Creación

Ciertas maneras de pasar el día

Un cuento de José Antonio Mases.

Ciertas maneras de pasar el día

/por José Antonio Mases/

Las prisas que trae el aguacero me vienen siguiendo los pasos y, a poco de doblar la esquina, la ventolera me agarra la espalda, como quien quiere empujar sin miramientos. Me refugio en la terraza del café, bajo el techo de lona con anuncios de refrescos. Encuentro una mesa desocupada, al lado de un macetón de yeso que acomoda una enredadera artificial.

(Una mujer vestida de rojo surge de la lluvia y se apresura a buscar sitio en la terraza. El sol ya no puede cegarle los ojos, porque ha desaparecido con el apremio de la lluvia repentina, aunque ella mantiene en su sitio las gafas oscuras y puedo descubrir, aunque sea solapadamente, los senos erguidos apretándole la blusa. Y las piernas, me gustan esas piernas. Esta mujer.)

Restallan los goterones de la lluvia sobre el cuerpo de la lona, y resulta gratificante sentirse a resguardo del agua desbordada que apenas tolera la visión de la calle, de donde llegan los lengüetazos de los neumáticos, la premura de los transeúntes que improvisan paraguas colocando en la cabeza un periódico protector o refugiándose en el portal que encuentran a mano. «¿Cómo dices que se llama?» «Cheever, c-h-e-e-v-e-r, John Cheever. Está en Emecé.» Acude el camarero y le pido un gin-tonic. Salvo los fragmentos aislados que puedo percibir de quienes conversan a mi alrededor, y que voy a transcribir siempre que me sea posible, el resto de los comentarios o cotorreos que intercambien entre sí las personas alejadas de mi mesa responde, simplemente, a mi presunción. «Yo no me casaría con un muermo así», creo que dice alguien de la mesa contigua, e ignoro a quién se refieren. La terraza está repleta de clientes, y, para contrarrestar el chapoteo de la lluvia, todo el mundo eleva el volumen de la voz, lo cual me facilita la escucha. «Tuvieron que mudarse de piso. Cada noche, fíjate en lo que te digo, cada noche de Dios, mi hermana Dorita se levantaba de la cama, pasaba a la cocina y se ponía a matar cucarachas alemanas, que no son como las nuestras; las cucarachas alemanas son rubias.» Un hombre de dedos muy cortos apura un vaso de cerveza y se le enreda la espuma en las briznas canas del bigote.

(Ese tipo de piernas largas y rectas, con sólo la justa carnosidad en la pantorrilla, por debajo de la corva. La mujer ha colocado el encendedor y el móvil sobre la mesa, entre el servilletero y la carta del menú. Enciende un cigarrillo, pero no aspira el humo, lo expulsa y deja que se eleve discretamente, tras un soplo breve que por un momento le convierte los labios en un ovillo ávido. Frágil.)

Me sirven el gin-tonic. Persiste el aguacero. Moviéndose al impulso del viento, y tan gallarda como una oropéndola, avanza hacia mi mesa, y después la rebasa, una dama tetona, llena de exultante arrogancia, las piernas envueltas en medias de malla negra y generosa peluca arrubiada. Se sienta frente a mí un hombre, solo ante una taza de café, que se agacha a subirse los calcetines. «Joder, tío, no me toques los cojones», dice un muchacho con un arete en la oreja a otro que viste un jersey amarillo con una calavera negra. Continúa el aguacero. Se escucha el chirrido de la persiana que sube en el establecimiento próximo y, a mi izquierda, un joven cuenta a otro que lo han contratado por los tres meses de verano para actuar como imitador en un club de alterne. «Eso ha sido antes de la entrada en boxes para repostar.» El hombre de los dedos cortos se levanta y se va. Un chico y una chica, ajenos a cuanto los rodea, se besan. Se besan. Ha clareado la cortina de la lluvia y brilla, a lo lejos, el semáforo en rojo. «¿Alemanas, me dices?» «Como lo oyes, cucarachas alemanas.» «Qué asco.» «Tal como te lo cuento, hija mía. Y todo se descubrió porque una noche mi hermana tuvo que levantarse a prepararse una tisana y se encontró con tres bichejos de esos apalancados en una loncha de jamón de york que había puesto en el comedero del gato. Y tan pronto como se encendió la luz, las cucarachas escaparon y se metieron en las rendijas.» Un muchacho de orejas de soplillo acompaña a una chica que luce un arete en la aleta derecha de la nariz. «Un par de días a la semana conviene que te apliques una mascarilla nutritiva.»

Y no amaina el aguacero.

(Ella, la mujer de vestido rojo, se ha quitado las gafas de sol y hace señas al camarero, que a poco le sirve un café. Abona la consumición, el empleado le dedica una sonrisa de circunstancias. A continuación, la mujer examina muy atenta la pantalla del móvil y marca un número. Aguarda unos instantes. Cierra el aparato. No le han contestado. Toma un sorbo de café. Enciende otro cigarrillo y se mira las uñas. ¿Edad de esta mujer? Me resulta aventurado calcular una cifra, pero me arriesgaría a apostar por la cuarentena, una cuarentena bien cumplida y no mal llevada.)

«Hasta luego, bonito», creo que dice alguien. Entre los plañidos de un niño, las palabras de la mujer que habla a su acompañante: «Enviaron los cupones del detergente y les ha tocado un viaje a Italia». El individuo del fondo, en la última mesa de mi derecha, es un hombre excesivamente bien trajeado que ojea un periódico y apenas levanta la cabeza, salvo para comprobar, de cuando en cuando, si ha cesado la lluvia y si hay señales de que pueda descargar otro aguacero. «Una palabra amable, lo menos que puedes tener conmigo es una sola palabra amable.» Hay un hombre delgado que entrechoca las yemas de los dedos y juguetea constantemente con ellos, los codos apoyados en los brazos de la silla. La dama tetona se ha puesto a conversar con el caballero de la mesa contigua.

Continúa lloviendo, pero ha remitido la ventolera.

(La mujer vestida de rojo consulta la hora y vuelve a telefonear. No es una mujer hermosa, pero creo que su gran atractivo, incluso su media belleza, radica en un conjunto de componentes armónicos y equilibrados, como ese mohín con que atrapa y ordena el mechón de cabello rebelde. Ha telefoneado, y esta vez sí hay alguien que le ha respondido. La veo gesticular con cierta excitación, una excitación que se me antoja de claudicada benevolencia. Sin embargo, logra hablar, casi en un susurro. Y parece enojarse. Como si a toda costa tratara de escondernos las palabras que va pronunciando. Al final tengo la impresión de que no ha quedado complacida.)

El subsahariano, altísimo y con la camisola florida sin mechar bajo el pantalón verde, ofrece —sólo con un gesto que tiene algo de mansedumbre bovina— sus baratijas, de mesa en mesa, y acaba alejándose de la terraza, creo que canturreando algo, sin despachar género. «Son veinte años de hipoteca», no logro averiguar quién ha dicho estas cinco palabras. «No», oigo decir después al hombre delgado.

(Creo que la mujer vestida de rojo se tiñe el pelo. No importa. Es un cabello alisado y brillante, que se le cae sobre la nuca en un color que yo definiría entre el rubio y el rojizo. No sé si habrá sido hermosa, pero esa tez ajada está llena de ternura; empieza a seducirme su belleza crepuscular, es decir, la que no va a morir nunca. Creo que su juventud ha dejado muy atrás lo sobrecargado, lo superfluo. La mujer ha vuelto a ponerse las gafas.)

«Con sacarina, por favor», es probable que alguien haya dicho eso. El claxon apremiante de una ambulancia es razón suficiente para que unos cuantos clientes volvamos la cabeza y sigamos durante un momento la dirección del veloz vehículo. «Me parece muy bien, pero que lo sometan a referéndum.» Un hombre basto, de traje a cuadros y corbata chillona, con ese desaliño que atañe tanto a un atavío impropio como a la supremacía que parece conferir a los palurdos un atuendo dispendioso, fuma un puro y, de cuando en cuando, gira el cabo incandescente, comprueba que se mantiene buena brasa y vuelca las cenizas. «Por un lado, la microgestión; por otro, dar más responsabilidad y más exigencia al médico.» «Lo que yo te diga, Paco: la chica es enfermera y el varón está de chapero en Lanzarote». El hombre delgado continúa jugando con los dedos, siempre las yemas de una mano ajustándosele a las de la otra. «Estuvimos en Varadero. Sí, el año pasado.» Veo a un hombre que parece escuchar con la boca: cuando le hablan, la deja desmesuradamente abierta y, para asentir o replicar a algo, la pliega unos instantes y vuelve a abrirla. «Jineteras, claro, pero La Habana es hermosa. Trágica y hermosa. Nada de jarana tropical: La Habana es una ciudad bombardeada por la pobreza.»

Una pareja discute y, al cesar las hostilidades, él le alarga un cigarrillo, sin palabras; ella duda un momento y al fin lo toma y aguarda a que él le pase fuego; después de un par de caladas, ella increpa al varón, y él mira hacia otra parte, en un gesto despectivo que a ella la enfurece más y la impulsa a aplastar el cigarrillo, furiosa, machaconamente, en la concavidad del cenicero que anuncia una marca de ginebra.

«Muy progre, y todo ese rollo de la solidaridad, pero a lo único que vas a Cuba es a follar.»

(La mujer del vestido rojo ha vuelto a telefonear. Aguarda. Sigue esperando mientras echa un vistazo al reloj. Al parecer, nadie le responde. Juguetea con el encendedor. Sabe que la estoy observando, pero ella desvía la mirada. Ha tomado del bolso su espejito y se ha puesto a mirarse a los ojos. Después presiona suavemente con los dedos índice la base de los párpados.)

Aparece un muchacho repartiendo hojas publicitarias del circo que se ha instalado en la ciudad. «Yo flipo contigo, macho.» La rumana de saya copiosa y floreada recorre las mesas, implorantes los ojos, extendida la mano. Un hombre que usa una especie de coturnos, ese calzado grueso que sirve para aparentar más estatura, se levanta y se va, calvo y solitario, y en la acera se encuentra con un conocido a quien estrecha la mano y después da una palmadita en el hombro. «¿Cuándo se casan?», es una voz de mujer. El semáforo en verde invita al tropel de gente que se desparrama desde las aceras. El hombre que escucha con la boca ríe estrepitosamente.

No remite la lluvia.

(La mujer del vestido rojo ha pedido un vaso de agua, pero no ceja en su empeño por averiguar la hora exacta en que vive y que parece ser la de la llamada que no recibe. Creo que tengo que dirigirme a ella. Ha encendido otro cigarrillo.)

El muchacho de las orejas de soplillo besa a su chica.

«Subir la desgravación por vivienda es una decisión irresponsable, ¿o no?» El hombre que fuma un puro ha chasqueado los dedos hacia el camarero; me parece que ha pedido un coñac. «Es un hijo de puta, tío», son las palabras que intuyo en boca del joven del fondo, al lado del tiesto de la enredadera.

(La mujer del vestido rojo telefonea de nuevo. Le han contestado, pero al diálogo que ha establecido con su interlocutor ella sólo aporta, de cuando en cuando, un monosílabo que denota la apariencia de una decepción. O de cierta conformidad. Sí, voy a hablarle.)

Me pongo de pie, probablemente con afectada indiferencia, y avanzo hacia ella.

(La mujer del vestido rojo ha vuelto a ponerse las gafas, pero se las retira un momento y pasa el pañuelo blanco por los ojos, probablemente para borrar las lágrimas. Abandona su mesa y, al cruzarme con ella, no estoy seguro de lo que ha querido decirme su mirada.)

Ha cesado la lluvia.

(La mujer del vestido rojo apresura el paso hacia la calle, levanta la mano al taxi y vuelve a quitarse las gafas. Es ahora, al admirarla subir al vehículo, cuando advierto que me está diciendo adiós.)

Desde luego, eran lágrimas


José Antonio Mases (Cabranes, 1929; fotografía de Estrella Sánchez) quedó finalista del premio Naranco con su novela El día siguiente (1953), y con Ladrón de algo, finalista del premio Sésamo (1958); obtuvo el Premio Internacional de Cuentos de La Felguera (1961) con El vaso de agua. Completan su obra narrativa los relatos de Los padrenuestros y el fusil (1964), La invasión, premio Selecciones de Lengua Española (1965), El palenque (1992, 2013), La quimera (2002), premio Casino de Mieres, Las estancias provisionales (2010), al que pertenece el relato que ofrecemos al lector, y La Cordillera (2016).

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