Viento sur

El efecto Mateo

«Desgraciadamente, en esta vida se impone a diario lo que se ha dado en llamar el efecto Mateo, concepto utilizado por primera vez por el sociólogo Robert K. Merton y que remite al Evangelio de Mateo: "Porque al que tiene se le dará y tendrá en abundancia; pero al que no tiene incluso lo que tiene se le quitará"», escribe Pilar Alberdi.

Viento sur

El efecto Mateo

/por Pilar Alberdi/

¿Es la mitad de la población sadomasoquista? Así lo pensaba Erich Fromm en su Anatomía de la destructividad humana.  El sadomasoquista, al mismo tiempo que es capaz de doblegarse de modo abyecto ante la autoridad, se impone despóticamente sobre sus inferiores en cuanto tiene ocasión. Una sociedad en cuyos platos de la balanza podemos observar esta condición existencial se vuelve peligrosa, y pasa a serlo aún más cuando una gran masa de la población se torna necrófila. Hitler fue un necrófilo; alguien que no se contentaba con ver sufrir a otro bajo su sometimiento, sino que aspiraba a su aniquilamiento. Pero una sociedad que necesita dominar a los otros también es la que ha proporcionado éxitos a obras como 50 sombras de Grey. Para analizar estos hechos, debemos partir no sólo de lo exterior, sino también de nuestro interior, doblemente oculto por la máscara cultural y la personal.

Por este motivo, voy a comenzar este acercamiento al autoritarismo y la agresividad con autores cristianos: Madeleine Delbrêl (1904-1944) y Hermann Broch (1886-1951), escritor de orígen judío convertido al catolicismo en su madurez. Seguidamente, continuaré con otro no católico, sino judío de origen sefardí: Elias Canetti, porque me parece que en sus palabras se encuentra una noción de humanismo que, cuanto menos, es garante de la conciencia de la existencia del Otro y del enorme temor que tienen los que dominan a la muerte, ésa que no quieren para sí, pero a la que conducen con desmesurada ira a los demás.

Elías Canetti (1905-1994)

Lo primero que señalan algunos de estos autores, por ejemplo Hermann Broch, es que el Estado tiene su ideología; ideología que no fue otra cosa en sus comienzos que la suplantación de las creencias religiosas por un Estado confesional, capaz como en el pasado lo hicieron las religiones de inaugurar un doloroso camino de guerras y enfrentamientos para el despliegue de su colosal obra. El Estado como ideal suponía una mejora de la vida en la tierra, pero sabemos que no solo eso: también sería raíz generadora de males como el colonialismo, con su carga xenófoba y racista, y base sustancial para el surgimiento —entre otras— de las dos guerras mundiales.

La escritora Madeleine Delbrêl, por su parte, nos recuerda que «esos últimos» [citados en el Evangelio], para los que existe la promesa de convertirse en los primeros, no son unos «últimos imaginarios, ni siquiera unos últimos a nuestro estilo». No. Sencillamente, «son los últimos que los hombres toman por últimos sin preguntarles su opinión; personas que deben pedir todo a los demás, porque no tienen nada, que les permita tener algo». Son, en definitiva, unas personas que reciben de los demás, no aquello que más necesitan, sino la condición de últimos, con las terribles consecuencias que esto pueda suponer.

Hegel asumió el juego de la razón utilitarista de la historia como la lucha de los pueblos o de las culturas o, por mejor decir, de los juegos de poder, y por eso sitúa a los últimos (personas o conglomerado de personas reunidas en pueblos, naciones o Estados) como aquellos que pareciendo, por la fuerza de otros más poderosos, más débiles e inferiores, son rechazados, deportados, vencidos, sometidos, aniquilados; simples descartes humanos para la burguesa trinidad hegeliana constituida por la razón, Dios y el Estado.

Si para Husserl, el papel del filósofo debía ser el de convertirse en «el defensor de la humanidad» —algo imposible desde los planteamientos de Hegel, que está del lado de los triunfadores, es decir, de una mínima parte de la humanidad—, para Hermann Broch, «la filosofía ha perdido el principio del conocimiento que se ha hundido muy hondo» (La muerte de Virgilio) desde que surgió en el pasado. También para Broch, un escritor verdadero debería estar por entero enfrentado a su época, porque la luz que nos ilumina —social, política, etcétera— no es más que un fuego fatuo, mientras nos conducimos a la muerte. Frente a este valor cero o falso valor de la muerte, aquí Broch demuestra el interés que sintió en su madurez por la lógica matemática, el verdadero valor: tiene que estar en la vida. No puede haber conciliación con la muerte, y no puede darse a otros impunemente. De hecho, la mirada crítica hacia la muerte es razón suficiente para potenciar la vida, pero cómo o en qué sentido, ahí radica la importancia del tema.

Quizá a algún lector pueda parecerle extraño que Broch se convirtiera al catolicismo, del mismo modo que en su día también lo hicieron Oscar Wilde y Gilbert Chesterton, mientras otros manifestaron un acercamiento consecuente, como fue el caso de Henri Bergson, quien finalmente optó por mantenerse dentro de la religión judía por no parecer traidor al destino de los suyos. Algunos de los escritores que he citado vivieron y padecieron las dos últimas guerras, y por eso pueden presentar estos temas de manera aguda. El horror no es algo que haya quedado al margen de sus vidas. Y la peste que asoló el siglo XX tenía claramente la forma del fascismo.

Henri Bergson (1859-1941)

Elias Canetti nos recuerda en el largo ensayo La conciencia de las palabras que el deseo innato que mueve al hombre a seguir adelante en la vida es el de la supervivencia: de ahí que no debería extrañarnos que la paz sólo encubre otras guerras, especialmente económicas, de dominio comercial, que son en general espacios de preparación para las que vendrán.

Como el poder y la supervivencia están imbricados, a más poder, mayor deseo de supervivencia, y también mayor negación de aquello que aparece como débil, pero cuya presencia resulta por alguna razón amenazante. Ninguna de estas prácticas sería posible masivamente sin un discurso que las estimule.

El deseo que hoy recorre Europa con la aparición en varios países de grupos y partidos neofascistas manifestándose abiertamente a favor de la expulsión de inmigrantes (aclaremos: de inmigrantes pobres, de Oriente Medio o África y de religión musulmana) solo habla, y esto es lo trágico, del deseo de supervivencia del hombre común europeo frente a la crisis económica y política propia de la globalización y del cambio climático, de la que sin duda es parte responsable y que ha afectado a su modo de vida; pero muy especialmente por otra pérdida: la de valores que incluyen el reconocimiento de la dignidad humana, sin cuya base es imposible nuestra humanidad común o aquello que consideramos garante de la misma. Afirma Canetti que para el que tiene poder «el placer que le causa sobrevivir va aumentado con su poder» y esto le permite ceder a sus deseos de doblegar e imponerse al Otro. El último y verdadero deseo que subyace en esta supervivencia es el de sobrevivir a grandes masas de personas. ¿Recuerdan al personaje de Ismael en Moby Dick? Igual que Job, sólo él escapó para contarlo. ¿No creen que en el fondo del pensamiento de todos subyace esa idea? ¿En qué piensan los ricos que se construyen bunkers? ¿De qué hablan aquellos científicos que explican que la salvación de la humanidad depende de los viajes al espacio? Al margen de todas las connotaciones religiosas que muestra la obra de Melville, explicada por el propio autor en su correspondencia, en donde la ballena blanca es la representación de Dios y el capitán Ahab del demonio (hombre), me pregunto: el obrero europeo que se suma a las ideas de expulsión de inmigrantes más pobres que él, ¿qué siente? ¿No será, acaso, poder? ¿Encubre tal vez en su ocultamiento psicológico la idea de  su propia salvación a partir del apartamiento o  la destrucción del Otro? ¿Hasta dónde puede ser posible este desconocimiento si advertimos sus consecuencias?

Desgraciadamente, en esta vida se impone a diario lo que se ha dado en llamar el efecto Mateo, concepto utilizado por primera vez por el sociólogo Robert K. Merton y que remite al Evangelio de Mateo: «Porque al que tiene se le dará y tendrá en abundancia; pero al que no tiene incluso lo que tiene se le quitará». Este principio se repite de muchos modos en la vida, y sólo pondré un par de ejemplos: si tienes dinero los bancos te darán más dinero; o el del propio Merton, que señalaba que si eres un científico muy citado en artículos, lo serás más.

Éste es el horror y nosotros debemos conocerlo; debemos saber que existe dentro nuestro, que el poder no es algo que está en otra parte, sino que somos parte de él; «circula en cadena» según la acertada definición de Foucault, y la tentación de ser más que el Otro, de sentirnos más seguros, nos determina, y domesticar estos impulsos es propio de gente que reflexiona. «No nos engañemos: nunca seremos buenos», decía Hermann Broch. No: ser bueno es casi un imposible, porque ser bueno es ser manso y tener en consideración a los demás; ser bueno es casi imposible por nuestra propia constitución y por la moral utilitarista que rige la época. Y considerar que por ser ciudadanos de un Estado esto nos permite negar al Otro, ocultando la humanidad que nos reúne, no deja de ser una absurda idolatría.


Pilar Alberdi (Mar del Plata [Argentina], 1954) es escritora y licenciada en psicología por la Universitat Oberta de Catalunya, y actualmente cursa el grado de filosofía en la UNED. Reside en Rincón de la Victoria (Málaga). Ha publicado poesía, teatro, narrativa, y artículos en diferentes medios periodísticos y ha recibido, entre otros, el Premio de Relatos Feria del Libro de Madrid, convocado por la editorial Plaza & Janés; el Ciudad de Segovia de Teatro y el Lazarillo para Textos Teatrales. Su página web es http://www.pilaralberdi.com/.

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