/ un relato de Josemanuel Ferrández Verdú /
La furia de Orlando, como la de Aquiles, procede de una confusa y lamentable causa que pasaré a describir. Aquiles se enfada porque los griegos son tan tontos que se creen todo lo que les cuenta Homero acerca de Helena. Orlando se enfurece con Aristóteles porque, entre su cuento, Ariosto mete una endiablada cantidad de otros cuentos y cientos de magos, príncipes, caballeros y gentuza variada en hexámetros hexagonales hasta atiborrar París de sarracenos y el País Vasco de mandarines y aturufa a Carlomagno, quien a mitad de la epopeya se arma tal lío que quiere ir al notario a dejar el imperio como un proindiviso entre doña Urraca y Atila el cómodo, que donde dormía la siesta ya no crecían baobabs.
Carlomagno
Orlando o Roldan
Angélica
Agramante
Marsilio
Reinaldo
Nápoles
Ferragús
Sacripante
Bayardo
Bradamante
Reggio
Rogelio
Pinabel
Claramonte
Caballero del hipogrifo
Merlín
Melisa
Brunelo
Atlante
Alcina
Astolfo
Logistila
Ebuda
Cimosco
Olimpía
Biereno
Uberto
Fierabrás
Gradaso
Grandimarte
Almonte
El rey de Galicia
Cerbino
Personajes cuyas historias tienen lugar en docenas de países y que se cruzan para formar el más complejo galimatías de relatos que pueda ser concebido por una mente sensata en un delirio de peligros y hazañas en que los protagonistas se complican la vida innecesariamente para dar cumplimiento a unas oscuras necesidades literarias así como a la más extraña y rocambolesca historia de amores y aventuras incomprensibles, pero perfectamente razonadas por la pluma infinita de Ariosto. El Juego de tronos de la época caballeresca. El grado de interés que suscitaron sólo puede compararse con el grado de sueño que pueden suscitar obras tan enormes y de las que la naturaleza humana no ha podido prescindir a lo largo de los siglos. Obras infinitas que intentan poblar nuestra imaginación con tantos desmanes y desafueros que la mente acaba por sucumbir a tanta tragedia y endiablado embrollo. Y ponen a prueba la capacidad de resistencia de un mortal aún vivo pero que en su ingenuidad se pone en peligro de sucumbir a la suma total de calamidades que se suceden sin descanso ni respiro.
Una de las razones del cabreo orlandáceo es precisamente la irrefrenable incontinencia verbal que padece Ariosto y que priva al héroe de Roncesvalles del suficiente protagonismo como para verse obligado a compartirlo con una legión de príncipes y salvadoncellas, los cuales ensombrecen hasta casi oscurecer los atrevidos desplantes y envites del quijotesco y donjuanesco paladín, su esquilmada honra.
Orlando busca a Ludovico Ariosto en Ferrara y lo encuentra tomando un vaso de lambrusco con un pedazo de pizza en una pizzería de moda donde acuden otros poetas y todos mantienen una tertulia literaria donde se reparten temas y hexámetros a precio de saldo. Se arrima al artista y le espeta en la cara delante de todos:
—¡Ay de mí! Cómo he de verme arrastrado a la infamia y el descrédito por tanto chiflado como has embutido en mi obra maestra, aquélla en que yo debía triunfar ante Sacripante y merodear sobre Angélica para ver si es moza digna de un caballero tan lleno de cólera como el mismo Aquiles el argivo cuyo cabreo sobrecogió a Príamo y a un primo suyo de Calasparra que le había traído medio kilo de arroz para hacer una paella con la que inflamar los deseos de lucha de los troyanos, ya que al tener que repartirse entre todo el pueblo la birria de paella se iban a poner a caldo yugoslavo.
—¿Qué te pasa a ti? —responde Ludovico—. ¿Acaso no te gustan los inflamados y sutiles versos con que te proclamo el más enfurecido de los mortales para que las doncellas se derritan ante la presencia de tu yelmo proceloso? Mi cabreo no tiene límites y mi brazo, junto con el de Quijote el quisquilloso, hemos pensado juntarlos y hacer una sociedad de brazos sin límites para atiborrar a mamporros a todo el que opine lo que no debe ser opinado. Tente, oh remilgado Orlando, que no ha de tardar ya la sin par Virginia la Loba, la cual se llegará a componer también un bello asunto contigo de una prima suya que vive en Londres y que al principio es amiga tuya y más adelante se larga a Bizancio a estudiar magisterio.
—¿Y qué me va a mí en todo ese lío porque una señora quiera ser maestra de escuela?
—Cálmate y no te pongas nervioso, porque tú serás un joven inglés elegante y vas a ser tan agraciado que nadie te podrá decir ni pío, te vestirás en los mejores sastres de la City y podrás ir a las carreras de Ascott, donde conocerás a gente tan afilada en sus maneras que vas a aprender a limpiarte con una servilleta el morro después de la sopa de zorro isabelino.
—Coño, eso sí que me va a gustar.
—¿Ves, pedazo de tarugo, como yo sé lo que me hago? Luego, cuando seas más fino que una señorita pija, te vas a convertir en una tía de aquí te espero.
—¿Y eso para qué? ¿Qué coxones hago yo de tía, y además de esas remilgadas?
—Batallar por sus igualdades y que los hombres se vayan dando cuenta de que si fueran mujeres, querrían ser otra vez hombres porque se pasa mejor, y de esa guisa tendrás que guisar, planchar, comprar, criar, joderse, preñarse, fastidiarse, etcétera.
—No me gusta ni la historia ni esa Loba Virginia o lo que sea. Que se la lleven los mengues, pero a mí no me va a tocar ni un pelo de donde tú sabes.
—No es necesario tocar los pelos.
—Me da igual. Si viene, le dices de mi parte que estoy en Jerusalén con unos primos cruzados.
—No me digas que tienes ganas de meterte en ese barullo de las cruzada.,Mmenudo pollo siríaco tienen montado con lo del santo sepulcro el santo grial el santo prepucio y Simón templa el santo de los templarios.
—Es una promesa que le hice a una tía paralítica, pero mis primos sólo son cruzados de brazos para arriba, no los mueven ni para dormir la siesta con Ava Gardner.
—Caramba, qué contratiempo. ¿Y de qué viven?
—Bueno, como son cruzados de brazos, cuando se cruzan con alguien acostumbran a tirarles un buzón lleno de epístolas de san Pablo a la cabez,a con lo que consiguen indulgencia plenaria, que luego revenden en el mercado secundario de futuros.
—Vale, pero si has de tirar buzones a alguien, guárdate de hacerlo a críticos literarios o te arrepentirás, y te lo dice alguien que sabe de lo que habla.
Orlando salió de allí con el convencimiento de haber hecho un buen negocio dejando a la Woolf fuera de su vida, pero, nada más llegar al puerto se enroló como grumete en un yate que pertenecía al marido de Virginia Woolf y en lugar de Jerusalén fue a parar a Ibiza, donde acabó como agente de la sexualidad innobiliaria vendiendo juguetes para perros lgtbijk.
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