Cuentinos tristes
Acilina no entiende a la escritora de la tele
/por Juana Mari San Millán/
No entiendo bien, la verdad, a esa niña de la guerra que mentaba en la tele una escritora aludiendo a mujeres de mi edad y de la suya. Hablar hablaba fetén, la condenada; tan redicha como en sus libros, supongo, que yo de mucho tiempo para la lectura tampoco dispuse, aunque la vida de santa Genoveva de Brabante igual me la leí más de diez y once veces, las Sagradas Escrituras —de donde me viene esta soltura de lengua, esta prosopopeya— ni te cuento la de veces que las repasé, y manejaba el misal con una desenvoltura que causaba admiración a los párrocos, especialmente las páginas donde figuraban salmos para cantar, que era lo que me chiflaba de las ceremonias religiosas, fueran entierros o casamientos.
Es como si la escritora de la tele no hablara de mí, no me concerniera, aunque relataba de maravilla episodios conocidos y vividos por mí misma: que si la guerra civil, que si la posguerra, que si la dictadura de Franco, que si el barullo bullicioso de la Transición, que si la bendita democracia, que si la tierra prometida de los parias… Pero, insisto, no me sentía implicada: me parecía que se refería a otras mujeres, cómo decir, más acomodadas, más opulentas, ricas, vaya, a esas mujeres que nunca tuvieron infancias, adolescencias, mañas, resabios de vidas, en fin, hambrientas ni apaleadas, lo que no quiere decir que estuvieran conformes, satisfechas, felices con aquellas etapas de su historia que, como digo, era la mía, pero distinta.
Cinco meses después de cumplir los seis años apareció la dichosa guerra con tantas nueces como ruido. Cinco meses después de cumplir los nueve, los malos, para mi confusión y perplejidad los triunfadores, fusilaron a mi padre sin ton ni son, que bastaba con observar la cara de aturdimiento y la llantina perenne que le quedaron a mi madre, incapaz de superar desde entonces esa especie de amedrentamiento congénito, de subordinación ante cualquier leve signo de autoridad, esa pose de mansedumbre infinita. Lloriqueaba, la pobre, esta vez de felicidad, cuando los nietos aprendieron a besuquearla, a acariciarla. De estas estampas sí que me acuerdo bien. Sucedieron muchos años más tarde.
Por seguir con mi relato, que se acompasa mal con el de la escritora de la tele, diré que cinco años después de la ejecución estúpida e imperdonable de mi padre cambiamos de aires. De Villanueva de las Rozas, donde vivíamos, cerca de Reinosa, provincia de Santander, nos trasladamos a otro pueblo de la provincia de Palencia, Santibáñez de la Peña, donde comenzaban a explotarse minas de antracita, destino laboral de mis dos hermanos, Luis y Octavio, fuente de oro negro promisoria de subsistencias para toda la familia: madre viuda y vencida con cinco hijos. Empiezo a darme cuenta de que tanto número cinco empalaga si no me inquietara ya un hasta ahora insospechado enigma que no alcanzo a descifrar, que mete miedo.
A los cinco años de recalar en Santibáñez de la Peña —qué acechante y embustero demonio me persigue—, me enamoro y me caso con un minero asturiano que, pasado un lustro —qué cinco patas tiene este gato diabólico—, se me mata en otra guerra provocada por la avaricia del patrón frente a las entrañas de una tierra que vomita gatos negros, ahora lo sé, no siameses peludos, suaves, cálidos como los que remoloneaban entre las piernas de la escritora de la tele, sino gatos escuálidos, electrizantes, endemoniados, que arañaron sin comedimientos las mías, las de una niña, las de una mujer azotada por demasiadas guerras. Y lo que te rondaré, morena, que este es cuento de nunca acabar. Niña en guerra declarada y permanente, más bien, apostada sin apelación en la trinchera de la derrota inevitable. Niña y mujer, empero, de ojos cantarines, que no amortiguados y ojerudos como los que portaba la escritora de la tele. En funerales, en bodas, en bautizos, en comuniones canté, con el corazón contraído canté, con tormento canté, con lágrimas heladas y abrasivas canté, en las alegrías ajenas canté, y en las de mi gente canté, con la primavera, con la nieve canté, con cinco mil amarguras canté, en el mes de las flores y en la semana de pasión también canté y con jaurías de gatos negros de cinco patas tras de mí.
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