa. «…hígado pasó mala noche». Pensó que había escuchado mal y que se debía a una coincidencia de palabras parecidas en conversaciones cruzadas.
Pero no: al día siguiente, bajando en el ascensor de la oficina, escuchó nítidamente: «Habrá que hacer algo, así no podemos seguir». Lo que vino después quedó en el murmullo de antes, ininteligible, pero con eco de palabras. Se quedó contemplando su palidez en el espejo del ascensor, mientras las puertas abiertas de éste le enseñaban el vestíbulo del portal.
Las puertas se cerraron de nuevo, lo que le hizo reaccionar tocando el botón de apertura y salir corriendo a la calle, donde se detuvo desorientado. «El hígado no está de acuerdo». Al oír esta declaración se sentó en el banco que había a pocos metros de su portal. Con un miedo que comenzaba a apoderarse de su cerebro, esperó a la siguiente frase: «Pues lo convencemos o se organiza una votación».
Cuando abrió los ojos estaba en un box de urgencias. Las cortinas traslúcidas le proporcionaron la intimidad suficiente para recuperar los últimos recuerdos. Cuando un gesto casi violento aparta las cortinas y un joven de bata blanca y con una carpeta en la mano le pregunta «¿cómo se encuentra?», no sabe qué responder y balbucea un «bueno supongo que bien». «Se quedará unas horas en observación y luego ya veremos, ¿de acuerdo?». Sin esperar respuesta, el joven de bata blanca da media vuelta y con el mismo gesto cierra las cortinas.
Oía las conversaciones, lamentos y algún que otro quejido sordo que los tabiques de plástico no podían detener. Casi se alegraba de poder oír ese concierto de urgencias en lugar de sus voces interiores. Empezaba a calmarse y a valorar si debía o no confesar lo que escuchaba dentro de su cuerpo, cuando una voz autoritaria resonó: «Estoy bien y no se hable más». «No, no estás bien y lo sabes, corazón, nos vas a llevar al desastre por tu obstinación». «Soy yo quien manda y decidido está». Un conjunto de voces se alzó en contra, apenas podía distinguir lo que decían, parecía que los riñones y el bazo le intentaban convencer del inminente infarto, también el páncreas y uno de los pulmones. El vocerío de la discusión se volvió ininteligible, sintió que un fuerte dolor perforaba su pecho. Alzó la mano en busca del avisador y al girarse vio cómo en la pantalla de su cardiograma una línea verde y plana se dirigía lentamente a la otra orilla de la pantalla.
Armando J. González (Gijón, 1953) cursó estudios de arquitectura después de preparar el ingreso a la Escuela de Bellas Artes, integrándose posteriormente en la empresa familiar y manteniendo durante todo este tiempo una estrecha vinculación con el mundo del arte. En los últimos años ha escrito Diccionario de espejismos y una treintena de relatos cortos.
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