Las raíces del fanatismo

Pedro Luis Menéndez diserta, basándose en su experiencia como profesor de educación secundaria, sobre cómo el fanatismo (el fanatismo en general: deportivo, político...) echa raíces en las almas adolescentes.

De rerum natura

Las raíces del fanatismo

/por Pedro Luis Menéndez/

Trabajo con adolescentes. El tópico afirma que la adolescencia es una edad difícil, de cambios constantes, de reacciones desmesuradas ante la realidad adulta, de afirmación y reafirmación personal en busca de la identidad propia. Pero todo esto lo afirma el tópico porque, cuando llevas muchos años compartiendo parte de su ecosistema social, sabes que todos son previsibles, que repiten los moldes generación tras generación, y que un ser humano a lo que más se parece es a otro ser humano, sea éste de la edad que sea. Por eso he llegado a entender cómo toman posiciones en bastantes de ellos las raíces del fanatismo, que con probabilidad sólo algunos seguirán cultivando durante toda su vida hasta hacer crecer un árbol frondoso: tanto, que no les será permitido apreciar otra cosa que su propio árbol, su mata espesa de ideas, cerradas a cualquier realidad exterior.

No hablo del fanatismo político (que también, en algunas ocasiones). Hablo de esos fanatismos pequeños o grandes, sembrados por sus familias, por sus mayores o por nosotros los docentes, entre los que destaca muy por encima de cualquier otro el que corresponde a los equipos deportivos (mis colores, esas cosas), que los adolescentes traen incorporado a un nivel más suave ya desde la infancia. El fanatismo deportivo suele estar de común animado por sus propios padres, los modelos humanos a quienes han visto y oído bramar durante años en campos y canchas, y que afianzan con fuerza el egocentrismo de mi verdad: somos los mejores, hay que machacarlos; unido a la circunstancia de que los mediadores —los árbitros—, es decir, aquéllos cuya intención y objetivo es velar por el cumplimiento de las reglas, son los más odiados y vilipendiados antes, durante y después del propio lance.

Este fanatismo, como muchos otros, no guarda ninguna relación con el nivel cultural de las personas infectadas por él, aunque se mueva a ras de suelo o en los sótanos de la condición humana. El catedrático al que más admiré en mis años de facultad, una de las personas más cultas y educadas que he conocido, se convertía en un auténtico energúmeno en las gradas del estadio los domingos de fútbol (entonces el fútbol era cosa sólo de domingos). Ni su mucho leer, ni su mucho viajar, ni su mucho pensar le libraban de sumarse a la masa vociferante durante noventa minutos, tras los que, purificado por la ceremonia catártica, volvía a su ser. Esa fiesta dionisíaca del sentirse fundido con la multitud no tiene mayores consecuencias que el placer de evadirse de un mundo real no siempre acogedor, si no fuera por el componente violento con el que a veces viene aderezada: unos pocos, o no tan pocos, o muchos (según las ocasiones) desarrollan comportamientos vandálicos sobre bienes o personas del equipo contrario arropados por su grupo, banda o peña de pertenencia, sus bufandas, sus banderas, su parafernalia de fanáticos.

Detrás de esta manera fanática de posicionarse ante el mundo no hay una ideología, un sistema de referencias o unos valores determinados, puesto que podemos encontrar ejemplos en todas ellas, tanto en las ideologías políticas como en las sociales. Lo que hay es una manera de ser y de situarse ante la realidad que combina en dosis de distinta medida el miedo al otro y los propios complejos de inferioridad, que se solucionan con el sentimiento de aceptación del grupo: la pertenencia me hace fuerte, el que los demás me acepten, el no ser rechazado.

Este fenómeno, tan típico de la adolescencia como edad en que la aprobación de los iguales resulta esencial para no ser devorados por el miedo a la propia vida, es el mismo que encontramos en los nacionalismos políticos, sea cual sea el signo ideológico con el que en apariencia se adornen: mi familia, mi pandilla, mi barrio, mi tribu, mi equipo, mi ciudad, mi comarca, etcétera (siga usted la lista si le parece).

En la adolescencia no existe la escala de grises, todo es o blanco o negro, todo se mueve en los extremos de cualquier continuo. Por eso las sociedades adolescentes, no maduras políticamente y con niveles educativos de ínfima calidad con respecto a una visión crítica del mundo son el caldo de cultivo típico de los fanáticos, de quienes no quieren o no saben intentar situarse en algún momento en el lugar del otro, en la piel del otro (a ellos no les gusta que se lo subrayen, pero no hay nada más parecido a un ultra de un equipo que un ultra de otro, y no hablo sólo de deportes, como doy por hecho que a estas alturas usted ya se habrá dado cuenta).

En estas mismas páginas de El Cuaderno, César Iglesias realizaba una excelente semblanza del tantas veces controvertido Amos Oz, quien «se hizo escritor porque tenía la necesidad de imaginar al otro, de ponerse en la piel del otro» (en palabras de Iglesias), algo que resulta «no sólo una experiencia ética y una gran prueba de humildad, no sólo una buena directriz política, sino, finalmente, […] también un gran placer» (en palabras del propio Oz).

Se trata del mismo escritor que en una entrevista de mayo de 2018 afirmaba: «Es un tiempo de simplificaciones. La gente espera respuestas simples y ya no teme parecer extremista. Hace ochenta años teníamos miedo de Hitler o Stalin». O: «Cuanto más complejos se van haciendo los problemas, más y más gente está hambrienta de respuestas muy simples. Una fórmula que lo cubra todo. Pero muy a menudo se trata de mensajes fanáticos. Por ejemplo: “Todos nuestros problemas se deben a la civilización occidental”, o “nuestros problemas se deben al fundamentalismo islámico”, o “tienen su origen en la globalización” o…».

Confieso que los fanáticos me dan miedo, los fanáticos de cualquier cosa. Por eso temo tanto a los nacionalistas, amparados en sus banderas: porque el nacionalismo no es una ideología, es sólo una de las formas que adquiere el fanatismo.


Pedro Luis Menéndez (Gijón [Asturias], 1958) es licenciado en filología hispánica y profesor. Ha publicado los poemarios Horas sobre el río (1978), Escritura del sacrificio (1983), «Pasión del laberinto» en Libro del bosque (1984), «Navegación indemne» en Poesía en Asturias 2 (1984), Canto de los sacerdotes de Noega (1985), «La conciencia del fuego» en TetrAgonía (1986), Cuatro Cantos (2016) y la novela Más allá hay dragones (2016). Recientemente acaba de publicar en una edición no venal Postales desde el balcón (2018).

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